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7. DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR   A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS

Emiliano Jiménez Hernández

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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia

7. DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR
A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS
1. Día de Yahveh

2. Cristo Juez de vivos y muertos

3. Los hombres serán juzgados según sus obras

4. Jesucristo Juez que justifica

 

Credo Símbolo de la Fe de la Iglesia católica

                            

 

Con la Resurrección y exaltación de Jesucristo se inaugura el mundo nuevo, la nueva humanidad. Pero el Reino de Cristo se halla todavía en camino hacia su plenitud. La Iglesia peregrina en la tierra hacia la consumación final, viviendo en lucha con los poderes del mal.

El Credo, Símbolo de la fe de la Iglesia, mira con esperanza anhelante la consumación definitiva del Reino de Jesucristo, confesando que, ascendido a los cielos: “Desde allí vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos”.

La espera del retorno de Cristo como juez de vivos y muertos forma parte de la fe cristiana. Todo hombre comparecerá ante El para dar cuenta de sus actos. Desde los Hechos hasta el Apocalipsis, en todos los kerigmas de la predicación apostólica se anuncia el juicio como invitación a la conversión. Dios tiene fijado un día para juzgar al universo con justicia por Cristo a quien ha resucitado de entre los muertos.[1]

Anunciamos no sólo la primera venida de Jesucristo sino también la segunda, más esplendente que aquella; pues mientras la primera fue un ejemplo de paciencia, la segunda lleva consigo la corona de la divina Realeza. Casi siempre las cosas referentes a Cristo son dobles: doble nacimiento, uno de Dios antes de los siglos y otro de la Virgen al cumplirse los siglos. Doble venida: oscura la primera y gloriosa la segunda. En aquella fue envuelto “en pañales” (Lc 2,7), en esta le rodeará “la luz como un manto” (Sal 104,2). En la primera “sufrió la Cruz despreciando la ignominia” (Hb 12,3), en la segunda vendrá glorioso y “rodeado del ejército de los ángeles” (Mt 25,31). No nos fijemos sólo en la primera venida, sino esperemos también la segunda. Y como en la primera decíamos: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mt 21,9p), lo mismo diremos en la segunda (Mt 23,19p). Pues vendrá el Salvador, no a ser juzgado, sino a juzgar a quienes le juzgaron (Sal 50,21; Mt 26,62; 27,12). El mismo Salvador dice: “Me acercaré a vosotros para juzgar en juicio y seré testigo rápido contra los que juran en mi Nombre con mentira” (Ml 3,1-5). También Pablo señala las dos venidas, escribiendo a Tito: “La gracia de Dios, nuestro Salvador, apareció a todos los hombres, enseñándonos a negar toda impiedad y pasiones humanas, para vivir sobria y piadosamente en este siglo, esperando la manifestación de la gloria del Dios grande y Salvador nuestro, Jesucristo” (Tt 2,11-13).[2]

 

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

 

1. DIA DE YAHVEH

Ya en el Antiguo Testamento el juicio de Dios era un artículo de fe. Yahveh “sondea las entrañas y los corazones” (Jr 11,20; 17,10), distinguiendo entre justos y culpables. Los justos escapan a la prueba y los culpables son castigados (Gn 18,23ss). A El confían su causa los justos como Juez supremo (Gn 16,5; 31,49; 1S 24,26; Jr 11,20). Los salmos están llenos de las llamadas angustiosas y confiadas que le dirigen los justos perseguidos (Sal 9,20; 26,1; 35,1.24; 43,1...)

La propia historia de Israel está hecha de juicios salvadores de Dios contra sus opresores. El Exodo es el “juicio salvador” de Dios contra Egipto y el Faraón que les oprimía con dura esclavitud (Gn 15,14; Sb 11,10). La expulsión de los cananeos en el don de la tierra es otro ejemplo del “juicio salvador” de Dios en favor de su pueblo (Sb 12,10-22). Pero Israel también ha experimentado en carne propia el juicio de Dios sobre sus infidelidades con la pena del exilio. Y de estas experiencias del pueblo elegido podemos retroceder a las experiencias anteriores de la humanidad, pasando por la ruina de Sodoma (Gn 18,20; 19,13), el diluvio (Gn 6,13) o la expulsión del paraíso de Adán y Eva (Gn 3,14-19). El juicio de Dios, que desde el cielo contempla a los hombres, es anunciado constantemente por los profetas. El Día de Yahveh es el día del juicio de Dios (Am 5,18ss). Israel, esposa infiel, será juzgada por sus adulterios (Ez 16,38; 23,24); los hijos serán juzgados según sus obras y no por las culpas de sus padres (Ez 36,19).

Pero en su juicio Dios discierne la causa de los justos de la de los culpables: castiga a los unos para salvar a los otros (Ez 35,17-22). El resto de los justos escapa a su juicio. Dios es enemigo del pecado y, el Día de Yahveh, día de juicio, es día de fuego que destruye el mal (Is 66,16). En el valle de Josafat -”Dios juzga”-, Dios reunirá a las naciones; entonces será la siega y la vendimia escatológica (Jl 4,12ss). Sólo los pecadores deberán temblar, pues los justos serán protegidos por Dios mismo (Sb 4,15ss); los santos del Altísimo tendrán parte en el reinado del Hijo del Hombre (Dn 7,27).

El justo, que ha puesto su confianza en Dios, apela al juicio de Dios suplicante: “Levántate, Juez de la tierra, da su salario a los soberbios” (Sal 94,2). Y canta por anticipado la gloria del juicio de Dios (Sal 75,2-11; 96,12s; 98,7ss); el pobre, que confía en Dios, tiene la certeza de que Dios le hará justicia (Sal 140,13s). Así los fieles del Señor, oprimidos por los impíos, aguardan con esperanza el juicio de Dios, el Día de Yahveh.

Pero, ¿quién es justo ante Dios? (Sal 143,2): “Si llevas cuenta de las culpas, oh Dios, ¿quien se salvará? Pero de ti procede el perdón... Mi alma espera en el Señor, porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa: El redime a Israel de todos sus delitos” (Sal 130).

 Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

2. CRISTO JUEZ DE VIVOS Y MUERTOS

Con Jesús llega el Día de Yahveh. Los Apóstoles son enviados a predicar y dar testimonio de que “Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Hch 10,42; 17,31; Rm 14,9; 2Tm 4,1; 1P 4,5)). El Credo, fiel intérprete de la fe apostólica, confiesa que Cristo “De nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos”.

En el Nuevo Testamento, “el Día de Yahveh” pasa a ser el “Día de Jesucristo”, porque Dios le entregó el juicio y le confió la consumación de la salvación: es el Día de Cristo Jesús (Flp 1,6.10; 2,16), “Día del Señor” (1Ts 5,2; 1Co 1,8) o “Día del Hijo del Hombre” (Lc 17,24). En la venida gloriosa del Señor Jesucristo se centra la esperanza de la comunidad cristiana. Esta venida -parusía del Señor- llevará a plenitud consumada la obra iniciada en la encarnación, en la muerte y resurrección de Cristo.

El hará un juicio justo entre todas las criaturas. Enviará al fuego eterno a los espíritus malvados, mientras que a los justos y santos, que perseveraron en su amor, les dará la incorrupción y les otorgará una gloria eterna... En la primera venida fue rechazado por los constructores (Sal 117,22; Mt 23,42p). En la segunda venida, vendrá sobre las nubes (Dn 7,13; Mt 26,64; 1Ts 4,16-17), “llevando el Día devorador como un horno” (Ml 4,1), golpeando a la tierra con la palabra de su boca y destruyendo a los impíos con el soplo de su boca (Is 11,4; Ap 19,15; 2Ts 2,8), teniendo en sus manos el bieldo para purificar su era: recogiendo el grano en el granero y quemando la paja en el fuego inextinguible (Mt 3,21p). Por eso, el mismo Señor exhortó a sus discípulos a vigilar en todo tiempo con “las lámparas encendidas, como hombres que esperan a su Señor” (Lc 21,34-36; 12,35-36); pues “como en tiempo de Noé hizo perecer a todos con el Diluvio y en tiempo de Lot hizo llover sobre Sodoma fuego del cielo y perecieron todos, así sucederá en la venida del Hijo del Hombre” (Lc 17,26-30; Mt 24,37-39).[3]

En el mundo, tal como nosotros lo experimentamos, se hallan el bien y el mal, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Trigo y cizaña se hallan mezclados hasta el día de la siega. San Agustín ve toda la historia, desde el comienzo de la creación hasta el final de los tiempos, como una lucha entre el reino de Dios y el reino del mundo o del diablo; estos dos reinos se enfrentan entre sí y, al presente, estos dos reinos se hallan juntos y entremezclados.

Es más, en la medida en que se acerca el final de los tiempos, el poder del mal se exacerba contra Dios y contra la Iglesia (Mt 13,3-23; 2Ts 3,1-3; Ap 12,13-18...). Pero el Juez es Cristo y, no sólo juez, sino la norma, el camino, la verdad y la vida. Al final se manifestará que Jesucristo es el fundamento y el centro que otorga sentido a toda la realidad y a la historia. A su luz quedarán juzgadas las obras de los hombres, pasando por el fuego para ver cuáles resisten o cuáles serán abrasadas:

Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada uno, la probará el fuego... (1Co 3,10ss).

El juicio del último día significa, por tanto, que al final de los tiempos se hará patente la verdad definitiva sobre Dios y los hombres, la verdad que es Jesucristo. Mirando “al que traspasaron” aparecerá quien “está con Cristo y quien está contra El” (Mt 7,21; 12,30; 21,28p).

El Anticristo arrastra consigo a la perdición a los que se dejan llevar de sus promesas. El se alza “contra todo lo que es de Dios y contra su culto”, tratando de “instalarse en el templo de Dios, proclamándose él mismo Dios” (2Ts 2,4-10). El Apocalipsis nos lo describe vestido de “jactancia, arrogante y blasfemo” (Ap 13). Su verdadera esencia es el orgullo, la voluntad de poder y de dominio que se manifiesta en la violencia y la opresión, en el egoísmo, la envidia, el odio y la mentira (1Jn 2,18-22; 2Jn 7). Es hijo del Príncipe de este mundo, el Diablo, mentiroso y asesino desde el principio (Jn 8,44).

Una condenación rigurosa aguarda a los hipócritas (Mc 12,40p), a quienes se han negado a escuchar la predicación de Jesús (Mt 11,20-24), a los incrédulos que, escuchando, no se han convertido (Mt 12,39-42), a quienes no acojan a sus enviados (Mt 10,14s), que son enviados a las naciones “sin oro, ni plata, ni alforja, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mt 10,9s), “como los hermanos más pequeños de Jesús”, con quienes El se identifica (Mt 25,35-46):

Cristo es formado, por la fe, en el hombre interior del creyente, el cual es llamado a la libertad de la gracia, es manso y humilde de corazón, y no se jacta del mérito de sus obras, que es nulo, sino que reconoce que la gracia es el principio de sus méritos; a éste puede Cristo llamar su humilde hermano, lo que equivale a identificarlo consigo mismo, ya que dice: “cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Cristo es formado en aquel que recibe la forma de Cristo, y recibe la forma de Cristo el que vive unido a El con un amor espiritual.[4]

El rechazo de Jesús, su condena, clama justicia ante el Padre, que juzga con justicia y “a quien se remitió Jesús” (1P 2,23):

Vendrá, pues, a juzgar a los vivos y a los muertos. Vendrá como Juez Quien fue sometido a juicio. Vendrá en la forma en que fue juzgado para “que vean a quien traspasaron” (Za 12,10; Jn 19,37): “He aquí al Hombre a quien crucificasteis. He aquí a Dios y al Hombre en quien no quisisteis creer. Ved las heridas que me hicisteis y el costado que traspasasteis”. Pues por vosotros se abrió y, sin embargo, rehusasteis entrar. Quienes no fuisteis redimidos al precio de mi Sangre (1P 1,18-19) no sois míos: “Apartaos de mí al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41)...

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

Vendrá... Quien antes vino ocultamente, vendrá de modo manifiesto; quien fue juzgado, vendrá a juzgar. Quien estuvo como reo ante el hombre juez, juzgará a todo hombre... sin que pueda ser corrompido con dinero ni ablandado por satisfacción alguna. ¡Aquí, aquí debe hacer cada uno lo que pueda, mientras hay lugar a la misericordia! Pues no podrá hacerlo allí. ¡Haz aquí penitencia, para que aquel cambie tu sentencia! Da aquí limosna, para que de aquel recibas la corona. Otorga aquí el perdón, para que allí te lo conceda el Señor. Ahora es el tiempo de la fe. Quien quiera vivir para siempre y no temer la muerte, conserve la Vida que vence la muerte. Quien quiera no temer al Juez divino, le considere ahora su Defensor.[5]

No es que Jesucristo haya venido al mundo para juzgar al mundo, sino para salvarlo (Jn 3,17; 8,15s). Pero el juicio se opera ya por la actitud que cada cual adopte para con El. Quien no cree, ya está juzgado, por haber rechazado la luz (Jn 3,18ss). El juicio, más que una sentencia divina, es una revelación del interior de los corazones humanos: “Este está puesto -dice Simeón- para caída y elevación de muchos, como señal de contradicción, a fin de que se manifiesten las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). Aquellos cuyas obras son malas, prefieren las tinieblas a la luz (Jn 3,19s) y Dios no hace más que dejarles en la ceguera con la que creen ver claro, satisfechos en su jactancia. En cuanto a los que reconocen su ceguera, Jesús les abre los ojos (Jn 9,39), para que actuando en la verdad lleguen a la luz (Jn 3,21). El juicio final, para el Evangelio de Juan, no hará más que manifestar en plena luz la discriminación operada ante Cristo desde ahora en el secreto de los corazones.

Los espejos limpios reflejan la imagen de los rostros tal como son: imágenes alegres de rostros alegres, imágenes tristes de rostros sombríos, sin que nadie pueda reprochar al espejo reflejar una imagen sombría si su rostro lo está. De modo análogo, el justo juicio de Dios se acomoda a nuestro estado. ¡Se comporta con nosotros como nosotros nos hemos comportado! Dice: “¡Venid, benditos!” o “¡Apartaos, malditos!” (Mt 25,34.41). Obtienen misericordia por haber sido misericordiosos; y los otros reciben la maldición por haber sido ellos duros con su prójimo. El rico Epulón, al no tener piedad del pobre, que yacía junto a su puerta lleno de aflicciones, se privó a sí mismo de la misericordia al tener necesidad de ella (Lc 16,19-31). Una gota de misericordia no puede mezclarse con la crueldad. Pues, “¿qué unión cabe entre la luz y las tinieblas?” (2Co 1,14). Por ello se dijo asimismo que “el hombre cosechará lo que siembre: quien siembra en la carne cosechará la corrupción, mientras que quien siembra en el Espíritu cosechará la vida eterna” (Ga 6,7-8).[6]

Frente a la mentira y la muerte, en el Juicio de Cristo triunfará la vida y la verdad del amor, que comenzó con su resurrección y exaltación a los cielos. Se hará manifiesto a todos que El es el único Señor, que su amor y su vida es la única verdad (Jn 16,8-11).

Con la venida gloriosa de Jesucristo quedarán juzgados, vencidos y depuestos los poderes del mal, el último de ellos la muerte y Dios será todo en todas las cosas (1Co 15,28).

El fin del mundo es la prueba de que todas las cosas han llegado a su plena realización y tendrá lugar cuando todos los enemigos sean sometidos a Cristo y, destruido también el último enemigo -la muerte-, Cristo mismo entregue el Reino a Dios Padre (1Co 15,24-26). Entonces “pasará la figura de este mundo” (1Co 7,31), de modo que “la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción” (Rm 8,21), “recibiendo la gloria del Hijo de Dios, para que Dios sea todo en todos” (1Co 15,28).[7]

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

3. LOS HOMBRES SERAN JUZGADOS SEGUN SUS OBRAS

Quien vive de la fe no encuentra contradicción entre la gracia radical que libera al hombre de la impotencia de salvarse y las obras de la fe, pues “la fe actúa por la caridad” (Ga 5,6), de modo que “aunque tuviera una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo caridad, no soy nada” (1Co 1,2). “La fe, si no tiene obras, está muerta” (St 2,17).

Esto significa que para el cristiano, por una parte, existe la paz liberadora de quien vive en la abundancia de la justicia de Dios, que es Jesucristo entregado a la muerte por nosotros. Lo que Cristo ha edificado es irrevocable. De aquí nace la libertad profunda, la experiencia del amor inquebrantable de Dios, que siempre nos es propicio a pesar de todos nuestros pecados. La salvación no la esperamos de nosotros, sino del amor de Dios.

Por otra parte, el cristiano sabe que su vida no es algo arbitrario ni un juego poco serio que Dios pone en sus manos. Como administrador de los “dones de su Señor” se le pedirá cuentas de lo que se le ha confiado. Al siervo fiel, aunque sea “en lo poco”, se le “invitará a entrar en el gozo eterno de su Señor”; al “siervo malo y perezoso, que entierra el talento del Señor, que le ha sido confiado, sin hacerlo fructificar, se le arrojará a las tinieblas de afuera, donde experimentará el llanto y rechinar de dientes” (Mt 25,14ss). El artículo de fe sobre el juicio pone ante nuestros ojos el examen al que será sometida nuestra vida. No podemos tomar a la ligera el inaudito alcance de nuestra vida y libertad ante Dios. El es el único que nos toma en serio.

Qué significa la amenaza del fuego eterno (Mt 25,41) lo insinúa el profeta Isaías, al decir: “Id a la lumbre de vuestro propio fuego y a las brasas que habéis encendido” (Is 50,11). Creo que estas palabras indican que cada uno de los pecadores enciende la llama del propio fuego, no siendo echado a un fuego encendido por otros: Yesca y alimento de este fuego son nuestros pecados, designados por el Apóstol “madera, heno, paja” (1Co 3,12), de modo que cuando el pecador ha reunido en sí gran número de obras malas y abundancia de pecados, toda esta cosecha de males al tiempo debido hierve para el suplicio y arde para la pena.[8]

¡Pues ningún otro acusador tendrás ante ti aquel día, fuera de tus mismas acciones! Cada una de ellas se presentará con su peculiar cualidad: adulterio, hurto, fornicación..., apareciendo cada pecado con su inconfundible característica, con su tácita acusación. “Bienaventurados, en cambio, los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).[9]

La fe en el juicio final contradice, por una parte, los sueños ingenuos de quienes ponen su confianza en el progreso de la ciencia y de la técnica, del que esperan la armonía y salvación de la humanidad. El progreso humano está cargado de ambigüedad; por ello, al final de los tiempos tendrá lugar la separación definitiva entre el bien y el mal, la victoria del bien y la derrota del mal. Aquel día se pondrá de manifiesto la verdad definitiva de nuestra vida. Entonces triunfará la justicia y Dios “hará justicia a cada uno en particular” (Is 9,11): a los humildes y oprimidos, a los humillados y olvidados; a las victimas de la violencia humana Dios les hará justicia, “pues El venga la sangre, recuerda y no olvida los gritos de los humildes” (Sal 9,13) y “recoge en un odre las lágrimas de sus fieles perseguidos” (Sal 56,9). Cada lágrima del justo tendrá su compensación escatológica (Is 25,8; Ap 7,17).

Feliz quien día y noche no se deja oprimir por otra preocupación que la de saber dar cuenta -sin angustia alguna- de la propia vida en aquel gran día, en el que todas las criaturas se presentarán ante el Juez para darle cuenta de sus acciones. Pues quien tiene siempre ante la vista aquel día y aquella hora, ése no pecará jamás. ¡La falta del temor de Dios es causa de que pequemos! Acuérdate, pues, siempre de Dios, conserva en tu corazón su temor e invita a todos a unirse a tu plegaria. Es grande la ayuda de quienes pueden aplacar a Dios. Mientras vivimos en esta carne, la oración nos será una preciosa ayuda, siéndonos viático para la vida eterna. Y, también, así como es buena la soledad; en cambio, el desánimo, la falta de confianza o desesperar de la propia salvación es lo más pernicioso para el alma. ¡Confía, pues, en la bondad del Señor y espera su recompensa! Y esto, sabiendo que si nos convertimos sinceramente a El, no sólo no nos rechazará para siempre, sino que, encontrándonos aún pronunciando las palabras de la oración, nos dirá: “¡Heme aquí!” (Is 58,9).[10]

Por otra parte, la espera de la venida de Jesucristo, como juez de vivos y muertos, es una llamada a la vigilancia, a la conversión diaria a El, a su seguimiento. La puerta de las bodas se cierra para quien no espera vigilante, con las lámparas encendidas, al novio que llega a medianoche (Mt 25, 1ss):

¡Vigilad sobre vuestra vida! No se apaguen vuestras lámparas ni se desciñan vuestros lomos, porque no sabéis la hora en que vuestro Señor va a venir (Lc 12,35-40; Mt 24,42-44p; 25,1-13). Reuníos frecuentemente, inquiriendo lo conveniente a vuestras almas, pues de nada os servirá todo el tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último momento.[11]

Recordémoslo, no sea que, echándonos a descansar como llamados, nos durmamos (Mt 25,5; Rm 13,11) en nuestros pecados y, prevaleciendo sobre nosotros el “príncipe malo”, nos empuje lejos del reino del Señor (Mt 22,14).[12]

Es preciso, pues, que estemos preparados para que, al llegar el día de partir, no nos coja impedidos y embarazados (Lc 12,35-37; Mt 25,1-13). Debe lucir y resplandecer nuestra luz en las “buenas obras” (Mt 5,14-16), para que ella nos conduzca de la noche de este mundo a los resplandores eternos.[13]

 Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

4. JESUCRISTO JUEZ QUE JUSTIFICA

En el umbral del Evangelio, Juan Bautista invoca el juicio de Dios, apremiándoles a la conversión (Mt 3,7-12p). Con la aparición de Jesús en el mundo quedan inaugurados los últimos tiempos, actualizándose el juicio escatológico, aunque todavía haya que aguardar su retorno glorioso para verlo realizado en su plenitud.

En realidad “todos somos culpables ante Dios” (Rm 3,10-20). Desde la entrada del pecado en el mundo, por nuestro padre Adán, se pronunció un veredicto de condena contra todos los hombres (Rm 5,16-18). Nadie podía escapar a esta condena por sus méritos. Pero, cuando Jesús murió por nuestros pecados, Dios destruyó el acta de condenación, clavándola en la cruz. A quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en El (2Co 5,21). “Condenó el pecado en la carne de Cristo, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros según el espíritu” (Rm 8,3-4). Así Cristo “nos rescató de la maldición de la ley haciéndose El maldición por nosotros” (Ga 3,13).

Para quienes confían en Jesucristo, el juicio será, o mejor lo es ya, un juicio de gracia y misericordia. El es nuestra justificación: “al que cree en Aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia” (Rm 4,5), “porque el fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente” (Rm 10,4). Por ello, nuestra profesión de fe en Jesucristo “como juez de vivos y muertos” es Buena Nueva y expresión de la esperanza cristiana. En Cristo se nos ha revelado la justicia de Dios, no la que castiga, sino la que justifica y salva (Rm 3,21-24). Para los creyentes no hay ya condenación (Rm 8,1): si Dios los justifica, ¿quién los condenará? (8,34).

Nada temen quienes han experimentado la vida de Cristo, porque Cristo vivía en ellos y toda su vida ha sido testimonio de Cristo:

Como hay muchas persecuciones (Sal 118,157), también hay muchos mártires. Cada día eres testimonio de Cristo. Has sido tentado por el espíritu (Os 4,12; 5,4; 1Jn 4,1-6) de fornicación, pero, temiendo el futuro juicio de Cristo (Hb 10,27), no has violado la pureza de la mente y del cuerpo (1Co 6,9-20): eres mártir de Cristo. Has sido tentado por el espíritu de avaricia y, sin embargo, has preferido dar ayuda a hacer injusticias: eres testigo de Cristo. Has sido tentado por el espíritu de soberbia, pero, viendo al pobre y al necesitado, con corazón benigno has sentido compasión, has amado la humildad antes que la jactancia (Flp 2,3-4): eres testigo de Cristo, dando testimonio no sólo con la palabra, sino con los hechos (Mt 7,21; Jn 12,47). De hecho, quien escucha el Evangelio y no lo guarda (Mt 7,26), niega a Cristo; aunque lo reconozca con las palabras, lo niega con los hechos. Serán posiblemente muchos los que dirán: “¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre no hicimos muchos prodigios?”, pero el Señor les responderá: “Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad” (Mt 7,22-23). Testigo es, pues, aquel que, en armonía con los hechos, da testimonio del Señor Jesús. ¡Cuan numerosos son, pues, cada día aquellos que en secreto son mártires de Cristo y confiesan a Jesús como Señor! ¡Cristo les confesará a ellos ante el Padre![14]

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

Es Cristo el “juez de vivos y muertos”. Los primeros cristianos con su oración “maranathá, ven ,Señor Jesús”, han visto el retorno de Jesús como un acontecimiento lleno de esperanza y alegría. Han visto en él el momento anhelado de toda su vida, hacia el que han orientado su existencia. Y, por otra parte, eran conscientes de que el juez es nuestro hermano. No es un extraño, sino el que hemos conocido en la fe. Vendrá, por tanto, “para unirnos con El, pues lo esperamos del cielo para hacernos semejantes a su gloria” (Flp 3,20-21).[15]

Cristo Juez es el mismo Cristo Salvador, cuya misión fue purificar al pecador y llevarle a la vida y a la visión del Padre. De aquí el celo y gozo con que Jesús invita a todos a la entrar en la gloria, según el texto que Melitón pone en labios de Cristo:

Venid, pues, todas las estirpes de hombre que estáis amasados en el pecado (1Co 5,6-8; Mt 16,6) y habéis recibido la remisión de los pecados. Soy yo vuestra remisión (Ef 1,7), yo la pascua de salvación, el cordero degollado por vosotros, vuestro rescate, vuestra vida, vuestra resurrección, vuestra luz, vuestra salvación, yo vuestro rey. Soy yo quien os elevo hasta el cielo, yo quien os mostraré al Padre que vive desde la eternidad, yo quien os resucito con mi diestra.[16]

Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza. Con esperanzado asombro, el creyente se encontrará aquel día con quien le ha dicho tantas veces en su vida y en sus celebraciones: “No temas, soy Yo, el Primero y el Ultimo, el Viviente; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1,17-18):

La santa madre Iglesia en el círculo del año celebra la obra de su divino Esposo, desarrollando todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor (SC 102).

En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (Ap 21,2; Col 3,1; Hb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con El (Flp 3,20; Col 3,4; SC 8; LG 48ss).

Este juicio se actúa ya en el presente: “el que cree, no será juzgado”; y “el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3,18-21). Para los creyentes, la promesa de la venida del Señor es esperanza de redención plena, de liberación de todas las angustias y adversidades de la vida presente. La aparición del Señor significa el fin de la muerte y de la corrupción del pecado. “Cuando empiece a suceder esto..., alzad vuestra cabeza: se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28).

El Señor prometió a los Apóstoles que serían partícipes de su gloria celeste, diciéndoles: “Así será el fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, los cuales recogerán de su reino todos los escándalos y todos los operadores de iniquidad para arrojarlos al horno del fuego. Allí habrá llanto y crujir de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre...”. Seremos partícipes de aquel esplendor, en el que mostró a los apóstoles el aspecto de su reino, cuando se transfiguró sobre el monte (Mt 17,1-2p). Entonces Cristo nos entregará, como su reino, al Padre (1Co 15,24), pues nosotros seremos elevados a la gloria de su cuerpo, haciéndonos así reino de Dios. Nos consignará, pues, como reino, según estas palabras: “Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25,34).[17]

Mientras esperamos esta liberación plena y definitiva, en medio del combate de cada día, el Señor nos conforta con su gracia: “Dios os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día del Señor Jesucristo” (1Co 1,8). Todos los que pertenecen a la Iglesia serán congregados de todo el mundo (Mc 13,27) y, entonces la Iglesia, purificada con la sangre del Cordero, celebrará sus bodas como “esposa ataviada para su Esposo” (Ap 21,2). Este es su deseo y plegaria constante: El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! y el que oiga que repita: ¡Ven! (Ap 22,17.20; 1Co 16,22). Esta súplica nace de la fe esperanzada de que Cristo vendrá con gloria a buscar a los suyos para llevarlos con El. “Y así estaremos siempre con el Señor” (1Ts 4,18):

Pues nuestro Señor estuvo sobre la tierra, está ahora en el cielo y vendrá en gloria como Juez de vivos y muertos. Vendrá, en efecto, como ascendió, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,11) y también del Apocalipsis: “Esto dice El que es, El que fue y El que vendrá” (1,8). “De allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”. ¡Confesémosle ahora como Salvador, para no temerlo entonces como Juez! A quien ahora cree en El y le ama no le hará palidecer el miedo, cuando El llame a juicio a “los vivos y a los muertos” (2Tm 4,1; 1P 4,5). Lejos de temerlo, anhelará su venida. ¿Puede haber mayor felicidad que la llegada del Amado y Deseado (Ct 2,8)? No temamos, porque nuestro Juez es ahora nuestro Abogado nuestro (1Jn 1,8-9; 2,1; Hb 7,22; 9,24), entonces será nuestro Juez. Supongamos que te hayas en la situación de ser juzgado por un juez. Nombras un abogado, quien te acoge benévolo y, haciendo cuanto le sea posible, defiende tu causa. Si antes del fallo recibes la noticia de que este abogado ha sido nombrado juez tuyo, ¡qué alegría tener por juez a tu mismo defensor! Pues bien, Jesucristo es quien ahora ruega e intercede por nosotros (1Jn 1,2), ¿vamos a temerlo como juez? Tras haberle enviado nosotros delante para interceder en favor nuestro, ¡esperemos sin miedo que venga a ser nuestro Juez! [18]

 

                                                                       * * *

 

Así, pues, la mirada llena de esperanza que nos proyecta hacia la plenitud final de los últimos tiempos, nos obliga a volver los ojos al presente, al hoy de la historia. El futuro, que Cristo inauguró de manera definitiva, se realiza por obra del Espíritu Santo. Es El quien hace presente la obra de Jesucristo en nosotros dentro de la Iglesia. Por ello, hecha nuestra profesión de fe en Cristo, el Credo nos invita a confesar nuestra fe en el Espíritu Santo.

 

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos



     [1] Hch 17,31; 24,25; 1P 4,5.17; 2P 2,4-10; Rm 2,5-6; 12,19; 1Tm 3,5-12; Hb 6,2; 10,27-31; 13,4; St 5,9; Ap 19,11; 20,12s...

     [2] SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis XV 1-33.

     [3] SAN IRENEO, Adversus Haereses I 10,1; IV 33,1; 36,3-4; Exposición 85.

     [4] SAN AGUSTIN, Comentario a los Gálatas, n. 37-38.

     [5] SAN QUODVULTDEUS, Sermo I de Symbolo VIII 1-7 y Sermo II de Symbolo VIII 1-7.

     [6] SAN GREGORIO DE NISA, De beatitudine Oratio V.

     [7] 0RIGENES, De principiis I 6,1-4; III 5,1; 6,1.

     [8] IBIDEM, II 9,8;10,4-11,7.

     [9] SAN BASILIO, In Ps. 48 Homilia, 7; In Ps 33 Homilia, 21.

     [10] SAN BASILIO, Epistola 174.

     [11] DIDAJE, 16,1-8; HERMAS, Pastor, vis. II,8,9.

     [12] CARTA DE BERNABE, 4,12-14.

     [13] SAN CIPRIANO, Sobre la unidad de la Iglesia, 26.

     [14] SAN AMBROSIO, Expositio Psalmi 118,20.

     [15] TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII 11-VIII 18.

     [16] MELITON DE SARDES, Sobre la Pascua 103.

     [17] SAN ILARIO, De Trinitate XI 38-39.

     [18] SAN AGUSTIN, De fide et Symbolo VIII,15; Sermón 213,6.

 


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