CANTAR DE LOS CANTARES -RESONANCIAS BIBLICAS: 11. EL ESPIRITU Y LA NOVIA DICEN: ¡VEN!: 7,12-8,4
Emiliano Jiménez Hernández
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EL ESPIRITU Y LA NOVIA DICEN: ¡VEN!: 7,12-8,4
a) ¡Aleluya! ¡Maranathá!
b) ¡Ven, amado mío!
c) ¡Ay! ¡Si fueras mi hermano!
d) Apoyada en el amado
e) Debajo del manzano
f) Sello sobre el corazón
Cristo, en su resurrección, se ha manifestado vencedor de la muerte y ha
derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como don de bodas a su Esposa.
La Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el
Espíritu y la Esposa, en su espera anhelante de la consumación de las
bodas, gritan: ¡Maranathá! Iglesia vive en tensión entre el
Aleluya y el Maranathá. Tenemos las primicias del Espíritu, pero aún
esperamos la redención del cuerpo. Somos hijos de Dios y le llamamos
Abba, pero todavía ansiamos la filiación. La fe es certeza y dolor
al mismo tiempo. La fe es siempre pascual, es vivir crucificado con
Cristo esperando la liberación no sólo del "cuerpo de pecado", sino del
"cuerpo de muerte" (Rom 7,24).
La celebración cristiana es memorial, presencia y esperanza de la
salvación. La memoria del misterio salvador de Cristo hace presente esa
salvación, suscitando la esperanza anhelante del maranathá: ¡Ven,
Señor Jesús! El anuncio gozoso de que el Señor está presente
entre nosotros suscita la llamada al Señor para que venga, pues estando
presente continúa siendo el que ha de venir. Esto hace del presente un
kairós. Para
El acontecimiento esperado de la manifestación gloriosa del Señor
transforma la existencia cristiana; da al cristiano una actitud nueva y
un estilo nuevo de vida. El cristiano encuentra un sentido al
sufrimiento, a la persecución, a la vejez, a todo lo que le anuncia el
final de su peregrinación y le acerca al encuentro con el Señor al
término de su existencia y al final de los tiempos. Esta vida con la
mirada en
La celebración del Adviento hace presente al cristiano que este
mundo está en tránsito. Nada en él es estable, duradero. Pasa la escena
de este mundo con las riquezas, los afectos, llantos, alegrías y
construcciones humanas (1Cor 7,29‑ 31). El poder y la gloria que ofrece
"el señor del mundo" es efímero (Mt 4,1‑11). Cristo ha vencido el
pecado, venciendo a Satanás y desposeyéndole de su reino. Pero el
cristiano aún vive este tiempo en tensión entre la carne y el Espíritu.
Recibiendo el Espíritu, vive según el Espíritu, libre del poder del
pecado, "condenando como Cristo el pecado en sí mismo". Pero lo que en
Cristo ha sido una realidad cumplida, definitiva, el cristiano lo vive
cada día, de conversión en conversión. En el aquí y ahora,
gracias a la acción de Dios en el hombre, se hace presente el Reino de
Dios. El creyente vive así el hoy de su vida como kairós
de gracia. La presencia del Espíritu de Dios le anticipa la vivencia del
Reino. Con esta experiencia de vida eterna, el cristiano persevera con
firmeza, aguardando la plenitud futura del Reino, anhelando la
consumación que nos traerá "el Día del Señor",[1]
es decir,
Ahora recibimos sólo una parte de su Espíritu, que nos prepara a la
incorrupción, habituándonos poco a poco a acoger y llevar a Dios. El
Espíritu es la prenda que nos ha sido conferido por Dios: "En
Cristo, después de haber oído
Rebosando de esperanza, el cristiano une, pues, su invocación al
suspiro del Espíritu, invitando al Señor a volver glorioso para consumar
la historia y la salvación: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap
22,17).
Yo soy de mi Amado y hacia mí tiende su deseo.
La esposa, que ha hecho del esposo la roca de su corazón, siente que "su
bien es estar junto a Dios, pues se ha cobijado en el Señor, a fin de
publicar todas sus obras" (Sal 72,28). Con firmeza proclama: "Yo exulto
a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me
sostiene" (Sal 62,8-9). Con esta confianza, desea salir al mundo a
proclamar las maravillas que él ha hecho en ella. Por ello dice al
Amado: ¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pasemos la noche en las
aldeas, amanezcamos en las viñas. Las mandrágoras han exhalado su
fragancia. A nuestras puertas hay toda clase de frutas. Las nuevas,
igual que las añejas, Amado mío, que he guardado para ti. "El campo
donde ha sido sembrada la semilla de
El campo, por otra parte, se contrapone a la ciudad por su aire abierto;
ofrece a los amantes la posibilidad de sumergirse en la primavera en
flor. La naturaleza se llena de vida, signo de la recreación que hace el
amor. El día despierta con la aurora invitando a recorrer los campos,
para ver si ha brotado la vid
en "la viña de Yahveh, que es la casa de Israel" (Is 5,7). La
hija de Sión, que lleva en su seno la esperanza mesiánica desde Eva,
suspira por la llegada del Mesías. Cuando Israel pecó, el Señor lo
desterró a la tierra de Seír, heredad de Edom. Dijo entonces
Antes era el esposo quien invitaba a la amada a salir (2,10-14). Ahora
es ella quien le invita a él a salir al campo en la madrugada para
descubrir los signos de la primavera; a recorrer los senderos de los
prados perfumados por el brotar de la vida. Apenas despunte la aurora
recorrerán la viñas, que están echando sus yemas. Con la mirada saltarán
de las flores a los granados, símbolo del amor y la fecundidad. El
áspero aroma de las mandrágoras les mantendrá despierto el amor. Todo
será una invitación al amor: "Allí te daré mi amor", los frutos
exquisitos del corazón: frutos frescos y fragantes y también frutos
conservados de la estación anterior: "Comerán de cosechas almacenadas y
sacarán lo almacenado para hacer sitio a lo nuevo" (Lv 26,10). El amor
antiguo se hace nuevo cada día: "Queridos, no os escribo un mandamiento
nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio. Este
mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y sin embargo,
os escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en él y en
vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya" (1Jn
2,7-8).
c) ¡Ay! ¡Si fueras mi hermano!
¡Oh si fueras mi hermano, amamantado a los pechos de mi madre! Al verte
por la calle te besaría, sin que me despreciaran.
Te besaría como se besaron aquellos dos hermanos, es decir, Moisés y
Aarón, quien "fue y, al verlo en la montaña de Dios, le besó" (Ex 4,27).
Cuando se manifieste el rey Mesías a
El Amado no defrauda a la amada. En la plenitud de los tiempo "envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los
que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación
adoptiva". Realmente el Amado se hizo hermano nuestro: "No se avergüenza
de llamarnos hermanos. Pues, así como los hijos participan de la sangre
y de la carne, así también él participó de las mismas, para aniquilar
mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar
a cuantos, por el temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a
esclavitud. Por eso se asemejó en todo a sus hermanos" (Heb 2,11,ss). Y,
como hermano, se ha amamantado a los pechos de María, nuestra madre:
"Mientras Jesús hablaba, una mujer de entre la multitud dijo en voz
alta: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc
11,27).
El Hijo de Dios se ha hecho realmente hermano nuestro, pues a todos los
elegidos, el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito entre
muchos hermanos" (Rom 8,28‑30). Dice San Cipriano: "Dos hombres son
hermanos entre sí porque son hijos del mismo Padre; dos cristianos, por
el contrario, son hijos del mismo Padre porque antes son hermanos,
hermanos de Cristo; en Cristo tenemos acceso al Padre". La filiación
divina del cristiano está vinculada a la hermandad con Jesús. El nos
presenta al Padre como hijos. El evangelio (Mc 3,33) llama "hermanos" de
Jesús a quienes cumplen la voluntad de Dios y escuchan su palabra de
labios de Jesús. De esta nueva familia de Jesús Dios es Padre. La
invocación de Dios como Padre crea una familia, una comunidad,
constituye una Iglesia. El que invoca a Dios como Padre está
descubriendo que tiene como hermanos a cuantos le invocan con el mismo
nombre. Como dice el beato Isaac de Stella:
El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por naturaleza
es Hijo único, por gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con
él. Pues a cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos
de Dios. Haciéndose él Hijo del hombre, hizo hijos de Dios a muchos.
El que es Hijo único asoció consigo, por su amor y su poder, a muchos.
Estos, siendo muchos por su generación según la carne, por la
regeneración divina son uno con El. Cristo es uno, el Cristo total,
cabeza y cuerpo. Uno nacido de un único Dios en el cielo y de una única
madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la cabeza
y los miembros son un Hijo y muchos hijos, así también María y
Te conduciría y metería en casa de mi madre, para que me instruyeras.
Te daría a beber el vino aromado, el licor de mis granadas.
Del campo pasan a la ciudad. La esposa desea ser iniciada en el amor,
pues el amor nunca se acaba de aprender: "El amor es paciente, es
servicial; no es envidioso, ni se jacta ni se engríe; es decoroso, no
busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra
con la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo lo excusa,
todo lo cree, todo lo espera, soporta todo. No acaba nunca" (1Cor
13,4ss). La asamblea de Israel dice a sus hijos: "Venid, subamos al
monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus
caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá
Pentecostés era la fiesta de la recolección, cuyas primicias habían
sido ofrecidas el día después de pascua, con lo que ambas fiestas
quedaban unidas como principio y fin de la cosecha. Luego, Pentecostés
pasó a ser la fiesta de la donación de
"Burlándose decían: están llenos de mosto" (He 2,8). Decían la verdad,
aunque fuera de burla. Porque el vino era realmente nuevo: la gracia del
Nuevo Testamento. Este vino nuevo procedía de la viña espiritual que
había dado muchas veces fruto en los profetas y que había
rebrotado en el Nuevo Testamento. Porque así como de manera visible la
viña permanece siempre la misma, pero a su tiempo da frutos nuevos, de
igual modo el mismo Espíritu, permaneciendo lo que es, actuó muchas
veces en los profetas, pero ahora se ha mostrado en modo nuevo y
admirable. Ahora ha venido sobreabundantemente. Pedro, que tenía el
Espíritu Santo, dice: "Israelitas éstos no están ebrios como vosotros
pensáis", sino como está escrito: "Se embriagarán de la abundancia de tu
casa y les darás a beber de los torrentes de tus delicias" (Sal 35,9).
Están ebrios con sobria embriaguez que da muerte al pecado y vivifica el
corazón, con una embriaguez contraria a la del cuerpo. Esta produce el
olvido incluso de lo conocido y aquella proporciona el conocimiento
incluso de lo desconocido. Están ebrios porque han bebido de la vid
espiritual, que dice: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn
15,15).
La embriaguez del Espíritu es embriaguez no de vino, sino del Espíritu
Santo, por lo que es sobria, lúcida y penetrante. San Pablo dice a los
Efesios: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje;
llenaos más bien del Espíritu y recitad entre vosotros salmos, himnos y
cánticos inspirados" (5,18s). Comenta Orígenes:
Nuestro Salvador después de su resurrección, cuando todo lo viejo había
pasado y todo se había hecho nuevo (2Cor 5,17), siendo El en persona el
hombre nuevo (Ef 2,15) y el primogénito de entre los muertos (Col 1,18),
dice a los Apóstoles, renovados también por la fe en su resurrección:
"Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Esto es sin duda lo que él
mismo había indicado en el Evangelio al decir que el vino nuevo no puede
verterse en odres viejos (Mt 9,17), sino en odres nuevos, es decir, en
los hombres que anduvieran conforme a la novedad de vida (Rom 6,4).
Sólo ellos pueden recibir el vino nuevo, es decir, la novedad de la
gracia del Espíritu Santo.
Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza
(Cfr 2,6). La oración ardiente de la esposa atrae con sus deseos al
esposo, que se hace presente y le abraza. El es fiel a su palabra:
"Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque
todo el que pide recibe; el que busca halla; y al que llama se le
abrirá" (Mt 7,7-8). "Yo os digo: Todo cuanto pidáis en la oración, creed
que ya lo habéis recibido y lo obtendréis" (Mc 11,24). Quien pide con
fe, sin vacilar, recibe lo que desea (Sant 1,6). No hace esperar el
esposo a la amada que le invoca, sino que enseguida se presenta ante
ella (Lc 18,8). El deseo de la esposa es el deseo del esposo: "que donde
yo esté, estéis también vosotros" (Jn 14,3).
Os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis a mi amor
hasta que le plazca
(Cfr 3,5). Oigamos a San Juan de
Terminada la oración, sigue la vida con los demás, que preguntan:
¿Quién es esa que sube del desierto, apoyada en su amado? (3,6;
6,10). Siempre crea estupor el milagro del amor de Dios, que se
manifiesta en la amada, trasformada por su amor. La amada apoyada en el
brazo del amado, en
abandono total de sí misma en él, es "un espectáculo para el mundo, los
ángeles y los hombres" (1Cor 4,9). El amor, manifestado en Cristo, es
algo extraordinario (Mt 5,47). El amor y la unidad son los signos de la
presencia de Dios entre los hombres: "Amaos como yo os he amado. En esto
conocerán todos que sois mis discípulos" (Jn 13,34). "Como tú, Padre, en
mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo
crea que yo soy tu enviado" (Jn 17,21).
Dice San Agustín: El Señor dice a sus discípulos: "Os doy el mandato
nuevo: que os améis como yo os he amado". ¿Por qué llama nuevo a lo que
nos consta que es tan antiguo? La novedad está en que nos despoja del
hombre viejo y nos reviste del nuevo. Porque el Señor renueva en verdad
al que cumple este mandato, teniendo en cuenta que no se trata de un
amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual, para distinguirlo
del amor carnal, añade: "Como yo os he amado". Este es el amor que nos
renueva, que nos hace hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo,
capaces de cantar el cántico nuevo. Este amor es el que hace que el
género humano, esparcido por toda la tierra, se reúna en un nuevo
pueblo, en el cuerpo de la nueva esposa del Hijo único de Dios, de la
que se dice:
Resplandeciente, en verdad, porque está renovada por el mandato nuevo.
Este amor es don del mismo que afirma: "Como yo os he amado, para que os
améis mutuamente". Para esto nos amó, para que nos amemos unos a otros;
con su amor nos ha otorgado el que estemos unidos por el mutuo amor y,
unidos los miembros con tan dulce vínculo, seamos el cuerpo de tan
excelsa cabeza.
De la esposa se dice que "camina por la vía de la justicia" (Pr 8,20).
No se desvía ni a la derecha ni a la izquierda porque se apoya en "el
árbol de la vida" (Pr 3,18), que nutre a los que se apoyan en él como
sobre una columna firme. El Señor es vida y apoyo. Por eso dice a la
esposa: "Guarda mis palabras en tu corazón. Adquiere sabiduría y no te
apartes de las palabras de mi boca. No la abandones y ella te guardará y
será tu defensa. Adquiere sabiduría y ella te ensalzará; si tú la
abrazas, pondrá en tu cabeza una diadema de gracia, te protegerá con una
espléndida corona de delicias" (Pr 4,4ss). "En tus pasos será tu guía;
cuando te acuestes, velará por ti; conversará contigo al despertar" (Pr
6,22). Con estas palabras el esposo enciende el amor de la esposa,
atrayéndola hacia él, pues dice: "Yo amo a los que me aman" (Pr 8,17).
Tú, Iglesia, eres hermosa. De ti se dice: ¡Oh hermosa entre las mujeres!
De ti se dice también: ¿Quién es ésa que sube blanqueada?, es decir,
iluminada. Pues se acercó la gracia iluminándote. Primeramente fuiste
negra, ¡oh alma mía!, mas después te hiciste blanca por la gracia de
Dios: "Fuisteis en algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el
Señor" (Ef 5,8). También se dice de ti con admiración: ¿Quién es esa que
sube tan hermosa, tan llena de luz, tan sin mancha ni arruga (Ef 5,28)?
¿Por ventura no es ésta la que yacía en el cieno de la iniquidad? ¿No es
ésta la que se hallaba en medio de la inmundicia de toda concupiscencia
y deseo carnal? Luego, ¿quién es ésa que sube blanqueada? "Bendito quien
confía en el Señor y busca en él su apoyo, pues él no defraudará su
confianza. Será como árbol plantado a las orillas del agua, echando sus
raíces junto a la corriente. No temerá cuando venga el calor, su follaje
seguirá verde; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto" (Jr
17,7-8).
Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, allí
donde tu madre te dio a luz.
La asamblea de Israel dice: "Debajo del manzano te desperté" se refiere
al Sinaí. ¿Y por qué se compara con el manzano? Como el manzano produce
sus frutos en el mes de Siván, también la Torá fue dada en el mes de
Siván. ¿Realmente fue en el Sinaí "donde les dio a luz su madre"? Se
parece a uno que pasó por un lugar peligroso y se vio libre de la
muerte. Cuando le encuentra un amigo, le dice: ¿Pasaste por ese lugar?
¡Hoy te ha dado a luz tu madre! ¡Hoy has nacido de nuevo! Después de
pasar por tantos sufrimientos eres un hombre nuevo. Lo mismo dice la
asamblea cristiana viendo a los recién bautizados acercarse al banquete
con sus túnicas blancas, apoyados en Cristo, al que se han incorporado.
Sepultados con Cristo, debajo del árbol de la cruz, han sido despertados
de la muerte, resucitando con Cristo, para sentarse a la mesa de los
santos. Sobre el árbol de la cruz, del costado abierto de Cristo, ha
nacido la Iglesia, como Eva fue formada del costado de Adán dormido en
el Edén.
El esposo mismo es el manzano, bajo cuya sombra se cobijó la amada
(2,3). En sus brazos se ha quedado dormida, tras su largo caminar por
los campos y las viñas. El esposo, que ha vigilado el sueño de la amada,
pidiendo a las hijas de Jerusalén que no la molesten, ahora la despierta
y la hace salir de la sombra del manzano, de sus brazos, para sacarla y
conducirla al coronamiento de su amor. El árbol donde su madre Eva la
engendró es donde ahora es despertada y desposada. El árbol de la vida
recreada es el árbol de la cruz. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia" (Rom 6,20). Bajo un árbol en pecado nos concibió Eva, bajo todo
árbol frondoso se prostituyó la madre Israel (Jr 2,20), bajo el árbol de
la cruz fuimos despertados del sueño de la muerte y devueltos a la vida,
cuando la espada atravesó el costado del amado y de él "brotaron sangre
y agua" (Jn 19,34). La salvación consiste en la recreación de lo que
había destruido el pecado. Para ello, Cristo ocupa el lugar de Adán, la
cruz sustituye al árbol de la caída y María ocupa el lugar de Eva. De
esta manera se desata el nudo del pecado. La desobediencia fue vencida
por la obediencia, la muerte con la resurrección.
El esposo, después del largo camino de noviazgo, desea sellar con
alianza eterna su amor a la amada. El mismo despierta a la amada,
dormida entre sus brazos; con ella sale de casa, dispuesto a celebrar la
unión nupcial definitiva. Ella, del brazo del esposo, apoyada en él,
avanza suscitando la admiración de las
doncellas de su cortejo nupcial. Antes (3,4), la amada ha
abrazado al amado y lo ha llevado a casa de su madre; ahora, ella se
abandona en los brazos del esposo, que la sostiene y conduce,
allanándola el camino: "Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien
alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa. Una
voz clama: En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una
calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado y todo monte o
cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas, planicie" (Is
40,1ss; Mt 3,3).
Grábame como sello sobre el corazón, como tatuaje sobre tu brazo. Porque
es fuerte el amor como la muerte, implacable como el sol la pasión.
Saetas de fuego sus saetas, una llama del Señor.
En aquel día la asamblea de Israel dice a su Señor: Te suplicamos, ponme
como un sello de anillo en tu corazón, como un sello de anillo sobre tu
brazo para que no vuelva más al exilio. Porque fuerte como la muerte es
mi amor por ti, pero duro como el Se'ol es el odio con que los pueblos
nos odian. La hostilidad que nos tienen arde como brazos de fuego de la
Gehenna, que tú, Señor, creaste en el segundo día de la creación del
mundo, para quemar a los idólatras.
Nacida de la cruz de Cristo, la Iglesia quiere llevar el sello de la
cruz en el corazón y en los brazos: en el corazón para mantenerse firme
en la fe y en el brazo para que toda actividad sea conforme a esa fe. La
esposa desea que el esposo la lleve como sello en el corazón, sede del
pensamiento y decisiones, y como tatuaje en el brazo, sede de la acción.
Es el deseo de ser indisolublemente suya en todo, en su fe y en la vida,
sin divorcio posible. El sello colgado del cuello, sobre el corazón, o
en la mano es signo de la misma persona (Jr 22,24): "Aquel día, oráculo
del Señor, te tomaré a ti, Zorobabel, y te haré mi sello, porque a ti te
he elegido" (Ag 2,23). La esposa, que desea hacerse una carne con el
esposo hasta decir "ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí" (Gál
2,20), le suplica: Haz lo que en tu corazón planeaste, al decir "he aquí
que sobre las palmas de mi mano te he grabado, tus muros están
ante mí de continuo" (Is 49,16). ¿Puede acaso un hombre olvidar
sus manos, o una mujer a su hijo de pecho? "Pues aunque éstas llegasen a
olvidar, Yo no te olvido" (Is 49,15). Que tu corazón y tus manos, amado
mío, lleven esculpida mi imagen para que nunca te olvides de mí. La
esposa hace eco a las palabras del amado: "Escucha, Israel. Yahveh
nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Graba estas palabras en
tu corazón. Las atarás a tu mano como una señal, y serán como una
insignia ante tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus
puertas" (Dt 6,4ss).
El sello del Espíritu Santo nos configura con Cristo. Dice San Atanasio:
"El sello confiere la forma de Cristo, que es quien sella, a cuantos son
sellados y hechos partícipes de El. Por eso dice el Apóstol: "Hijos
míos, nuevamente estoy por vosotros como en dolores de parto hasta que
Cristo tome forma en vosotros". La unción con el sello del Espíritu en
el bautismo significa que Dios acoge al recién nacido como hijo en el
Hijo. Lo sella, lo marca con su Espíritu. Luego, la vida entera del
cristiano será sostenida y marcada por el Espíritu "hasta hacerle
conforme a Cristo", hasta hacer de él "fragancia de Cristo" (2Cor 2,15):
"Quienes se dejan conducir por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios.
Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de
Cristo" (Rom 8,14.17). "En Cristo vosotros, tras haber oído la Palabra
de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído en él,
fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de
vuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para
alabanza de su gloria" (Ef 1,13-14). Marcados con el sello del Espíritu,
los fieles se hacen cristóforos, portadores de Cristo,
convirtiéndose en templos de la Trinidad. Lo dice bellamente una
fórmula del rito de confirmación de la Iglesia oriental: "Oh Dios,
márcalos con el sello del crisma inmaculado. Ellos llevarán a Cristo en
el corazón, para ser morada trinitaria".
San Pablo se siente confortado en sus tribulaciones, sabiéndose ungido
con el sello del Espíritu: "Es Dios el que nos conforta en Cristo y el
que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el
Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,21-22). Para vivir la unión con
Dios en Cristo es necesaria la acción del Espíritu Santo, que imprime en
nuestros corazones, como en la cera, la imagen de Cristo, ques es imagen
visible de Dios. Dice San Cirilo de Alejandría:
El Espíritu Santo es fuego que consume nuestras inmundicias, fuente de
agua viva que fecunda para la vida eterna y sello que se imprime en el
hombre para restituirle la imagen divina. Nos hace conformes con Dios y
nos ensambla en el cuerpo eclesial de Cristo con su fuerza unificadora,
que funde en la unidad la Cabeza y los miembros. El Espíritu Santo no
diseña en nosotros a la manera de un pintor que, siendo extraño a la
esencia divina, reprodujera sus rasgos; no, no nos recrea a imagen de
Dios de esta manera. Porque El es Dios y procede de Dios, se imprime,
como en la cera, en los corazones de los que le reciben, a la manera de
un sello invisible; así por esta comunicación que hace de sí mismo,
devuelve a la naturaleza humana su belleza original y rehace el hombre
a imagen de Dios.
Es centella de fuego, llamarada divina.
Fuerte como la muerte es el amor que Dios os tiene (Mal 1,2), "es llama de
fuego que devora el rastrojo y consume la paja" (Is 5,24). Sólo resisten el
fuego devorador de Dios el oro, la plata y las piedras preciosas, que salen
de él acrisoladas; en cambio quedan abrasadas la madera, el heno y la paja
(1Cor 3,10ss). Sólo el amor es eterno, no acaba nunca (1Cor 13,4). Su llama
es fuerte como la pasión, es un rayo que cruza del cielo a la tierra y la
abrasa (Job 1,16; 2Re 1,10ss). El amor es más potente que las aguas
incontenibles, que arrollan lo que encuentran a su paso. Ni una inundación,
que desbordara los ríos, extinguiría "el amor de Dios derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5). "Ni la
tribulación, ni la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los
peligros, la espada, ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35ss). El amor
sobrevive a la muerte misma. La llama de Dios es invencible, arde en la
zarza sin consumirse ni consumirla (Ex 3,2). La llama de amor es Dios: "Dios
es amor" (1Jn 4,8).
El amor es más fuerte que la muerte y que el Seol, que nunca se sacia (Pr
15,16). Sus llamas son inextinguibles. La fuerza de las aguas arrolladoras
no lo apagan. La llama del Señor abre caminos en el mar y sendas en las
aguas caudalosas (Is 43,16). Las aguas torrenciales no pueden apagar el
amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa
por el amor, se granjearía el desprecio. El Señor dijo a la casa de
Israel: Aunque se reúnan todos los pueblos, que son como las grandes aguas
del mar, no podrán apagar mi amor hacia ti; y aunque se reúnan todos los
reyes de la tierra, que son como las aguas de los ríos, no podrán anegarte
(Sal 46,2-4). El que construye su vida sobre la roca del amor indefectible
de Dios está seguro. Aunque caiga la lluvia, se desborden los torrentes,
soplen los vientos y embistan contra ella, no caerá por estar edificada
sobre roca (Mt 7,24ss).
Comenta Balduino de Cantorbery: Es fuerte la muerte, que puede privarnos del
don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor.
Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de
este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte
su presa y devolvérnosla. Es fuerte la muerte, a la que nadie puede
resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de
reprimir sus embates, de confundir su victoria. Es fuerte el amor como la
muerte, porque el amor de Cristo da muerte a la misma muerte. Por eso dice:
"Oh muerte, yo seré tu muerte".
El Señor, "vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como un manto,
que hace de las nubes su carro y se desliza sobre las alas del viento" (Sal
103,1ss), hace también de sus apóstoles saetas de fuego, que
percorren la tierra: "tomas por mensajeros a los vientos, a las llamas de
fuego por ministros" (Sal 103,4). Ellos son los ejecutores de su voluntad
(Sal 102,21). Llenos del Espíritu Santo, posado sobre ellos en forma de
lenguas de fuego, proclaman las maravillas de Dios a todos los hombres (He
2,1ss). Con este fuego divino no tienen miedo a salir abiertamente de sí
mismos, pues "¿quién nos separará del amor de Cristo? En todo salimos
vencedores gracias a aquel que nos amó" (Rom 8,35).
Si alguien diera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el
desprecio.
El amor es gracia, don, libertad. Es superior a todos los bienes de este
mundo, "más precioso que las perlas" (Pr 3,15), más que las piedras
preciosas, ninguna cosa apetecible se le puede comparar (Pr 8,11s). El amor
de Dios, como la sabiduría divina, es "preferible a cetros y tronos, y en
comparación con ella nada es la riqueza. Ni la piedra más preciosa se la
puede equiparar, porque todo el oro a su lado es un puñado de arena, y barro
parece la plata en su presencia" (Sb 7,8s). Es el tesoro escondido y la
perla preciosa, que colma de alegría a quien la halla y todo el resto ya no
le interesa (Mt 13,44ss).