EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y
acciones simbólicas:
2. EL LIBRO DEVORADO
Emiliano
Jiménez Hernández
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2. EL LIBRO DEVORADO
La visión de la
gloria de Dios, que muestra su presencia entre los desterrados, toca en
lo más íntimo a Ezequiel, que cae rostro en tierra. Se trata, pues, de
una visión imponente, aunque silenciosa. Después una voz rompe el
silencio, ordenando al profeta:
-Hijo de hombre,
ponte en pie que voy a hablarte.
Con la palabra,
que llama, penetra en Ezequiel el Espíritu de Dios, que le pone en pie y
le abre el oído para escuchar al Señor. Dios, cuando ordena algo,
concede la gracia de realizarlo. Sin el don del Espíritu, Ezequiel no
hubiera podido ponerse en pie. El Espíritu acompaña siempre a la
Palabra. La Palabra y el Espíritu, repite san Ireneo, son las manos de
Dios Padre; con ellas crea el mundo y con ellas lleva a cabo la obra de
salvación de los hombres.
San Gregorio
Magno invita a sus oyentes a fijarse en el orden de la narración.
“Primero aparece la imagen de la gloria de Dios, que echa por tierra al
profeta. Luego le habla para levantarlo, y le da el Espíritu que es
quien le pone en pie... La contemplación de Dios en lo íntimo de nuestro
espíritu nos hace caer de bruces en tierra con el arrepentimiento. Pero,
cuando nos hallamos postrados por tierra, la voz del Señor nos consuela
para que levantemos la mirada hasta Él, cosa que no seríamos capaces de
hacer con solas nuestras fuerzas. Y por ello nos llena de su Espíritu,
que nos levanta y pone en pie”.
Ante la aparición
de la gloria de Dios, Ezequiel se ve a sí mismo, contempla su condición
de hombre frágil e impotente, y cae por tierra. Pero Dios, con la fuerza
de su palabra, le infunde un espíritu que le pone en pie. En pie acoge
la misión que Dios le encomienda; sostenido por el espíritu de Dios,
Ezequiel está en pie, pronto para el servicio, para ir donde se le
envíe, a “la casa rebelde de Israel”.
El “hijo de Buzi”
es interpelado por la voz de Dios como “hijo de hombre”, hijo de Adán,
hombre sin más. Abandonado el apellido de su familia sacerdotal, el
espíritu de profecía, que penetra en él, le da un nuevo nombre y una
nueva vida, levantándole de su postración. Ezequiel se alza con una
nueva personalidad. No es la carne ni la sangre lo que cuenta para la
misión, sino la vocación de Dios. Y Dios siempre llama para enviar a una
misión. A Ezequiel le llama para enviarle al pueblo de Israel, al pueblo
del destierro, que sigue siendo pueblo de Dios, casa de Israel, aunque
sea una “casa rebelde”. Para este pueblo, que tiene una larga historia
de rebeliones contra Dios, es elegido Ezequiel. Dios aún tiene una
palabra de salvación para su pueblo:
-Hijo de hombre,
yo te envío a los israelitas, a la nación de los rebeldes, que se han
rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han sido contumaces hasta este
mismo día. Los hijos tienen la cabeza dura y el corazón empedernido
(2,3-4).
La palabra que
llama y el espíritu que actúa sitúan a Ezequiel en una situación nueva.
En adelante Ezequiel pierde su ser para constituirse profeta de Dios.
Desde que Dios se le manifiesta no ha abierto la boca. Su mudez, hasta
que tenga una palabra de Dios en sus labios, será la constante de su
vida. Si Dios le da una palabra, él tendrá algo que decir; si Dios
calla, él permanecerá mudo. La dulzura y la amargura de la palabra
endulzará su paladar y amargará sus entrañas. Desde el comienzo necesita
sentir la palabra del Señor para sostenerse en pie. Muchas veces
necesitará oír en sus oídos y en el interior de su espíritu la palabra
personal de Dios, para él solo:
-¡No temas!
(2,6).
No temas se dice
a quien tiene miedo. Y es que Dios no engaña a su profeta. Le llama a
llevar una palabra a su pueblo, “te escuchen o no te escuchen” (2,5). La
palabra de Dios lleva en sí la fuerza de su cumplimiento. No vuelve a Él
vacía, sin haber cumplido su cometido. Los desterrados, acojan o
rechacen la palabra, no podrán decir que Dios les ha abandonado, tendrán
que reconocer que les ha enviado un profeta. Por eso la palabra es una
espada de doble filo: salva a quienes la aceptan y condena a quienes la
rechazan. Éstos se quedan sin excusas. Lo dice también Jesús en el
Evangelio: “Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no
tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Jn 15,22).
Frente a la
palabra de salvación, que lleva el profeta, sus oyentes, el pueblo
rebelde, opondrá otra palabra. Muchas veces el profeta, al sentir las
palabras con que le contradicen aquellos a quienes es enviado, tendrá la
sensación de estar sentado “en un nido de alacranes o escorpiones, en
medio de una tierra de cardos y espinas” (2,6), que le punzan con
calumnias e ironías despectivas. Dios le invita a no dejarse impresionar
por la cara de bronce de sus oyentes:
-Y tú, hijo de
hombre, no les tengas miedo, no tengas miedo de sus palabras si te
contradicen y te desprecian y si te ves sentado sobre escorpiones. No
tengas miedo de sus palabras, no te asustes de ellos, porque son una
casa de rebeldes (2,6).
Cuanto más le
repite el Señor su estribillo -“tú, no temas”-, parece que Ezequiel,
aunque no lo diga como Moisés (Ex 3,11) o Jeremías (Jr 1,6), tiembla de
pies a cabeza. Y Dios ya no se conforma con sostenerle con su palabra.
Realiza con él un rito sacramental. La palabra, que Ezequiel ha de
llevar a los desterrados, toma forma de libro, de rollo escrito por
ambos lados, por el anverso y por el reverso, por dentro y por fuera.
Ezequiel contempla la mano de Dios extendida hacia él, mientras le
ofrece el rollo y le dice:
-Y tú, hijo de
hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la casa rebelde! Abre
la boca y come lo que te doy (2,8).
En la vocación de
Isaías (Is 6,6-7) un serafín purifica sus labios con un carbón
encendido; sólo después su boca puede transmitir la palabra de Dios. A
Jeremías Dios mismo le toca la boca antes de poner sus palabras en ella
(Jr 1,9). En Ezequiel la escena se amplía con una dramatización mayor.
La mano de Dios extendida hacia él le ofrece el rollo para que lo coma,
llenándose con él las entrañas. También Juan será invitado a comer el
libro del Apocalipsis (Ap 10,8-11).
El rollo tenía
escritas “elegías, lamentos y ayes” (2,10). Ezequiel no ve en el rollo
ninguna palabra de salvación o consuelo. Y eso es lo que Dios le invita
a comer. Él, como profeta de Dios, tiene que gustar y asimilar el
mensaje antes de darlo a los demás. Ezequiel tiene que digerir la
palabra en su vientre. Dios le repite:
-Hijo de hombre,
cómete este rollo, alimenta tus entrañas con este rollo que te doy y
vete a hablar a la casa de Israel (3,1.3).
Sigue un gesto
conmovedor. Dios, como una madre da de comer a su hijo, extiende la mano
con el libro y se lo da a Ezequiel, que lo acoge con la boca abierta. La
palabra de Dios será el pan de cada día para su profeta:
-Yo abrí mi boca
y él me dio a comer el rollo (3,2).
Ezequiel nos
confiesa:
-Lo comí y me
supo en la boca dulce como la miel (3,3).
También para el
salmista “las palabras de Dios son más dulces que la miel, más que el
jugo de panales” (Sal 19,11;
119,103). Lo mismo dice Jeremías: “Se presentaban tus palabras y yo
las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jr
15,16). Para Juan, en el Apocalipsis, son dulces en la boca y amargas en
las entrañas: “Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue
en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las
entrañas” (Ap 10). Toda misión, que Dios encomienda al hombre, resulta
suave y ligera porque Él sostiene a sus enviados. La conciencia de estar
sostenidos por Dios les hace sentir alegría y dulzura donde hay amargura
y tristeza. Dios hace gloriosa la cruz de la misión.
Lo que Jeremías
dice como imagen, Ezequiel lo transforma en acción simbólica, aunque
suceda en una visión. El libro devorado llena sus entrañas. Comer el
rollo es expresión de una experiencia espiritual interior de la relación
íntima de Dios con el profeta, símbolo de la alianza de Dios con su
pueblo. Nutrido de esa palabra, Ezequiel escucha de nuevo la voz de Dios
que le envía:
-Hijo de hombre,
ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no te envío a
un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel.
No a pueblos numerosos, de habla oscura y de lengua difícil cuyas
palabras no entenderías. Si te enviara a ellos, ¿no es verdad que te
escucharían? Pero la casa de Israel no quiere escucharte a ti porque no
quiere escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel tiene la cabeza
dura y el corazón empedernido (Ez 3,4-7).
Dios habla al
hombre en lenguaje humano, inteligible, pero el hombre que cierra sus
oídos a la palabra de Dios hace su lenguaje ininteligible. Sólo la fe
hace inteligible la palabra de Dios, aunque suene en un idioma
extranjero, como en la predicación de Jonás a los ninivitas, o como
sucede en Pentecostés. Y la suerte del profeta es la suerte de Dios.
También Jesús dice a sus discípulos: “Quien a vosotros os escucha, a mí
me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me
rechaza a mí, rechaza al que
me ha enviado” (Lc 10,16). “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha
odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría lo
suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado
del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he
dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido,
también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también
guardarán la vuestra” (Jn 15,18-20).
El gesto de comer
el rollo simboliza la asimilación del mensaje divino, de forma que todo
el ser de Ezequiel queda penetrado por él, de tal modo que, grávido de
la palabra, deba darla a luz para los demás (Am 3,8; Jr 20,9). Y con
frecuencia este dar a luz la palabra supone dolores de parto. La dureza
de Israel para acoger la palabra de Dios hace que le cueste más escuchar
al profeta que a los mismos paganos, que nunca le han conocido. Ante el
embotamiento de la sensibilidad del pueblo de Dios para escuchar, el
profeta tiene que endurecer su rostro tanto como el de ellos. Es más,
Dios mismo le endurece el rostro y la frente:
-Mira, yo he
hecho tu rostro duro como su rostro, y tu frente tan dura como su
frente; yo he hecho tu
frente dura como el diamante, que es más duro que la roca (3,8-9).
Ezequiel lleva en
su corazón y en sus labios una palabra de condenación para el pueblo
rebelde. Su misma persona es palabra de Dios. Por ello su presencia es
incómoda, denuncia el pecado hasta suscitar el rechazo y la rebelión
contra el profeta lo mismo que contra Dios, a quien hace presente ante
el pueblo. Dios le hace, por ello, duro como el diamante, para que no se
doble como una caña ante el viento contrario. Esta firmeza les parece a
algunos insensibilidad. Es cierto que Ezequiel no tiene la sensibilidad
de Jeremías. No se queja como él. No descubre el combate interior de su
vida o no tiene un secretario, como Baruc, que nos lo transmita. Pero
más que de insensibilidad, se trata de fidelidad plena. Ezequiel no se
calla ninguna palabra de Dios por miedo ni la endulza para ser aceptado.
Es profeta de Dios y “el hijo de Buzi” no cuenta.
El nombre
Ezequiel significa “Dios me haga fuerte” o “Dios me hace fuerte”. Como
súplica o como afirmación, Ezequiel necesita esa fortaleza de Dios para
transmitírsela a los desterrados, que han perdido la esperanza, al
perder la tierra, la ciudad santa y el templo. ¿Dios no les ha
abandonado? Ezequiel, con toda la fortaleza que Dios le infunde, les
repetirá que, si en medio de ellos hay un profeta, es que Dios está con
ellos (2,5).
Para preparar
la boca del profeta a esta fidelidad, el Señor aún añade algo.
Antes de poder hablar en nombre de Dios, debe acoger la palabra en su
corazón, escucharla para sí y luego, hecha carne en él, ya puede
transmitirla:
- Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu
corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve donde los deportados,
donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así dice el Señor
Yahveh” (3,10-11).
Ezequiel ejerce su ministerio poco después de la reforma de Josías,
caracterizada por el descubrimiento de la Torá, es decir, el Deuteronomio.
Por ello en los oídos de Ezequiel resuenan las palabras del Deuteronomio,
invitando a guardar en el corazón lo que se escucha con los oídos: “Escucha,
Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh... Queden en tu corazón estas
palabras que yo te dicto hoy” (Dt 6,4.6).
Dios infunde su espíritu en Ezequiel al hablarle, lo impregna de sí al
comunicarle su palabra; se da una identificación entre Dios y su profeta. La
acogida del profeta es aceptación de Dios; el rechazo de Dios comporta el
rechazo del profeta (Cf Lc 10,16). El fracaso del profeta no es sino la
participación en el fracaso de Dios que trata en vano de salvar a su pueblo
(3,7).
San Gregorio Magno nos presenta a Ezequiel como señal del actuar de Dios con
nosotros. Dios, al presentarse ante nosotros, nos muestra su gloria y, por
contraste, nos hace ver nuestra miseria. Desde nuestro orgullo nos hace caer
por tierra. Luego, humillados, nos consuela con su palabra y nos levanta del
polvo con su Espíritu. Sólo después de haber recorrido estos dos pasos nos
envía a predicar, a llevar su palabra a los demás. Mientras estaba en pie,
el profeta tuvo la visión de la gloria de Dios y cayó por tierra; mientras
estaba postrado por tierra, recibió la palabra que le mandaba levantarse y,
una vez que el Espíritu le puso en pie, recibió la misión de ir a predicar.
Es el camino de cuantos Dios elige para enviarles a evangelizar. La humildad
nos lleva a la simplicidad; y la simplicidad, a la alabanza. Lo canta
maravillosamente el salmista: “Me sacó de la fosa de la muerte, del fango de
la ciénaga; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos. Puso en mi
boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios” (Sal 40,3-4).
Dios comienza salvando de la muerte del pecado, asegura los pies sobre la
roca de la fe y luego espera el canto nuevo de la predicación, que mueve a
los hombres a la alabanza, al reconocimiento de Dios. En el libro de
Ezequiel se repite unas cincuenta veces la frase “para que sepan que Yo soy
Yahveh”. El ministerio de Ezequiel consiste esencialmente en ser un signo
viviente de la presencia de Dios en medio del pueblo. Hay una constante en
el libro: a la ausencia de Dios, simbolizada por el exilio, se contrapone su
presencia mediante el profeta, que comunica su palabra.