6. DAVID CALMA CON SU CITARA A SAUL: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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Cuando el profeta Samuel partió, la vida de Belén volvió a su normalidad,
como si nada hubiera ocurrido. La unción de David se guardó en secreto,
aunque su efecto se mostraba en el don de profecía y de canto que actuaba en
David. Naturalmente estos dones despertaron la envidia en algunos con
quienes David se encontraba. Nadie sintió mayores celos que Doeg, el sabio
más grande de su tiempo.
De todos modos la vida de David era tranquila en el campo, transcurriendo en
la rutina del pastoreo del rebaño. El Espíritu del Señor, en cambio, se
había apartado de Saúl. Un mal espíritu le perturbaba el ánimo. El malhumor
oprimía su corazón, como si no pudiera respirar. El rey gemía desesperado y
no soportaba la presencia de nadie junto a él. Era el mes de las lluvias y
el goteo monótono del agua llenaba aún más el aire de melancolía. Los
árboles perdían sus hojas como si participaran de la desolación del rey.
Venciendo la resistencia del rey, sus servidores lograron que aceptara un
cantor:
-La música aleja los malos humores y calma el espíritu; queremos traerte un
hombre que sepa tocar el arpa.
-Cuando te asalte el mal espíritu, él tocará para ti y te hará bien.
No muy convencido, Saúl preguntó:
-¿Y quién es ese cantor, que pueda aliviarme?
Uno de los siervos le respondió:
-Tu siervo conoce a un hijo de Jesé, betlemita, que toca muy bien. Es un
pastor.
-¿Es que queréis traerme un rudo maloliente?, gritó el rey.
-Oh, no, señor, es de palabra amable y de agradable presencia. Sin duda el
Señor está con él...
La última frase se le clavó al rey en el corazón. "Está con él y a mí me ha
abandonado", pensó para sus adentros. El sabía que ahí estaba la causa de su
mal, pero no lo quería confesar, por ello dijo:
-Está bien, traédmelo.
Abner eligió un mensajero y lo mandó a Belén, en busca del hijo de Jesé, "el
que está con el rebaño". Al llegar el mensajero del rey se rompió, de nuevo,
la monotonía de Belén. En las tiendas de Jesé había una gran agitación. La
conmoción invadió a los betlemitas, que difundían la noticia de oído a oído:
-Un mensajero del rey Saúl ha llegado a pedir a Jesé que mande a su hijo al
palacio real.
En privado, bajo el gran algarrobo, que se levanta detrás de la casa,
rogándole que guardara el secreto, el mensajero explicó a Jesé:
-El rey está enfermo. No se trata de una enfermedad del cuerpo, sino de una
turbación interior. La tristeza y la angustia le han paralizado y no quiere
salir de su tienda. Se dice que tu hijo es un prodigio tocando el arpa. El
hijo del rey, Jonatán, te suplica que lo mandes a palacio. Así, cuando al
rey le dé una crisis de tristeza, tu hijo tocará el arpa ante él y quizás la
música logre sanarlo.
Era otoño. Hacía poco que habían celebrado la fiesta de Fin de año, que
culmina con el Yom Kipur. David estaba pastoreando en las cercanías. Su
hermano llegó corriendo:
-Regresa a casa, que te necesitan.
-¿A mí?
Es lo único que se le ocurre preguntar. Pero, sin esperar la respuesta,
David recoge su arpa y su honda y desciende a todo correr a su casa. A
llegar a casa, David encuentra a toda la familia agitada. Su padre ha
preparado pan, un odre de vino, un cabrito y fruta seca, que cargan sobre un
asno.
-Pondrás a los pies del rey este presente, le dice su padre con voz apagada.
-Lávate y ponte tus mejores vestidos, le dice su madre sin levantar la cara
para que no se vieran las lágrimas de sus ojos.
Cuando estuvo listo, David volvió donde estaban los demás. Dos soldados, con
cara de aburrimiento, esperaban a David para conducirlo a la casa real de
Saúl. Así David tuvo que dejar una vez más su rebaño y partió con los
mensajeros del rey. Pero, de pronto, uno de los soldados preguntó a David:
-¿No habrás olvidado tu arpa?
Sí, la había olvidado. Nadie le había hablado de música ni de la enfermedad
del rey. En realidad no sabía lo que querían de él. Uno de sus hermanos,
corriendo, le alcanzó el arpa, que David abrazó contra su pecho y continuó
la marcha tras los soldados. David, con tristeza, comprendió que no le
llevaban a la corte para ser soldado, como deseaba, sino como cantor.
Apenas llegaron al palacio, David fue presentado al rey Saúl, el héroe que
había salvado Jabes de Galaad y había guiado a su pueblo en sus combates
contra los filisteos, pero que ahora yacía en su tienda oscura, con la
cabeza caída sobre el pecho. Saúl no soportaba la luz ni el ruido; estaba
sumido en una mortal desgana. No podía aceptar que Dios le hubiera
rechazado; no quería admitir que su trono estaba ya herido de muerte y
próximo su fin. No sentía el deseo de pedir perdón a Dios, pues no era capaz
de ver su pecado, aunque su conciencia no dejaba de atormentarle.
En la penumbra oscura de la estancia, David siente sus pasos retumbando en
el silencio, llenándole el alma de zozobra. Afloran a su mente todos los
turbios presentimientos, que veía dibujados en el agua del pozo, al sacarla
para abrevar a las ovejas, algo así como alas de águila que se cierran sobre
la presa. El rey Saúl estaba reclinado en el lecho y, sin embargo, llenaba
la estancia con su imponente persona. La tristeza y una especie de dejadez
le daban el aspecto de un ídolo, que tiene boca que no habla, ojos que no
ven y oídos que no oyen. El rey no se movió en absoluto cuando David entró a
su presencia. Sin saber explicar porqué David sintió una inmensa piedad por
él. Sentía deseos de acercarse a él y besarle las manos. Pero no se atrevió;
se sentó en el suelo a cierta distancia. Y al sentarse descubrió, detrás del
rey, apoyada en la pared, la gigantesca espada dorada. La piedad que sentía
por el rey se tiñó de miedo y terror, hasta paralizarlo, impidiéndole huir,
como deseó en aquel momento.
Así encontró David, por primera vez, al rey Saúl. Saúl y David, el uno
frente al otro. Sus vidas y sus personas, contrapuestas, seguirán unidas por
mucho tiempo. El uno ya rechazado por Dios y el otro ya ungido para
sustituirlo. Enfermo y solo Saúl, perdido en medio de su delirio; David, aún
un muchacho, pero elegido por Dios y colmado del espíritu que ha abandonado
a Saúl. Pero David no se ha presentado en la corte del rey Saúl para
suplantarle, sino para ayudarle con su música. A la cabecera de Saúl está su
hijo, el príncipe Jonatán, que suplica a David:
-¡Toca el arpa! Quizá tu música le devuelva la paz.
David rozó suavemente las cuerdas del arpa y una dulce melodía llenó la
tienda. Las palabras temblaban en sus labios, pero seguían fluyendo como
agua que mana y se abre paso entre las rocas. La música, que David arrancaba
al arpa, se difundía por la habitación como alas protectoras. Como cuando el
viento cruza las ramas de los árboles y agita suavemente sus hojas, que
vuelan y descienden en lentos giros, así iban volando las notas y las
palabras hasta serenar la mente turbada de Saúl. Sorprendido, Saúl alzó la
cabeza y sus ojos desprendieron un pequeño brillo de sosiego. Con voz apenas
audible dijo:
-Me conforta tu música. Pediré a tu padre que te deje aún conmigo.
Finalmente Saúl lograba conciliar el sueño. David seguía aún por un poco
tocando y luego callaba y de puntillas salía de la habitación, anunciando:
-El rey duerme.
Una corriente de simpatía unió a los dos. De este modo David se quedó a
vivir con Saúl, que le amó de corazón. Cada vez que le oprimía la crisis de
tristeza, David tomaba el arpa y tocaba para el rey y le pasaba la crisis.
La música acallaba el rumor de los sentidos y alcanzaba la fibras del
espíritu con su poder salvador. De este modo, al son del arpa, el espíritu
maligno pierde el punto de apoyo y se ve obligado a salir, dejando calmado
al enfermo.
Pero esto no agradó a Doeg, que empezó a intrigar en la corte contra David.
Doeg, con astucia, empezó a alabar excesivamente a David, con el propósito
de suscitar los celos del rey y hacer a David odioso a sus ojos. Y el veneno
de los celos se inoculó en el corazón de Saúl, aunque no renunció a la
presencia de David, pues necesitaba de su música para calmar su espíritu
agitado. David con su arpa es medicina para Saúl, pero su persona terminará
siendo la verdadera enfermedad de Saúl.
Cada vez que David se presentaba ante el rey se mezclaban en su corazón la
piedad y el miedo. La espada, colgada a la espalda del rey, brillaba
amenazadora. Sólo los acordes del arpa lograban serenar a David, tanto o más
que a Saúl. Sólo tras un lento y repetido punteo de las cuerdas le brotaban
las palabras:
La voz de Señor sobre las aguas,
el Dios de la gloria hace oír su trueno,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz de Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano.
La voz del Señor lanza llamas de fuego,
la voz del Señor sacude el desierto de Cadés.
La voz del Señor retuerce los robles,
la voz del Señor descorteza las selvas...
Saúl, oyendo el canto, se estremece, se agita en su lecho, se incorpora y
clava sus ojos apagados en los ojos de David, dejando traslucir su locura,
cargada de odio y envidia. David, desde su rincón, mira a Saúl y a la
espada, y tiembla de pies a cabeza. Cierra los ojos y canta de nuevo:
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros,
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
sino que acallo mis deseos,
como un niño amamantado,
en brazos de su madre.
Y así transcurrieron los meses de las lluvias tardías. Y pasó el invierno.
Cuando Saúl se sentía bien despedía a David, que volvía a pastorear su
rebaño y a componer nuevas melodías. Pensaba en el rey y para él se
inspiraba en las colinas y en el cielo estrellado de Belén. Cuando el mal
espíritu asaltaba a Saúl, David era llamado y acudía de nuevo a su lado. El
rey se calmaba y despedía a su cantor, a quien no llegó a conocer. Era
simplemente el cantor del rey, que debía mantenerse en un ángulo de la
estancia siempre oscura...
Años más tarde, cuando el abatimiento alcance al mismo David, recordando las
horas oscuras de Saúl, tocará para sí:
Señor, no me reprendas con ira,
no me corrijas con cólera;
piedad, Señor, que desfallezco;
cura, Señor, mis huesos dislocados.
Tengo el alma en delirio,
y tú, Señor, ¿hasta cuando?
Vuélvete, Señor, salva mi vida.
Estoy extenuado de gemir,
baño de lágrimas mi lecho cada noche.
Mis ojos se consuman por el tedio,
envejezco entre tantas contradicciones.