5. UNCION DE DAVID: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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Observó el Señor todas las montañas y no encontró ninguna tan digna de que
sobre ella se diera la Torá y se posara la Shekinah como sobre el monte
Sinaí. ¿Por qué? Porque se humilló a sí mismo. Cuando el Sinaí vio al monte
Hermón y al monte Siryon que contendían entre sí, diciendo uno: "se posará
sobre mí", y el otro: "no, se posará sobre mí"; viendo cómo rivalizaban el
uno con el otro y cómo se ensalzaban a sí mismos, el monte Sinaí se humilló
y no abrió la boca. Por ello, el Señor, que no se fija en las apariencias,
reparó en su humildad e hizo posar la Shekinah sobre él, porque Dios es Alto
y Excelso, "pero se fija en el humilde y al soberbio le mira desde lejos".
Samuel, el profeta de Dios, está al centro de la historia de David. Desde su
nacimiento, Samuel es una irradiación de la presencia de Dios en medio de
Israel. Elcana y su esposa Ana vivían en Rama, un pequeño pueblo de la
llanura de Sarón, frente a las montañas de Efraím. Se habían casado
realmente enamorados. Pero pasaban los años y el seno de Ana seguía cerrado.
Mientras tanto, Pennina, la otra mujer de Elcana, orgullosa de su seno,
continuamente engendraba hijos, suscitando los celos de Ana. Y, aunque
Elcana repitiera que su amor valía por diez hijos, no lograba ocultar la
arruga de amargura que cruzaba de vez en cuando su frente. Y, cuando Ana
contemplaba esa arruga, cada vez más honda, en la frente de su esposo,
sentía una inquieta ansiedad en su corazón.
Con su pena acuestas, cada año acompañaba Ana a su esposo al Santuario de
Silo, donde se hallaba el Arca del Señor, para la fiesta de las Tiendas. Se
trata de la fiesta otoñal de la vendimia, una de las fiestas más populares
de Israel. Las gentes se trasladaban a las viñas y durante varias semanas
habitaban en tiendas. Más tarde, sin perder este colorido, la fiesta pasó a
evocar las tiendas del peregrinar por el desierto, bajo la protección de
Dios.
En el Santuario las gentes ofrecían sus sacrificios al Señor y después se
sentaban en los alrededores del templo. En medio del bullicio de la fiesta,
Ana se sentó a comer su pan bañado en lágrimas, disimuladas por los cantos.
Después de comer, mientras Elcana se quedó adormilado, Ana se levantó
sigilosa y se fue al templo, en aquella hora, solitario. Sólo el sacerdote
Elí cabeceaba ante la puerta, sentado en su silla baja. Sin dejarse ver ni
hacerse sentir, Ana penetró en el interior fresco y oscuro del Santuario.
Ana suplicando
En
un murmullo, apenas perceptible, comenzó a susurrar su pena ante el Señor:
-Señor, Dios mío, si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte
de mí, dándome un hijo, yo te lo entregaré por todos los días de su vida y
la navaja no tocará su cabeza.
Postrada ante el Señor, Ana siguió moviendo sus labios, orando en su
corazón, sin percibir el paso del tiempo ni los pasos de Elí que, intrigado,
se acercó a ella. La sacó de su ensueño la voz irritada del sacerdote:
-¿Hasta cuándo va a durarte la borrachera, mujer? ¡Echa ya el vino que
llevas dentro!
Ana se sobresaltó y con un hilo de voz respondió:
-No, señor, tu sierva no está borracha. Soy una mujer acongojada, que
desahoga su corazón ante el Señor. No he bebido vino ni nada embriagante. No
juzgue mi señor a esta pobre sierva, que sólo por su aflicción habla al
Señor.
Compadecido, el anciano sacerdote colocó la palma de su mano arrugada sobre
la cabeza de Ana y la bendijo:
-Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que has pedido.
Fruto de la oración de Ana y de la bendición del sacerdote, nació Samuel,
como un verdadero don de Dios. Ana lo consagró al Señor, entonando ante El
su canto de alabanza. ¡Cuantas veces se inspiraría David en este canto al
elevar a Dios sus salmos!
Porque, sin conocerse entre ellos, Samuel y David se encontraron en Belén.
Dios, que eligió al uno como profeta y al otro como rey de su pueblo, hizo
que sus vidas se entrecruzaran. Samuel era ya avanzado en años y David era
aún un muchacho con quien nadie contaba. Samuel entraba y salía en la corte
del rey Saúl; David, en cambio, no hacía otra cosa que pastorear los rebaños
de su padre Jesé. No, ninguno de ellos pensaba en el otro. Sólo Dios, el
Señor de la historia, pensaba en el uno y en el otro, encaminando los pasos
del uno hacia el otro.
Desde los tres años, apenas destetado, Samuel sirvió al Señor en el
santuario de Silo. Allí, envuelto en su vestidura de lino, creció y recibió
la llamada de Dios, que lo constituyó en su boca, su profeta, mensajero de
sus designios para Elí y sus perversos hijos, para Saúl...y para David.
La verdad es que, aunque Dios había rechazado a Saúl, Samuel no conseguía
aceptarlo. ¿No había sido el mismo Dios quien le había enviado a ungirlo
como primer rey de Israel? Después de toda su repugnancia, Samuel se había
doblegado a la voluntad del pueblo y a la voluntad de Dios y había ungido a
Saúl como rey. Y ahora, ¿podía ungir a otro, mientras Saúl estaba en vida?
El Señor, que hizo una concesión al pueblo, ante la desobediencia de Saúl,
no retira su don al pueblo, pero sí a Saúl:
-Tú me pediste: Dame un rey. Airado te di un rey, y encolerizado te lo
quito.
¡Pobre profeta que tiene que ser siempre profeta! ¡Siempre hablando y
actuando en nombre de otro! El Otro, el Señor, se le apareció y le dijo:
-¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo le he rechazado
para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y vete. Te envío a
Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí.
Samuel, el profeta fiel, pero respondón, replicó:
-¿Cómo voy a ir? ¡Se enterará Saúl y me matará!
Pero ya, mientras está farfullando, Samuel busca la ampolla del óleo santo
que Moisés había preparado en el desierto para la consagración del Sumo
Sacerdote y destinado a la unción de los reyes de Israel hasta el final de
los tiempos. De ese óleo milagroso, que jamás se agota, Samuel llenó su
cuerno y se dispuso a cumplir el deseo del Señor. Pero, temiendo que Saúl se
enterase del propósito de su viaje, Samuel tomó consigo una becerra y
esparció la noticia de que iba a Belén a ofrecer un sacrificio en honor del
Señor. En honor al Señor, sólo por obediencia al Señor, emprende Samuel el
viaje hasta Belén. El Señor es el único protagonista y Samuel no es más que
el profeta intermediario:
-Yo te haré saber lo que has de hacer y ungirás para mí a aquel que yo te
indicaré.
Llegado a Belén, los ancianos de la ciudad, llenos de estupor, salieron al
encuentro de Samuel. No se explicaban el porqué de la insólita visita del
profeta. Samuel les tranquilizó:
-He venido en son de paz. Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purificaos
y venid conmigo al sacrificio.
Jesé y los ancianos se congregaron a la sombra del emparrado, en el patio de
la casa. Bajo la parra, cargada de racimos verdes, inmolaron la becerra. De
un modo particular purificó a Jesé y a sus hijos y les invitó al sacrificio.
Jesé tenía siete hijos: Eliab, Abinadab, Šammá, Netanel, Radai, Ozem y
David. Pero sólo seis de ellos se presentaron ante Samuel para el rito, ya
que el más pequeño no estaba con ellos en casa, sino que se hallaba en el
campo pastoreando el ganado.
Samuel aún no ha recibido la indicación del Señor sobre quién será el
ungido. Por ello, Samuel comienza llamando al hermano mayor, a Eliab. Se
trataba de un joven alto, de impresionante presencia. Samuel, al verle,
creyó que estaba ante el elegido de Dios. Se dijo a sí mismo:
-Sin duda está ante Yahveh su ungido.
Dios quiso que Samuel fuera engañado por las magníficas apariencias de
Eliab, pues deseaba humillar a su profeta que había tenido la pretensión de
llamarse a sí mismo El Vidente. El Santo, bendito sea, le convenció de que
él no veía más que lo que se le concedía ver.
Por otra parte el error de Samuel tenía su justificación. La elección del
Señor, inicialmente, había sido de Eliab y, por ello, le había dado esa
estatura y aspecto real. Pero Dios, que escruta el corazón, descartó a Eliab
por la violencia que descubrió en su interior y por la dureza con que
siempre trató a David, su hermano menor. Mas Dios, fiel a sí mismo, aunque
negó la realeza a Eliab, le compensó, años más tarde, haciendo que a una
hija suya la tomara por esposa el rey Jeroboam.
Tomó, pues, Samuel en su mano derecha el cuerno del óleo y se dispuso a
derramarlo sobre la cabeza de Eliab. Pero, al inclinar el cuerno, con gran
sorpresa Samuel se dio cuenta de que el cuerno estaba vacío; ni una gota
cayó sobre Eliab. El Señor, de nuevo, contradecía a su profeta:
-No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado.
La mirada de Dios no es como la mirada del hombre. El hombre mira las
apariencias, pero Yahveh mira el corazón. La similitud de Eliab con Saúl
debían haber ayudado al profeta a descubrir que Dios, como ha rechazado a
Saúl, ha descartado también a Eliab. Su estatura imponente no les hace más
aptos para regir al pueblo. Los criterios de Dios no coinciden con los
criterios humanos. Dios, probando a su profeta, le está invitando a mirar no
según el esquema o concepto humano sobre el rey. Dios ha elegido a otro,
diverso. El profeta lo reconocerá renunciando a sus ideas para poder
escuchar la indicación del Señor: "Ungirás a quien yo te indicaré".
Con un gesto, Samuel hizo retirarse de su presencia a Eliab. Jesé,
apesadumbrado, llamó a su segundo hijo, Abinadab, que se colocó ante el
profeta, inclinando la cabeza. Apenas se había retirado Eliab el cuerno se
había llenado del óleo santo. Pero, ya un poco desconcertado, Samuel no miró
siquiera a Abinadab, sino que apenas le tuvo ante sí se dispuso a derramar
sobre él el óleo santo. Una vez más el Señor hizo desaparecer el óleo del
cuerno, para que su profeta entendiera que no era Abinadab el elegido.
Retirado Abinadab, el profeta metió casi en el cuerno sus ojos miopes y pudo
comprobar que estaba lleno de óleo. Siguió así con los seis hijos de Jesé,
uno detrás de otro.
Los ancianos de la ciudad y el pueblo, que asistía al rito, todos habían
visto a los hijos de Jesé acercarse, uno tras otro, al profeta, inclinar la
cabeza hacia el cuerno del óleo y, luego, retirarse sin haber sido ungidos.
Todos habían contemplado la turbación de Samuel cada vez que inclinaba el
cuerno y no goteaba en absoluto nada. Una especie de terror sagrado se había
ido difundiendo entre los presentes.
Jesé asistía a la escena con una mezcla de estupor y de dolor por la
humillación de sus hijos. El mismo profeta participaba de su estupor y no
sabía qué pensar ni qué hacer. El Señor era misterioso en su elección. Pero
Samuel, en su infancia, durmiendo junto al Arca en el templo, había
aprendido a distinguir la voz del Señor. El sabía que el Señor le había
hablado claro: era un hijo de Jesé el elegido. Y también sabía que el Señor
no se contradice. ¿Cómo es que ha descartado a todos los hijos que Jesé le
ha presentado? De repente se le iluminó el rostro y, dirigiéndose a Jesé, le
preguntó:
-¿No tienes otros hijos?
Con voz apagada y sin dar importancia a lo que decía, pues no podía imaginar
que, después de haber descartado a los hijos mayores, el profeta fuera a
ungir al pequeño, Jesé respondió:
-Sí, falta el más pequeño que está pastoreando el rebaño.
-¡Manda que lo traigan!, -exclamó Samuel-. ¡No haremos el rito hasta que él
no haya venido!
El muchacho no sólo es el menor de los hermanos, sino también el más
pequeño, tan pequeño, tan insignificante que se han olvidado de él. Nadie ha
contado con él. Pero Dios sí le ha visto. En su pequeñez ha descubierto el
vaso de elección para manifestar su potencia en medio del pueblo. Es un
pastor, que es lo que Dios desea para su pueblo como rey: alguien que cuide
de quienes El le encomiende. Mejor la pequeñez que la grandeza; mejor un
pastor con un bastón que un guerrero con armas. Con la debilidad de sus
elegidos Dios confunde a los fuertes. En la fragilidad de su cabellera rubia
está su belleza a los ojos de Dios, aunque a los ojos ciegos de los hombres
provoque el desprecio.
Jesé, más por respeto al profeta que por otra cosa, mandó que fueran a
buscar a David. Corrieron al campo y, sin explicación alguna, llevaron a
David ante el profeta. El corazón le dio un vuelco en el pecho a Samuel
apenas vio a David ante sí. A Samuel, al ver a David agitado y lleno de
polvo de los pies a la cabeza, no le pareció que tuviera el aspecto de un
rey y se preguntó si una persona de cabellos tan rojos no sería un
sanguinario como Esaú. Se quedó fijo, mirándole, mientras David clavaba sus
ojos en los ojos del profeta, a quien le palpitaba el corazón como si
quisiera salírsele. Pero la voz del Señor cortó sus reflexiones y dudas:
-Aunque será un rey guerrero, no combatirá más que cuando yo se lo ordene.
¿Cuándo aprenderás a no fijarte en las apariencias y mirar al corazón que se
asoma en la mirada? ¡Levántate! Mi ungido está ante ti, ¿y tú estás sentado?
Samuel, un poco confundido, se levantó y fijó su vista en los ojos de David
y ya no le quedó la mínima duda. Sus ojos eran bellos y luminosos,
rebosantes de bondad. En ellos resplandecía la piedad de su corazón. Su
frente era límpida, signo de su inteligencia. Hasta los cabellos rojos le
parecieron diversos, como si fueran un mechón de oro. De verdad su aspecto,
superada la inicial apariencia, era admirable. Era la contrafigura de Saúl,
corpulento y tosco, pura apariencia. De la frente de David emanaba el halo
del artista, delicado, débil, el último en quien pensar para rey. Samuel se
extasiaba ahora contemplándolo. El Señor tuvo que sacarlo de su arrobo con
su voz irresistible:
-¡Es el elegido! ¡Anda, úngelo!
Samuel tomó el cuerno y lo derramó sobre la cabeza rubia de David. El aceite
se extendió sobre la cabellera brillando a la luz del sol como una corona de
oro. Con la unción, el espíritu de Yahveh se posó sobre David. El espíritu
que había irrumpido ocasionalmente sobre los jueces, se posa para permanecer
sobre David. Es el espíritu que se ha apartado de Saúl, dejándole a merced
del mal espíritu, que le perturba la mente.
Ante su hijo, esplendente por la unción, la madre reveló a Jesé su secreto,
declarando, para asombro de sus hermanos, que ella era realmente la madre.
Dios hacía justicia, ensalzando al último, al despreciado de todos, olvidado
hasta de su padre. Entonces David exclamó:
¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
En mi angustia grité al Señor
y me escuchó, poniéndome a salvo.
Samuel respondió:
Mejor es refugiarse en el Señor,
que confiar en los hombres.
Jesé cantó:
La piedra que desecharon los constructores
es ahora la piedra angular.
David exultó:
Abridme las puertas del triunfo
y entraré para dar gracias al Señor.
Los hermanos, a coro, cantaron:
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Samuel proclamó:
Este es el día en que actuó el Señor,
sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Los hermanos, danzando en corro, prosiguieron:
Señor, danos la salvación,
Señor, danos prosperidad.
Jesé, conmovido, entre lágrimas exclamaba:
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Y Samuel, con voz de profeta:
Os bendecimos desde la casa del Señor.
Y todos a coro proclamaron:
El Señor es Dios: El nos ilumina.
¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
Celebrado el sacrificio, Samuel se volvió a Ramá y David regresó con su
rebaño, dando vueltas en su corazón lo que el profeta había hecho con él,
esperando que el Señor le revelase el sentido y el momento de cumplir la
misión para la que le había ungido. Pero ya desde aquel día se dio un
profundo cambio en la vida de David. La gente decía:
-El Espíritu del Santo está en el muchacho.
Y, al son del arpa, David cantaba:
Te cantaré, Señor, con todo mi corazón,
yo narraré todas tus maravillas.
Pero cuando Samuel se marchó, también David sintió deseos de huir. En pie,
el viejo profeta era imponente, infundía respeto con su mirada que escrutaba
hasta los huesos. Pero ¿y ahora qué? David sólo deseaba huir, pero ¿a dónde,
cómo y de quién? David volvió al campo con su rebaño y en la noche el arpa
susurró:
Yahveh, tú me escrutas y conoces,
sabes cuando me siento y cuando me levanto,
te son familiares todas mis sendas.
¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu,
a dónde de tu rostro huiré?
Si subo hasta el cielo, allí estás tú,
si desciendo hasta el abismo, allí te encuentras.
Si tomo las alas de la aurora,
si voy hasta los confines del mar,
también allí te encuentras tú...