4. DIOS RECHAZA A SAUL: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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Saúl y David son dos figuras unidas y contrapuestas. Saúl es el primer rey
de Israel. Con él se instaura la monarquía, deseada por el pueblo, para ser
"como los demás pueblos", cosa que contradice la elección de Dios, que
separó a Israel de en medio de los pueblos, uniéndose a él de un modo
particular: "Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios". Pero el pueblo quiere
ser como los demás pueblos. Se han cansado de ser distintos. ¡Es pesado ser
diferente! Ser el pueblo elegido, separado, consagrado a Dios, con una
misión para los otros pueblos... es maravilloso, pero la diferencia pesa,
cansa. Ser como los demás no es muy sublime, pero es cómodo. Es la
tentación. En Ramá Samuel y los representantes del pueblo se enfrentan en
una dramática discusión:
-Mira, tú eres ya viejo. Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en
todas las naciones.
Samuel se disgustó con ellos y les replicó:
-¿Ya habéis olvidado la palabra de Gedeón, cuando el pueblo quiso aclamarlo
como rey, diciéndole: Tú serás nuestro jefe, y después tu hijo y tu nieto,
pues nos has salvado de los madianitas?
-¿Y qué es lo que Gedeón respondió?
-Ni yo ni mi hijo seremos vuestro jefe. Vuestro jefe es el Señor.
Como los ancianos insistían en su petición, Samuel les recordó la fábula de
los árboles, que quisieron elegirse un rey:
-Escuchadme. Una vez los árboles se pusieron en camino para elegirse un rey.
Dijeron al olivo: Sé tú nuestro rey. Pero el olivo les dijo: ¿Y voy a
renunciar a mi aceite, con el que son honrados los dioses y los hombres,
para ir a mecerme sobre los árboles? Entonces dijeron a la higuera: Ven tú a
ser nuestro rey. Pero la higuera les respondió: ¿Y voy a dejar la dulzura de
mi fruto sabroso para ir a mecerme sobre los árboles? Dijeron entonces a la
vid: Ven a ser nuestro rey. Pero la vid replicó: ¿Y voy a dejar mi mosto,
que alegra a dioses y hombres, para ir a mecerme sobre los árboles? Entonces
dijeron todos a la zarza: Ven a ser nuestro rey. Y les dijo la zarza: Si de
veras queréis ungirme rey vuestro, venid a cobijaros bajo mi sombra, y si
no, salga fuego de la zarza y devore a los cedros del Líbano.
Por si no habían entendido el apólogo, Samuel añadió la moraleja:
-Estos son los derechos del rey que os regirá: a vuestros hijos los llevará
para enrolarlos en sus destacamentos de carros y caballería, y para que
corran delante de su carroza; los empleará como aradores de sus campos y
segadores de su cosecha. A vuestras hijas se las llevará como perfumistas,
cocineras y panaderas. Vuestros campos, viñas y los mejores olivares os los
quitará para dárselos a sus servidores. De vuestro grano y de vuestras viñas
os exigirá el diezmo. A vuestros criados y criadas, vuestros mejores bueyes
y burros, se los llevará para él. De vuestros rebaños os exigirá el diezmo.
¡Y vosotros mismos seréis sus esclavos! El rey es la peligrosa zarza que
devora a cuantos se acogen a su sombra.
Samuel, el profeta de Dios, se opone visceralmente a la monarquía,
calificándola de idolatría. Pero Dios, en su fidelidad a la elección de
Israel, mantiene su alianza y transforma el pecado del pueblo en bendición.
El rey, reclamado por el pueblo con pretensiones idolátricas, es
transformado en don de Dios al pueblo: "Dios ha constituido un rey sobre
vosotros". Dios saca el bien incluso del mal, cambiando lo que era expresión
de abandono en signo de su presencia amorosa en medio del pueblo. Por ello
dirá a Samuel:
-Mañana te enviaré un hombre de la región de Benjamín, para que lo unjas
como jefe de mi pueblo, Israel, y libre a mi pueblo de la dominación
filistea; porque he visto la aflicción de mi pueblo; sus gritos han llegado
hasta mí.
Samuel, el profeta de Dios, se tragará sus ideas y ungirá como rey, primero,
a Saúl y, después, a David. Los profetas, que sucedan a Samuel, vivirán
siempre esta misma tensión interior: ¿No es Dios nuestro rey? ¿Para qué
queremos otro rey en su lugar? Los salmos superan la tensión exaltando al
rey futuro, el Mesías, el Rey salvador. David, el rey pastor encarna ya, en
figura, al Rey Mesías: potente en su pequeñez, inocente perseguido, exaltado
a través de la persecución y el sufrimiento, siempre fiel a Dios que le ha
elegido.
De todos modos, aceptada la petición del pueblo, Samuel unge rey a Saúl, que
entra en escena con toda solemnidad, como sobre un palco. Saúl es
descendiente de la tribu de Benjamín, la más pequeña de las tribus de Israel
y que, poco antes, ha sido casi eliminada, por el grave delito de Guibeá.
Saúl aparece en una ambientación de simpleza aldeana. Está en el campo,
buscando unas borricas perdidas, se encuentra con unas aguadoras, el profeta
le ofrece el pernil en la comida y una estera para dormir en la azotea. Pero
el retrato de Saúl es majestuoso; su presencia llena el escenario, incluso
cuando, derrotado, cae por tierra:
Había un hombre de Loma de Benjamín, llamado Quis, hijo de Abiel, de Seror,
de Becorá, de Afiaf, benjaminita, de buena posición. Tenía un hijo que se
llamaba Saúl, un joven alto y apuesto; nadie entre los israelitas le
superaba en gallardía: sobresalía por encima de todos, de los hombros
arriba.
Cuando Samuel, que subía a la colina de Suf, se encontró con Saúl, reconoció
en él al designado:
-Éste es, sin duda, el hombre que regirá a Israel.
Samuel invitó a Saúl a comer en su casa, donde le preparó alojamiento. Al
despuntar el sol, Samuel acompañó a Saúl a las afueras del pueblo. Tomó el
cuerno de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl. Y le besó, diciendo:
-El Señor te unge como jefe de su heredad, de su pueblo Israel; tú
gobernarás al pueblo del Señor, tú lo salvarás de sus enemigos.
Tras esta unción en las afueras del pueblo, al amparo del alba, sin testigo
alguno, Samuel convocó al pueblo en Mispá, sacó a Saúl de su escondite, lo
puso en medio del pueblo y dijo a los israelitas:
-¿Veis al que ha elegido Yahveh? No hay otro como él en todo el pueblo.
Y el pueblo lo aclamó:
-¡Viva el rey!
Y Samuel, cumplida su tarea, despidió al pueblo.
El espíritu de Dios invadió a Saúl, que reunió un potente ejército y salvó a
sus hermanos de Yabés de Galaad de la amenaza de los amonitas. El pueblo,
tras esta primera victoria, coronó solemnemente como rey a Saúl en Guilgal.
Saúl, reconocido como rey por todo el pueblo, comienza sus campañas
victoriosas contra los filisteos. Pero Saúl, a quien tuvieron que buscar y
sacar de su escondite para proclamarlo rey, ahora que ha saboreado el gusto
del trono real no quiere perderlo; se aferra al poder a toda costa,
arrogándose funciones que no le competen. La historia de Saúl es
terriblemente dramática. Constituido rey contra su deseo, se siente seducido
por la "enfermedad del poder". Ante la amenaza de los filisteos,
concentrados para combatir a Israel con un ejército tan numeroso como la
arena de la orilla del mar, los hombres de Israel se vieron en peligro y
comenzaron a esconderse en las cavernas, en las endiduras de las peñas y
hasta en las cisternas. En medio de esta desbandada, Saúl se siente cada vez
más solo, esperando en Dios que no le responde y aguardando al profeta que
no llega. En su miedo a ser completamente abandonado por el pueblo llega a
ejercer hasta la función sacerdotal, ofreciendo holocaustos y sacrificios,
lo que provoca el primer reproche airado de Samuel:
-¿Qué has hecho?
Saúl mismo se condena a sí mismo, tratando de dar las razones de su
actuación. Ha buscado la salvación en Dios, pero actuando por su cuenta, sin
obedecer a Dios y a su profeta. Se arroga, para defender su poder, el
ministerio sacerdotal:
-Como vi que el ejército me abandonaba y se desbandaba y que tú no venías en
el plazo fijado y que los filisteos estaban ya concentrados, me dije: "Ahora
los filisteos van a bajar contra mí a Guilgal y no he apaciguado a Yahveh.
Entonces me he visto obligado a ofrecer el holocausto.
Samuel le replica:
-Te has portado como un necio. Si te hubieras mantenido fiel a Yahveh, El
habría afianzado tu reino para siempre sobre Israel. Pero ahora tu reino no
se mantendrá. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te
reemplazará.
Y Samuel se alejó hacia Guilgal siguiendo su camino.
Pero Samuel volverá de nuevo a enfrentarse con Saúl y anunciarle el rechazo
definitivo de parte de Dios. Se repite, de nuevo, la historia. Saúl, el rey
sin discernimiento, pretende dar culto a Dios desobedeciéndolo. Enfautuado
por el poder, que no quiere perder, se glorifica a sí mismo y condesciende
con el pueblo, para buscar su aplauso, aunque sea oponiéndose a la palabra
de Dios. Samuel, pasado algún tiempo, se presentó y dijo a Saúl:
-El Señor me envió para ungirte rey de su pueblo, Israel. Por tanto, escucha
las palabras del Señor, que te dice: "Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que
hizo contra Israel, cortándole el camino cuando subía de Egipto. Ahora ve y
atácalo. Entrega al exterminio todo lo que posee, toros y ovejas, camellos y
asnos, y a él no le perdones la vida".
Amalec es la expresión del mal y Dios quiere erradicarlo de la tierra. La
palabra de Dios a Saúl es clara y perentoria. Pero Saúl es un necio, como le
llama Samuel. Ni escucha ni entiende. Dios entrega en sus manos a Amalec.
Pero Saúl pone su razón por encima de la palabra de Dios y trata de
complacer al pueblo y a Dios, buscando un compromiso entre Dios, que le ha
elegido, y el pueblo, que le ha aclamado. Perdona la vida a Agag, rey de
Amalec, a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado, a los corderos
y a todo lo que valía la pena, sin querer exterminarlo; en cambio, exterminó
lo que no valía nada.
Entonces le fue dirigida a Samuel esta palabra de Dios:
-Me arrepiento de haber constituido rey a Saúl, porque se ha apartado de mí
y no ha seguido mi palabra.
Samuel se conmovió y estuvo clamando a Yahveh toda la noche. Por la mañana
temprano se levantó Samuel y fue a buscar a Saúl. Cuando Saúl le vio ante
sí, le dijo:
-El Señor te bendiga. Ya he cumplido la orden del Señor.
El orgullo le ha hecho inconsciente e insensato, creyendo que puede eludir
el juicio del Señor. Pero Samuel, con ira mezclada de ironía, le preguntó:
-¿Y qué son esos balidos que oigo y esos mugidos que siento?
Saúl contestó:
-Los han traído de Amalec. El pueblo ha dejado con vida a las mejores ovejas
y vacas, para ofrecérselas en sacrificio a Yahveh, tu Dios...
Pero Samuel le replicó:
-¿Cómo a Yahveh, mi Dios? ¿Es que no es el tuyo y el del pueblo?
-Sí, lo es... Y en cuanto al resto lo hemos exterminado.
-Basta ya y deja que te anuncie lo que Yahveh me ha revelado esta noche.
Pero Saúl, aunque ya no tan seguro, insistía:
-¡Pero si yo he obedecido a Yahveh! He hecho la expedición que me ordenó, he
traído a Agag, rey de Amalec, y he exterminado a los amalecitas. Del botín,
el pueblo ha tomado el ganado mayor y menor, lo mejor del anatema, para
sacrificarlo a Yahveh, tu Dios, en Guilgal.
Saúl, hipócrita, se atribuye a sí los actos de obediencia y descarga sobre
el pueblo la culpa de las transgresiones. Pero Samuel no se deja engañar y
le replica:
-¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la
obediencia a la palabra de Yahveh? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor
la docilidad que la grasa de los carneros. Pecado de adivinos es la
rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación. Por haber rechazado la
palabra de Yahveh, El te rechaza hoy como rey.
La excusa del sacrificio no tiene valor alguno. El culto sin fe en la
palabra de Dios, manifestada en la vida, es algo que da náusea a Dios. El
rito sin que vaya acompañado del corazón no sube al cielo. Dios busca y
desea un corazón fiel y no el humo del sacrificio. Es lo que Dios encontrará
en David:
Los sacrificios no te satisfacen;
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado
Tu no lo desprecias.
Samuel, pronunciado el oráculo del Señor, se dio media vuelta para
marcharse, pero Saúl se agarró al orlo del manto, que se rasgó. El manto
rasgado es el signo de la ruptura definitiva e irreparable, como explica
Samuel, mientras se aleja:
-El Señor te ha arrancado el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor
que tú.