9. RIVALIDAD DE SAUL CONTRA DAVID: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash
Emiliano Jiménez Hernández
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Después de dar muerte a Goliat, la fama de David se divulgó por todo el
reino. David es cantado por las mujeres y amado por todo el pueblo. Cuando
los soldados regresan victoriosos, la población les sale al encuentro con
cantos de fiesta. Es un día de exultación tras la angustia de la guerra,
tras el miedo de días y días bajo la amenaza y provocación de Goliat.
Liberados, por la victoria, del miedo angustiante, el pueblo se desahoga con
una explosión de cantos y danzas. Las mujeres salen al encuentro de Saúl,
pero aclaman a David, que es quien ha derrotado al filisteo:
Saúl ha vencido a mil,
pero David a diez mil.
Esta aclamación provocó los celos del rey Saúl, envidioso del triunfo de
David. Saúl no pudo soportarlo:
-Han dado a David diez mil y a mí sólo mil. Sólo falta que le den el reino.
En el corazón enfermo del rey el canto suena como una estocada. David, a
quien en realidad Dios ha dado ya el reino, se transforma en el fantasma
principal de su mente atormentada. El joven pastor, que con su arpa le
liberaba de los fantasmas de su locura y que con su honda le ha librado del
peligro filisteo, se ha transformado ahora en una amenaza más profunda que
todos los males precedentes. David es la encarnación, presente y real, del
rechazo de Dios. Los celos le trastornan la razón y la rivalidad se hace
irracional en su lucidez.
La envidia le fue corroyendo las entrañas al rey hasta transformarse en odio
y deseo de venganza. Y, de nuevo, Saúl cayó en su crisis depresiva,
encerrándose en su tienda a rumiar su fracaso. En su desamparo deliraba: Si
ya le cantan como diez veces más valiente, pronto querrán que David sea rey
en mi lugar. Apenas acabada la batalla contra Goliat, Saúl llama a Abner y
le pregunta:
-Abner, este muchacho, ¿de quién es hijo?
La inquietud obsesiva de Saúl no le deja gozar de la victoria sobre los
filisteos. Su mente gira en torno a su preocupación. Este muchacho, que el
rey finge desconocer para mantener el secreto de su enfermedad; este
muchacho, que con su música apacigua sus crisis; este muchacho transformado
ahora en valiente guerrero, capaz de usar sus armas e incluso blandir la
pesada espada de Goliat, con la que ha cortado la cabeza del gigante, ¿no es
acaso betlemita? ¿No es acaso hijo de Jesé, en cuya casa se encerró Samuel
después de anunciarle a él que Yahveh le había abandonado...
-Abner, este muchacho, ¿de quién es hijo?
La herida sangrante se transforma en sospecha y oprime el pecho de Saúl. ¿No
es acaso de la tribu de Judá, a quien nuestro padre Jacob bendijo,
diciéndole: "Los hijos de tu padre se postrarán ante ti"?
-Abner, este muchacho, ¿de quién es hijo?
Abner, primero, esquiva la pregunta. Pero no es posible esquivar la pregunta
de un enfermo obsesivo. Saúl vuelve siempre sobre lo mismo. Abner jura que
no le conoce. Pero, apenas David se acerca radiante con la cabeza de Goliat,
Saúl le suelta la misma pregunta:
-Muchacho, ¿de quién eres hijo?
Y David, ingenuo y orgulloso, responde:
-Soy hijo de tu siervo Jesé, el betlemita.
¡Cómo amó Jonatán a David en ese momento! No, no había revelado la
enfermedad del rey, su padre, contestando: ¿No me conoce, el rey? Soy el
pastor que, con su música, aplacaba las horribles crisis...
El rey Saúl, para alejar a David, le promovió como capitán de diez mil
hombres y, con este ejército, venció muchas batallas contra los filisteos.
David tenía éxito en todo lo que emprendía, "pues Dios estaba con él,
mientras que se había retirado de Saúl". Todo Israel lo amaba y alababa. Y,
mientras tanto, envió a Abner, su general, a indagar si David, que él sabía
que era de la tribu de Judá, pertenecía al clan de Pérez o al de Zéraj. En
el primer caso, se confirmarían sus sospechas de que David estaba destinado
a ser rey. En las intrigas se metió de nuevo Doeg, el viejo enemigo de
David. Pero Doeg fue confundido por el Señor. Doeg se presentó ante Saúl y
le informó:
-David es descendiente de la moabita Rut. Ni siquiera pertenece a la
comunidad de Israel. El rey puede estar tranquilo.
Pero Abner no era del mismo parecer. Se entabló una fuerte discusión entre
Abner y Doeg respecto a la ley del Deuteronomio. Abner decía que la ley
excluía a los hombres moabitas de la comunidad de Israel, pero no a las
mujeres. Doeg, experto dialéctico, refutó todos los argumentos de Abner en
favor de la admisión de las mujeres moabitas. Como no se pusieran de
acuerdo, se apeló a la autoridad del profeta Samuel, que sentenció:
-Los hombres moabitas y los hombres amonitas han sido excluidos para siempre
de la comunidad de Israel, pero no las mujeres moabitas o amonitas.
Saúl, al oír la sentencia del profeta, se sintió abatido de nuevo. Jonatán,
oyendo delirar a su padre, suplicó a David que volviera a tocar su arpa para
calmar a su padre, el rey. Pero sucedió que, mientras David tocaba con su
mano el arpa, Saúl, que tenía en su mano la lanza, la arrojó contra él.
David logró esquivarla. La lanza le pasó raspándole la frente y fue a
incrustarse en la pared. David está inerme ante el rey armado. La fuerza y
la debilidad están frente a frente: el amor, hecho canto, enfrentado a la
violencia del odio y la envidia. Pero David indefenso logra esquivar el arma
del rey. Saúl experimenta que su fuerza es impotente contra David y empieza
a temerle.
Demudado, con la mirada perdida, la ira del rey queda dibujada, petrificada
en su rostro. David, entonces, comprende que Saúl realmente desea matarlo y
huye del palacio. En la pared quedó aún vibrando la lanza cuando David huyó
como una sombra. Desde su escondite, David mandó a llamar a Jonatán y le
dijo:
-¿En qué he ofendido a tu padre para que quiera matarme?
Jonatán, que amaba a David y también a su padre, estaba afligidísimo.
Prometió a David averiguar las verdaderas intenciones de su padre, para ver
si podía volver al palacio o debía huir.
Al día siguiente, durante la fiesta de la luna nueva, Saúl descubrió que el
puesto de David en la mesa del banquete estaba vacío. Con los ojos
desorbitados de ira, preguntó:
-¿Cómo es que el hijo de Jesé no viene a sentarse a la mesa?
Jonatán, con voz temblorosa, respondió:
-Le he dado permiso para ir a una fiesta de familia en Belén.
Saúl gritó a su hijo:
-¡Hijo de una perdida! ¿Crees que no sé que tú estás de su parte? ¡Vergüenza
para ti y para tu madre! Pues has de saber que mientras viva el hijo de Jesé
no estarás seguro tú ni tu reino. Anda, manda a buscarlo y traémelo, pues
debe morir.
Jonatán, lleno de ira, se levantó de la mesa sin probar bocado. Al día
siguiente, apenas amaneció, se fue al campo en busca de David y le dijo:
-Huye y vete en paz. Ahora que nos hemos jurado amistad, que el Señor esté
conmigo y contigo.
David, pues, huyó; y Jonatán se volvió a casa. El primer día reina un denso
silencio, el segundo día estalla la cólera y el tercero se consuma la fuga.
En medio del odio, los celos, envidia e intrigas de Saúl contra David, la
amistad de Jonatán y el amor de Mikal, hijos de Saúl, son como una sonrisa
consoladora para David. Jonatán y David se unen entre sí con un pacto de
sangre. Su unión queda sellada con el intercambio de traje y armas. La
alianza sellada ante el Señor vincula a ambos: si uno quebranta la lealtad,
el otro podrá matarlo sin recurrir a una instancia superior.
Así Saúl comenzó a perseguir a David, que se vio obligado a huir y a
esconderse en los montes. En una ocasión se escondió en una gruta. Sabiendo
que los guardias del rey andaban buscándolo por aquellos parajes, David no
se atrevía a salir de su escondrijo, temiendo que lo descubrieran. El miedo
le atenazaba y no osaba ni moverse. Sólo su corazón gritaba al Señor:
A ti Yahveh en mi clamor imploro,
ante ti derramo mi lamento,
pues tú conoces mi sendero.
En el camino por donde voy
me han escondido un lazo.
No hay nadie que me conozca,
nadie cuida de mi vida.
Hacia ti clamo, Yahveh, mi refugio,
mi porción en la tierra de los vivos.
¡Líbrame de mis perseguidores,
pues son más fuertes que yo!
¡Saca mi alma de la prisión
y daré gracias a tu nombre!
Como siempre, el Señor se compadeció de él y le auxilió. Pero el Señor no
sólo buscaba liberar a David de la ira del rey, sino liberarlo de sí mismo,
de sus dudas, que le llevan al miedo. El Señor, pues, mandó unas arañas a la
gruta y éstas en un momento tejieron sus telarañas, cerrando el ingreso de
la gruta. Cuando Saúl, con sus soldados, pasó ante la gruta, David sintió su
taconeo y se estremeció de terror. Pero, al instante, se tranquilizó, oyendo
la voz de Saúl:
-No puede estar aquí, pues, si se hubiera escondido en esta gruta, hubiera
roto la telaraña al entrar...
Al oír el comentario del rey, a David se le hizo presente el día en que
había despreciado a las arañas. Hallada la respuesta a su pregunta, salió
gozoso de la gruta y exclamó:
-Bendito sea el Señor que hace prodigios y no ha creado nada inútil. Bendita
sea su sabiduría que sobrepasa infinitamente mi inteligencia.
Con la confianza en el Señor, recobrada gracias a las arañas, David, a los
pocos días, se atrevió a acercarse a la tienda de Saúl. El rey estaba
durmiendo la siesta y Abner, jefe del ejército, en vez de custodiar el sueño
del rey, se había dormido también. David, viendo a Abner dormido, decidió
llegar hasta el interior de la tienda y dejar junto al rey un signo de que,
habiendo podido matarlo, no había querido poner la mano sobre él.
David, cautelosamente, entró en la tienda, tomó la cantimplora de agua, que
se hallaba junto a la cabecera de Saúl. Cuando salía con ella, justo en el
momento en que iba a saltar sobre Abner, éste se dio media vuelta y
aprisionó a David entre sus piernas, impidiéndole salir. Asustado por el
imprevisto contratiempo, David se detuvo e invocó el auxilio del Señor. Y el
Señor, siempre atento a las súplicas de su elegido, al instante escuchó su
oración y le concedió, como siempre, más de lo que pedía. El Señor mandó una
avispa que hundió su aguijón en el pie de Abner, obligándolo, por el dolor,
a hacer un brusco movimiento. David así pudo aprovechar ese momento y
escapar del peligro. Apenas estuvo a salvo, David recordó cómo había
despreciado como inútiles y dañinas a la avispas. Reconoció su error y
atrevimiento, que le habían llevado a juzgar al Creador. Recobró así la paz
y pudo cantar las alabanzas del Señor, que ha creado todo con sabiduría y
amor.
Aún le quedaba al Señor una pregunta de David sin responder: su encuentro
con el loco. Y Dios fraguó para David una nueva situación que le sirviera de
lección y le curara de su orgullo. En una de sus huidas de Saúl, David buscó
refugio entre los mismos filisteos, aunque sabía que éstos le odiaban.
Intentó, pues, refugiarse en el palacio de Akíš, rey de Gat. Pero, para su
desgracia, los centinelas del palacio eran los hermanos de Goliat. Al verle
acercarse, éstos le reconocieron y decidieron vengar la muerte de su
hermano:
-Es el asesino de nuestro hermano, ha llegado la hora de darle su merecido.
El rey Akíš oyó la voz de sus centinelas y corrió a impedir que los hermanos
de Goliat hicieran justicia por su mano:
-No permitiré una acción semejante. Goliat fue vencido en combate, ¿y
vosotros queréis matar a David a traición?
Exasperados por esta salida del rey, los centinelas le replicaron:
-Si eso es lo que quieres, ¿ábrele las puertas de tu palacio? Goliat
proclamó que, si era vencido, los filisteos seríamos esclavos de Israel.
¡Hazte, pues, esclavo de David!
Ante estas palabras el rey cedió y dejó a los hermanos de Goliat que
realizasen sus planes de venganza. David, que había oído toda la discusión,
se sintió perdido e invocó el auxilio del Señor. La situación de peligro
arranca siempre en David el lamento y la petición de ayuda. En la prueba no
confía en sus fuerzas; siempre siente la necesidad de ser salvado y la
experiencia repetida de la salvación crea en él la certeza de que el Señor
no le fallará nunca. De aquí que la súplica sea simultáneamente lamento,
invocación, alabanza y abandono confiado en el Señor:
Ten piedad de mí, oh Dios, porque me persiguen,
todo el día, hostigándome, me oprimen.
Me pisan los talones mis enemigos,
innumerables son los que me hostigan.
Pero yo confío en ti,
¿qué puede hacerme un ser de carne?
Se conjuran, me insidian, observan mis pasos,
ansiando atrapar mi alma...
Tú llevas la cuenta de mis pasos errantes,
¡recoge mis lágrimas en tu odre!
Yo sé que estás de mi parte,
¿qué puede hacerme un hombre?
El auxilio del Señor no tardó en llegarle. A David, poco a poco, se le
fueron confundiendo las ideas y, en pocos instantes, cayó en la locura:
tamborileaba sobre el batiente de la puerta, reía y la baba le caía sobre su
barba. David, que está huyendo de un rey enloquecido, se finge loco para
escapar de otro rey... Akíš no soportaba a los locos, pues su esposa y una
de sus hijas llevaban años en la más deprimente de las locuras. Por eso, al
ver el estado de David, casi él mismo se vuelve loco:
-Mirad, este hombre está loco. ¿Qué hace aquí? ¿Es que me faltan locos para
que venga a mi casa uno más?
Los centinelas, viendo el horror del rey, harto de los gritos de su esposa y
de la hija, se asustaron de David y de la reacción del rey. Ninguno se
atrevió a acercarse a David, sino que le gritaron que se alejase de allí. La
fingida locura del israelita y la verdadera necedad del filisteo se alían
para abrir una salida al ungido del Señor. Así David pudo salir del aprieto
y volver sobre sus pasos. Y, una vez a salvo, recordó al loco de Belén y,
arrepentido de sus juicios sobre el Creador, cantó, con el alma purificada,
el canto agradecido al Señor, que mediante la locura le había salvado de la
muerte:
Bendeciré a Yahveh en todo tiempo,
sin cesar en mi boca su alabanza;
en Yahveh mi alma se gloría,
¡óiganlo los humildes y se alegren!
He buscado a Yahveh y me ha respondido:
me ha librado de todos mis temores.
Cuando el pobre grita, Yahveh oye
y le salva de todas sus angustias.
Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón,
él salva a los espíritus hundidos.
Muchas son las pruebas del justo,
pero de todas le libra Yahveh.
Otros muchos milagros hizo Dios en favor de David en su huida de Saúl. En
una ocasión, cuando Saúl y sus hombres estaban rodeando a David, un ángel se
apareció y anunció a Saúl que los filisteos estaban a las puertas de su
ciudad. Así Saúl tuvo que interrumpir la persecución de David, para ir a
rechazar el ataque de los filisteos. David comprendió que hasta los enemigos
entran en el plan de Dios para salvar la vida de sus elegidos. Del arpa de
David brotó el canto agradecido:
Yahveh es mi pastor, nada me falta,
aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo,
tu vara y tu cayado me sosiegan.
En su huida, David gustó el sabor amargo de la soledad; abatido recorrió
caminos y desiertos; conoció la suerte del elegido de Dios, a quien El ama y
acrisola hasta hacerlo uno con El. Como elegido de Dios, David se adhiere a
El de corazón y espera la hora de Dios, sin querer anticiparla él.
Abandonado a los planes de Dios, lo acepta todo de El y espera que el Señor
transforme en bendiciones todas las desgracias que le toca sufrir.
Pero una cosa, por encima de todas, le dolió a David en su huida: el verse
obligado a abandonar la Tierra Santa. Abandonar la Tierra, para habitar en
otro país, era para David "como adorar a los ídolos". Esto le llevó a
pronunciar su única maldición contra Saúl y sus hombres: "Malditos sean,
porque me han hecho escapar de la presencia del Señor, sacándome de su
heredad, diciéndome: Vete a servir a otros dioses". Pero, apenas pronunció
esta maldición, el temor de Dios le invadió el corazón. Le duele el odio de
Saúl, pero no puede dejar de amarlo como ungido del Señor. Entró dentro de
sí y, con todo su ser, pidió dos cosas al Señor:
No me entregues, Señor, en manos de mis enemigos,
y que Saúl no caiga en mis manos,
para que no me asalte la tentación de matar a tu ungido.