12. LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA ETERNA
Emiliano Jiménez Hernández
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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
12. LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA ETERNA
1. El amor de Dios más fuerte que la muerte
2. La fidelidad de Dios: garantía de resurrección
3. La resurrección consuma la comunión de los santos
4. El infierno es la excomunión eterna
5. La visión de Dios es vida eterna
El Credo concluye confesando la fe en la resurrección
de la carne y en la vida eterna. Creer en Dios Padre, como origen de la
vida; creer en Jesucristo, como vencedor de la muerte; creer en el
Espíritu Santo, como Espíritu vivificante en la Iglesia, donde
experimentamos la comunión de los santos y el perdón de los pecados,
causa de la muerte, nos da la certeza de la resurrección y de la vida
eterna.
La profesión de fe en la resurrección de la carne y
en la vida eterna son el fruto de la fe en el Espíritu Santo y en su
poder transformador, como culminación de la nueva creación inaugurada en
la resurrección de Cristo.
1. EL AMOR DE DIOS MAS FUERTE QUE LA MUERTE
Por el libro de la Sabiduría sabemos que “no fue Dios
quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes.
El creó todo para que subsistiera” (Sb 1,13-14). “Amas a todos los seres
y nada de lo que has hecho aborreces; si odiases algo, no lo hubieses
creado. ¿Cómo podría subsistir algo que no hubieses querido? ¿Cómo se
conservaría si no lo hubieses llamado a la existencia? Pero Tú todo lo
perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sb 11,24,26). El
amor gratuito de Dios es la fuente de la vida y la garantía de nuestra
resurrección y de la vida eterna. Dios crea para la vida porque crea por
amor. “El amor es más fuerte que la muerte”. Es este el deseo de todo
amor auténtico. Y el amor de Dios no sólo es deseo y promesa, sino
realidad, pues tiene en su poder la vida y la muerte. La vida surgida
del amor de Dios es vida eterna.
El Señor ora al Padre: “Quiero que donde yo estoy,
estén también ellos, para que vean mi gloria” (Jn 17,24), deseando que a
quienes plasmó y formó, estando con El, participasen de su gloria. Así
plasmó Dios al hombre, en el principio, en vista de la gloria; eligió a
los patriarcas, en vistas de su salvación; formó y llamó a los profetas,
para habituar al hombre sobre la tierra a llevar su Espíritu y poseer la
comunión con Dios... Para quienes le eran gratos diseñaba, como
arquitecto, el edificio de la salvación; guiaba en Egipto a quienes no
le veían; a los rebeldes en el desierto les dio una ley adecuada; a los
que entraron en la tierra les procuró una heredad apropiada; para
quienes retornaron al Padre mató un “novillo cebado” y les dio el “mejor
vestido”, disponiendo así, de muchos modos, al género humano a la
música (Lc 15,22-23.25) de la salvación... Pues Dios es poderoso en
todo: fue visto antes proféticamente, luego fue visto adoptivamente en
el Hijo, y será visto paternalmente en el Reino de los cielos (1Jn 3,2;
1Co 13,12); pues el Espíritu prepara al hombre para el Hijo de Dios, el
Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le da la incorrupción para la vida
eterna, que consiste en ver a Dios. Como quienes ven la luz están en la
luz y participan de su resplandor, así los que ven a Dios están en Dios,
participando de su esplendor. Pero el esplendor de Dios vivifica, de ahí
que quienes ven a Dios participan de la vida eterna.[1]
La muerte es consecuencia del pecado. El hombre, llamado a la vida por Dios, quiere alcanzar por sí mismo el árbol de la vida, adueñarse autónomamente, sin Dios, de ella. Al intentarlo, halla la muerte (Gn 2,17; 3,19). Así “por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte” (Rm 5,12). Esta es la muerte que no ha querido Dios; esta muerte es fruto del pecado y signo del alejamiento de Dios, la fuente y plenitud de la vida. La muerte es el último, el definitivo enemigo del hombre (1Co 15,26; Ap 20,14).
Pero
Como la carne es capaz de acoger la corrupción,
también puede acoger la incorrupción. Y como puede acoger la muerte,
puede acoger la vida. Y si la muerte aleja la vida, apoderándose del
hombre y haciéndolo un muerto, tanto más la vida, apoderándose del
hombre, alejará la muerte y restaurará al hombre como un viviente para
Dios (Rm 6,11). Pues si la muerte le mató, ¿por qué la Vida no
le vivificará? Por tanto, “como el primer hombre se hizo espíritu
viviente, el segundo Hombre fue espíritu vivificante” (1Co 15,45). Y
como aquel, espíritu viviente, pecando, perdió la vida, así él mismo,
recibiendo el Espíritu vivificante, recobrará la vida (Rm 8,11; 2Co
5,4-5).[2]
En esta muerte entra Jesucristo, como nuevo Adán, y
sale vencedor de la muerte: “Se hundió hasta la muerte y muerte de cruz”
(Flp 2,8); por esta kénosis, en obediencia al Padre, Jesús venció el
poder de la muerte (2Tm 1,10; Hb 2,14); la muerte, de esta manera, ha
perdido su aguijón (1Co 15,55). El que cree en Cristo “ha pasado de la
muerte a la vida” (Jn 5, 24); pues “el que cree en mí, aunque haya
muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no gustará la muerte
por siempre” (Jn 11,25-26), siendo el mismo Cristo “la resurrección y la
vida” (Jn 11,25; 14,6).
Debes creer que también la carne resucitará.
Pues, ¿por qué asumió Cristo nuestra carne? ¿por qué subió a la cruz?
¿por qué gustó la muerte, fue sepultado y resucitó? ¿por qué hizo todo
eso, sino para que resucitaras tú? Este es el misterio de tu
resurrección. Porque “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”
(1Co 15,14). ¡Pero resucitó!, siendo, por tanto, firme nuestra fe.[3]
La confesión de fe en la resurrección de la carne no
es, pues, la fe en la inmortalidad; no profesamos que el hombre es
inmortal, sino la fe en Dios, que ama al hombre y le libra de la muerte,
resucitándolo. “El amor pide eternidad, y el amor de Dios no sólo la
pide, sino que la da y es” (Ratzinger).
La resurrección de la carne constituye la segura
esperanza de los cristianos. ¡Somos tales por esta fe![4]
La esperanza cristiana en la resurrección no es el
mero optimismo humano de que al final todas las cosas acaban por
arreglarse de alguna manera. La esperanza cristiana es la
certeza
de que Dios no se deja vencer por el mal y la injusticia, por ello no
les dejará triunfar. El hará triunfar el amor y la justicia. “Remitir la
justicia a Dios” es “dar razón a todos los hombres de nuestra esperanza”
(1P 3,15).
Esta certeza no es ilusoria, ya ha comenzado a
realizarse. Se ha cumplido en Jesucristo, resucitado de entre los
muertos (Rm 8,29; 1Co 15,20; Col 1,18), como garantía y fundamento
permanente y firme de nuestra esperanza. Unidos por la fe y el bautismo
a Cristo y a su muerte, esperamos participar igualmente de su gloriosa
resurrección (Rm 6,5):
En Cristo se realizó ya lo que para nosotros es
todavía esperanza. No vemos lo que esperamos, pero somos el cuerpo de
aquella cabeza en la que se hizo realidad lo que esperamos (San
Agustín).
Tu vida es Cristo. ¡Esta es la vida que no sabe de
muerte! Por tanto, si queremos no temer la muerte, vivamos donde vive
Cristo, para que también diga de nosotros: “En verdad, algunos de los
que están aquí presentes no gustarán la muerte” (Lc 9,27), como el
ladrón a quien el Señor aseguró: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc
23,43). Y es que la vida verdadera consiste en estar con Cristo, porque
donde está Cristo allí está el Reino.[5]
Cristo “salió del Padre”, como Hijo Unigénito, y
“vuelve al Padre” como Primogénito de muchos hermanos (Col 1,18). Cristo
Encarnado, al tomar nuestra carne, nos diviniza, haciéndonos partícipes
de su divinidad, ya en este mundo por la fe: “el que cree en mí tiene
vida eterna”, y en plenitud en la visión, cuando “seremos semejantes a
El porque le veremos tal cual es”. A través de la carne de Cristo vemos
ahora y en la eternidad al Padre: “Felipe, el que me ha visto a mí, ha
visto al Padre” (Jn 14,9). Jesús es siempre el
mediador entre los
hombres y Dios. El cuerpo glorioso de Cristo, “en el que habita la
plenitud de la divinidad” (Col 2,9), es la manifestación de Dios para el
creyente ahora y por los siglos de los siglos.
2. LA FIDELIDAD DE DIOS: GARANTIA DE RESURRECCION
La fe en la resurrección surge en el Antiguo
Testamento en un contexto martirial (2M 7; Dn 12). El justo perseguido
remite su justicia a Dios, creyendo y esperando que El restablecerá el
derecho (Jb 19,25s; Sal 73,23s). A quienes han sufrido por Dios,
declarándose por El ante los hombres, Dios no les abandona. Esta
esperanza martirial de Israel llega a su plenitud en el
martirio
de Cristo, en el testimonio supremo del amor de Dios en la muerte de
cruz dado por Cristo Jesús
(1Tm 6,13). El Padre sale como garante de la vida de sus testigos, de
sus mártires. Quien remite a él su justicia no queda defraudado, “no
permitirá que su Justo experimente la corrupción” (Hch 2,27.31):
Yo sé que está vivo mi Vengador (goel)
y que al final se alzará sobre el polvo.
Tras mi despertar me alzará junto a El,
y con mi propia carne veré a Dios.
Yo, sí, yo mismo, y no otro, le veré,
mis propios ojos le verán (Jb 19,25-27).
Es cierto que no sabemos representarnos ni
explicarnos la resurrección de nuestra carne, pues “ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los
que le aman” (1Co 2,9), pero esto no resta nada a la certeza de nuestra
esperanza, que se basa no en nosotros, sino en la fidelidad de Dios. La
muerte no es capaz de destruir la unión con Dios. Podemos decirle con el
salmista:
Yo siempre estaré contigo,
Tú tomas mi mano derecha,
me guías según tus planes
y me llevas a un destino glorioso.
¿No te tengo a Ti en el cielo?
y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Se consumen mi corazón y mi carne
por Dios, mi herencia eterna (Sal 73,26).
Dios rescatará mi vida,
de las garras del seol me sacará (Sal 49,16).
Desde el tiempo de san Pablo, el hombre siente
curiosidad por saber “¿cómo resucitan los muertos? ¿con qué cuerpo
vuelven a la vida?” (1Co 15,35). La única respuesta que tenemos es la
certeza de que seremos “los mismos, pero no lo mismo”; resucita el mismo
cuerpo, la misma persona, pero transformados: “porque esto corruptible
tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de
inmortalidad” (1Co 15,50-53). “Todos resucitarán con sus propios cuerpos
que ahora tienen”[6],
pero transformados y transfigurados por el Espíritu de Dios:
Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible;
se siembra lo vil, resucita glorioso;
se siembra lo débil, resucita fuerte;
se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo
espiritual (1Co 15,42-44).
La vida eterna es Dios mismo y el amor que El nos da.
Y siendo “Dios de vivos y no de muertos” (Mc 12,27) resucita a los
muertos en fidelidad consigo mismo. En su Hijo Jesucristo nos ha
mostrado su fuerza de resurrección, es decir, ha aparecido ante nosotros
como “Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son
para que sean” (Rm 4,17).
La carne de los santos será transformada por la
resurrección en tal gloria que podrá estar en la presencia del Señor,
pues “Dios transformará el cuerpo de nuestra humillación conforme al
cuerpo del Hijo de su gloria” (Flp 3,21), que está sentado a su derecha:
“Nos resucitó con Cristo y nos hizo sentar con El en los cielos” (Ef
2,6), “brillando como el sol y como el fulgor en el Reino de Dios” (Dn
12,3; Mt 13,43).[7]
Ya San Pablo se sirve de la naturaleza, de la siembra
y la cosecha o del dormir y despertar como imágenes del poder de Dios
para hacer surgir y resurgir la vida. Los Padres de la Iglesia no se
cansan de comentar estos textos:
Consideremos cómo Dios nos muestra la resurrección
futura, de la que hizo primicias al Señor Jesucristo,
resucitándolo de entre los muertos (Col 1,18); miremos la resurrección
que se da en la sucesión del tiempo: se duerme la noche y se levanta el
día; tomemos igualmente el ejemplo de los frutos: las semillas sembradas
y deshechas en la tierra, la magnificencia del Señor las hace resucitar
y de una brotan muchas y llevan fruto...[8]
Considerándolo bien, ¿qué cosa parecería más
increíble -de no estar nosotros en el cuerpo- que el que nos dijeran que
de una menuda gota de semen humano nacerán huesos, tendones y carnes,
con la forma que los vemos? Si no fuerais hombres y alguien, mostrándoos
el semen humano y la imagen de un hombre, os dijera que éste se forma de
aquel, ¿lo creeríais antes de verlo nacido? Pues, aunque parezca
increíble, así es... Ved, pues, cómo no es imposible que los cuerpos
humanos disueltos y esparcidos como semillas en la tierra, resuciten
a su tiempo por orden de Dios y “se revistan de incorrupción” (1Co
16,53). “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Mt
19,26p; Gn 18,14; Jb 42,2; Sal 113,9; Sb 11,21).[9]
Un árbol cortado vuelve a florecer; y el hombre
“cortado” de este mundo, ¿no ha de florecer? Lo que se sembró y cosechó
queda para las eras; y el hombre “segado” de este mundo, ¿no va a
quedar? (Mt 3,12p). Los sarmientos, aunque se corten, si son injertados,
retoñan y fructifican; y el hombre, para quien aquellos existen, ¿no va
a resucitar después de haber caído en tierra? Dios, que nos hizo de la
nada, ¿no podrá resucitar a los que somos y hemos caído? Se siembra un
grano de trigo u otra semilla, y caído en tierra, muere y se pudre, pero
el grano podrido resucita verde y hermosísimo; pues si lo que ha sido
creado para nosotros revive después de haber muerto, ¿no resucitaremos
nosotros después de la muerte? Como ves, ahora es invierno; los árboles
están como muertos; pero reverdecen con la primavera, como volviendo de
la muerte a la vida. Pues, viendo Dios tu incredulidad, realiza cada año
una resurrección en estos fenómenos naturales, para que a la vista de lo
que pasa en seres inanimados, creas que lo mismo sucede con los seres
dotados de alma racional... Y he aquí otro ejemplo de lo que todos los
días sucede ante tus ojos: Hace cien o doscientos años, ¿dónde estábamos
nosotros? Nuestros cuerpos están formados de sustancias débiles,
informes y sencillas; sin embargo, de tales principios el hombre se hace
un viviente con nervios resistentes, ojos claros, nariz dotada de
olfato, lengua que habla, corazón que palpita, manos que trabajan, pies
que corren, y demás clases de miembros; aquel débil principio forma un
ingeniero naval o de la construcción, un arquitecto, un obrero de
cualquier profesión, un soldado, un gobernador, un rey. Pues haciéndonos
Dios de cosas pequeñas, ¿no podrá resucitarnos después de muertos? Quien
hace cuerpos vivos de tan insignificantes elementos, ¿no podrá resucitar
un cuerpo muerto? El que hace lo que no era, ¿no resucitará lo que era y
murió?...[10]
Pero, ¿cómo -te preguntas- puede resucitar una
materia totalmente disuelta? ¡Examínate a ti mismo, oh hombre, y te
convencerás de ello! Piensa lo que eras antes de ser: ¡Nada, de lo
contrario lo recordarías! Pues si tú eras nada antes de ser y serás nada
cuando dejes de ser, ¿por qué no podrás resucitar de la nada por
voluntad del mismo Autor, que quiso llegaras de la nada al ser? ¿Qué te
acontecerá de nuevo? Cuando no existías, fuiste hecho. Nuevamente serás
hecho, cuando no existas... Más fácil es hacerte tras haber existido,
que hacerte sin existir.[11]
Realmente “en vano cree en Dios, quien no cree en la
resurrección de la carne y en la vida eterna, pues todo lo que creemos
es por la fe en nuestra resurrección”. De otro modo, “si ponemos nuestra
esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de los
hombres” (1Co 15,19). Pues Cristo asumió la carne humana para dar a
nuestro ser mortal la comunión de la vida eterna. Creer en Cristo, por
tanto, es creer en la resurrección de la carne. Ya Isaías lo anunció
así: “Se levantarán los muertos, resucitarán los que yacen en los
sepulcros y en el polvo de la tierra” (Is 26,19). Y el mismo Señor nos
dice que con El “llegó la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo
de Dios, resucitando quienes obraron el bien para la resurrección de la
vida, y los obradores del mal para la resurrección del juicio” (Jn
11,27)... De estos -y otros textos ya citados- concluye Nicetas de
Remasina:
Para que no dudes, absolutamente, de la resurrección
corporal, observa el ejemplo de las cosas terrestres aducido por el
Apóstol. El grano de trigo sembrado en la tierra muere y, humedecido por
el rocío del cielo, se pudre para finalmente ser vivificado y resucitar
(1Co 15,36). Creo que Quien, a causa del hombre, resucita un grano de
trigo, puede resucitar al mismo hombre sembrado en la tierra.¡Lo puede y
lo quiere! Pues como el grano es vivificado por la lluvia así el cuerpo
lo es por el rocío del Espíritu, como asegura Isaías refiriéndose a
Cristo: “El rocío que de ti procede es salvación para ellos” (Is 26,19).
¡Verdadera salvación! Pues los cuerpos resucitados de los santos ya no
temen morir, viviendo con Cristo en el cielo, quienes en este mundo
vivieron según su voluntad. ¡Esta es la vida eterna y bienaventurada en
la que crees! ¡Este es el fruto de toda la fe! ¡Esta es la esperanza por
la que nacimos, creímos y renacimos![12]
Nuestra esperanza es la resurrección de los muertos,
nuestra fe es la resurrección de los muertos. Quitada ésta, cae toda la
doctrina cristiana. Por tanto, quienes niegan que los muertos resuciten
no son cristianos... Espero que aquí nadie sea pagano, sino todos
cristianos. Pues los paganos y quienes se mofan de la
resurrección no cesan de susurrar diariamente en los oídos de los
cristianos: “comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1Co 15,33); pues
dicen “nadie resucitó del sepulcro, no oí la voz de ningún muerto, ni de
mi abuelo ni de mi bisabuelo ni de mi padre”. Respondedles, cristianos,
si sois cristianos: ¡Estúpido!, ¿creerías si resucitase tu padre?
Resucitó el Señor de todas las cosas, ¿y no crees?, ¿para qué quiso
morir y resucitar, sino para que todos creyéramos en Uno y no fuésemos
engañados por muchos?...[13]
La resurrección de Jesucristo es el fundamento firme
de la fe de la Iglesia en la resurrección de los muertos (Hch 4,1-2;
17,18.32): “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús
vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu, que
habita en vosotros” (Rm 8,11; 1Co 15,12-22). “¡Se mantenga siempre
fuerte en vuestro corazón Cristo, quien quiso mostrar en la Cabeza lo
que los miembros esperan! El es el Camino: ‘corred de manera que lo
alcancéis’. Sufrimos en la tierra, pero nuestra Cabeza está en el cielo,
ya no muere ni sufre nada, después de haber padecido por nosotros, pues
‘fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra
justificación’ (Rm 4,25)”.[14]
Que la muerte haya sido destruida, que la cruz haya
triunfado sobre ella y que no tenga ya fuerza sobre nosotros (1Co
15,54-57), sino que esté realmente muerta, aparece evidente en el
testimonio de los discípulos de Cristo que “desprecian la muerte”.¡Todos
sus discípulos caminan hacia ella sin temerla, pisoteándola mediante el
signo de la cruz y la fe en Cristo! Los que creen en Cristo la pisan
como una nada, prefiriendo morir a renegar de la fe en Cristo. Pues
saben muy bien que muriendo no perecen sino que viven y que la
resurrección les hará incorruptibles. Así testimonian la victoria sobre
la muerte lograda por el Salvador en su resurrección. De tal modo ha
sido debilitada la muerte que hasta los niños y las mujeres se mofan de
ella como de un ser muerto e inerte... Así todos los creyentes en Cristo
la pisan y, dando testimonio de Cristo, se ríen de la muerte y la
insultan: “¿Dónde esta, oh muerte, tu victoria?¿Dónde está, oh muerte,
tu aguijón?” (1Co 15,55)... Quien dude sobre la victoria de Cristo sobre
la muerte, que reciba la fe en El y le siga: ¡Verá entonces la debilidad
de la muerte y la victoria lograda sobre ella! Muchos, que antes de
creer se mofaban de la resurrección de Cristo, después de creer,
despreciaron la muerte, llegando a ser también ellos mártires de
Cristo.[15]
Ya la Eucaristía es experiencia gozosa del banquete
del Reino y garantía de vida eterna, según la Palabra del mismo Jesús:
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le
resucitaré el último día” (Jn 6,54).
3. LA RESURRECCION CONSUMA LA COMUNION DE LOS SANTOS
En Cristo, hombre como nosotros, glorificado a la
derecha del Padre, nos encontramos con Dios. Y en El nos encontramos con
la comunidad de los creyentes, unidos a El como miembros de su Cuerpo,
glorificados con El.
Este es el fin y el compendio de nuestra fe. ¿Y
quién, creyendo en Dios, puede dudar de la resurrección de la carne,
siendo manifiesto que por eso solamente nació Cristo? ¿Por qué otro
motivo se dignó el Eterno asumir la carne, sino para eternizar la carne?
¿Por qué el Hijo de Dios no rehusó la cruz, deseó la muerte y anheló la
sepultura, sino para dar a los mortales la vida eterna mediante la
resurrección?
[16]
Confesamos la resurrección de la carne, es decir, del
hombre entero, como persona que vive en la comunión eclesial en el
mundo, con los hombres y con la creación entera. La vida eterna,
comunión con Dios, será también la “communio sanctorum”, la comunión de
los santos y de las cosas santas, de los nuevos cielos y la nueva
tierra, de toda la creación liberada de la “vanidad” y “servidumbre de
la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de
Dios” (Rm 8,20-21).
La vida eterna realizará plenamente la comunión. El
gozo de la comunidad eclesial alcanzará la plenitud en la comunión
celestial. En ella, cada miembro del Cuerpo eclesial de Cristo
descubrirá su puesto “indispensable” (1Co 12,22) y, por ello, sin
envidia, “tomando parte en el gozo de los demás” (1Co 12,26). El amor,
llegado a su cumplimiento pleno, dará sentido y valor a todos y cada uno
de los diversos carismas (1Co 13).
Cristo nos dirá: “Venid, benditos de mi Padre,
heredad el Reino que os ha sido preparado desde la creación del mundo”
(Mt 25,34). Así se lo anuncia al buen ladrón: “En verdad te digo que hoy
estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Pues Cristo quitó aquella
“espada llameante” de la entrada del Paraíso (Gn 3,24), abriéndolo para
los creyentes, al recrear todas las cosas en su estado original, para
reunirnos a todos en la Jerusalén celestial, donde estaremos y
haremos fiesta con Cristo... Pues es una fiesta deseabilísima la
fiesta de la resurrección de todos los cuerpos, de los que Cristo fue
“la primicia” (1Co 15,23), pues es designado -y lo es- “Primogénito de
entre los muertos” (Col 1,18), siendo “la Resurrección y la Vida” (Jn
11,25-26).[17]
La fe en la vida eterna, como consumación de la
comunión, impulsa a la comunidad cristiana a vivir en el mundo como
signo sacramental del amor y unidad escatológico, que mientras la
espera, realiza ya la comunión. El fiel vive como hijo, sintiendo a los
demás fieles como hermanos, desgastando la vida presente por los
hombres, en espera de la nueva creación.
Al morir, pasamos por la muerte a la
inmortalidad a reinar por siempre. No es ciertamente una salida,
sino un paso y traslado a la eternidad. Y el que ha de llegar a
la morada de Cristo, a la gloria del reino celeste, no debe llorar sino
más bien regocijarse de esta partida y traslado, conforme a la promesa
del Señor (Jn 17,24) y a la fe en su cumplimiento (Flp 3,20-21). Pues
nosotros tenemos por patria el paraíso (Flp 3,20; Hb 11,13-16; 13,13) y
por padres a los patriarcas. Nos esperan allí muchas de nuestras
personas queridas, seguras de su salvación pero preocupados por la
nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su
presencia y abrazarlos! Allí está el coro glorioso de los apóstoles, el
grupo de los profetas gozosos, la innumerable multitud de los mártires
coronados por la victoria, las vírgenes que triunfaron en el combate de
la castidad, los que socorrieron a los pobres, transfiriendo su
patrimonio terreno a los tesoros del cielo. ¡Corramos, hermanos
amadísimos, con insaciable deseo tras éstos, para estar enseguida con
ellos! ¡Deseemos llegar pronto a Cristo!
[18]
La resurrección “en el último día”, al final de la
historia y en presencia de todos los hombres, manifestará la “comunión
de los santos”. El cristiano, que ya vive resucitado, vivirá plenamente
su resurrección en la comunión del Reino, gozando con los hermanos que
vivieron la misma fe en Cristo. La muerte no ha tenido el poder de
separarlos. En el Cuerpo glorioso de Cristo, a quien le unió el
bautismo, el cristiano encuentra a sus hermanos, miembros con él del
“Cristo total” (S. Agustín). Cristo “es la resurrección y la vida” (Jn
11,25). Quien se une a Cristo, es conocido y amado por Dios y tiene, por
tanto, “vida eterna” (Jn 3,15): “Pues tanto amó Dios al mundo, que dio a
su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que
tenga vida eterna” (Jn 3,16.36; 5,24).
4. EL INFIERNO ES LA EXCOMUNION ETERNA
El que cree tiene vida eterna, “pero el que no cree,
ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo de Dios. Y el
juicio está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3,18-21).
Dios, en Cristo, ofrece la luz y la vida al hombre.
Pero el amor y la salvación no se imponen. Dios respeta absolutamente la
libertad del hombre. Le ofrece gratuitamente, en Cristo, su amor y
salvación, pero deja al hombre la libertad de acogerlo o rechazarlo. Es
más, el amor de Dios capacita al hombre para acoger el don, pero sin
anularle la libertad y, por ello, dejándole la posibilidad de rechazar
el amor. El infierno, siempre posible para todo hombre, da seriedad a la
vida y es garantía de libertad. Sin infierno, todo el Credo pierde su
verdad. Todo se convierte en juego, en apariencia; nada es real. La idea
del infierno, como condenación eterna, puede chocar con la lógica
sentimental del hombre, pero es necesario para comprender a Dios, a
Cristo, al Espíritu Santo, a la Iglesia y al hombre:
El infierno existe y es eterno, como aparece en el Evangelio (Mt 25,41; 5,9p; 5,22; 8,12; 13,42.50; 18,8-12; 24,51; 25,30; Lc 13,28) y en los escritos apostólicos (2Ts 1,9; 2,10; 1Ts 5, 3; Rm 9,22; Flp 3,19; 1Co 1,18; 2Co 2,15; 4,3; 1Tm 6,9; Ap 14,10; 19,20; 20,10-15; 21,8)..
El infierno es la negación de Dios, que constituye la
bienaventuranza del hombre. Por ello, el infierno es la imagen invertida
de la gloria. Al “ser en Cristo”, se opone el ser apartado de Cristo,
“no ser conocido por El” (Mt 7,23), sin comunión con El; al “entrar en
el Reino” se opone el “quedarse fuera” (Lc 13,23-27); al “sentarse en el
banquete” corresponde el ser excluido de él, “no participar en el
banquete” (Lc 13,28-29; Mt 22,13); el novio “no conoce a las vírgenes
necias y se quedan fuera, se les cierra la puerta”; el infierno es
“perder la herencia del Reino” (1Co 6,9-10; Ga 5,21), “no ver la vida”
(Jn 3,36)... Si el cielo es “vida eterna”, el infierno es “muerte
eterna” o “segunda muerte”.[19]
Quienes hayan huido de la Luz (Jn 3,19-21; 12,46-48;
1Jn 1,5-6) tendrán un lugar digno de su fuga. En efecto, hallándose en
Dios todos los bienes, quienes por propia decisión huyen de Dios se
privan de todos los bienes. Quienes huyen del reposo vivirán justamente
en la pena y quienes hayan huido de la Luz vivirán justamente en las
tinieblas eternas, por haberse procurado tal morada. La separación de
Dios es la muerte; la separación de la Luz es la tiniebla...Y como
eternos y sin fin son los bienes de Dios, por eso su privación es eterna
y sin fin (Jn 12,18; 3,18; Mt 25,34.41.46)... Por eso dice el Apóstol:
“Porque no acogieron el amor de Dios, para ser salvados, Dios les
enviará un poder seductor que les hará creer en la mentira, para que
sean condenados todos los que no creyeron en la verdad y prefirieron la
iniquidad” (2Ts 2,10-12).[20]
La vida eterna consiste en “ver a Dios”, en “vivir
eternamente con Dios”; la muerte eterna, negación de la vida, es la
irrevocable lejanía de Dios, el vacío incolmable del ser humano,
existencia eterna sin Dios. Es la soledad absoluta, soledad en la que no
puede entrar el amor. Dios y los otros, rechazados -“el infierno son los
otros”-,quedan fuera del círculo donde el pecador se ha encerrado a sí
mismo, creándose su propio infierno, excomulgándose, excluyéndose de la
“comunión de los santos”. El pecado lleva en su seno el infierno; la
muerte en el pecado es su alumbramiento con todo “su llanto y crujir de
dientes”.
La vida eterna, que es premio de las obras buenas, es
valorada por el Apóstol como gracia de Dios: “El salario del
pecado es la muerte, mas la gracia de Dios es la vida eterna en Cristo
Jesús, Señor nuestro” (Rm 6,23). El salario se paga como debido por el
servicio prestado, no se regala; de ahí que “la muerte es el salario del
pecado”, es decir, ganada con este, debida a este. La gracia de Dios,
sin embargo, no es gracia si no es gratis. Se ha de entender, pues, que
incluso los buenos méritos del hombre son don de Dios, de modo que,
cuando son recompensados, en realidad se devuelve gracia por gracia.[21]
El infierno, por ello, es la “segunda muerte” (Ap
20,14-15), es decir, el voluntario encerrarse en sí mismo, sin querer
inscribir el propio nombre en el libro de la vida. Rechazando a Cristo,
amor del Padre, el hombre pecador ha extraviado la llave que podía
abrirle las puertas del infierno (Ap 1,18;3,7). La muerte eterna brota,
pues, de la profundidad del pecado del hombre. No vale decir “Dios es
demasiado bueno para que exista el infierno”, pues para que “exista el
infierno” no es preciso que Dios lo haya querido o creado; basta que el
hombre, siendo libre, realice su vida al margen de Dios, quien respeta
esa libertad y la ratifica. Y como Dios es la vida, lo que nace del
rechazo de Dios es la muerte eterna. Un amor total, realmente ofrecido,
puede ser libremente rehusado, siendo una “pérdida total”.[22]
Y no se nos objete lo que suelen decir los que se
tienen por filósofos: que cuanto afirmamos sobre el castigo reservado a
los impíos en el fuego eterno no es más que ruido y fantasmagorías; a
estos respondemos que si no es como nosotros decimos, o Dios no existe
o, si existe, no se cuida para nada de los hombres; y ni la virtud ni el
vicio serían nada.[23]
5. LA VISION DE DIOS ES VIDA ETERNA
La fe cristiana llama justamente “vida eterna” a la
victoria del amor sobre la muerte. Esta vida eterna consiste en la
visión de Dios, incoada en el tiempo de la fe y consumada en el
“cara a cara” del Reino. Pero visión, “ver a Dios”, “conocer a Dios cara
a cara” recoge toda la fuerza del verbo
conocer en la Escritura.
No se trata del conocer intelectual, sino de convivir, de entrar en
comunión personal, gozar de la intimidad, compartiendo la vida de Dios,
participando de la divinidad: “seremos semejantes a El porque le veremos
tal cual es” (1Jn 3,2). Conocer a Dios es recibir su vida, que nos
deifica: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único
Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).
El estar con Cristo, vivir en Cristo, que nos da la
fe y el bautismo, es el comienzo de la resurrección, como superación de
la muerte (Flp 1,23; 2Co 5,8; 1Ts 5,10). Este diálogo de la fe es vida
que no puede destruir ni la muerte: “Pues estoy seguro que ni la
muerte... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús
Señor nuestro” (Rm 8,38-39). San Policarpo puede bendecir a Dios en la
hora de su martirio:
¡Señor, Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendito
siervo Jesucristo, por quien hemos nacido de ti, yo te bendigo por
haberme considerado digno de esta hora y poder ser contado entre
tus mártires, tomando parte en el cáliz de Cristo (Mt 20,22-23; 26,39)
para resurrección de vida eterna, mediante la incorrupción del
Espíritu Santo! (Rm 8,11). Sea yo recibido hoy con ellos en tu
presencia, como sacrificio aceptable, conforme previamente me lo
preparaste y me lo revelaste, cumpliéndolo ahora Tú, el infalible y
verdadero Dios..[24]
La visión de Dios es el cumplimiento del deseo que Jesús expresa en su oración: “Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado porque me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17,24). Más aún, que lleguen a “ser uno como nosotros”, “como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros..., para que el mundo sepa que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,11.21-23).
¿Qué nos dio aquí?¿Qué recibisteis? Nos dio la
exhortación, nos dio su palabra, nos dio la remisión de los pecados;
recibió insultos, la muerte, la cruz. Nos trajo de aquella parte bienes
y, de nuestra parte, soportó pacientemente males. No obstante nos
prometió estar allí de donde El vino, diciendo: “Padre, quiero que donde
voy a estar, estén también conmigo los que me has dado” (Jn 17,24)
¡Tanto ha sido el amor que nos ha precedido!. Porque donde estábamos
nosotros El también estuvo, dónde El está tenemos que estar también
nosotros. ¿Qué te ha prometido Dios, oh hombre mortal? Que vivas
eternamente. ¿No lo crees? Créelo, créelo. Es más lo que ya ha hecho que
lo que ha prometido. ¿Qué ha hecho? Ha muerto por ti. ¿Qué ha prometido?
Que vivirás con El. Es más increíble que haya muerto el eterno que el
que un mortal viva eternamente. Tenemos ya en mano lo que es más
increíble. Si Dios ha muerto por el hombre, ¿no ha de vivir el hombre
con Dios? ¿No ha de vivir el mortal eternamente, si por él ha muerto
Aquel que vive eternamente? Pero, ¿cómo ha muerto Dios y por qué medio
ha muerto? ¿Y puede morir Dios? Ha tomado de ti aquello que le
permitiera morir por ti. No hubiera podido morir sin ser carne, sin un
cuerpo mortal: se revistió de una sustancia con la que poder morir por
ti, te revestirá de una sustancia con la que podrás vivir con El. ¿Dónde
se revistió de muerte? En la virginidad de la madre. ¿Dónde te revestirá
de vida? En la igualdad con el Padre. Aquí eligió para sí un tálamo
casto, donde el esposo pudiera unirse a la esposa (2Co 11,2; Ef
5,22-23...). El Verbo se hizo carne (Jn 1,14) para convertirse en cabeza
de la Iglesia (Ef 1,22-23; Col 1,18). Algo nuestro está ya allá arriba,
lo que El tomó, aquello con lo que murió, con lo que fue crucificado: ya
hay primicias tuyas que te han precedido, ¿y tú dudas de que las
seguirás?[25]
El Hijo entregará al Padre los elegidos salvados por
El (1Co 15,24), pasándoles de su Reino al Reino del Padre (Mt 25,35).
“Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre” (Mt
13,43):
El justo recibirá un “cuerpo celeste” (1Co 15,40),
capaz de estar en compañía de los ángeles con el “vestido” limpio de su
cuerpo, recibido en el bautismo, al ser inscrito en el libro de la vida
(Ap 3,4-5). La otra vida es una espiritual cámara nupcial.[26]
Esta es la esperanza cristiana: “vivir con Cristo
eternamente” (Flp 1,23). Esta es la fe que profesamos: “los muertos en
Cristo resucitarán... yendo al encuentro del Señor... y así estaremos
siempre con el Señor” (1Ts 4,16-17). “Porque Cristo murió y resucitó
para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14,9). Estar en Cristo con el
Padre en la comunión del Espíritu Santo con todos los santos es la
victoria plena del Amor de Dios sobre el pecado y la muerte: es la vida
eterna:
Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto
día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre
ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, ni les hará daño el sol ni el
bochorno. Porque el Cordero, que está delante del trono, será su Pastor,
y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las
lágrimas de sus ojos (Ap 7,15-17).
“¿Quién es el hombre, que apetece la vida y anhela
ver días felices?” (Sal 34,13). El profeta se refiere, no a esta vida,
sino a la verdadera vida, que no puede ser cortada por la muerte. Pues
“ahora -dice el Apóstol- vosotros estáis muertos y vuestra vida está
escondida con Cristo en Dios; pero cuando Cristo, vuestra Vida, se
manifieste, también vosotros apareceréis con El en la gloria” (Col
3,3-4). Cristo es, pues, nuestra verdadera vida, siendo ésta vivir en
El... De aquí que cuando oyes hablar de “días felices” no debes pensar
en la vida presente, sino en los sábados alegres, santos, hechos
de días eternos... Ya desde ahora, el justo bebe “agua viva” (Jn 4,11;
7,37-39), pero beberá más abundantemente de ella, cuando sea ciudadano
de la Ciudad de Dios (Ap 7,17; 21,6; 22, 1.17), es decir, de la asamblea
de quienes viven en los cielos, constituyendo todos la ciudad alegrada
por la inundación del Espíritu Santo, estando “Dios en medio de ella
para que no vacile” (Sal 45,6)... Allí, encontrará el hombre “su reposo”
(Sal 114,7), al terminar su carrera de la fe y recibir la “corona de
justicia” (2Tm 4,7-8). Un reposo, por lo demás, dado por Dios no como
recompensa de nuestras acciones, sino gratuitamente concedido a quienes
esperaron en El.[27]
Esta será la meta de nuestros deseos, amaremos sin
hastío, alabaremos sin cansancio. Este será el don, la ocupación común a
todos, la vida eterna. Pues, como dice el salmo, “cantarán eternamente las
misericordias del Señor” (Sal 88,2). Por cierto, aquella Ciudad no tendrá
otro cántico más agradable que éste, para glorificación del don gratuito de
Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados. Allí se cumplirá aquel
“descansad y ved que yo soy el Señor” (Sal 45,11). Este será el sábado
máximo, que no tiene ocaso; descansaremos, pues, para siempre, viendo que El
es Dios, de quien nos llenaremos cuando “El sea todo en todos”. En aquel
sábado nuestro, el término no será la tarde sino el Día del Señor, como
octavo día eterno, que ha sido consagrado por la Resurrección de Cristo,
santificando el eterno descanso. Allí descansaremos y contemplaremos,
contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos.[28]
Un solo amor de Dios, un solo Espíritu unirá a todos
los bienaventurados en un solo Cuerpo de Jesucristo, en la gloria de Dios y
de sus obras, el cielo nuevo y la tierra nueva (Is 65,17; 66,22; 2P 3,13):
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el
primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios,
arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz
potente que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres:
acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será
su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni luto ni
dolor. Porque lo de antes ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono
dijo: Todo lo hago nuevo (Ap 21,2-5).
* *
*
A M E N
La fe de la Iglesia culmina en la esperanza de la
vida eterna. El AMEN final expresa la firmeza de la fe y la seguridad de la
esperanza, basadas en el amor de Dios.
Amen
tiene
la misma raíz hebrea del creo con que empieza el Símbolo. Amén, pues,
recoge y confirma el Credo confesado. Nuestra fe es nuestra esperanza.
Jesucristo, el Amén (Ap 3,14), es el fundamento de nuestra fe, la garantía
de nuestra esperanza y la culminación de nuestro amor en el amor de Dios.
“En El todas las promesas han recibido un sí. Por El podemos
responder Amén a Dios, para gloria suya” (2Co 1,20).
[11] TERTULIANO, Apología 48. Textos semejantes se
podrían multiplicar en los Padres, respondiendo a las objeciones de
herejes u oyentes.
[17] SAN ATANASIO, Contra arrianos II,76; SAN
CIRILO DE ALEJANDRIA, De adoratione in spiritu et veritate
XVII; In Joannes VII-VIII.
[19]
Lc 13,3; Jn 5,24; 6,50; 8,51; 1Jn 3,14; 5,16-17; Ap 20,14; Rm 5,12;
6,21; 7,5-24; 8,6; 1Co 15,21-22; Ef 2,1-5; 1Tm 5,6...