4. PADECIO BAJO PONCIO PILATO FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO
Emiliano Jiménez Hernández
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4. PADECIO BAJO PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO
Y SEPULTADO
1. Padeció
2. Fue crucificado
3. Muerto
4. Y sepultado
La pasión de Cristo nos coloca ante Dios. Es una
pasión querida por Dios. En su plan salvífico “el Hijo del hombre debía
sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y
los escribas, ser matado y resucitado...”. Ese es el pensar de Dios, que
Pedro -y demás apóstoles (Mc 9,32)- “no entiende” (Mc 8,31.33). Pero
Jesús, por tres veces, les anuncia su pasión:
Iban de camino a Jerusalén, y Jesús marchaba delante
de ellos; ellos estaban sorprendidos y le seguían con miedo. Tomó otra
vez a los doce y comenzó a decirles lo que iba a suceder: Mirad que
subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos
sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a
los gentiles, y se burlarán de El, le escupirán, le azotarán y le
matarán, y a los tres días resucitará (Mc 10,32-34p).
Lucas añadirá los insultos y salivazos... Todo ello
para dar cumplimiento a lo anunciado por los profetas (Lc 18,31). Cristo
va a la pasión siguiendo los designios del Padre, en obediencia a la
voluntad del Padre: “Cristo, siendo Hijo, aprendió por experiencia, en
sus padecimientos, a obedecer. Habiendo llegado así hasta la plena
consumación, se convirtió en causa de salvación para todos los que le
obedecen” (Hb 5,8-10).
En su sangre se sella la alianza del creyente y Dios
Padre: “Tomando una copa y, dadas las gracias, se la dio y bebieron
todos de ella. Y les dijo: Esta es mi sangre de la alianza, que es
derramada por muchos” (Mc 14,23-24). “Tomó luego una copa y, dadas las
gracias, se la dio diciendo: Bebed todos de ella, porque ésta es mi
sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los
pecados” (Mt 26,27-28; Lc 22,20). Esto es lo que Pablo ha recibido de la
tradición eclesial, que se remonta al mismo Señor:
Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido:
que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado... después de cenar,
tomó la copa, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre.
Cuantas veces la bebáis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que
coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta
que venga (1Co 11,23-26)
En todos estos textos aparecen las palabras, grávidas
de significado, “por vosotros”, “por muchos”, que expresan la entrega de
Cristo a la pasión en rescate nuestro[1].
Marcos, en su relato de la pasión nos presenta a Jesús como
el justo
que sufre sin culpa la persecución de los hombres. En el salmo 22
Jesús encuentra el ritual de su ofrenda al Padre por los hombres. El es
el Siervo de Yahveh, tan desfigurado que no parecía hombre, sin
apariencia ni presencia, despreciable y desecho de los hombres, varón de
dolores y sabedor de dolencias, ante quien se vuelve el rostro. Carga
sobre sí nuestros sufrimientos y dolores, azotado, herido de Dios y
humillado. Herido, ciertamente, por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas, soportando El el castigo que nos trae la paz, pues con
sus cardenales hemos sido nosotros curados. El tomó el pecado de muchos
e intercedió por los pecadores (Is 52,13-53,12). Pedro presenta la
pasión de Cristo a los cristianos como huellas luminosas por donde
caminar:
Pues para esto habéis sido llamados, ya que también
Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus
huellas. El no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; cuando
le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería
amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga con justicia.
Cargado con nuestros pecados subió al madero, para que, muertos al
pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado (1P
2,21-24).
En su pasión aparece el amor insondable de Dios, que
no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros (Rm
8,32.39; Jn 3,16), para reconciliar en El al mundo consigo (2Co 5,18-19)
. Para esto vino el Hijo al mundo: “Porque el Hijo del hombre no ha
venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por
todos” (Mc 10,45). Cada cristiano puede decir con Pablo: El Hijo de Dios
“me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20):
Los cristianos provienen de Jesucristo, que gustó la
muerte en cruz según el gran designio salvífico de Dios... El misterio
del cordero, ordenado sacrificar por Dios como Pascua (Ex
12,1-11), era figura de Cristo, con cuya sangre quienes creen en El
ungen sus casas, es decir, a sí mismos...
Y el mismo Dios, que prohibió a Moisés hacer
imágenes, le mandó, sin embargo, fabricar la serpiente de bronce
y la puso como signo por el que se curaban quienes habían sido mordidos
por las serpientes. Con ello, anunciaba Dios un gran misterio: la
destrucción del poder de la serpiente -autora de la transgresión
de Adán- y, a la vez, la salvación de quienes creen en Quien por este
signo era figurado, es decir, en Aquel que iba a ser crucificado para
librarnos de las mordeduras de la serpiente: idolatrías y demás
iniquidades.[2]
La hora de la pasión es la
hora de Cristo, la
hora señalada por el Padre para la salvación de los hombres en la pasión
de su Hijo:
Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo
único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que
tengan vida eterna (Jn 3,16).
El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros (Rm 8,31).
Siendo la hora del Padre, es la hora de la
glorificación del Hijo y de la salvación de los hombres (Jn
12,23.27-28). La pasión es la hora de pasar de este mundo al
Padre y del amor a los hombres hasta el extremo (Jn 13,1). Por
ello, la hora también de la glorificación del Padre en el Hijo (Jn
17,1). Con la entrega de su Hijo a la humanidad, Dios se manifiesta
plenamente como Dios: Amor en plenitud. No cabe un amor mayor:
Cree, pues, que bajo Poncio Pilato fue crucificado y
sepultado el Hijo de Dios. “Nadie tiene un amor más grande, que el que
da la vida por los amigos” (Jn 15,13). ¿De veras es el amor más grande?
Si preguntamos al Apóstol, nos responderá: “Cristo murió por los
impíos”, y añade: “Cuando éramos sus enemigos, fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5,6-10). Luego en Cristo hallamos un
amor mayor, pues dio la vida por sus enemigos, no por sus amigos.
¡No te ruborice, pues, la ignominia de la Cruz! ¡Todo
un Dios no vaciló en tomarla por ti! “Préciate, como el Apóstol, de no
saber más que a Jesucristo y éste crucificado” (1Co 2,2).[3]
En la pasión Cristo lleva a cumplimiento todas las
figuras del amor apasionado de Dios por los hombres:
Ya el Señor había dispuesto previamente y prefigurado
sus sufrimiento en los patriarcas y en los profetas y en todo el
pueblo... Si quieres que el misterio del Señor se te esclarezca, dirige
tu mirada a Abel, similarmente matado; a Isaac, similarmente atado; a
José, vendido; a Moisés, abandonado; a David perseguido; a los profetas,
similarmente sufrientes a causa de Cristo; dirige tu mirada hacia la
oveja inmolada en Egipto, hacia Quien hirió a Egipto y salvó a Israel
por la sangre... ¡Con su espíritu inmortal mató a la muerte homicida! El
es, en efecto, quien por haber sido conducido como un cordero e inmolado
como una oveja (Is 23,7), nos libró de la servidumbre del mundo -como de
la tierra de Egipto-, nos desató los lazos de la esclavitud del demonio-
como de la mano del Faraón-, y selló nuestras almas con su propio
espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su propia sangre. El es
quien cubrió la muerte de vergüenza y quien enlutó al diablo, como
Moisés al Faraón... El es la Pascua de nuestra salvación. El es quien
soporta mucho en muchos: Quien fue matado en Abel; atado en Isaac;
siervo en Jacob; vendido en José; abandonado en Moisés; inmolado en el
cordero; perseguido en David y deshonrado en los profetas... El es quien
fue colgado en un madero, sepultado en la tierra. El es el cordero sin
voz y degollado -nacido de María, la inocente cordera-, el elegido del
rebaño, el arrastrado a la inmolación, el sacrificado al atardecer, el
sepultado al anochecer. El es quien fue muerto en Jerusalén, porque curó
a los cojos, limpió a los leprosos, llevó a la luz a los ciegos,
resucitó a los muertos: ¡Por eso padeció![4]
La cruz es la expresión de ese amor radical que se da
plenamente, acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es;
expresión de una vida que es ser para los demás.
Ya en el Nuevo Testamento, la cruz es considerada
como el signo de salvación cristiana. Desde entonces la cruz es
el símbolo cristiano por excelencia. Marcado con la cruz en el
bautismo, el cristiano levanta la cruz en todo tiempo y lugar, como
símbolo de su pertenencia a Cristo crucificado. La cruz, como confiesa
Pablo, es el compendio, la fórmula abreviada de todo el Evangelio,
símbolo auténtico de la vida cristiana, de modo que el cristiano no
quiere “conocer cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Co
2,2):
Gloria de la Iglesia católica es toda acción de Cristo. ¡Pero la gloria de las glorias es la Cruz!, como decía Pablo: “¡En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Ga 6,14)... La brillante corona de la cruz iluminó a los que estaban ciegos por la incredulidad, libró a los que estaban prisioneros del pecado y redimió a todos los hombres... Pues, si por la culpa de un solo hombre reinó la muerte en el mundo, ¿cómo no iba a reinar la vida por la justicia de uno? (Rm 5,12-21; 1Co 15,21-49). Y si entonces nuestros padres fueron arrojados del paraíso por haber comido del árbol, ¿no entrarán ahora más fácilmente en el paraíso los creyentes, por medio del Arbol de Jesús?... Y si en tiempos de Moisés el cordero alejó al Exterminador (Ex 12,23), ¿no nos librará con más razón del pecado “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo?” (Jn 1,29)
No nos avergoncemos, pues, de confesar al
Crucificado. Que nuestros dedos graben su sello en la frente, como gesto
de confianza. Y la señal de la cruz acompañe todo: sobre el pan que
comemos y la bebida que bebemos, al entrar y al salir, antes de dormir,
acostados y al levantarnos, al caminar y al reposar. La fuerza de la
Cruz viene de Dios y es gratuita. Es señal de los fieles y terror de los
demonios. Con ella los venció Cristo “exhibiéndolos públicamente, al
incorporarlos a su cortejo triunfal” (Col 2,15). Por eso, cuando ven la
Cruz recuerdan al Crucificado y temen a Quien “quebrantó la cabeza del
dragón” (Sal 74,14). No desprecies, pues, tu sello por ser gratuito.
Toma la Cruz, más bien, como fundamento inconmovible y construye sobre
ella el edificio de la fe.[5]
Este es también el escándalo del cristianismo. La
cruz es signo de salvación y signo de contradicción, piedra de
escándalo. Ante ella se define quienes están con Cristo y quienes contra
Cristo. A cada paso nos encontramos con la cruz en la vida, como piedra,
en que nos apoyamos, o como piedra, que nos aplasta: Cristo crucificado
es la señal de contradicción, “puesto para caída y elevación de muchos”
(Lc 2,34). Ante la cruz quedan al descubierto las intenciones del
corazón (Lc 2, 35; Mt 2,1ss). Es inevitable “mirar al que traspasaron”
(Jn 19, 37), “como escándalo y necedad” o “como fuerza y sabiduría de
Dios”:
Pues la predicación de la cruz es una necedad para
los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza
de Dios... Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan
sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo
judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y
la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1Co
1,17-25).
La cruz es la manifestación suprema de un Amor que se
despoja de sí mismo hasta el extremo. Es, pues, la expresión plena de la
vida. Para el Evangelio de Juan, crucifixión, exaltación, elevación y
glorificación aparecen unidos, como una única realidad inseparable (Jn
3,14; 12,34). En el momento de su muerte en cruz, Jesús pronuncia la
palabra victoriosa: “Todo está cumplido” (Jn 19,30):
Cuando Cristo nuestro Señor hubo cumplido todo esto
por nosotros, avanzó hacia la muerte y la recibió por medio de la Cruz.
No en secreto. Su muerte fue manifiesta y conocida de todos, porque a
todo el mundo debía ser proclamada por los bienaventurados apóstoles la
resurrección de nuestro Señor (Lc 24,46-48p) ... Convenía que su muerte
fuera manifestada a todo el mundo, pues su resurrección era la abolición
de la muerte (2Tm 1,10).[6]
En la cruz de Cristo, el mundo -con sus poderes y su
Príncipe- han sido juzgados, condenados y echados fuera (Jn 12, 31;
16,8-11). La cruz pone al descubierto el pecado y revela el amor. Por la
cruz, Dios “destituyendo por medio de Cristo a los principados y
potestades, los ofreció en espectáculo público y los llevó cautivos en
su cortejo” (Col 2,15). La liturgia invita a los cristianos a “mirar el
árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”:
Adán, por las mordeduras del dragón apóstata (Gn
3,1-7), es decir, del diablo, pereció, arrastrándonos a todos al mal.
Pero hemos sido salvados de un modo maravilloso: Mirando a la serpiente
de bronce (Nm 21,9; Jn 3,14-15), es decir, a Cristo. ¿Cómo siendo El
bueno por naturaleza pudo hacerse serpiente? Porque tomó nuestra carne,
haciéndose como nosotros, que somos malos, como está escrito: “Se hizo a
semejanza de la carne de pecado” (Rm 8,3) y también: “Fue contado entre
los malhechores” (Is 53,12). Cristo es, pues, serpiente como a semejanza
de pecado, porque se hizo hombre...
La serpiente de bronce era, pues, figura de Cristo
exaltado en la Cruz gloriosa, como El mismo dijo a los judíos:
“Cuando exaltéis al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy yo”
(Jn 8,28). Que aquella figura se relaciona con este misterio, lo puedes
aprender también de El, cuando dijo: “Como Moisés levantó la serpiente
en el desierto, así debe ser exaltado el Hijo del hombre” (Jn 3, 14).
Por lo demás, la serpiente era de bronce a causa de la sonoridad y
armonía del kerigma divino y evangélico: ¡No hay nadie sin haber oído
los oráculos de Cristo, divulgados por todo el orbe, ante quien “toda
rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre” (Flp 2,10s).[7]
Esta salvación, que nos engendra a la nueva vida, no
se nos comunica sino bajo la forma de cruz. Sólo por la cruz seguimos a
Cristo: “El que quiera venir conmigo, niéguese a si mismo, tome su cruz
y me siga” (Mc 8,34). El bautismo nos incorporó a la muerte de Cristo,
para seguirle con la cruz hasta la gloria, donde El está con sus llagas
gloriosas (Rm 6,3-8):
Llevamos siempre y por todas partes en nuestro cuerpo
el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente somos entregados a
la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se
manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en
nosotros y en vosotros, la vida (2Co 4,10-12).
El primero en levantar, como Vencedor, el trofeo
de la Cruz es Cristo. Después se lo entrega a los mártires, para que
a su vez lo levanten ellos. Quien lleva la cruz, sigue a Cristo, como
está escrito: “Toma tu cruz y sígueme” (Mc 8,34p).[8]
Ante todo se ha de saber que la Cruz era un triunfo, -el insigne trofeo del triunfo-, pues el trofeo es el signo del enemigo vencido: “el Príncipe de este mundo” (Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2Co 4,4)..., que enseñó a los hombres a desobedecer a Dios. De aquí que se escribiese contra nosotros la nota de cargo de nuestros pecados, retenida por él y sus potencias (Ef 6,12; 2,2). Cristo se la arrebató, privándolas del poder que tenían sobre nosotros. Así “canceló la nota de cargo que había contra nosotros y, clavándola en su Cruz, exhibió públicamente a los principados y potestades, triunfando de ellos en sí mismo” (Col 2,14-15) y, luego, transfirió ese poder a los hombres, como El mismo dijo a sus discípulos: “Os he dado poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo” (Lc 10,19). ¡Los que usaron mal del poder recibido fueron así sometidos por la Cruz de Cristo a los que en un tiempo les estaban sometidos![9]
Esta visión bíblica de la cruz supone una revolución
en relación a todas las religiones no cristianas. En la religiosidad
natural, la expiación significa el restablecimiento de la relación con
Dios, rota por la culpa, mediante sacrificios y ofrendas de los hombres.
La expiación nace de la conciencia del hombre de su propia culpa y del
deseo de borrar el sentimiento de culpa, de superar la culpa mediante
acciones expiatorias ofrecidas a la divinidad. La obra expiatoria con la
que los hombres quieren pagar a la divinidad y aplacarla ocupa el centro
de las religiones.
El Nuevo testamento nos ofrece una visión
completamente distinta. No es el hombre quien se acerca a Dios y le
ofrece un don para restablecer el equilibrio roto. Es Dios quien se
acerca a los hombres para dispensarles un don. El “derecho violado”, si
queremos hablar así, se restablece por la iniciativa del amor de Dios,
que por su misericordia justifica al impío y vivifica a los muertos. Su
justicia es gracia, que hace justos a los pecadores. En Cristo “Dios
reconcilia el mundo consigo mismo” (2Co 5,19). Dios no espera a que los
pecadores vayan a El y paguen por su culpa. El sale a su encuentro y los
reconcilia:
“Nuestro hombre viejo fue crucificado con El” (Rm
6,6). Si El no hubiese sido crucificado el mundo no habría sido
redimido. La pena de su crucifixión es nuestra salvación... Por quienes
claman “¡Crucifícalo!¿Crucifícalo!” (Jn 19,6; Mc 15,13; Lc 23,21), ruega
al Padre: “¡Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen!” (Lc 23,34).
Entre ellos estaba aquel frenético, antes Saulo y luego Pablo, primero
soberbio y humilde después. Pero ¿qué le hizo el Médico? Derribó a un
soberbio y levantó un creyente (Hch 9,1-8); derribó a un perseguidor y
levantó a un apóstol (Hch 9,18-22)... En la Cruz hizo de un ladrón un
confesor: Ved redimido a quien el diablo había hecho homicida. El ladrón
confiesa (Lc 23,42s), cuando Pedro se turbaba; aquel reconoció cuando
éste negó (Mt 26,69-75p). Pero ¿acaso porque el Señor adquirió a quien
robaba, perdió a Pedro que negaba? ¡No! Obraba un misterio: mostró en
Pedro que nadie puede presumir de justo, significando en el ladrón que
no perece ningún impío convertido.¡Tema el bueno, para no perecer por la
soberbia! ¡No desespere el malvado por su mucha maldad! ¡Gran precio
ha sido dado por nosotros, pues hemos sido redimidos por la Sangre de
Cristo! (1P 1,18s).[10]
Este es el misterio inaudito de la cruz. La
reconciliación no parte de abajo hacia arriba, sino de arriba hacia
abajo. No es la obra de reconciliación que el hombre ofrece al Dios
airado, sino la expresión del amor entrañable de Dios que se vacía de sí
mismo para salvar al hombre. Es su acercamiento a nosotros. La acción
del hombre -el culto- es acción de gracias: Eucaristía (Hb 13,15). Es,
en vez de ofrenda de dones, aceptación del don de Dios.
La carta a los Hebreos, relacionando la muerte de
Jesús con la fiesta judía de Yom Kipur, nos dice que todo intento del
hombre por reconciliarse con Dios mediante ritos y sacrificios, -de los
que las religiones están llenas-, son ineficaces e inútiles (7,18), ya
que Dios no busca toros ni machos cabríos, sino al hombre, como dicen ya
los salmos:
No aceptaré un becerro de tu casa,
ni un cabrito de tus rebaños;
pues las fieras de la selva son mías,
y hay miles de bestias en mis montes;
en mi mano están todas las aves del cielo
y todos los animales del campo.
Si tuviera hambre no te lo diría a ti;
pues el orbe y cuanto lo llena es mío.
¿Como yo acaso la carne de los toros?
¿Bebo acaso la sangre de los carneros?
Ofrece a Dios sacrificios de alabanza,
cumple tus votos al Altísimo
e invócame el día del peligro:
yo te libraré, y tú me darás gloria (Sal 50,9-15).
Por ello, Cristo, entrando en la presencia de Dios, no en un templo construido por manos humanas, sino en el cielo, con su muerte no ofreció cosas ni sangre de animales, sino que se ofreció a sí mismo (Hb 9,11s). Jesucristo es víctima y sacerdote, realizando así la verdadera y definitiva liturgia de la reconciliación.
El culto cristiano no es otra cosa que la aceptación
agradecida y exultante del amor absoluto, hasta el extremo (Jn 13,1), de
Cristo, entregado a la muerte de cruz por nosotros. Nuestros intentos de
justificación por nosotros mismos, con nuestras ofrendas y sacrificios,
no son, en el fondo, más que excusas, que nos distancian de Dios y de
los demás. Adán quiso justificarse, excusándose, echando la culpa a
otro: a Eva y a Dios simultáneamente: “La
mujer que
Tú me
diste por compañera, me dio del fruto...” (Gn 3,12). A Dios, en cambio,
le agrada la confesión del propio pecado y la aceptación gratuita del
amor de Cristo hacia nosotros, en lugar de la autojustificación que
acusa. Acepta unirnos a El, haciendo nuestra su entrega a la cruz, para
romper el protocolo de acusación contra nosotros (Sal 51,18-19; Flp
3,18-19; Col 2,14):
¡De aquí que no lloramos con gemidos los sufrimientos
de Cristo, sino que los celebramos con alabanza continua! El
Señor fue sepultado, a fin de que la tierra recibiese la bendición de su
cuerpo, para consolación de los sepultados. Fue crucificado a fin de que
como por un leño vino la muerte, por él nos fuese devuelta la vida. La
muerte muere con la muerte. El infierno es destruido por la vida
destrozada. Y por la semilla de aquel cuerpo sepultado en tierra, la
sementera de los cuerpos humanos surge como mies viva.[11]
Recogiendo una idea de Jean Danielou, podemos decir
que “entre el mundo pagano de la religiones y la fe cristiana no hay más
que un paso: la cruz de Cristo. Para incorporar un pagano al
cristianismo no hay otro camino que la tontería de la predicación de la
cruz de Cristo, testimoniada por el apóstol ‘que lleva siempre en su
cuerpo el morir de Jesús’ (2Co 4,10). Este morir -amor al mundo enemigo
y extraño a este amor crucificado- es la pasión de Cristo, de la que nos
llama a participar, distendidos con El en la cruz, hasta el Padre y
hasta el último hombre, uniendo en un mismo punto el amor a Dios y a los
hombres”.[12]
Lo que cuenta no es el dolor. ¿Cómo podría Dios
complacerse en los tormentos de una criatura o de su propio Hijo? Lo que
cuenta es la amplitud del amor. Sólo el amor da sentido al dolor. Si no
fuese así, dirá J. Ratzinger, los verdugos serían los auténticos
sacerdotes; quienes provocan los sufrimientos serían quienes habrían
ofrecido el sacrificio. Pero no es esta la visión bíblica de la cruz. Es
Cristo, y no sus verdugos, el Sacerdote, que con su amor unió los
extremos separados del mundo: Dios y los hombres y éstos entre sí (Ef
2,11-22).
La cruz es revelación de esta distancia, salvada por
el amor. Nos revela cómo es Dios y cómo son los hombres. Cristo, el
Justo e inocente, manifestación del amor de Dios, crucificado por los
hombres, deja al descubierto quién es el hombre: el que no soporta al
justo, el que escarnece, azota y atormenta a quien le ama. Como injusto,
el hombre necesita la injusticia de los demás para sentirse disculpado
(Sb 2,10-20; Jr 11, 18-19; 15,10-11). El justo le da fastidio, porque
con su vida es una denuncia de la propia maldad (Jn 8,39-47). El Justo
crucificado es el espejo del hombre.
Pero la cruz revela también a Dios. En el abismo del
mal humano, que condena a morir en cruz al Hijo, se manifiesta en toda
su plenitud el abismo inagotable del amor del Padre, que entrega al Hijo
por nosotros[13]:
Todo esto se realizó en la Cruz. Su figura se divide
en cuatro partes, de modo que a partir del centro, -al que todo el
conjunto converge-, se cuentan cuatro prolongaciones; y sabemos que
quien se extendió sobre la cruz, es Aquel que abraza y une a Sí el
universo, reuniendo mediante su persona a todos los seres en concordia y
armonía. Toda la creación le mira y gira en torno a El. Gracias a El
permanece compacta en sí misma. Por ello, conocemos a Dios por la
audición de la Palabra y mirando a la Cruz. En ella conocemos “la
anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo”
(Ef 3,18)... ¡Este es el misterio, que sobre la cruz nos ha sido
enseñado! (Flp 2,10).[14]
El misterio del Hijo del Hombre y del Hijo de Dios
nos muestra claramente que es El mismo quien reinando muere y
muriendo reina... El lugar de la Cruz es tal que, colocado en el
centro de la tierra y erigido en la cumbre del universo, ofrece
igualmente a todos los paganos el medio de llegar al conocimiento de
Dios (Is 2,2-3). En “el leño de la Cruz” están colgadas la salvación y
la vida de todos. A su derecha y a su izquierda fueron crucificados dos
ladrones (Mt 27,38), mostrando con ello que todo hombre es llamado al
misterio de la pasión del Señor.[15]
La muerte en cruz era una maldición. Cristo se hizo
maldito para librarnos de la maldición a nosotros, a quienes la ley
condenaba a muerte: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley,
haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura:
Maldito el que está colgado de un madero. Así, en Cristo Jesús, pudo
llegar a los gentiles la bendición de Abraham” (Ga 3,13-14):
Pero, ¿por qué sufrió incluso la muerte de cruz?
Porque, si el Señor vino a llevar la maldición que pesaba sobre
nosotros, ¿cómo se habría hecho maldición sin sufrir la muerte de los
malditos? Tal es, en efecto, la muerte en la cruz, como está escrito:
“¡Maldito quien cuelga del leño!” (Dt 21,23; Ga 3,13). Además, si la
muerte del Señor es redención por todos y destruye “el muro de
separación” (Ef 2,14) llamando a los gentiles, ¿cómo los habría llamado
si no hubiese sido crucificado? Pues sólo en la cruz se muere con las
manos extendidas. Convenía, pues, que el Señor sufriese esta muerte y
extendiese las manos: con una se atraía al Pueblo antiguo (Rm 10,21; Is
65,2) y con la otra a los paganos, reuniendo así en El a los dos (Ef
2,16), como El mismo dijo: “Cuando haya sido elevado, atraeré a todos a
mí” (Jn 12,32).[16]
“Era necesario”, repite constantemente el
Nuevo Testamento, que Cristo sufriera la muerte de malhechor (Lc
24,7.26.44; Mc 8,31). Es lo que Pablo, al convertirse, encuentra ya en
las comunidades cristianas como confesión de fe: “Porque os transmití,
en primer lugar, lo que yo a mi vez recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras” (1Co 15,3):
Adán, recapitulando en sí a todo hombre, al
desobedecer a Dios, murió -y nos dejó en herencia la muerte- el día en
que comió, pues Dios le había dicho: “El día que comáis moriréis
ciertamente” (Gn 2,17). Recapitulando en sí aquel día, el Señor murió el
día anterior al sábado, en el que fue precisamente plasmado el hombre
(Gn 1,26-31), para darle con su pasión la segunda creación, que tuvo
lugar con su muerte. En efecto, el pecado cometido a causa del árbol (Gn
2,17) fue abolido con el árbol de la Cruz. Obedeciendo a Dios (Flp 2,8;
Rm 2,18-19; 5,19; 14,15; 1Co 8,11), el Hijo del Hombre fue clavado en el
árbol, destruyendo la ciencia del mal e introduciendo en el mundo la
ciencia del bien, destruyendo “con la obediencia al Padre hasta la
muerte” (Flp 2,8) la desobediencia antigua, realizada por Adán en el
árbol.[17]
Jesús muere como el Siervo de Dios, de cuya pasión y
muerte dice Isaías que es un sufrimiento
inocente, soportado con
paciencia, voluntario, querido por Dios, en favor de muchos (Is
53,6-10). Al ser una vida con Dios y de Dios la que se entrega a la
muerte, este morir es salvación nuestra:
Pues el Padre, para darnos la vida, envió a su
Hijo para que nos redimiera (Jn 3,16; 1Jn 4,9-10; Ga 4,4-5). Y este Hijo
quiso ser y hacerse hombre, para hacernos hijos de Dios (Jn 1,12; Ga
4,4-6); se humilló, para levantar al pueblo caído por tierra; fue
llagado, para curar nuestras llagas (Is 53, 5); se redujo a esclavo,
para librar a los que estaban en esclavitud (Hb 2,14-15); soportó la
muerte, para dar la inmortalidad a los mortales (Rm 5,21; 6,4-11;
8,1-13)... En la pasión y en la señal de la cruz está toda fuerza
y poder (Hb 3,3-5; Is 9,5; Ex 16,9-11). Todos los que lleven la frente
marcada con esta señal de la cruz se salvarán (Ap 22,13-14; Ez 9,4-6; Ex
12,13).[18]
Como buen Pastor, Cristo “da su vida por las ovejas”
(Jn 10,15). “Se entrega a sí mismo como rescate por todos” (1Tm 2, 6),
“entregándose El por nuestros pecados, para librarnos de este mundo
perverso” (Ga 1,4), que “yace en poder del Maligno” (1Jn 5,19). El, que
no conoció pecado, se hizo por nos-otros pecado, para que en El fuéramos
justicia de Dios (2Co 5,21). En resumen, “El, siendo rico, se hizo pobre
por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (2Co 8,9). Este
intercambio admirable suscitó la admiración constante de los Padres.
Según su confesión de fe, Jesucristo, como nuevo Adán, recapituló en sí
a todo el género humano y lo unió de nuevo con Dios: “Por su infinito
amor, El se hizo lo que somos, para transformarnos en lo que El es” (S.
Ireneo).
No sólo buen Pastor, Jesús es también nuestro
Cordero pascual inmolado
(1Co 5,7), “Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” (Jn 1,29), “rescatándonos de la conducta necia
heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con
la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha” (1P
1,18-19; 1Co 6,20):
“A Jesús le vemos coronado de gloria y honor por
haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte
para bien de todos” (Hb 2,9). Isaías, reconociendo al Dios hecho hombre
en quien padeció en la carne, dijo: “Fue llevado como oveja al matadero
y, como cordero inocente ante quien lo trasquila, no abrió su boca” (Is
53,7).[19]
Los cristianos, por ello, han podido cantar:
Digno eres, Cordero degollado, de tomar el libro y
abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu
sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de
ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes sobre la tierra (Ap
5,9-10).
Cristo se entrega a sí mismo en ofrenda al Padre por
nosotros. Entra en la pasión con miedo y temblor en su cuerpo y en su
espíritu, pero con obediencia filial al Padre. Sobre la cruz pide perdón
por los que le matan. Y en medio del abandono, también divino, en un
grito de confianza entregó su vida a Dios. Así murió. Por ello, su
sacrificio es el cumplimiento definitivo de todos los otros sacrificios,
que sólo eran prefiguraciones lejanas (Hb 9,9; 10,1) de este único
sacrificio, ofrecido una vez para siempre:
Cristo se presentó como sumo Sacerdote de los bienes
futuros y entró de una vez para siempre en el Santuario... Y entró no
con sangre de machos cabríos y de toros, sino con su propia sangre,
obteniendo para nosotros una redención eterna... Para eso es Mediador de
una nueva alianza, para que mediante su muerte, ofrecida para remisión
de las transgresiones...recibamos la herencia eterna prometida... Pues
no entró Cristo en un Santuario levantado por mano de hombre, sino en el
Cielo, para comparecer ahora ante la faz de Dios en favor nuestro... Y
no necesita ofrecerse muchas veces, -como en los sacrificios antiguos-,
sino que ahora, en la plenitud de los tiempos, se ha manifestado de una
vez para siempre, para destruir el pecado mediante su propio sacrificio
(Hb 9,11-28).
No son sacrificios lo que Dios quiere, sino la
entrega filial que hace Jesús en obediencia al Padre:
Por eso Cristo, al entrar en el mundo, dice: No
quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no te
complaciste en holocaustos ni en sacrificios por el pecado; entonces Yo
dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad... En virtud de
esta voluntad, quedamos nosotros santificados por la oblación del cuerpo
de Jesucristo, ofrecida una vez para siempre (Hb 10,5-10).
Todos estos textos nos anuncian el amor salvífico de
Dios, que Jesucristo, por su obediencia y entrega, aceptó
en nuestro nombre, para reconciliarnos con Dios y romper las
barreras que separaban a los hombres entre ellos. “Cristo es nuestra
paz” (Ef 2,14). En El quedó definitivamente superado el abismo que, a
causa del pecado, separaba al hombre de Dios, a los hombres entre sí y
al hombre de sí mismo. La muerte de Cristo ha hecho de la cruz -con sus
dos travesaños- el signo de la victoria sobre todos los poderes enemigos
de Dios y del hombre.
La muerte de Jesús nos liberó de la esclavitud del pecado (Rm 7; Jn 8,34-36), del diablo (Jn 8,44; 1Jn 3,8), de los poderes del mundo (Ga 4,3; Col 2,20), de la ley (Rm 7,1; Ga 3,13; 4,5) y, sobre todo, de la muerte (Rm 8,2). ¡Asumió la muerte, para matar a la muerte! (1Co 15,26.54-57). Cristo obtuvo la victoria derrotando al diablo con las mismas armas con que él nos había vencido
¿Has visto que maravillosa victoria? ¿Has visto los
resonantes éxitos de la cruz? Aprende cómo se produjo la victoria y aún
quedarás más sorprendido. Cristo derrotó al diablo con aquellos mismos
medios con los que éste había vencido. Lo venció con sus mismas armas.
¿Cómo? Escucha. Una virgen, un leño y la muerte fueron las contraseñas
de nuestra derrota. Virgen era Eva, que todavía no había conocido varón;
leño era el árbol y muerte era el castigo de Adán. Pero he aquí de nuevo
que una Virgen, un leño y la muerte, los mismos que habían sido los
distintivos de nuestra derrota, se convierten en distintivos de nuestra
victoria. De hecho el puesto de Eva lo ocupa María; el puesto del leño
de la ciencia del bien y del mal, el leño de la cruz; el puesto de la
muerte de Adán, la muerte de Cristo. Ve, pues, que fue derrotado con los
mismos medios con que había vencido. En torno al árbol el diablo venció
a Adán; en torno a la cruz Cristo derrotó al diablo. Aquel leño enviaba
a los infiernos, éste reclamaba de allí incluso a los que habían
descendido a ellos... Estos son los grandes éxitos de la cruz.[20]
Y al destruir la muerte, surgió la vida. Pues del
costado de Cristo dormido en la cruz nació la Iglesia[21].
Por el agua del bautismo el cristiano es injertado en el misterio de la
muerte y resurrección de Cristo, muriendo con El, siendo sepultado y
resucitado con El (Rm 6,3-5). Y en la sangre de la Eucaristía
proclamamos su muerte hasta que El vuelva (1Co 11, 26):
Si indagas por qué echó “sangre y agua del costado”,
y no de otro miembro, descubrirás que con ello se indica a la mujer:
como la fuente del pecado y de la muerte provino de la primera mujer,
costilla del primer Adán (Gn 2,22), también la fuente de la redención y
de la vida mana de la costilla del segundo Adán.[22]
¡Suba nuestro Esposo al leño de su tálamo! Duerma,
muriendo; se abra su costado y nazca la Iglesia Virgen, para que, como
Eva fue formada del costado de Adán durmiente, se forme la Iglesia del
costado de Cristo crucificado. Pues fue herido su costado y al instante
“brotó sangre y agua” (Jn 19, 34), los sacramentos gemelos de la
Iglesia: el agua, en la que fue purificada la Esposa; la sangre, con la
que fue dotada. En esta sangre, los santos mártires, amigos del Esposo,
lavaron sus vestidos y los blanquearon (Ap 7,14; 22,14); yendo como
invitados a las nupcias del Cordero (Ap 19,7-9), recibieron del Esposo
el cáliz, bebiendo y brindando a su salud. Bebieron su sangre,
derramando la suya por El...¡Exulta, Iglesia Esposa, pues si no se
hubiera hecho esto con Cristo, tú no habrías sido formada de El! El
Vendido te redimió; el Matado te amó y, por que te amó tanto, quiso
morir por ti. ¡Oh gran sacramento de este matrimonio!¡Oh que gran
misterio el de este Esposo y esta Esposa! Nace la Esposa del Esposo y,
apenas nacida, se le une; la Esposa lo desposa, cuando el Esposo muere;
el Esposo se une a la Esposa, cuando es separado de los mortales; cuando
El es exaltado sobre todos los cielos, entonces ella es fecundada sobre
toda la tierra. ¿Qué es esto? ¿Quién es este Esposo, ausente y presente?
¿Quién es este Esposo ausente y latente, a quien la Esposa concibe por
la fe y, sin acto matrimonial, diariamente da a luz a sus miembros? ¡Es
el Rey de la gloria! (Sal 24,10).[23]
Al confesar en el Credo la sepultura de Jesucristo
-lo mismo que la mención de Poncio Pilato- estamos afirmando la realidad
histórica de los acontecimientos. Sus padecimientos son reales, la cruz
y la muerte no fueron aparentes. Por ello, la sepultura de Cristo está
ya en la confesión de fe que Pablo ha recibido y que, a su vez, él
transmite (1Co 15,4) lo mismo que la muerte y la resurrección. Y San
Ignacio de Antioquía, en un texto, ya citado en parte, dice:
Tapaos los oídos cuando alguien venga a hablaros
fuera de Jesucristo, que desciende del linaje de David y es hijo de
María; que nació verdaderamente y comió y bebió; fue
verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato; fue verdaderamente
crucificado y murió a la vista de los moradores del cielo, de la tierra
y del infierno. En efecto, El fue verdaderamente clavado en la cruz bajo
Poncio Pilato (Mt 27,1-66p) y el tetrarca Herodes (Hch 4,27; Lc
23,1-12), fruto de cuya bienaventurada pasión somos nosotros.[24]
Su insistencia en el
verdaderamente quiere
resaltar la realidad humana e histórica de Jesucristo en todos sus
acontecimientos. La salvación cristiana sería sólo aparente si la
historia de Jesús, con su pasión y muerte, no fueran reales. Esta es la
razón de la presencia del nombre de Poncio Pilato en el Credo. “La
historia de la salvación de que habla el Credo a modo de resumen se
encuentra enraizada en la historia. Al confesar que padeció bajo el
poder de Poncio Pilato, se profesa que esos acontecimientos no tuvieron
lugar no se sabe dónde ni cuándo sino en un sitio y lugar muy concretos.
En la publicidad de la historia Jesús padeció, fue crucificado, murió y
fue sepultado”.[25]
Que padeció bajo Poncio Pilato forma parte de
casi todos los Símbolos de la fe antiguos, fieles al testimonio
neotestamentario (Mt 27,15-56p; Jn 18,28-19,22; Hch 4,27; 13,28; 1Tm
6,13), que nombrando al Procurador atestiguan la realidad histórica de
la crucifixión y muerte de Cristo. La redención no es una ideología,
sino un acontecimiento salvífico realizado en un lugar y tiempo
histórico preciso:
Entre las verdades, que de modo claro han sido
transmitidas por la predicación apostólica, figura el que Jesucristo
nació y sufrió realmente, no en apariencia, y realmente murió
con la muerte común a todos.[26]
Quienes transmitieron el Símbolo indicaron también
con toda precisión el tiempo en que tuvieron lugar estos
acontecimientos: “Bajo Poncio Pilato”; y esto para que no vacilase la
tradición de los hechos.[27]
Era necesario añadir el nombre del juez, para conocer las fechas.[28]
Tras haber dicho que “fue crucificado en tiempo de
Poncio Pilato”, añadieron que “fue sepultado” para enseñar que Cristo no
murió simulada o aparentemente, sino que reamente murió de muerte
humana. No sin motivo afirma Pablo que fue “sepultado” (1Co 15,3-4),
sino para probar que realmente, según la ley de los hombres, murió y
sufrió la muerte, como conviene a una naturaleza mortal.[29]
El nacimiento implica la muerte. Quien decidió
formar parte de la humanidad, debía atravesar necesariamente los
momentos propios de nuestra naturaleza... Aunque quizás expresemos con
más exactitud el misterio diciendo que el nacimiento no fue la causa de
su muerte, sino al contrario: a causa de la muerte, Dios aceptó el
nacimiento. Nació no por la necesidad de vivir corporalmente, sino por
el deseo de llamarnos de la muerte a la vida, para lo que se inclinó
sobre nuestro cadáver, tendiendo la mano a quien yacía muerto,
acercándose a la muerte hasta asumir el estado de cadáver y ofrecer a
nuestra naturaleza -por medio del propio cuerpo- el principio de la
resurrección.[30]
El Hijo de Dios no tuvo otra razón para nacer que la
de poder ser clavado en la cruz. En el seno de la Virgen, en efecto, tomó la
carne mortal, en la que realizó la economía de la pasión. Así, pues, si
Cristo murió y fue sepultado, no fue esto una necesidad de su propia
condición, sino redención de nuestra esclavitud; pues el Verbo se hizo carne
para tomar del seno de la Virgen una naturaleza pasible... Por su poder se
hizo humilde; por su poder se hizo pasible; por su poder se hizo mortal:
para destruir el imperio del pecado y de la muerte.[31]
Jesús de Nazaret es un personaje histórico; no se
pierde en las brumas de la mitología y de la leyenda. Jesús es un hombre de
Israel, encuadrado en la historia de Israel, en un momento determinado (Lc
2,1; 3,1). El Evangelio nos da su historia; no es simplemente un sistema
ideológico:
Jesús sufrió realmente por todos nosotros. ¡La
cruz no fue una apariencia, pues entonces apariencia habría sido la
redención! ¡Su muerte no fue una fantasía, pues en ese caso mera fábula
hubiera sido la salvación! Sí, la pasión de Cristo fue real: realmente fue
crucificado, sin que nos avergoncemos de ello ni lo neguemos, antes bien nos
gloriamos en decirlo. ¡Confieso la Cruz, porque me consta la resurrección!
Si Jesús hubiera quedado colgado en ella, tal vez no la confesara, pero
habiendo seguido la Resurrección a la Cruz, no me avergüenzo de confesarla.[32]
Todo en el cristianismo remite a una historia, a unos
acontecimientos. Y por ser acontecimientos desde Dios para nuestra salvación
se anuncian como
buena noticia, y por ser únicos e
irrepetibles se anuncian con autoridad, interpelando al corazón del
que escucha, confesándolos con el testimonio del apóstol que los
anuncia:
Confesar que Cristo fue crucificado significa decir
que “estoy crucificado con Cristo” (Ga 2,19). Y también que “lejos de mí
gloriarme sino es en la cruz de mi Señor Jesucristo, por quien el mundo está
crucificado para mí y yo para el mundo” (Ga 6,14). Porque “en cuanto al
morir, de una vez murió al pecado” (Rm 6,10) y yo “estoy configurado a su
muerte” (Flp 3,10). Así, su sepultura se extiende a los que se han
configurado a su muerte “porque junto con El hemos sido sepultados por el
bautismo” (Rm 6,4), destruyendo el cuerpo de pecado, pues el que está muerto
está libre del pecado, para
vivir una vida nueva: “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”
(Rm 6,1-11).[33]
[1] H.U. VON BALTHASAR, El misterio pascual, en
Mysterium Salutis III/2,p.143-265. A. VANHOYE.-I. DE LA
POTTERIE.-CH. DUQUOC, La Passion selon les quatre Évangile,
París 1981; R. BLAZQUEZ, Dios entrego a Jesús a la muerte,
Communio 2(1980)18-29.