6. SUBIO AL CIELO Y ESTA SENTADO
A LA DERECHA DE DIOS PADRE
Emiliano Jiménez Hernández
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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
6. SUBIO AL CIELO Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE
1. Subió a los cielos
2. Está sentado a la derecha de Dios Padre
3. En pie a la derecha de Dios
4. Garantía de nuestra glorificación
5. El glorificado presente en la Iglesia
El Símbolo te enseña -dice San Cirilo a los
catecúmenos- a creer en quien “resucitó al tercer día, subió a los
cielos y está sentado a la derecha del Padre”.
La Ascensión es la “vuelta al Padre” (Jn 13,1; 14,28;
16, 28), donde Jesús, “sentado a su derecha”[1],
comienza una existencia nueva en plenitud de vida y de poder. Cristo,
antes de venir al mundo, estaba junto a Dios Padre como Hijo, Palabra,
Sabiduría. Su exaltación consistió, pues, en el retorno al mundo
celestial, de donde había venido, revistiéndose de nuevo de la “gloria
que tenía antes de la creación del mundo” (Jn 6, 33-58; 3,13; 6,62).
“¿Qué quiere decir subió, sino que también
bajó
a las
regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió
por encima de todos los cielos, para llenarlo todo” (Ef 4,9-10). “Dios
lo exaltó por encima de todo, y le dio el nombre sobre todo nombre” (Flp
2,9).
Resucitando y subiendo a los cielos, la gloria del
Señor brilló en toda su esplendorosa magnificencia. La resurrección y
ascensión del Señor coronaron la victoria sobre el diablo, siendo
verdadero lo escrito: “¡Venció el León de la tribu de Judá” (Ap 5,5).
Resurrección y Ascensión constituyen “la plena glorificación de Cristo”,
repite San Agustín.[2] Y
San León Magno canta con exultación:
Durante todo el tiempo transcurrido desde la
resurrección del Señor hasta su ascensión, la providencia de Dios
procuró, enseñó y, en cierto modo, metió por los ojos y corazones de los
suyos que se reconociese como verdaderamente resucitado al Señor
Jesucristo: ¡Al mismo que había nacido y muerto! Por lo cual, los
bienaventurados apóstoles y todos los discípulos, que se habían alarmado
por la muerte en cruz y habían vacilado en la fe de la resurrección, de
tal manera fueron confortados ante la evidencia de la verdad que, al
subir el Señor a lo más alto de los cielos, no sólo no experimentaron
tristeza alguna sino que se llenaron de una gran alegría (Lc 24,52).
¡Había ciertamente motivo de extraordinaria e inefable exultación al ver
cómo, en presencia de aquella santa multitud, una Naturaleza humana
subía sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, elevándose
sobre los órdenes de los Angeles y a más altura que los Arcángeles! (Ef
1,3). Ningún límite tenía su exaltación, puesto que, recibida por su
eterno Padre, era asociada en el trono a la gloria de aquel cuya
naturaleza estaba unida con el Hijo.
La Ascensión de Cristo, por lo demás, constituye
nuestra elevación, abrigando el cuerpo la esperanza de estar un día
donde le ha precedido su Cabeza gloriosa. Por eso, ¡alegrémonos,
exultantes de júbilo! ¡gocémonos en nuestra acción de gracias! Hoy no
sólo hemos sido constituidos poseedores del Paraíso, sino que con Cristo
hemos ascendido a lo más elevado de los cielos (Ef 2,6). Así como
la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría en la
solemnidad pascual, así su ascensión a los cielos es causa de gozo
presente, ya que recordamos y veneramos este día en el que la
humildad de nuestra naturaleza se sentó con Cristo junto al Padre.[3]
El Señor, resucitado de entre los muertos, convocó a
los apóstoles en el monte de los Olivos y, después de “enseñarles lo
referente al Reino de los cielos, en presencia de ellos se
elevó a los cielos”, que abiertos le acogieron (Hch 1,3.9-11).[4]
Esto mismo anunció David: “Alzaos, puertas eternas,
que va a entrar el Rey de la gloria” (Sal 24, 7). Las “puertas eternas”
son los cielos... Y porque, maravillados, los príncipes celestiales
preguntaban: ¿Quién es el Rey de la gloria?, los ángeles dieron
testimonio de El, respondiendo: “El Señor fuerte y potente: El es el Rey
de la gloria”. Sabemos, por lo demás, que, resucitado, está a la derecha
del Padre, pues en El se ha cumplido lo otro que dijo el profeta David:
“Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus
enemigos como escabel de tus pies” (Sal 110,1), es decir, a todos los
que se le rebelaron, despreciando su verdad.[5]
Esta visión de la Ascensión, con pequeñas variantes,
es común a tantos Padres. Baste citar a Orígenes:
Este Salvador, habiendo aniquilado a los enemigos con
su pasión, El que es “potente en la batalla” y Señor fuerte (Sal 24,8),
a causa de sus acciones gloriosas, necesita una purificación, que sólo
el Padre puede dar; por eso no deja que María le toque y dice: “No me
toques, porque aún no subí a mi Padre; ve donde mis hermanos y diles:
Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17).
Pero mientras El avanza victorioso y triunfador con su cuerpo resucitado
de la muerte, algunas potencias celestes dicen: “¿Quién es éste que
viene de Edón, todo vestido de rojo, tan lleno de fuerza?” (Is 63,1). Y
los ángeles que lo escoltan dicen a los custodios de las puertas
celestiales: “¡Príncipes, levantad vuestras puertas! Alzaos, puestas
eternas, va a entrar el Rey de la gloria!”.[6]
“Día solemne”, “ilustre y espléndido día”, “santo y
solemne día de la Ascensión”, llaman a la fiesta de la Ascensión del
Señor los santos Padres.[7]
Y San Pablo nos exhorta a levantar ya el corazón “buscando las cosas de
arriba”, mientras caminamos en esta vida (Col 3,1-2).
2. SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE
Pablo nos resume la fe de la Iglesia apostólica
diciendo que “Cristo murió, más aún, resucitó y está sentado a la
derecha de Dios” (Rm 8,34). Esta es la misma confesión de Pedro: “Por la
resurrección de Jesucristo, que está a la derecha de Dios después de
haber subido al cielo” (1P 3,21-22). La fe les hizo posible lo que el
mismo Señor había anunciado: “Veréis al Hijo del Hombre sentado a la
derecha del Poder” (Mt 26,64p). Pues Cristo está a la derecha del Padre
“por la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo,
resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en los
cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de
todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el
venidero. Sometió todas las cosas bajo sus pies y le constituyó Cabeza
suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la Plenitud del que lo llena
todo en todo” (Ef 1,19-23).
La imagen de Cristo “sentado a la derecha del Padre”
está tomada del salmo 110, el salmo más citado en el Nuevo Testamento:
“Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha”. También recoge la
visión de Daniel, que contempla al Hijo del Hombre que avanza sobre las
nubes hasta el trono de Dios y recibe el imperio y el reino eterno.[8]
Una vez concluida su obra “de purificación de los
pecados, Cristo se sentó a la derecha de Dios en las alturas” (Col 3,1;
Hb 10,12-13), “a la derecha del trono de Dios” (Hb 12, 2), cosa que “no
hizo nunca ángel alguno” (Hb 1,3.13). Cristo, pues, “está sentado en el
trono de su gloria” (Mt 19,28; 25, 31), ocupando incluso “el mismo trono
de Dios” (Ap 22,3).[9]
3. EN PIE A LA DERECHA DE DIOS
Para estar sentado o
en pie a la derecha de
Dios Padre (Hb 10,12ss; 12,2), por encima de los ángeles (1,4-13),
Cristo, Sumo Sacerdote, subió, atravesando los cielos (4,14) y
penetrando detrás del velo (6,19s) en el Santuario del cielo, donde
intercede por nosotros en la presencia de Dios (9,24).
Estar ante Dios
en pie es la actitud del
Sacerdote en el Santuario. “Como Sacerdote con sacerdocio inmutable e
imperecedero, Cristo vive eternamente para interceder en favor de los
que por su mediación se acercan a Dios” (Hb 7,24-25). Porque El, como
Sacerdote, “ha entrado en el Santuario auténtico, del que el otro,
fabricado por los hombres, no era mas que figura y promesa; El, en
cambio, ha entrado en el cielo mismo para presentarse a la faz de Dios
en favor nuestro” (Hb 9,24). Así Cristo, con sola su presencia ante el
Padre, presenta continuamente su intercesión por nosotros; por ello, “es
capaz de salvar íntegra y perfectamente”, pues muestra al Padre en su
cuerpo glorioso las cicatrices de la pasión: sus llagas gloriosas, “para
mostrar continuamente al Padre, como súplica en favor nuestro, la muerte
que por nosotros había padecido”.[10]
Esto mismo es lo que expresa la visión del
Apocalipsis, que contempla “al Cordero degollado, que se adelanta para
recibir el libro” de la historia. Así, Jesucristo glorificado es
constituido Señor de la historia; ésta se va desarrollando a medida que
el Cordero rompe los siete sellos que cierran el libro: “porque digno es
el Cordero degollado de recibir el poder, la grandeza, la sabiduría, la
fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (5,12). “Y cuando el Cordero
tomó el libro, se postraron ante El los cuatro vivientes y los
veinticuatro ancianos, cada uno con su arpa y un vaso de perfumes, y
entonaron un canto nuevo: Digno eres de recibir el libro y abrir sus
sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios
hombres de todas las razas, lenguas, pueblos y naciones” (5,8-9).
Jesucristo, el Crucificado-Glorificado, desde el
cielo dirige su Iglesia, conduciéndola a través de adversidades y
persecuciones, hasta llevarla a “las bodas del Cordero” (19,9),
preparando a la Esposa y embelleciéndola (21,2.9), haciéndola “digna de
El, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada”. Desde el cielo,
Jesucristo se mantiene en continuo diálogo con la Iglesia: El,
santificándola y purificándola con el agua del bautismo y con la sangre
de sus mártires -que es sangre del Cordero (Ap 1,5; 7,14)-, y la
Iglesia, invitándolo, junto con el Espíritu: “¡Ven!” y recibiendo la
consoladora respuesta: “Sí, vengo pronto” (22,17.20).
En la visión de Esteban, “el testigo del Señor” (Hch
22, 20), Jesús a parece “en pie” como abogado, que testimonia a
favor de Esteban, que le “confiesa ante los hombres”, como había
prometido (Mt 10,32; Lc 12,8). “¿Quién será el acusador que se levante
contra los elegidos de Dios? ¿Quién osará condenarlos? ¿Acaso Cristo
Jesús, el que murió, mejor dicho, el que resucitó, el que está a la
derecha del Padre, intercediendo por nosotros?” (Rm 8,33-34). Esta es la
base inconmovible de nuestra esperanza: “Tenemos un Abogado ante el
Padre: Jesucristo, el Justo” (1Jn 2,1):
Esteban vio a Jesús, que “estaba en pie a la derecha
de Dios” (Hch 7,55). Está sentado como Juez de vivos y muertos, y
está en pie como abogado de los suyos (1Jn 2,1; Hb 7,25; 9,24).
Está en pie, por tanto, como Sacerdote, ofreciendo al Padre la
víctima del mártir bueno, lleno del Espíritu Santo. Recibe también
tú el Espíritu Santo, como lo recibió Esteban, para que distingas estas
cosas y puedas decir como dijo el Mártir: “¡Veo los cielos abiertos y al
Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios!”. Quien tiene los ojos
abiertos, mira a Jesús a la derecha de Dios, no pudiendo verle quien
tiene los ojos cerrados: ¡Confesemos, pues, a Jesús a la derecha de
Dios, para que también a nosotros se nos abra el cielo! ¡Se cierra el
cielo a quienes lo confiesan de otro modo![11]
Resurrección, ascensión y estar sentado a la derecha
del Padre son la expresión de la victoria definitiva de Cristo
sobre el pecado, la muerte y el infierno. Son la manifestación de la
glorificación de Cristo por la derecha o fuerza salvadora de Dios
Padre (Hch 2,32-33; Ef 1,19-20), que le “dio todo poder en el cielo y en
la tierra” (Mt 28,18).
4. GARANTIA DE NUESTRA GLORIFICACION
La glorificación de Cristo en su ascensión a los
cielos nos abrió el acceso al Padre. En El podemos llegar al Padre
“estando dónde El está y contemplando su gloria” de Hijo Unigénito (Jn
17,24):
Cristo Jesús, después de resucitar de entre los
muertos y haberse aparecido a los apóstoles, envuelto en una nube, se
elevó al cielo (Hch 1,9-11; Lc 24,50; Mc 16,19; Ef 4,8-10), para
presentar victorioso a su Padre al hombre a quien amó, de quien se había
revestido y a quien libró de la muerte... Resucitado, ha recibido del
Padre pleno poder (Dn 7,14-15; Is 30,10-11; Ap 2,12-18; Mt 28,18-19) de
modo que no se puede llegar a Dios Padre sino por medio de su Hijo (Jn
14,6; 10,9; Mt 12,17; Jn 3,36; Ef 2,17-18; Rm 3,23-24; 1P 3,18; 4,6; 1Jn
2,23).[12]
La nube que ocultó a Jesús de la mirada de sus
discípulos (Hch 1,9) es símbolo de la manifestación y presencia de Dios.[13]
Al entrar en la nube, Jesús entra en el mundo de Dios, en la gloria de
Dios. Pero, al mismo tiempo, esa nube manifiesta que Jesús, por haber
entrado en la gloria de Dios, permanece junto a los discípulos con una
presencia nueva, al modo de Dios. El Señor glorificado continúa su obra
en la Iglesia y en la historia a través de su Espíritu. Esta presente en
su Palabra y en los Sacramentos, en la Evangelización y en el Amor que
suscita entre sus discípulos, amor en la dimensión de la cruz, más
fuerte que la muerte.
Los bautizados en Cristo, muertos y sepultados en las
aguas con El, participan también de su resurrección y exaltación. Pues
Dios “en Cristo nos hizo sentar en los cielos”, otorgándonos poder sobre
nuestros enemigos, asegurando al “vencedor” el poder “sentarse con El en
su trono” para participar plenamente de su triunfo y “juzgar a las
naciones” (Mt 18,28; Ef 2,6): “Al vencedor le concederé sentarse conmigo
en mi trono, como yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Ap
3,21). Pues los fieles han sido liberados por Dios “del poder de las
tinieblas y trasladados al reino de su querido Hijo, en quien tenemos la
redención y el perdón de los pecados”. Nuestra verdadera vida “está
escondida con Cristo en Dios” (Col 3,1ss), como “ciudadanos del cielo”
(Flp 3,20):
Cristo fue el primero en ascender al “Padre y Dios”
(Jn 20,17), restaurándonos aquel supremo ingreso y preparándonos
aquellas mansiones celestes, a las que se refirió cuando dijo: “Voy y os
prepararé un lugar” (Jn 14,2). Pues fue inmolado por nuestros pecados,
según las Escrituras (1Co 15,3; 1P 3,18), resucitó y subió al lugar
inaccesible a nosotros, es decir, al cielo... Pues Cristo fue enviado de
entre nosotros a la Ciudad Celeste para “presentarse ahora por nosotros
ante Dios” (Hb 9,24). Así nos lo confirmó el bienaventurado Juan, al
escribir: “Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis, pero si
alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: ¡Jesucristo, el
Justo! El es víctima de propiciación por nuestros pecados; y no sólo por
los nuestros, sino por los del mundo entero” (1Jn 2,1-2). Plugo, pues, a
Dios que fuésemos enviados en Cristo y sanados por medio de El, que es
nuestro abogado...Pues El entró en el cielo como “precursor” por
nosotros, abriéndonos un camino nuevo y vivificante, que conduce al
Santuario (Hb 6,20; 9,12).[14]
Cristo, el “Primogénito de entre los muertos” es la
primicia de la gran cosecha, que en la tierra espera su
maduración para unirse plenamente a El en la gloria. Es lo que
bellamente nos dice Teodoro de Mopsuestia:
Cristo fue “primicia” nuestra no sólo mediante su
resurrección (1Co 15,20.23), sino también mediante su ascensión a los
cielos (Ef 2,6; Col 3,1-4), asociándonos en ambas a su gloria.
Esperamos, en efecto, no sólo resucitar de entre los muertos, sino
también subir al cielo, para estar allí con Cristo nuestro Señor.
Así lo dijo el bienaventurado Pablo: “El Señor mismo, a la orden dada
por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo; y
los que murieron en Cristo resucitarán primero; después nosotros -los
que vivamos-, seremos arrebatados con ellos sobre las nubes al encuentro
del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor” (1Ts
4,16-17). Lo mismo afirma también en otro texto: “Nuestra ciudadanía
está en el cielo, de donde esperamos como Salvador a nuestro Señor
Jesucristo, que transfigurará este cuerpo miserable en un cuerpo
glorioso como el suyo” (Flp 3,20-21).
Así mostró que seremos conducidos al cielo, de
donde vendrá Cristo nuestro Señor, quien nos transformará por la
resurrección de entre los muertos, nos hará semejantes a su cuerpo y nos
elevará al cielo, para estar con El por toda la eternidad. Y también:
“Sabemos que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se
desmorona, poseemos sin embargo para siempre en el cielo una casa que es
de Dios, una habitación eterna no hecha por mano humana” (2Co 5,1).
El Apóstol añade luego: “Mientras estamos en el
cuerpo permanecemos alejados de nuestro Señor, pues caminamos en la fe y
no en la visión; pero, llenos de confianza, esperamos salir de este
cuerpo, para estar con Cristo” (2Co 5,6-7). Con ello nos enseña que,
mientras estamos en este cuerpo mortal, somos como pasajeros alejados de
nuestro Señor, porque todavía no gozamos efectivamente de los bienes
futuros, habiéndolos recibido sólo en la fe; y, no obstante esto,
abrigamos una gran seguridad de lo que ha de venir y, con mucho interés,
esperamos ese momento, en el que nos despojaremos de la mortalidad de
este cuerpo, haciéndonos inmortales por la resurrección de entre los
muertos; y estaremos después con nuestro Señor, como quienes desde toda
la duración de este mundo estaban alejados y esperaban unirse a El.
También dice el Apóstol que “la Jerusalén de arriba
es libre y es nuestra madre” (Ga 4,27), significando con “la Jerusalén
de arriba” la morada celeste, donde por la resurrección naceremos y nos
haremos inmortales, gozando verdaderamente de la libertad con plena
alegría. Ninguna violencia ni tristeza nos afligirá, sino que viviremos
en la más inefable felicidad entre delicias sin fin.
Puesto que esperamos estos bienes, cuyas “primicias”
disfrutó Cristo nuestro Señor, la Sagrada Escritura nos enseña que no
sólo resucitó de entre los muertos, sino que subió a los cielos,
afirmando: “También a vosotros, que estabais muertos por vuestros
pecados y delitos, os vivificó Dios por medio de Cristo. Con El nos
resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de
mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia,
por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2,1-10),
indicándonos así la gran comunión que tendremos con El.[15]
Cristo subió al cielo como Cabeza de la Iglesia y así
atrae hacia El a los miembros de su cuerpo. El subió al cielo por su
victoria contra el diablo: enviado al mundo para luchar contra el
diablo, lo venció; por eso mereció ser exaltado sobre todas las cosas
(Ap 3,21). “Quien quiso hacerse hombre y asumir la forma de siervo,
haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2,6-8) y descendiendo hasta
el infierno, mereció ser exaltado al cielo, al trono de Dios, pues la
humildad es el camino de la exaltación (Lc 14,11; Ef 4,10). “Así
-concluye Santo Tomás- su ascensión nos fue
útil. Subió, en
efecto, para conducirnos allí, mostrándonos la senda del cielo, que
ignorábamos (Mi 2,13), y asegurándonos la posesión del reino celeste (Jn
14,2). Subió, además, para interceder por nosotros (Hb 7,25; 1Jn 2,1) y
atraer a Sí nuestros corazones (Mt 6,21), a fin de que despreciemos las
cosas temporales”.[16]
Encontrar a Cristo es acoger su palabra, que nos invita a participar con El del reino de los cielos. Es vivir con el valor de “arrebatar el reino de los cielos” (Mt 11,12) al maligno, que nos le cerró, al llevarnos al pecado. Se arrebata el cielo con la fe (Mt 15,28), con la oración inoportuna (Lc 18,3-4), con la vigilancia (Mt 24,42p), acogiendo la gracia sobreabundante donde abundó el pecado (Rm 5,20). “La gracia es Cristo, la vida es Cristo, Cristo es la resurrección”.[17] Acoger a Cristo, haciendo de El nuestra vida, es arrebatar el Reino de los cielos, recibiendo la adopción, la vida y la resurrección. Es la experiencia de San Jerónimo.
¿Qué dice el Evangelio: “El que quiera venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día su cruz y sígame” (Lc 9,23).
Afortunado aquel que lleva en su alma la cruz, la resurrección, el lugar
del nacimiento de Cristo y el lugar de su ascensión. Es afortunado aquel
que tiene Belén en su corazón, pues en este corazón nace cada día
Cristo. En definitiva, ¿qué significa Belén? Casa del pan. ¡Somos
también nosotros la casa del pan, del pan que desciende del cielo! (Jn
6,31ss; Sal 77,24; Sb 16,20). Cada día Cristo es crucificado por
nosotros: nosotros somos crucificados al mundo (Ga 6,14) y también
Cristo es crucificado en nosotros (Ga 3,1). Es afortunado aquel en cuyo
corazón Cristo resucita cada día: si cada día hace penitencia por sus
pecados. Es afortunado aquel que cada día, del monte de los Olivos, sube
al reino de los cielos (Hch 1,12), donde están los olivos frondosos del
Señor, donde nace la luz de Cristo, donde están los olivares del Señor.
“Pero yo, como olivo verde en la casa del Señor” (Sal 51,10).
Encendamos, pues, también nosotros la lámpara de este olivo (Mt 25,1-13)
y enseguida subiremos con Cristo al reino de los cielos.[18]
Con esta garantía de nuestra glorificación podemos
repetir con San Pablo: “¿Quien acusará a los elegidos de Dios? Dios es
quien justifica: ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo, que murió, resucitó y
está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?” (Rm 8,33-34).
5. EL GLORIFICADO PRESENTE EN LA IGLESIA
El Señor glorificado sigue acompañando a la Iglesia
“todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La acompaña “con su
intercesión ante el Padre”; El, en efecto intercede por nosotros y está
vivo para ello, pues “penetró en el cielo precisamente para presentarse
ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Rm 8,34; Hb 7,25; 9,24),
“para protegernos desde lo alto” (San Agustín). Los pecadores tenemos en
Jesucristo, el Justo, un abogado permanente ante el Padre, a quien
presenta en favor nuestro sus llagas gloriosas, trofeos de su pasión
redentora, de las que no se ha despojado. Así “está en pie”, como
Sacerdote constituido en favor nuestro o como Cordero degollado por
nosotros. Nos convenía (Jn 14,2-4) realmente que Jesús ascendiera
al cielo.
Al mismo tiempo, Cristo, Señor Glorificado, está
presente entre nosotros en la Evangelización. Con la predicación de su
palabra, espada de doble filo, el Rey Mesías ejerce su poder con
“curaciones, milagros y prodigios” con los que acompaña a sus apóstoles
(Mc 16,20). Las armas del Rey Mesías son “la predicación de su gracia” y
los “signos” de esa gracia salvadora: “Los apóstoles predicaban con
parresia -libertad de palabra, franqueza, valentía, autoridad-, con
confianza en el Señor, que les concedía obrar por sus manos señales y
prodigios, dando así testimonio de la predicación de su gracia” (Hch
14,3).
Porque no es Pablo quien habla, sino “Cristo quien
habla en mí” (2Co 13,3). Por ello, el que presta oídos a la palabra del
apóstol, “a mí me escucha”, dice el mismo Jesús (Lc 10,16). Lo mismo que
es El quien está presente en los sacramentos. Sea Pablo o Cefas quien
bautice, es “Cristo el que bautiza en el Espíritu Santo”, que mediante
el ministerio de un hombre nos incorpora a sí mismo (Jn 1,33; 1Co
1,12-13).
Este es el fundamento de nuestra esperanza, la
seguridad de nuestra confianza, que nos permite vivir ya el gozo de la
nueva vida, como nos exhorta San León Magno:
Alegrémonos, gozándonos ante Dios en acción de
gracias. Elevemos libremente las miradas de nuestros corazones hacia las
alturas donde se encuentra Cristo. Nuestras almas están llamadas a lo
alto. No las depriman los deseos terrestres, ¡están predestinadas a la
eternidad! No las ocupen lo llamado a perecer, ¡han entrado en el camino
de la verdad! No las entretengan los atractivos falaces. De tal manera
hemos de recorrer el tiempo de la vida presente que nos consideremos
extranjeros de viaje por el valle de este mundo, en el que, aunque se
nos ofrezcan algunas comodidades, no las hemos de abrazar culpablemente,
sino sobrepasarlas enérgicamente...[19]
Ya ahora el cristiano vive pregustando la gloria de
Cristo. El cristiano ya aquí en la tierra experimenta la comunión con Dios o
el cielo, pues como dice con palabras sencillas Santa Teresa: “donde está
Dios es el cielo; nuestra alma es el cielo pequeño, donde está quien hizo el
cielo y la tierra”. “Subir al cielo” o “estar sentado a la derecha del
Padre” no es otra cosa que la plena y total glorificación de Cristo que vive
en la beatificante comunión eterna con Dios Padre. De ella participa el
cristiano y, por ello, anhela y espera con ansia -gritando
maranathá-
la consumación de esta vida para entrar en la definitiva comunicación con
Dios,[20]
“en la casa del Padre”, en “la Jerusalén celestial” (Ap 22). La liturgia de
la Ascensión nos hace, por ello, cantar:
Es justo dar gracias a Dios, porque Jesús, el Señor,
el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy
ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre
Dios y los hombres, precediéndonos como Cabeza nuestra para que nosotros,
miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su
Reino (Prefacio).
La Ascensión corporal de Cristo a los cielos -como
también la Asunción de María tras El- es la garantía igualmente de la
glorificación de nuestros cuerpos mortales. Cristo, el Verbo encarnado, ha
sido exaltado, es decir, con El ha llegado a Dios definitivamente nuestra
carne humana y Dios la ha aceptado irrevocablemente. Esta es nuestra fe y
nuestra esperanza.
Esto es lo fundamental. Si yo, con todo lo que soy,
participo de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo, ¿qué
importancia puede tener el modo como esto ocurra? Sabemos con Pablo que “se
siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra algo vil y
resucita glorioso; se siembra algo débil y resucita fuerte; se siembra un
cuerpo terreno y resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15,35-44).
Con el Cuerpo de Cristo ha llegado ya a Dios toda la
realidad. El cielo se ha unido a la tierra. En la Iglesia, cuerpo de Cristo,
Dios está presente con toda su gloria en medio de la creación. Quien “vive
en Cristo”, vive en Dios, en su cielo. Por ello, como cuerpo de Cristo, la
Iglesia en su liturgia canta con los ángeles el himno celeste: “¡Santo,
Santo, Santo!” (Ap 4,8).
Verdaderamente “nos convenía” que Cristo volviese al
Padre: para que El esté junto al Padre (Jn 14,28), para que nos enviara el
Espíritu Santo (Jn 16,7), para prepararnos una morada (Jn 14,2-3) y para
poder habitar en el corazón de los creyentes, que le aman (Jn 14,23). Así,
ahora, nuestra existencia puede ser una “vida en Cristo”.[21]
De modo particular podemos vivir en Cristo o Cristo
en nosotros “comiendo su carne y bebiendo su sangre” (Jn 6,56). Su carne y
su sangre, en la Eucaristía, nos une de un modo particular con el Cordero
sacrificado y viviente, pues la Eucaristía es incorporación y participación
a la carne y sangre glorificadas, lo mismo que El quiso participar de
nuestra carne y sangre para vencer en ellas el poder de la muerte (Hb 2,14)
y con su carne y sangre vivificadas y vivificantes darnos la vida eterna (Jn
6,51-54): “El cáliz sobre el que pronunciamos la bendición, ¿no es acaso
participación en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es
participación en el cuerpo de Cristo?” (1Co 10,16; 11,27). Con razón la
celebración eucarística se llama “mesa del Señor” (1Co 10,21).
De todas estas maneras está presente el Señor de los
cielos. Sintiéndole vivo y confesándole glorioso, la esperanza cristiana
suscita en el creyente el anhelo de “morir en el Señor” (Ap 14,13), para
pasar a morar con el Señor, acabada la peregrinación de la fe, en la visión
cara a cara (2Co 5,7-8).
[2] Cfr A. del FUEYO, Sermones de San Agustín V
256-260; VII 255-257; Cfr Serm. 261-265 dedicados a la
Ascensión.
[11] SAN AMBROSIO, De fide III 17. Quizás sea en
el comentario a este artículo del Credo donde es más patente la
diferencia entre el realismo de los textos bíblicos y patrísticos y
la “fabulación” y “mitologización” de tantas teologías modernas,
pensadas en las bibliotecas, sin ningún contacto con los hombres de
carne y hueso, incluso científicos actuales, a quienes conocen por
sus libros y no en su vida.