Emiliano
Jiménez Hernández
Páginas relacionadas
18. PARÁBOLA DE LA OLLA AL FUEGO
Es el 5 de enero
del 588. La fecha forma parte de la parábola o acción simbólica. Dios le
dice a Ezequiel que deje constancia de la fecha con lo que la palabra de
Dios se carga de urgencia y precisión: “El año noveno, el día diez del
décimo mes, la palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo
de hombre, escribe la fecha de hoy, de este mismo día, porque el rey de
Babilonia se ha lanzado sobre Jerusalén precisamente en este día”
(24,1-2). Ezequiel suele datar los hechos según el reinado de Joaquín, a
quien él reconoce como el rey verdadero. Aquí, en cambio, nos da la
fecha a partir del reinado de Sedecías, lo mismo que encontramos en el
libro de los Reyes: “En el año noveno de su reinado, en el mes décimo,
el diez del mes, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su
ejército contra Jerusalén; acampó contra ella y la cercaron con una
empalizada. La ciudad estuvo sitiada hasta el año once de Sedecías” (2R
25,1).
Las fechas del
libro de Ezequiel abarcan un período comprendido entre 592 y 571 antes
de Cristo (1,1;8,1...; 29,17). Pocos libros de la Escritura nos dan
datos tan precisos como el de Ezequiel. Con la muerte de Josías en la
batalla de Meguido el año 609 termina el esplendor del reino de Judá..
Con su sucesor Yoyaquim se multiplican las injusticias, que amargan la
vida del profeta Jeremías. Yoyaquim es puesto en el trono el año 609 por
el faraón egipcio Necao. Pero en el 603 se ve obligado a someterse a
Babilonia. Más tarde se niega a pagar tributo y con ello provoca, cuando
él ya ha muerto, el primer asedio de Jerusalén y la deportación de un
grupo importante de judíos. Es el año 597. Entre los deportados está
Ezequiel aún desconocido y también el rey Joaquín, hijo de Yoyaqim,
cuando sólo lleva tres meses de reinado. Con el rey Joaquín son
deportados a Babilonia los notables del pueblo, los trabajadores
especializados, unos quince mil hombres. El templo sigue en pie, pero ha
sido saqueado de sus riquezas. En pie quedan aún las murallas, pero con
los impactos de las armas.
Al frente de
Judá, Nabucodonosor ha puesto como rey a Sedecías, débil y manipulado
por las distintas facciones que actúan en Jerusalén. Sólo una figura se
mantiene firme en Jerusalén, sólo frente a todos: el profeta Jeremías.
Sedecías reina desde el año 597 hasta el 586, nueve años de relativa
calma. Pero en el año 588 los representantes de Edom, Moab, Amón, Tiro y
Sidón, se congregan con Sedecías en Jerusalén. Quieren urdir una
rebelión contra Babilonia, para independizarse de ella. Nabucodonosor
responde con el asedio inmediato de Jerusalén. Tras año y medio la
ciudad sitiada se rinde. El templo es incendiado, lo mismo que el
palacio real y la ciudad. El ejército babilonio saquea los tesoros
judíos, derriba las murallas y deporta un nuevo grupo de judíos (2R 25),
que se unen a los que marcharon antes a Babilonia.
Este hecho de la
caída de Jerusalén marca la vida de Jeremías y de Ezequiel, si bien los
dos profetas se encuentran en las dos laderas opuestas del
acontecimiento. Jeremías pasa la vida esperando este momento que él
anuncia. Y, cuando llega el momento del exilio, Jeremías llora sobre las
ruinas de Jerusalén y parte hacia Egipto, donde no hay esperanza de
vuelta a Israel. Ezequiel, en cambio, vive la caída de Jerusalén en
Babilonia con los primeros exiliados, recibe a los de la segunda
deportación y anuncia a unos y otros la vuelta a Israel.
Volvamos atrás,
al momento en que Nabucodonosor se abalanza contra Judá. Con la llegada
del enemigo, toda la nobleza de Israel se refugia en la ciudad de
Jerusalén. Son las tajadas buenas que van cayendo en la olla... Ya
antes, (c. 11), cuando Ezequiel asiste a la partida de la gloria de Dios
del templo, contempla a algunos de estos hombres que corren del campo a
la ciudad, porque se creen seguros dentro de los muros de Jerusalén.
Ezequiel, para
ser testigo de cuanto ocurre, es transportado, -con el cuerpo o sin el
cuerpo, no tiene importancia-, por el Espíritu allí donde ocurren los
hechos. Lo narra él mismo: “El espíritu me elevó y me condujo al pórtico
oriental de la Casa de Yahveh, el que mira a oriente. Y a la entrada del
pórtico había veinticinco hombres, entre los cuales vi a Yazanías, hijo
de Azzur, y a Pelatías, hijo de Benaías, jefes del pueblo” (11,1).
Ezequiel se encuentra con algunos jefes del pueblo, de los que conoce a
dos. Yahveh le informa sobre sus actividades:
-Hijo de hombre,
éstos son los que maquinan el mal, dan malos consejos en esta ciudad.
Dicen: “¡No es para pronto el construir casas! Ella es la olla y
nosotros somos la carne” (11,2-3).
Se sienten
seguros, como carne valiosa en la olla, protegidos por los muros de la
ciudad y, sobre todo, por su falsa confianza en la presencia de Dios en
el templo. No se dan cuenta que, al dejar la Gloria de Dios la ciudad,
la olla se abrasa y se quema la carne que hay en ella. Ese es el fuego
del juicio, que Dios encarga anunciar a Ezequiel (11,4- 21).
Lo mismo que los
jefes, la gente de Jerusalén se dice: “la ciudad es la olla y nosotros
somos la carne” (11,3). Quienes se han librado del primer exilio se
sienten seguros dentro de Jerusalén, protegidos por sus muros, como la
carne dentro de la olla. En Jerusalén se sienten en su casa, “no
necesitan construir casas nuevas”. Para ellos el exilio es el castigo de
Dios a los pecados. Frente a esta concepción tradicional que ve en el
castigo un signo inequívoco de pecado (como repetirán a Job los amigos
que van a visitarle en el dolor), Dios, en boca de Ezequiel, lo niega
abiertamente. Jerusalén es, ciertamente, la olla, pero la carne no son
los vivos, sino los cadáveres que llenarán sus calles al ser alcanzados
por la espada. El espíritu de Dios irrumpe en Ezequiel y le manda decir:
-Así dice Yahveh:
Eso es lo que habéis dicho, casa de Israel, conozco bien vuestra
insolencia. Habéis multiplicado vuestras víctimas en esta ciudad; habéis
llenado de víctimas sus calles. Por eso, así dice el Señor Yahveh: Las
víctimas que habéis tirado en medio de ella son la carne, y ella es la
olla; pero yo os haré salir de ella. Teméis la espada, pues yo traeré
espada contra vosotros, oráculo del Señor Yahveh” (11,5-8).
Ezequiel, ampliando la imagen de la olla llena de herrumbre,
compone la bella parábola del capítulo 24 con resonancias en Miqueas (Mi
3,3). La toma de Jerusalén, el saqueo, la deportación y el duro
vasallaje que impone Nabucodonosor hubieran debido abrir los ojos a
Israel. Pero su ceguera es incurable. La casa de Israel, a la que dirige
su palabra Ezequiel es una “casa rebelde”. Ezequiel llama parábola al
oráculo del Señor. Se puede escuchar la parábola, se puede representar,
contemplar la acción y hasta percibir el olor de la carne cocida en la
olla. Si no fuera por la advertencia de que va dirigida a la casa de
rebeldía, se podría pensar en un banquete festivo, cuya solemnidad está
marcada por la abundancia y calidad de alimentos e invitados. Pero la
explicación posterior nos descubre que todo este carácter festivo está
cargado de ironía. El Señor manda a Ezequiel que componga una parábola
para la casa rebelde de Israel justo en el día en que Nabucodonosor pone
cerco a Jerusalén. La parábola se convierte en acción:
-Arrima la olla
al fuego, arrímala, y echa agua en ella. Echa en ella trozos de carne,
los trozos mejores, pernil y costillas. Llénala de los huesos mejores.
Toma lo mejor del ganado menor. Y luego apila debajo de ella la leña,
hazla hervir a borbotones, de modo que hasta los huesos se cuezan
(24,3-5).
Hasta aquí todo
es normal. Pero luego parece que el cocinero enloquece. Una vez cocida
la carne, continúa añadiendo leña y atizando el fuego para que se queme
hasta la olla. Por otra parte, el cocinero se afana por preparar un
banquete que nunca se va a celebrar; toda la frenética actividad del
cocinero parece que no mira a otra cosa que a quemar los alimentos y la
olla que los contiene.
La explicación de
la parábola está en medio de ella, dando fuego a las mismas palabras de
la narración. Los mejores trozos de carne, las tajadas más exquisitas
son los habitantes de Jerusalén, que se sienten los más seguros en la
ciudad más protegida, por tener la morada de Dios. Pero la catástrofe la
tienen a las puertas:
-Porque así dice
el Señor Yahveh: ¡Ay de la ciudad sanguinaria, olla toda roñosa, cuya
herrumbre no hay quien la quite! ¡Vacíala trozo a trozo, sin echar
suertes sobre ella! (24,6)
La sangre y la
herrumbre se corresponden. No hay quien limpie la olla de su herrumbre,
no hay quien limpie la sangre de la ciudad. Hace falta prenderla fuego
para purificarla:
-Porque la sangre
derramada en medio de ella se ha esparcido sobre la roca desnuda, no la
ha derramado en la tierra, donde el polvo pudiera cubrirla (24,7).
La violencia se
ha adueñado de tal modo de los habitantes de Jerusalén que ya no se
preocupan por echar tierra encima. Así la sangre, permaneciendo al
descubierto, no cesa de gritar pidiendo a Dios venganza:
-Para que mi
furor se desborde, para tomar venganza, he puesto yo su sangre sobre
roca desnuda, para que no fuera recubierta (24,8).
Dejar la sangre
al descubierto sobre la roca suscita la cólera de Dios. La Biblia nos
dice que el homicida, para tener tiempo de confesar el pecado e implorar
el perdón de Dios, cubría la sangre con el polvo de la tierra. Con ello
trataba de apagar el grito de venganza de la sangre derramada y de
aplacar el furor de Dios, vengador de toda sangre derramada. Pero los
habitantes de Jerusalén, en su arrogancia, no se preocupan de ocultar
sus crímenes. El homicidio para ellos no es un delito, sino una acción
legal, algo aceptado con normalidad.
Se podrían citar
tantos textos de Juan Pablo II, en los que actualiza esta palabra de
Ezequiel. Así, por ejemplo en Evangelium vitae: “Por desgracia,
el alarmante panorama de amenazas a la vida, en vez de disminuir, se va
más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el
progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión
contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y
consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados
contra la vida un aspecto inédito y -podría decirse- aún más
inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios
sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la
vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este
presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización
por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y
además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias” (EV
4).
“Hoy una gran
multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente,
los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho
fundamental a la vida” (EV 5). Estos atentados contra la vida naciente
-como contra la vida terminal- hoy “adquieren una gravedad singular, por
el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el
carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho...
Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima
precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa” (EV 11).
Dios mismo atiza
el fuego para acabar con la carne. El fuego de la cólera de Dios
transforma la olla en horno destructor. La ciudad, en que buscaban
protección, se convierte en lugar de aniquilamiento. La olla repleta de
manjares, que podía presagiar un banquete de fiesta, se transforma en el
horno donde se consumen hasta los huesos de sus habitantes. La ciudad de
Jerusalén ha de ser incendiada, porque en su interior no hay sino
iniquidad, vergüenza y arrogancia. El mal mismo es exaltado como bien:
-Pues bien, así
dice el Señor Yahveh: ¡Ay de la ciudad sanguinaria! También yo voy a
hacer un gran montón de leña. Apila bien la leña, enciende el fuego,
cuece la carne a punto, prepara las especias, que los huesos se abrasen
(24,9-10).
¡Que los huesos
se abrasen! Quizás Dios quiere llegar hasta el tuétano para purificar a
Israel. El culto, la palabra profética, los castigos..., son formas
diversas con las que Dios busca purificar al pueblo. Pero si no escuchan
ni escarmientan con los castigos menores, Dios recurre a remedios
extremos (Am 4,8-12). Es quizás el sentido de la actual interpelación:
- Mantén la olla vacía sobre las brasas, para que se caliente, se ponga al
rojo el bronce, se funda su suciedad, y su herrumbre se consume. Pero ni por
el fuego se va la herrumbre de la que está roñosa. De la impureza de tu
inmoralidad he querido purificarte, pero tú no te has dejado purificar de tu
impureza. No serás, pues, purificada hasta que yo no desahogue mi furor en
ti. Yo, Yahveh, he hablado, y cumplo la palabra: no me retraeré, no tendré
piedad ni me compadeceré. Según tu conducta y según tus obras te juzgarán,
oráculo del Señor Yahveh (24,11-14).
Ezequiel las transforma en alegorías las acciones simbólicas, lo mismo que
las parábolas. Cuando parece que describe una caldera y su contenido,
Ezequiel, en el fondo, está pensando en Jerusalén y sus habitantes. Por ello
la descripción parece a veces incoherente, pero es que la incoherencia de
las imágenes es la regla de cualquier representación alegórica. Así resulta
que todo lo que se dice de la caldera es aplicable a Jerusalén. Ni las
masacres, ni la primera deportación, ni un violento incendio han sido
suficientes para purificar la ciudad de su pecado. La ciudad es, como dicen
los falsos profetas, una caldera; pero no es una caldera de bronce, que el
enemigo no puede asaltar, como ellos dicen. Se trata de una caldera, cuya
herrumbre ha carcomido profundamente el metal, es una caldera manchada de
sangre y, por más que se la ponga al rojo, seguirá siempre sucia.
Con esta parábola de la olla, propuesta el mismo día en que comienza el
asedio de Jerusalén, Ezequiel anuncia el fin de la ciudad sanguinaria.