5. DESCENDIO A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS
Emiliano Jiménez Hernández
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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
5. DESCENDIO A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DIA RESUCITO
DE ENTRE LOS MUERTOS
1. Descendió a los infiernos
2. Y al tercer día resucitó de entre los muertos
Quizás este artículo de la fe sea el más extraño a la
conciencia moderna, repiten todos los teólogos actuales. Y sin embargo,
todos los Padres lo comentan ampliamente, como parte integrante del
Símbolo de la fe de la Iglesia. El descenso de Jesús a los infiernos lo
hallamos ya en la Escritura:
Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una
sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne,
vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los
espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba
la paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el Arca, en la
que unos pocos, es decir ocho personas fueron salvados a través del
agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva... (1P
3,1.18ss)... Por eso, hasta a los muertos se ha anunciado la Buena
Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en
espíritu según Dios (4,6).[1]
Si la Iglesia recoge esta confesión de fe es porque
en ella está implicada nuestra vida. El viernes santo contemplamos al
Crucificado; y antes de pasar a verle resucitado, la Iglesia nos invita
a pasar el sábado santo meditando la “muerte de Dios”. Es el día que
Dios pasa bajo tierra. Es el día de la ausencia de Dios, experiencia tan
significativa del hombre actual. Dios en silencio, ni habla ni es
preciso discutir con El; basta simplemente pasar por encima de El: “Dios
ha muerto; nosotros le hemos matado”, según la constatación de Nietszche
y de la liturgia de la Iglesia desde el comienzo.
Según la meditación de Ratzinger,[2]
este artículo del Credo nos recuerda dos escenas bíblicas. La primera es
la de Elías, que se burla de los sacerdotes de Baal, diciéndoles:
“Gritad más fuerte; Baal es dios, pero quizás esté entretenido
conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido,
y así le despertaréis” (1R 18,27). “Tenemos la impresión de encontrarnos
nosotros en la misma situación: escuchamos la burla de los racionalistas
o agnósticos de nuestro tiempo, que nos dicen que gritemos más fuerte,
que quizá nuestro Dios esté dormido...
Bajó a los infiernos: he
aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro
silencio de la ausencia”.
La segunda escena bíblica es la de los discípulos de
Emaús (Lc 24,13-35). Los discípulos vuelven a sus casas, conversando de
que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo así como la
muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecía haber
hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino el vacío de su
desilusión... Pero, mientras hablan de la muerte de su esperanza, se dan
cuenta de que la esperanza enciende su rescoldo de entre sus cenizas con
un fulgor nuevo. La imagen de Dios que ellos se habían forjado ha
muerto, porque tenía que morir, para que de sus ruinas surgiera la
verdadera imagen de Dios siempre más grande que todas nuestras
concepciones de El.
Al confesar que Cristo
bajó a los infiernos,
afirmamos que participó de nuestra muerte como soledad, abandono e
infierno total, como frustración sin sentido, degustando el amargor del
silencio de Dios. Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la
muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la
oscuridad sin fin. Así venció para siempre la soledad del infierno, es
decir, de la muerte como fracaso de la existencia humana. La salvación
de Cristo es universal y total en el espacio y en el tiempo. Desde
Cristo, el creyente ya no afronta la muerte en soledad total; el
infierno de la no existencia del hombre dejado a sus solas fuerzas ha
desaparecido.
La desgracia del hombre pecador, que experimenta el
salario de la muerte, consiste en estar excluido del reino de Dios:
vive lejos y apartado de Dios
(Sal 6,6; 88,11-13; 115,17). Confesar
que Jesús descendió a los infiernos, es afirmar que descendió a la
muerte del hombre pecador, sufriendo el radical abandono y soledad de la
muerte como experiencia del absurdo y de la nada, que es el abandono de
Dios.
El artículo de la fe en el descendimiento a los
infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que
dialoga, pero también del Dios que calla. Dios es Palabra, pero es
también silencio. El Dios cercano es también el Dios inaccesible, que
siempre se nos escapa, “siempre mayor” que nuestra experiencia, siempre
por encima de nuestra mente. El ocultamiento de Dios nos libera de la
idolatría. En el silencio de Dios se cumplen sus “misterios sonoros”.[3]
La vida de Cristo pasa por la cruz y la muerte con su misterio de
silencio y obscurecimiento de Dios.
Esta bajada a los infiernos es la explicitación del
grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”.[4]
Pero no podemos olvidar que este grito es el comienzo del salmo 22, que
expresa la angustia y la esperanza del elegido de Dios. El salmista
orante comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios
y termina alabando su bondad y poder salvador. Este salmo recoge lo que
Kasemann llama la oración de los infiernos:
El Hijo conserva la fe cuando, al parecer, la fe ya
no tiene sentido, cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios
de la que hablan no sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de
El. Su grito no se dirige a la vida y a la supervivencia, no se dirige a
sí mismo, sino al Padre.
En esta oración de Jesús, lo mismo que en la oración
de Getsemaní, la médula de la angustia no es el dolor físico, sino la
soledad radical, el abandono absoluto. En él se revela el abismo de la
soledad del hombre pecador, que supone la contradicción más profunda con
su esencia de hombre que es hombre en cuanto no está solo, sino en
comunión, como imagen de Dios que es amor trinitario. En Jesús esta
experiencia toca límites insospechados para cualquier otro hombre, pues
su ser es ser Hijo, relación plena al Padre en el Espíritu. Así Cristo
ha bajado al abismo mortal de todo hombre, que siente en su vida el
miedo de la soledad, del abandono, del rechazo, la inquietud e
inseguridad de su propio ser; es el miedo a la muerte, como pérdida de
la existencia para siempre, que en definitiva es como no haber nacido.[5]
Descender al infierno es bajar al lugar donde no
resuena ya la palabra amor, donde no puede existir la comunión; es la
desesperación de la soledad inevitable y terrible. Dios no puede dejar
allí a su Siervo fiel. De aquí que Pedro exclame en su kerigma el día de
Pentecostés:
A Este, a quien vosotros matasteis clavándole en la
cruz, Dios le resucitó liberándole de los dolores del Hades, pues no era
posible que quedase bajo su dominio (Hch 2,24ss)
Cristo, concluye Ratzinger, pasó por la puerta de
nuestra última soledad. En su pasión entró en el abismo de nuestro
abandono. Allí donde no podemos oír ninguna voz está El. El infierno
queda, de este modo, superado, es decir, ya no existe la muerte que
antes era un infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que
antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en
medio de ella. Sólo existe para quien experimenta la “segunda muerte”
(Ap 20,14), es decir, para quien con el pecado se encierra
voluntariamente en sí mismo. Para quien confiesa que Cristo descendió a
los infiernos la muerte ya no conduce a la soledad; las puertas del
Sheol están abiertas. Con Cristo se abren las tumbas y los muertos salen
del sepulcro: “Se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos
difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la
resurrección de El, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a
muchos” (Mt 27,52-53)[6]:
Quien murió y fue sepultado bajó a los infiernos
y subió con muchos. Pues bajó a la muerte, y muchos cuerpos de santos
fueron resucitados por El. ¡Quedó aterrada la muerte, al contemplar
Aquel muerto nuevo que bajaba al infierno, no ligado con sus vínculos!
¿Por qué, oh porteros del infierno, os pasmasteis al ver esto? ¿Qué
sorprendente miedo se apoderó de vosotros? Huyó la muerte, y su huida
argüía terror. En cambio, salieron al encuentro los santos profetas:
Moisés el legislador, Abraham, Isaac, Jacob, David, Samuel, Isaías y
Juan el Bautista, preguntando: “¿Eres tú el que ha de venir o esperamos
a otro?” (Mt 11,3). ¡Ya están redimidos los santos, que la muerte había
devorado! Pues convenía que, Quien había sido anunciado como Rey, fuera
Redentor de sus buenos anunciadores. Y comenzó cada uno a decir: “¿Dónde
está, muerte, tu victoria?¿Dónde está, infierno, tu aguijón?” (1Co
15,55; Os 13,14). ¡Nos ha redimido el Vencedor![7]
Y en comentario de Orígenes:
Cristo, vencidos los demonios adversarios, llevó como
botín de su victoria a quienes estaban retenidos bajo su dominio,
presentando así el triunfo de la salvación, como está escrito: “Subiendo
a lo alto, llevó cautiva a la cautividad” (Ef 4,8); es decir, la
cautividad del género humano, que el diablo había tomado para la
perdición, Cristo la llevó cautiva, haciendo surgir la vida de la
muerte.[8]
La puerta de la muerte está abierta desde que en la
muerte mora la vida y el amor. Así lo canta el anónimo autor de las
Odas de Salomón:
El Sheol me vio y se estremeció, y la muerte me dejó
volver y a muchos conmigo. Mi muerte fue para ella hiel y vinagre y
descendí con ella tanto como era su profundidad. Los pies y la cabeza
relajó, porque no pudo soportar mi rostro. Yo hice una asamblea de vivos
entre sus muertos, y les hablé con labios vivos, para que no fuera en
balde mi palabra. Corrieron hacia mí los que habían muerto, exclamando a
gritos: “¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David, haz de nosotros
según tu benignidad y sácanos de las ataduras de las tinieblas!¡Ábrenos
la puerta, para que por ella salgamos hacia ti!¡Seamos salvos también
nosotros contigo, porque Tú eres nuestro Salvador!”.[9]
En consecuencia, el artículo de fe sobre el descenso
de Jesús al reino de la muerte es un mensaje de salvación. En él
confesamos que Jesús penetró en el vacío de la muerte para romper sus
lazos. La muerte de Cristo fue la muerte de la muerte y la victoria
pascual de la vida. Es lo que fue a anunciar a los infiernos, como
comentan los Padres:
El Señor descendió a los lugares inferiores de la
tierra para anunciar el perdón de los pecados a cuantos creen en El.
Ahora bien, creyeron en El cuantos antes ya esperaban en El (Ef 1,12),
es decir, quienes habían preanunciado su venida y cooperado a sus
designios salvíficos: los justos, los profetas, los patriarcas. Como a
nosotros, también a ellos les perdonó los pecados, no debiendo por tanto
reprocharles nada, para “no anular la gracia de Dios” (Ga 2,21). En
efecto, “el Señor se acordó de sus muertos, de los que previamente
dormían en la tierra del sepulcro, descendiendo hasta ellos para
librarlos y salvarlos”.[10]
Para no multiplicar más las citas patrísticas,
concluyo con la bella homilía antigua sobre el grande y santo Sábado,
recogida en la Liturgia de las Horas para el Sábado Santo:
¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve
la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque
el Rey duerme. La tierra está sobrecogida, porque Dios se ha dormido y
ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre
ha muerto y ha conmovido la región de los muertos.
En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre,
como a oveja perdida. Quiere visitar a “los que yacen en las tinieblas y
en las sombras de la muerte” (Is 9,1; Mt 4,16). El, Dios e Hijo de Dios,
va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a
Eva, que está cautiva con él.
El Señor se acerca a ellos, llevando en sus manos el
arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre,
golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: “Mi
Señor esté con todos vosotros”. Y Cristo responde a Adán: “Y con tu
espíritu”. Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: “Despierta,
tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz” (Ef
5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti
me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar a
todos los que están encadenados: “Salid”, y a los que están en
tinieblas: “Sed iluminados”, y a los que duermen: “Levantaos”.
Y a ti te mando: “¡Despierta, tú que duermes!”, pues
no te creé para que permanezcas cautivo del abismo. ¡Levántate de entre
los muertos!, pues yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra
de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza (Gn 1,26-27;
5,1). Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos
una sola e indivisible persona.
Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti,
yo, tu Dios, me revestí de tu condición de siervo (Flp 2,7); por ti, yo,
que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aún bajo tierra.
Por ti, hombre, me hice hombre, semejante a un inválido que tiene su
lecho entre los muertos (Sal 88,4); por ti, que fuiste expulsado del
huerto del paraíso (Gn 3,23-24), fui entregado a los judíos en el huerto
y sepultado en un huerto (Jn 18,1-12; 19,41).
Mira los salivazos de mi cara, que recibí por ti,
para restituírte tu primer aliento de vida que inspiré en tu rostro (Gn
2,7). Contempla los golpes de mis mejillas, que soporté para reformar,
según mi imagen, tu imagen deformada (Rm 8,29; Col 3,10). Mira los
azotes de mi espalda, que acepté para aliviarte del peso de tus pecados,
cargados sobre tus espaldas; contempla los clavos que me sujetaron
fuertemente al madero de la cruz, pues los acepté por ti, que en otro
tiempo extendiste funestamente una de tus manos al árbol prohibido (Gn
3,6).
Me dormí en la cruz y la lanza penetró en mi costado
(Jn 19,34), por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado salió Eva
(Gn 2,21-22). Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca
del sueño de la muerte. Mi lanza ha eliminado la espada de fuego que se
alzaba contra ti (Gn 3,24).
¡Levántate,
salgamos de aquí! El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio,
te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí
que comieras “del árbol de la vida” (Gn 3,22), símbolo del árbol
verdadero: “¡Yo soy el verdadero árbol de la vida!” (Jn 11,25; 14,6) y
estoy unido a ti. Coloqué un querubín, que fielmente te vigilara, ahora
te concedo que los ángeles, reconociendo tu dignidad, te sirvan.
Tienes preparado un trono de querubines, están
dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete,
adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el
tesoro de todos los bienes, y desde toda la eternidad preparado el Reino
de los cielos.
De este modo Cristo es el “primogénito de entre los
muertos”, pues estuvo “muerto pero ahora está vivo por los siglos” tras
haber resucitado, teniendo “las llaves de la muerte y del hades” (Col
1,18; Ap 1,18). Pues “Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de
los muertos y de los vivos”.[11]
Cristo es Señor de toda realidad de muerte, vencedor y libertador de
toda situación de infierno.
2. Y AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS
Cristo, que descendió a los infiernos, al tercer día
resucitó de entre los muertos. Es la confesión de la Iglesia desde sus
comienzos, según la fórmula que Pablo recuerda
a los corintios:
Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras.
y fue sepultado.
Resucitó al tercer día,
según las Escrituras,
y se apareció a Pedro, y más tarde a los Doce (1Co
15,3-5).
Ya el Evangelio de Lucas recoge la aclamación
litúrgica de la primera comunidad: “Verdaderamente ha resucitado el
Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34). Es la Buena Nueva que
alegra a quienes antes lloraron su muerte, o mejor sus pecados (Lc
23,28), como exultante comienza San Cirilo su catequesis XIV:
“¡Alégrate, Jerusalén, y reuníos todos los que amáis”
(Is 66,10) a Jesús, porque ha resucitado! ¡Alegraos todos los que antes
llorasteis al oír el relato de los insultos y ultrajes de los judíos,
porque resucitó el que fue ultrajado! Como al oír hablar de la cruz os
entristecía, os regocije ahora la Buena Nueva de la resurrección, tras
la cual el mismo Resucitado dijo: “¡Alegraos!” (Mt 28,9). Ha resucitado
el muerto, “libre de los muertos” (Sal 87,5) y Libertador de los
muertos. Quien con paciencia llevó la ignominiosa corona de espinas ha
resucitado, ciñéndose la diadema de la victoria sobre la muerte.
La resurrección de Jesús de entre los muertos,
expresada en la fórmula pasiva -“fue resucitado”-, es obra de la acción
misteriosa de Dios Padre, que no deja a su Hijo abandonado a la
corrupción del sepulcro, sino que lo levanta y exalta a la gloria,
sentándolo a su derecha (Rm 1,3-4; Flp 2,6-11; 1Tm 3,16).
Cristo, por su resurrección, no volvió a su vida
terrena anterior, como lo hizo el hijo de la viuda de Naín o la hija de
Jairo o Lázaro. Cristo resucitó a la vida definitiva, a la vida que está
más allá de la muerte, fuera, pues, de la posibilidad de volver a morir.
En sus apariciones se muestra como el mismo que vivió, comió y
habló con los apóstoles, el mismo que fue crucificado, murió y
fue sepultado, pero no lo mismo. Por eso no le reconocen hasta
que El mismo les hace ver; sólo cuando El les abre los ojos y mueve el
corazón le reconocen. En el Resucitado descubren la identidad del
crucificado y, simultáneamente, su transformación. No es un muerto que
ha vuelto a la vida anterior. Está en nuestro mundo de forma que se deja
ver y tocar, pero pertenece ya a otro mundo, por lo que no es
posible asirle y retenerlo...
La fe en Cristo Resucitado no nació del corazón de
los discípulos. Ellos no pudieron inventarse la resurrección. Es el
resucitado quien les busca, quien les sale al encuentro, quien rompe el
miedo y atraviesa las puertas cerradas. La fe en la resurrección de
Cristo les vino a los apóstoles de fuera y contra sus dudas y
desesperanza:
El argumento claro y evidente de la resurrección de
Cristo es el de la vida de sus discípulos, “entregados a una doctrina”
(Rm 6,17) que humanamente ponía en peligro su vida; una doctrina que, de
haber inventado ellos la resurrección de Jesús de entre los muertos, no
habrían enseñado con tanta energía. A lo que hay que añadir que,
conforme a ella, no sólo prepararon a otros a despreciar la muerte,
sino que lo hicieron ellos los primeros.[12]
Esta situación nueva, que viven los apóstoles con el
Resucitado, es idéntica a la nuestra. No le vemos como en el tiempo de
su vida mortal. Sólo se le ve en el ámbito de la fe. Con la Escritura
enciende el corazón de los caminantes y al partir el pan abre los ojos
para reconocerlo, como a los discípulos de Emaús. Y la vida
extraordinaria de sus discípulos testimonia su resurrección como repite
S. Atanasio:
Que la muerte fue destruida y la cruz es una victoria sobre ella, que aquella no tiene ya fuerza sino que está ya realmente muerta, lo prueba un testimonio evidente: ¡Todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte y marchan hacia ella sin temerla, pisándola como a un muerto gracias al signo de la cruz y a la fe en Cristo! En otro tiempo la muerte era espantosa incluso para los mismos santos, llorando todos a sus muertos como destinados a la corrupción. Después que el Salvador resucitó su cuerpo, la muerte ya no es temible: ¡Todos los que creen en Cristo la pisan como si fuese nada y prefieren morir antes que renegar de la fe en Cristo! Así se hacen testigos de la victoria conseguida sobre ella por el Salvador, mediante su resurrección... Dando testimonio de Cristo, se burlan de la muerte y la insultan con las palabras: “¿Donde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón?” (1Co 15,55; Os 13,14). Todo esto prueba que la muerte ha sido anulada y que sobre ella triunfó la cruz del Señor: ¡Cristo, el Salvador de todos y la verdadera Vida (Jn 11,25; 13,6), resucitó su cuerpo, en adelante inmortal.
La demostración por los hechos es más clara que todos
los discursos... Los hechos son visibles: Un muerto no puede hacer nada;
solamente los vivos actúan. Entonces, puesto que el Señor obra de tal
modo en los hombres, que cada día y en todas partes persuade a una
multitud a creer en El y a escuchar su palabra, ¿cómo se puede aún dudar
e interrogarse si resucitó el Salvador, si Cristo está vivo o, más bien,
si El es la Vida? ¿Es acaso un muerto capaz de entrar en el corazón de
los hombres, haciéndoles renegar de las leyes de sus padres y abrazar la
doctrina de Cristo? Si no está vivo, ¿cómo puede hacer que el adúltero
abandone sus adulterios, el homicida sus crímenes, el injusto sus
injusticias, y que el impío se convierta en piadoso? Si no ha resucitado
y está muerto, ¿cómo puede expulsar, perseguir y derribar a los falsos
dioses, así como a los demonios? Con solo pronunciar el nombre de Cristo
con fe es destruida la idolatría, refutado el engaño de los demonios,
que no soportan oír su nombre y huyen apenas lo oyen (Lc 4,34; Mc 5,7).
¡Todo eso no es obra de un muerto, sino de un Viviente!... Si los
incrédulos tienen ciego el espíritu, al menos por los sentidos
exteriores pueden ver la indiscutible potencia de Cristo y su
resurrección.[13]
En la Palabra y en el Sacramento nos encontramos con
el Resucitado. La liturgia nos pone en contacto con El. En ella le
reconocemos como el vencedor de la muerte. La liturgia celebra siempre
el misterio pascual. El Señor ha resucitado y es tan potente que puede
hacerse visible a los hombres. En El el amor es más fuerte que la
muerte.
La resurrección de Jesús es el hecho histórico en el
que Dios confiere la vida a quien ha vivido la propia vida
gastándola por los demás. Es la ratificación de la vida como amor y
entrega y la condenación de la vida como poder, dominación, placer o
aturdimiento, expresiones todas del pecado.
Dios no abandona al justo más de tres días (Os 6,2;
Jon 2,1). En Jesucristo, resucitado por Dios al tercer día, aparece
cumplida en plenitud la esperanza de salvación de los profetas.
Justamente en esa situación extrema y sin salida posible que es la
muerte, se afirma el poder y la fidelidad de Dios, devolviendo a su Hijo
a la vida, realizando la esperanza de Abraham, nuestro padre en la fe,
que “pensaba que poderoso es Dios aun para resucitar de entre los
muertos” (Hb 11,19). Al ser vencida la muerte por la muerte acontece en
la historia algo que transciende toda la historia.
Es el anuncio gozoso que hacen los apóstoles,
dispersados por la pasión y muerte: ¡Vive! ¡Dios le ha resucitado! Dios
ha rehabilitado a Jesús como inocente. Con su intervención Dios exalta a
su siervo Jesús y en su nombre ofrece el perdón de los pecados y la vida
nueva a los que crean y se conviertan a El. En el anuncio de la muerte y
resurrección de Jesucristo, el Padre nos ofrece la conversión para el
perdón de los pecados (Lc 24,46-47). San Melitón de Sardes pondrá este
anuncio en la boca de Cristo Resucitado:
Cristo resucitó de entre los muertos y exclamó en voz
alta: ¿Quién disputará contra mí? ¡Que se ponga frente a mí! Yo he
rescatado al condenado, he vivificado la muerte, he resucitado al
sepultado. ¿Quién es mi contradictor? Yo destruí la muerte, triunfé del
enemigo, pisoteé el infierno, amordacé al fuerte, arrebaté al hombre a
las cumbres de los cielos. ¡Venid, pues, familias todas de los hombres
unidas por el pecado, y recibid el perdón de los pecados! Porque yo soy
vuestro perdón, yo la pascua de la salvación, yo el cordero inmolado por
vosotros, yo vuestro rescate, yo vuestra vida, yo vuestra
resurrección, yo vuestra luz, yo vuestra salvación, yo vuestro Rey.
¡Yo os conduzco a las cumbres de los cielos! ¡Yo os mostraré al Padre,
que existe desde los siglos! ¡Yo os resucitaré por mi diestra![14]
Ante este anuncio todos somos descubiertos en pecado.
Dios se revela como el que está reconciliando al mundo consigo, como el
que está ratificando el evangelio de la gracia y del perdón. Con este
anuncio todos quedamos situados ante la verdad del pecado y en presencia
del amor misericordioso sin límites. El pecado y la muerte han quedado
vencidos para siempre. Con la resurrección Dios ha declarado justo a
Jesús y a nosotros pecadores perdonados, agraciados por su
muerte. La cruz, juicio condenatorio de Dios para los judíos, con la
resurrección ha quedado transformada en cruz gloriosa.
La Vida eterna ha comenzado. El creyente puede
experimentarla en todas las formas en que la anunciaron los profetas
para cuando llegara el Reino de Dios: la paz de Dios, el gozo de estar
redimido por El, la participación en su vida y herencia, la alegría del
perdón de los pecados, la libertad de toda esclavitud, la capacidad de
amar al prójimo, incluso enemigo. El creyente no se halla ya a merced de
los poderes que conducen a la muerte, sino en las manos de Dios que
conduce a la vida a quienes no son y resucita a los muertos. La
experiencia de la resurrección es la piedra angular que mantiene la
cohesión de la fe del creyente y de la Iglesia:
Sólo la fe en la resurrección de Cristo distingue y
caracteriza a los cristianos de los demás hombres. Aun los paganos
admiten su muerte, de la que los judíos fueron testigos oculares. Pero
ningún pagano o judío acepta que “El haya resucitado al tercer día de
entre los muertos”. Luego la fe en la resurrección distingue nuestra
fe viva de la incredulidad muerta. Escribiendo a Timoteo le
dice San Pablo: “recuerda que Jesucristo resucitó de entre los muertos”
(2Tm 2,8). Creamos, pues, hermanos y esperemos que se realice en
nosotros, lo que ya se realizó en Cristo: ¡Es promesa del Dios que no
engaña![15]
Los estudiosos y doctos han demostrado que Pascua es
un vocablo hebreo que significa tránsito: Mediante la pasión
pasó el Señor de la muerte a la vida. No es cosa grande creer que
Cristo murió. Esto lo creen los paganos, los judíos e incluso los
impíos: ¡Todos creen que Cristo murió! La fe de los cristianos consiste
en creer en la resurrección de Cristo. Esto es lo grande: Creer que
Cristo resucitó. Entonces quiso El que se le viera: cuando pasó,
es decir, resucitó. Entonces quiso que se creyera en El; cuando pasó,
pues “fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra
justificación” (Rm 4,25). El Apóstol recomienda sobremanera la fe en la
resurrección de Cristo, cuando dijo: “Si crees en tu corazón que Dios
resucitó a Cristo de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).[16]
Los evangelistas y los apóstoles, como testigos de la
sorprendente Buena Noticia, concorde y unánimemente confiesan en
múltiples formas diversas la misma realidad: “Ha sido suscitado por Dios
de la muerte”, “se ha levantado de entre los muertos”, “ha sido elevado
por Dios a la gloria”, “ha sido constituido por Dios Señor de vivos y
muertos”, “el Señor vive”, “se dejó ver”, “se apareció” ... (1Co 9,1; Ga
1,16).
Jesús, el condenado a muerte, es el Señor, el centro
de la historia, la roca donde hay que apoyarse para encontrar apoyo
seguro en la inseguridad de nuestra existencia, la fuente de la
vida verdadera, lugar personal donde Dios otorga el perdón. Es Dios
quien resucita a Jesús, superando la muerte con la vida, como un día
venció la esterilidad de Sara y Abraham y antes aún sacó las cosas de la
nada. Así Dios nos ha revelado su acción creadora, que llama y suscita
la vida en nuestra esterilidad, en nuestra nada y en nuestra muerte.
"Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos", es la definición
neotestamentaria de Dios.[17]
La resurrección es la luz que ilumina el misterio de
la muerte de Cristo, que asombró incluso al mundo físico, como aparece
en el bello texto de Melitón de Sardes, uno de los más antiguos
testimonios de la espiritualidad del cristianismo:
La tierra tembló y sus fundamentos se movieron, el
sol se escondió, los elementos se descompusieron y el día cambió de
aspecto (Mt 27,45-53; Mc 15,33-38; Lc 23,44-45). En realidad no pudieron
soportar el espectáculo de su Señor suspendido de un madero. La
creación, presa de espanto y estupor, se preguntó: “¿Qué es este nuevo
misterio? El juez es juzgado y permanece tranquilo; lo invisible es
visto y no se ruboriza; lo inasible es agarrado y no lo tiene en
menosprecio; lo inconmensurable es medido y no reacciona; lo impasible
padece y no toma venganza; lo inmortal muere y no objeta ni una palabra;
lo celestial es sepultado y lo soporta (Jn 14,9). ¿Qué es este nuevo
misterio?” La creación quedó estupefacta. Pero cuando nuestro Señor
resucitó de los muertos, con su pie aplastó la muerte, encarceló al
poderoso (Mt 12,29) y liberó al hombre, entonces toda la creación
entendió que, por amor al hombre, el juez había sido juzgado, lo
invisible había sido visto, lo inasible agarrado, lo inconmensurable
medido, lo impasible había padecido, lo inmortal había muerto y lo
celestial había sido sepultado. Nuestro Señor, en verdad, nacido como
hombre, fue juzgado para conceder la gracia, fue encadenado para
liberar, sufrió para usar misericordia, murió para vivificar, fue
sepultado para resucitar.[18]
Los discípulos son los testigos de esta nueva
creación. Dios, resucitando a Jesús, les ha transformado; les ha reunido
de la dispersión que el miedo y la negación de Jesús había provocado en
ellos; les ha congregado de nuevo en torno a Jesús, les ha fortalecido
en su desvalimiento y desesperanza, ya podrán ser
fieles, creyentes y
apóstoles, partícipes de la nueva vida inaugurada en la resurrección
de Cristo:
“Al tercer día resucitó, vivo, de entre los muertos”,
conforme a las palabras: “Yo dormí y descansé, y resucité porque el
Señor me levantó” (Sal 3,6). Es decir: Dormí en la cruz, con el sueño de
la muerte; descansé en el sepulcro, durante los tres días de reposo;
resucité, vivo, de entre los muertos, en la gloria de la resurrección. Y
con razón resucitó al tercer día, pues fue asumido por el poder de toda
la Trinidad tanto el Hombre muerto como el Resucitado de la muerte. El
es el Primogénito de sus
futuros hermanos (Rm 8,29), a los que llamó a la adopción de hijos de
Dios, dignándose que fuesen copartícipes y coherederos suyos (Rm 8,17),
a fin de que, quien era el Unigénito nacido de Dios (Jn 1,18), fuese el
Primogénito de los muertos (Col 1,18; Ap 1,5) entre muchos hombres y se
dignase llamar hermanos a los siervos, diciendo: “Id, decid a mis
hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10).[19]
La resurrección de Cristo funda la misión y, con ella, queda fundada la Iglesia. La conversión, iluminación, vocación y envío, gracia y perdón, miseria humana y misericordia divina hermanadas son la realidad permanente y el Evangelio que anuncia la Iglesia en todos los siglos, desde el primero.
Jesús, resucitado por Dios Padre, se aparece a los
testigos elegidos de antemano, come con ellos, les muestras las
señales gloriosas de su pasión en manos, pies y costado, comunicándose
con ellos en encuentros personales, donde se les revela vivo, resucitado
a una vida nueva, exaltado a la gloria de Dios. También Pablo entiende
su encuentro con Cristo en el camino de Damasco como una revelación que
le derriba y le confiere la gracia de Cristo resucitado, que vive y que
está en Dios.[20]El
Resucitado se presenta como vencedor de la muerte y así se revela como
Kyrios, como el Señor. Pablo, lo mismo que los demás testigos, no
tiene otra palabra que anunciar (1Co 15,11). Sin la resurrección de
Jesús la predicación sería vana y nuestra fe absurda; sin ella, nuestra
esperanza perdería todo fundamento y seríamos los más desgraciados de
los hombres (1Co 15,14.19):
Quien niega la resurrección anula nuestra predicación
y nuestra fe. Pues, si la muerte no fue destruida, subsiste la acción
del mal. Pues es evidente, que si no tuvo lugar la resurrección de
Cristo, sigue siendo señora la muerte y no fue abolido su
imperio, puesto que con la muerte nos circundan el pecado y todos los
males: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado, vana
es vuestra fe: ¡Continuáis todavía en vuestros pecados” (1Co 15,16-17).
Sólo mediante la resurrección de Cristo fue destruida la muerte (2Tm
1,10) y, con la muerte, el pecado.[21]
La resurrección de Cristo es, con su cruz y muerte,
el fundamento y centro de la fe cristiana. La tumba vacía y los ángeles
-mensajeros y apóstoles- anuncian que el Sepultado no está en el
sepulcro, sino que vive y se deja ver en la evangelización, en la
Galilea de los gentiles (Mc 16,1-8), en la palabra y en la Eucaristía se
da a conocer (Lc 24,30.41-42; Jn 21,5.12-13), apareciéndose el primer
día de la semana y al octavo día, en el
Día de Señor:[22]
Nosotros celebramos el Día octavo con
regocijo, por ser el día en que Cristo resucitó de entre los muertos,
inaugurando la nueva creación.[23]
Pedro y Juan en el sepulcro vacío hallaron los signos
evidentes de la resurrección: las vendas y el sudario (Jn 20,6)... Que
Jesús resucitó desnudo y sin vestidos significa que ya no iba a
ser reconocido en la carne como necesitado de comida, bebida y vestidos,
como antes había estado voluntariamente sometido a ellas; significa
también la restitución de Adán al estado primero, cuando estaba desnudo
en el paraíso sin avergonzarse. Sin dejar su cuerpo, en cuanto Dios,
estaba rodeado de la gloria que conviene a Dios, “que se cubre de luz
como un manto” (Sal 103,2).[24]
Con las apariciones del Resucitado, y de la misión
que con ellas se vincula, los apóstoles quedan constituidos en
fundamento de la fe de la Iglesia. Cefas o Simón Pedro es nombrado,
entre los apóstoles en primer lugar como piedra sobre la que se levanta
la Iglesia;[25]
él es el primer testigo de la fe en la resurrección, con la misión de
confirmar en la fe a los demás (Lc 22,31-32).
Para cumplir su misión, Cristo Resucitado confiere a
sus apóstoles el poder que ha recibido con su resurrección:
Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20).
Las apariciones de Jesús resucitado tienen, pues, una
clara significación para la fundación de la Iglesia. Manifiestan que la
Iglesia, desde el principio, es apostólica. No hay, en efecto, otro camino
de acceso al núcleo de la predicación cristiana, al evangelio de la muerte y
resurrección de Jesús mas que el testimonio de los testigos por El elegidos.
Ellos sellaron este testimonio con su sangre en el
martirio.
La Iglesia, comunidad de creyentes en la resurrección
de Cristo, edificada sobre el fundamento de los apóstoles, es el
cumplimiento de las promesas y de la esperanza de Israel. El Dios vivo,
Señor de la vida y de la muerte (Nm 27,16; Rm 4, 17; 2Co 1,9) y “fuente
viva” (Sal 36,10) ha vencido la muerte, absorbiéndola definitivamente en la
vida nueva, sin barreras de división y destrucción. El amor a los hermanos,
incluso a los enemigos, es el signo evidente del paso de la muerte a la vida
(1Jn 3,14). La esperanza de Daniel y de los Macabeos (Dn 12,1-2; 2M 7,9-39)
se ha cumplido. Con la resurrección de Jesucristo, vivida en una comunidad
de hermanos que se aman hasta la muerte, ha comenzado el final de los
tiempos. Ha comenzado la nueva creación. La Iglesia lo celebra en la
Vigilia Pascual. Dios llama a la existencia a lo que no es (Gn 1) en
forma aún más maravillosa llamando a los muertos a la vida nueva (Rm 4,17).
La fe de Abraham halla su cumplimiento pleno; la liberación de Egipto, a
través del paso del Mar Rojo, se queda en pálida figura del paso de la
muerte a la vida de Cristo resucitado y de sus discípulos renacidos en las
aguas del bautismo. El nuevo corazón, con un espíritu nuevo, que anhelaron
los profetas, se difunde como herencia de Cristo muerto y resucitado entre
sus discípulos, que comen su cuerpo y beben su sangre, sellando con El la
nueva y eterna alianza.
Esta experiencia de resurrección, mientras
peregrinamos por este mundo, aún no agota la esperanza. Cristo resucita como
primicias de los que duermen (Hch 26,23; 1Co 15,20; Col 1,18). En El se nos
abre de nuevo el futuro y la esperanza de la resurrección de nuestros
cuerpos mortales. Su resurrección es la garantía de nuestra resurrección
final. En El tenemos ya la certeza de la victoria de la vida sobre la
muerte: es la esperanza de la vida eterna.[26]
En conclusión, con la resurrección de Jesucristo,
Dios se nos revela como Aquel cuyo poder abarca la vida y la muerte, el ser
y el no ser, el Dios vivo que es vida y da la vida, que es amor creador y
fidelidad eterna, en quien podemos confiar siempre, incluso cuando se nos
vienen abajo todas las esperanzas humanas. Pablo nos describe esta
existencia del creyente basada en la fuerza de la fe en la resurrección:
Llevamos este tesoro en vasos de barro para que
aparezca que la extraordinaria grandeza de este poder es de Dios, y que no
proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan;
atribulados, no desesperamos; perseguidos siempre, mas nunca abandonados;
derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por
todas partes el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se
manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, somos continuamente
entregados a la muerte por Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste
también en nuestra carne mortal. Así, pues, mientras en nosotros actúa la
muerte, en vosotros se manifiesta la vida. Pero como nos impulsa el mismo
poder de la fe -del que dice la Escritura “Creí, por eso hablé” (Sal
116,10)-, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que Aquel
que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús... Por eso
no desfallecemos. Pues aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo,
nuestro hombre interior se renueva día a día. Así, la tribulación pasajera
nos produce un caudal inmenso de gloria. No nos fijamos en lo que se ve,
sino en lo invisible. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno
(2Co 4,7-18).
Así el apóstol, y todo discípulo de Cristo, vive en
su vida el misterio pascual, manifestando en la muerte de los
acontecimientos de su historia la fuerza de la resurrección. Vive con los
ojos en el cielo, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, buscando
las cosas de allá arriba y no las de la tierra (Col 3,1-2).
[7] SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XIV,19.
Cfr H.U.von BALTHASAR, El Misterio pascual, en Mysterium Salutis
III, Madrid 1980.
[10] SAN IRENEO, Adversus Haereses IV 27,2; 33,1.
“Descendió a los infiernos para buscar a la oveja perdida”, dice en
III,19,3.
[12] ORIGENES, Contra Celso II 55. Gracias a la
resurrección de Cristo, los cristianos no temen la muerte: Cfr
Ep. a Diogneto 5,16; S.
Justino, 1ª Apol. 57,2...