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Figuras bíblicas: VI. PROFETAS

 

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas 

 

1. Elías y Eliseo

2. Amós y Oseas

3. Isaías y Miqueas

4. Sofonías, Nahum, Habacuc y Jeremías

5. Ezequiel

6. Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías, Joel y Jonás

Figuras bíblicas del Antiguo Testamento

Salomón marca la época gloriosa de la monarquía de Israel. Su sabiduría, el esplendor de sus construcciones, sobre todo del Templo, y sus inmensas riquezas cubren de fama a Salomón, a quien visita hasta la reina de Saba. Pero ya con la muerte de Salomón, cuyo corazón en la vejez fue desviado hacia dioses extranjeros por sus mujeres, el reino se divide en dos: Judá e Israel. De sus sucesores, sólo Ezequías y Josías se mantienen plenamente fieles a la alianza del Señor. No obstante la infidelidad del pueblo, Dios mantiene la promesa hecha a David; siempre queda un resto fiel, depositario de la promesa mesiánica; es el resto "que no dobla las rodillas ante Baal", manteniéndose fiel a la Alianza.

Salomón ha construido un templo a Dios, "donde viva para siempre" (1Re 8,13). Pero Dios no se deja "encerrar" en un templo (He 7,45-51), es el Dios que acompaña al pueblo en su historia. Frente a los reyes, que arrastran a Israel a la idolatría, Dios suscita sus profetas, quienes en su nombre, invitan al pueblo a mantenerse fiel a la Alianza. Profeta, como indica la palabra, es quien habla en nombre de Dios: "Tú serás como mi boca" (Jr 15,19). Los profetas transmiten la palabra de Dios con su boca, con su vida, con los gestos simbólicos que realizan. A la luz de Dios iluminan los acontecimientos del pueblo. Denuncian el pecado y llaman a conversión. Leen el presente a la luz de las actuaciones de Dios en el pasado, con lo que abren una esperanza futura para el pueblo fiel. No todos los profetas nos han dejado escritos. Su vida y su palabra oral son sus profecías.

 

 1. ELIAS Y ELISEO

 

Durante el reinado de Ajab (874-853) y de su esposa Jezabel, hija del rey de Tiro, la fidelidad del pueblo a la Alianza del Señor se vio amenazada por la introducción del culto a Baal en Samaría. Entonces surge, de improviso, el profeta Elías. Su nombre Eli Yahu (Yahveh es mi Dios) indica su misión; suena como un grito de arenga a la guerra santa contra la idolatría. Elías, "el hombre de Dios", se alza para defender la fe de Israel, enfrentando al pueblo con el dilema de servir a Yahveh o a Baal: "Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle a él".

La sequía anunciada por Elías

Elías comienza su ministerio presentándose ante el rey Ajab para anunciarle, en nombre de Yahveh, que "no habrá ni rocío ni lluvia sino por la palabra de Dios" (1Re 17,1). La sequía será total. Baal, entronizado por Ajab, dios de la lluvia y de la fecundidad de la tierra, no podrá hacer nada frente a Yahveh, de quien en realidad depende la lluvia que fertiliza la tierra. "Por tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre en todo el país" (Lc 4,25). Una vez anunciado el mensaje al rey, Elías se escondió en una cueva del torrente Querit, al este del Jordán. Allí Dios proveyó a su sustento: "los cuervos le llevaban por la mañana pan y carne por la tarde, y bebía agua del torrente".

 Al cabo de un tiempo, habiendo cesado totalmente las lluvias, se secó el torrente. Dios entonces indica al profeta que se traslade a Sarepta. Allí vive con el milagro de la harina y del aceite de una viuda, a quien Elías anuncia en nombre de Dios: "No faltará la harina que tienes en la tinaja ni se agotará el aceite en la alcuza hasta el día en que Yahveh haga caer de nuevo la lluvia sobre la tierra". La viuda hizo lo que le dijo el profeta y se cumplió "lo que había dicho Yahveh por Elías". "Muchas viudas había en Israel en los días de Elías y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón" (Lc 4,26). Los milagros confirman la autenticidad de su palabra.

Pasados los tres años de sequía, Dios saca a Elías de su ocultamiento y le envía de nuevo a Ajab. Apenas Ajab vio a Elías, le dijo: "¿Eres tú, ruina de Israel?". Y Elías le respondió: "No soy yo la ruina de Israel, sino tú y la casa de tu padre, apartándoos de Yahveh para seguir tras los baales". Elías indica a Ajab que convoque en el Carmelo a todos los profetas de Baal. Ante ellos Elías habla a todo el pueblo: "Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies, danzando en honor de Yahveh y de Baal?" (1Re 18,21).

El fuego consume el sacrificio de Elías fente a Israel

Elías, único profeta fiel a Yahveh, se enfrenta en duelo con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Pero no tiene miedo: el duelo es entre Yahveh y Baal. La prueba, que Elías propone, consiste en presentar la ofrenda de un novillo, él a Yahveh; los otros, a Baal. Colocarán la víctima sobre la leña, pero sin poner fuego debajo. "El dios que responda con el fuego, quemando la víctima, ése es Dios" (18,24). Con gritos, danzas y sajándose con cuchillos hasta chorrear sangre estuvieron invocando a Baal sus profetas, de quienes se burlaba Elías. Al atardecer tocó el turno a Elías. Levantó con doce piedras el altar de Yahveh, que había sido demolido, dispuso la leña y colocó el novillo sobre ella, derramando agua en abundancia sobre él y la leña... Luego invocó al Señor: "Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he hecho estas cosas" (18,36). Al terminar su oración cayó el fuego de Yahveh que devoró el holocausto y la leña. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra y dijeron: "¡Yahveh es Dios, Yahveh es Dios!" (18,39). Y, a una indicación de Elías, el pueblo se apoderó de los profetas de Baal y los degolló en el torrente Cisón, al pie del Carmelo.

Elías dijo a Ajab: "Sube a comer y a beber, porque ya suena gran ruido de lluvia" (18,41). Elías oró al Señor y el cielo se cubrió de nubes y cayó gran lluvia. "La oración ferviente del justo, comenta el apóstol Santiago, tiene mucho poder. Elías era un hombre de igual condición que nosotros; oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto" (Sant 5,17).

"Elías, levántate y come porque el camino es largo"

 

 Después de su victoria contra los profetas de Baal, Elías es perseguido por Jezabel, esposa del rey Ajab, que no le perdona la muerte de sus profetas. Elías, único profeta de Yahveh, para salvar su vida, huye, sube a las fuentes de la Alianza, al monte Horeb, que es la montaña donde Dios selló su Alianza con Israel. Este retorno de Elías a la cuna del nacimiento del pueblo de Dios es el signo característico de todos los profetas. Pero no se llega al Horeb, el monte de la manifestación de Dios, sin cruzar el desierto. Elías, como el pueblo liberado de Egipto, camina por el desierto bajo el implacable sol. Solo, devorado por el hambre y la sed, cae rendido y se duerme a la sombra de una retama. Es tal el cansancio que se desea la muerte: "¡Basta, Yahveh! Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres" (19,4). Dios, que alimentó a Israel con el maná y le dio el agua de la roca, reconforta ahora al profeta, dejando a su cabecera una torta cocida y una jarra de agua. El Señor, que le espera en el Horeb, le dice: "Levántate y come, porque te queda aún mucho camino" (19,5). Con la fuerza de la comida del Señor caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al monte Horeb.

En el Horeb, Elías se refugia en una cueva. El Señor con su palabra le saca fuera: "Sal y ponte en el monte ante Yahveh que va a pasar delante de ti" (19,11). Ante Elías pasa un viento impetuoso que quiebra las peñas, pero no estaba Yahveh en el viento. Tras el viento vino un terremoto, pero no estaba Yahveh en el terremoto. Tras el terremoto vino fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Tras el fuego vino un ligero susurro de viento. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostro con el manto, se puso en pie a la entrada de la cueva y oyó la voz de Yahveh que le enviaba de nuevo a Israel para ungir a Jehú como rey de Israel y a Eliseo como profeta, sucesor suyo. Partió Elías y halló a Eliseo, que estaba arando con doce yuntas. Pasando junto a él, le echó su manto y Eliseo, dejando los bueyes se echó a correr tras él y le dijo: "Déjame ir a abrazar a mi padre y a mi madre y te seguiré" (19,20). Elías le responde: "Vete y vuelve, ¿qué te he hecho?". Volvió atrás Eliseo, tomó el par de bueyes y los sacrificó; con el yugo y el arado de los bueyes coció la carne e invitó a comer a sus gentes. Después se levantó, se fue tras Elías y entró a su servicio.

Elías llama a Eliseo

El espíritu de Elías pasa a Eliseo. Discípulo y maestro marchan hacia Jericó. Elías trata de alejar de su presencia a Eliseo, pero éste no le abandona. Con su manto abre Elías las aguas del Jordán y los dos pasan a la otra orilla. Elías dice a Eliseo: "Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de que sea apartado de ti". Y Eliseo le dijo: "Dame dos partes de tu espíritu". Le replicó Elías: "Difícil cosa has pedido. Si logras verme cuando sea arrebatado de ti, lo tendrás; si no, no lo tendrás". Mientras caminaban y hablaban, un carro de fuego separó a uno de otro, y Elías fue arrebatado al cielo en el torbellino. Eliseo miraba y clamaba: "¡Padre mío! ¡Carro de Israel y auriga suyo!". Y ya no vio más a Elías. Entonces Eliseo agarró su túnica y la rasgó en dos; luego recogió el manto, que se le había caído a Elías, se volvió y se detuvo a la orilla del Jordán, y con el manto de Elías golpeó las aguas, diciendo: "¿Dónde está Yahveh, el Dios de Elías?". Golpeó las aguas, que se dividieron a un lado y a otro, y cruzó Eliseo. Al verlo, los hermanos profetas comentaron: "Se ha posado sobre Eliseo el espíritu de Elías" (Cfr 2Re 2).

Elías sube en el carro de fuego

 El Eclesiástico nos ha dejado su testimonio de Elías y de Eliseo: "Surgió el profeta Elías como fuego, su palabra abrasaba como antorcha. ¡Qué glorioso fuiste, Elías, en tus portentos! ¿Quién se te compara en gloria? Un torbellino de fuego te arrebató al cielo, en carro de caballos de fuego. Fuiste designado para el momento de calmar la ira antes de que estalle, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y restablecer las tribus de Jacob.  Dichosos los que te vean a tu retorno y duerman en el amor de Dios. Cuando Elías quedó envuelto en el torbellino, Eliseo se llenó de su espíritu. En sus días no fue zarandeado por nadie, y nadie pudo dominarlo. Nada era imposible para él. Durante su vida hizo prodigios y después de su muerte fueron admirables sus obras" (Eclo 48,1ss).

La predicación de Elías, "el hombre de Dios", no ha sido recogida en un escrito, pero es el prototipo de profeta. Ya Malaquías anuncia la vuelta de Elías en tiempos del Mesías. Durante la transfiguración de Jesús, Elías aparece junto a Moisés, representando el testimonio que la Ley y los profetas dan de Cristo, el Salvador. Y Eliseo, con sus prodigios, en favor de Israel y de los extranjeros (curación de Naamán el sirio), es figura del Salvador, enviado como "luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel" (Lc 2,32). Jesús, el verdadero profeta de Dios, repetirá centuplicados los milagros de Eliseo.[1]

 

2. AMOS Y OSEAS

En el siglo VIII, en el reino del Norte, aparecen los profetas Amós y Oseas. Amós, el pastor de Tecua, hablando de su vocación, declara: "Yahveh me arrancó de detrás del ganado y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel" (Am 7,15). Para ser profeta de Dios, Dios se comunica con él, revelándele sus planes: "No hace cosa Dios sin revelar su plan a sus siervos los profetas. Ruge el león. ¿quién no temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizará? (3,7s). El Señor es el león, que ruge antes de lanzarse sobre la presa; el profeta es la voz de ese rugido, que denuncia el pecado e invita a conversión; si no es escuchada su palabra y el pueblo no se convierte, el león atrapará su presa. La vocación de Dios es irresistible. Amós no puede sustrarse a ella.

Bajo el reinado de Jeroboam II, Israel alcanzó la cima del poder y prosperi­dad. El eclipse de las grandes potencias durante este período dejó algún respiro a los pequeños reinos. En el reino del Norte encuentra Amós abundancia y esplendor en la tierra, elegancia en las ciudades y poder en los palacios. Los ricos tienen sus residencias de invierno y de verano adornadas con costosos marfiles y suntuosos sofás con almohadones de damasco, sobre los que se reclinan en sus magníficos banquetes. Han plantado viñas y se ungen con preciados aceites; las mujeres se dan al vino. A los pobres se les explota y hasta se les vende como esclavos. Los jueces están corrompidos.

Amos denuncia el pecado del pueblo

En este momento, arrancado por Dios de su vida tranquila en el campo, Amós, cuidador de higos de sicómoro, es enviado desde Jerusalén, morada del Señor, al reino del Norte. Israel, en la cima de su prosperidad, pero lleno de injusticias y corrupción, vive confiado en la propias fuerzas humanas; está a punto de experimen­tar una catástrofe, que no quiere ni oírla mencionar. Denunciar el pecado de Israel y anunciar la inminente catástrofe es la misión de Amós.

Amós comienza denunciando el pecado de las naciones enemigas para concluir con su profecía contra los oyentes. Les recuerda los prodigios realizados por el Señor en su favor para que resalte más el pecado de su infidelidad. Amós recuerda que el Dios de Israel es el Dios que acompañaba a su pueblo en la marcha por el desierto (2,10). La vida en tiendas creaba una hermandad entre todos, pendientes de la mano de Dios. Ahora, en la tierra, surgen las desigualdades entre ellos y el olvido de Dios (5,4-6). Con la paz que el Señor les ha concedido, a Israel le ha llegado la prosperidad; pero con ella ha entrado el lujo, la confianza en los bienes de la tierra y la corrupción. El pueblo se prostituye con el culto a los Baales, dioses de la fertilidad, en cuyo honor eleva altares o estelas en cada colina. Ahora el Señor, que ha elegido a Israel, le toma cuentas. Amós ve a Dios actuando en la historia. En lo oscuro del presente distingue los signos de una acción de Dios ya en marcha. Las cinco visiones (c. 7-9) muestran cómo el profeta percibe el significado de unos acontecimientos que los demás consideran insignificantes. Una invasión de langostas, una sequía, una plomada, unos frutos maduros, un terremoto son signos donde el profeta descubre la actuación de Dios.

La ira divina se alza contra el pecado. Dios no soporta a quienes unen el culto y la iniquidad: "Escuchad, hijos de Israel, esta palabra que dice el Señor a todas las familias que saqué de Egipto: A vosotros solos os escogí, entre todas las familias de la tierra; por eso os tomaré cuentas por vuestros pecados" (3,1-2). El amor de predilección al ser despreciado duele. Por ello "el Señor ruge desde Sión, alza la voz desde Jerusalén" (1,2). La voz de Dios se compara con el rugido del león a punto de caer sobre su presa; Israel es la presa. "El león ha rugido, ¿quién no temerá? El Señor Dios ha hablado, ¿quién no profetizará?" (3,8).

El profeta y sus palabras

Esta es la profecía de Amós, fuente de esperanza. Israel no ha buscado a Dios, El va a encontrarse con Israel. Dios mismo suscitará el hambre y la sed de su palabra: "He aquí que vienen días en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh" (8,11). El Señor salvará a un resto de supervivientes gracias a su fidelidad a la elección de Israel como su pueblo. El Señor castigará a su pueblo, pero no lo destruirá; lo enviará al destierro, pero un resto se salvará y volverá a poseer la tierra prometida: "Los plantaré en su campo y no serán arrancados del campo que yo les di, dice el Señor tu Dios" (9,15). "Así dice Yahveh: Como salva el pastor de la boca del león dos patas o la punta de una oreja, así se salvarán los hijos de Israel" (3,12). "He aquí que los ojos del Señor están sobre el reino pecador; voy a exterminarlos de la faz de la tierra, aunque no exterminaré del todo a la casa de Jacob" (9,8). Este resto de Israel arrancado del desastre perpetuará la existencia del pueblo elegido.

El profeta Oseas

Oseas es el profeta de la decadencia y caída del reino del Norte que siguió a la muerte de Jeroboam II. Con sus sucesores, -cinco reyes en diez años-, Israel se prostituyó, contaminándose en alianzas con Asiria y Egipto. Dios se lamenta: "Todos los reyes han caído; no hay entre ellos quien me invoque" (Os 7,7).

 Oseas, como los demás profetas, se opone al culto vano que se rinde a Dios en el templo. Pero no se opone al culto; busca más bien la autenticidad cultual. Lo que no soporta es el divorcio entre el culto y la vida. El profeta vincula el culto verdadero con la existencia auténtica del pueblo de Dios. Oseas critica a los sacerdotes, no por ser sacerdotes, sino por no serlo: "Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora. Deseo amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos" (6,4ss).

Oseas no se cansa de acusar el pecado capital de Israel: la infidelidad al Señor, que presenta como prostitución y adulterio. Esta infidelidad se muestra ante todo en el culto a los ídolos, con sus altares y sacrificios, los cultos de fertilidad y la prostitución sagrada. En segundo lugar acusa la alianzas de Israel con Egipto y Asiria, que es otra forma de infidelidad a Dios. Oseas grita a Israel que la confianza en Egipto y Asiria no da seguridad a Israel; les llevará más bien al exilio: "Retorna­rán a la tierra de Egipto y Asiria será su rey, pues se niegan a volver a mí" (11,5). Sin embargo el amor de Dios por Israel es indestructible. Dios es incapaz de abandonar al pueblo que ama entrañablemente (11,8). Oseas, campesino como Amós, experto en leones, panteras y osos, no ha sido enviado a anunciar la destrucción, sino a llamar a conversión para que Israel vuelva al amor primero: "Cuando Israel era un niño, yo lo amé, y llamé a mi hijo de Egipto. Yo fui quien enseñó a caminar a Efraím, lo alcé en mis brazos, con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía a mí, me inclinaba y le daba de comer" (11,1ss). Oseas añora el tiempo del desierto, tiempo de los esponsales con Dios. A la esposa, comunidad de Israel, que ha roto la Alianza, Dios le dice: "Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón..., y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto" (2,16;12,10).

Oseas ha escrito las páginas más bellas del Antiguo Testamento, cantando el amor de Dios como esposo y como padre. En la experiencia personal del adulterio e infidelidad de su esposa, Oseas ha comprendido profundamente el amor de Dios: la infidelidad del pueblo a la alianza es un adulterio, pues el amor de Dios es el amor apasionado de un esposo, capaz de perdonar todo y de volver a comenzar de nuevo.

 En la línea de los gestos simbólicos de los profetas, Oseas nos revela los designios de Dios con su propia persona. Su matrimonio es símbolo vivo de las relaciones de Dios con su pueblo. Oseas habla, como profeta de Dios, con su misma vida. Oseas, con su amor a "una mujer adúltera" proclama el amor con que "Dios ama a los hijos de Israel" (3,1). En la historia de su matrimonio todo es símbolo de una realidad oculta, desde los nombres de los hijos hasta los gastos hechos por Oseas para encontrar de nuevo a su mujer. Oseas ha amado y ama a una mujer que no ha respondido a su amor más que con la infidelidad. Así ama siempre Dios a Israel, esposa infiel, que con sus adulterios e idolatrías provoca sus celos y su furor. Pero el esposo sigue amándola. Tras probarla, ocultando su rostro por un instante, le devuelve las alegrías del primer amor: "Voy a ocultarme hasta que busquen mi rostro. En su angustia me buscarán" (5,15). La ama tanto que transformará el mismo amor de la esposa hacia él; lo hará reflejo del amor recibido, inquebrantable e indefectible.

El profeta Oseas es el primero que utiliza la realidad del matrimonio para explicar la comunidad de amor entre Yahveh y su pueblo. Es la propia experiencia conyugal del profeta la que se reviste de significado simbólico. Su vida conyugal constituye la acción simbólica que Dios sugiere al profeta. Yahveh pide a Oseas que tome como esposa a Gomer, una joven israelita iniciada en los cultos de fecundidad cana­neos, es decir, una prostituta sagrada. Esta unión da a Oseas tres hijos, dos varones y una mujer, que, como indican sus nombres, llevan el sello del culto a Baal: son hijos de prostitución; la hija se llama "No‑Amada" y el tercer hijo "No‑mi‑Pueblo".

Oseas y su mujer adúltera

 

Después de algún tiempo Gomer abandona a su ma­rido, cayendo de nuevo en la prostitución, que ahora es calificada de adulterio. Gomer se ha entregado a otros amantes. Pero el profeta sigue amándola y por encima de la ley del Deuterono­mio (24,1), obedeciendo a la pa­labra de Dios, Oseas hace volver junto a él a la esposa adúltera, que le ha abandonado y pertenece a otro. Se ocupa de ella afectuosamente, le manifiesta su cariño per­sistente y restablece la vida conyugal (c. 1‑3).

En esta experiencia conyugal, el profeta descubre el misterio de la relación de amor nupcial entre Dios y su pueblo infiel a la alianza. La idolatría no es sólo prosti­tución, sino un adulterio, el pecado de una esposa colmada de amor que olvida lo que ha recibido y traiciona a su esposo. Dios habla a Israel en el lenguaje de un amor despreciado que no se deja vencer por la traición, sino que con una serie de castigos, ‑"ocultar su rostro benévolo por un momento"‑, trata de atraer y seducir de nuevo a la infiel hasta que lo consigue; la prueba y vuelve a recibirla con el ardor de los desposorios y la colma de dones: amor, compasión, justicia y fidelidad, hasta hacerla digna de su amor. Este amor será la última palabra. Israel volverá a atravesar el tiempo del desierto, ‑tiempo de noviazgo‑, y nuevos esponsales prepara­rán las nupcias que se consu­marán en la ternura y la fideli­dad. El pueblo puri­ficado conocerá a su Esposo y su amor fiel:

Pero yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Le regalaré sus antiguos huertos; el Valle de la Desgracia (Akor) lo haré Puerta de la Esperanza, y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto. Aquel día, ‑oráculo del Señor‑, me llamará "Esposo mío", no me llamará más "Baal mío". Arrancaré de su boca los nombres de los ídolos y no se acordará de invocarlos. Aquel día haré para ellos una alianza... Me desposaré contigo en matri­monio perpetuo, me desposaré contigo en derecho y jus­ticia, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh... Me compadeceré de "No‑Compadecida" y diré a "No­‑es‑mi‑pueblo": "Tú eres mi pueblo", y él dirá: "Tú eres mi Dios" (2,16-­25).

La mujer adúltera de Oseas

 

 El mensaje, que Oseas testimonia con su vida, no puede ser más explícito. Oseas, después del adulterio, ama, olvida y perdona a la mujer que no ha respondido a su amor. Dios sigue amando a Israel después de sus infidelidades, olvida y perdona sus adulterios con los ídolos. Yahveh se siente abandonado des­pués de haber estable­ci­do una alianza de amor en el Sinaí. Ninguna palabra mejor para expresar este hecho que el término adulterio, pues se trata de una auténtica infide­lidad y ningún otro símbolo más expresivo que el propio matrimonio de Oseas para proclamar el amor de Dios: así ama Dios a su pueblo. A través de una experiencia tan dramática y llamati­va, la realidad de la alianza se nos ha hecho más comprensi­ble. El testimonio de una vida conyugal es la acción profética en la que se encarna con fuerza el mensaje del amor de Dios. El matrimonio se convierte en símbolo de la obra de salvación que Dios realiza con su pueblo.

Este amor, como el de dos esposos, conocerá vicisitudes; éstas simbolizan la alter­nancia que caracteriza a la historia de Israel en el tiempo de los jueces: salvación, pecado, aban­dono al poder enemigo, arrepentimiento, perdón y sal­vación. Es la historia repetida de las relaciones de Dios con Israel y, más en general, de Dios con el hombre. Oseas dice literalmente: "Ella no es mi mu­jer (issah) y yo no soy su esposo ('is)" (2,4). La realidad de la que habla el primer relato del Génesis «ser dos en una sola carne» ha dejado de existir. No es Yahveh, sino Israel, por la dureza de su corazón, el que ha tomado la iniciativa del divorcio, que Yahveh no ha aceptado. Se con­tentará con rehusarle sus cuida­dos, "vestirla" (Ex 21,10), alimentarla, darla fecundi­dad, cosechas y fiestas, pero sólo como medio para buscar a la infiel y llevarla a la alianza en fidelidad definitiva.

Oseas y la mujer adúltera

Oseas comprende que su matrimonio ha sido escogido por Dios para constituir un mensaje tangible, visible, dirigido a Israel, para representar profética­mente la fidelidad de Dios a la alianza. Su matrimonio entra en el "plan de la historia de salvación de Dios", como la unión de Adán y Eva estaba en el "plan de la creación". La fidelidad conyugal de Oseas, mantenida contra viento y marea, era, aun para los piadosos israelitas, algo sorprendente, inaudito, y por tanto elocuente. El carácter elocuente de su gesto no podía expresarse más claramente. Así resaltaba la importancia de su mensaje. Es algo muy cercano a los gestos de Jesucristo en el Evangelio. En la vida matrimonial, Oseas, guiado por la experiencia exis­tencial de lo que Dios representa para Israel, ha podido llevar a cabo esta misión, en la que podemos ver un anti­cipo, aún velado, de la visión sacramental del matrimonio en el Nuevo Testamen­to. San Pablo lo expresa con la fuerza de Oseas: "Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada... Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,25ss).

 

 3. ISAIAS Y MIQUEAS

Durante el mismo siglo VIII, en el reino del Sur, se encuentran los profetas Isaías y Miqueas. Durante el largo reinado de Uzías, Judá alcanzó la cima de su poder. Su éxito como rey, administrador y comandante del ejército lo convirtió en el gobernante más grande de Judá desde la división del Reino. Pero la fortaleza de Uzías se convirtió en su debilidad. Se enorgulleció, lo que le llevó a su destrucción. En su arrogancia intentó usurpar el poder del sacerdocio, hasta entrar en el Templo del Señor para quemar incienso en el altar, una misión reservada al Sumo Sacerdote. Al oponérsele los sacerdotes montó en cólera y, mientras la ira iba en aumento, la lepra comenzó a brotar en su frente. "Y el rey Uzías fue leproso hasta el día de su muerte, y por ser leproso habitó en una casa apartada, pues fue excluido de la casa del Señor" (2Cro 26,18-21).

 

El profeta Isaías

 

Isaías recibe su llamada como profeta en el año de la muerte de Uzías. En su nombre, "Yahveh salva", lleva marcada su misión: "Aquí estamos yo y los hijos que me ha dado Yahveh como señal para Israel" (Is 8,18). La interven­ción de Dios en la vida de Isaías le "aparta de seguir la ruta que sigue el pueblo" (8,11). El drama de su predicación es que el plan de Dios choca con los planes humanos. Son planes que distan el uno de los otros como el cielo y la tierra. Los planes de los hombres son inconsistentes. El profeta toma conciencia del plan de Dios cuando es enviado con la misión de anunciarlo (6,9ss). Esta misión consiste en invitar a los hombres a que abandonen los planes inútiles, a los que prestan tanta atención, y que dirijan sus miradas al designio, el único eficaz, de Dios. El plan de Dios, a primera vista, es extraño, misterioso, pero cuando se lo comprende resulta admirable (28,29). La obra de Yahveh pasa, como la del labrador, por la devastación, la aniquilación, la muerte; pero de ello brota la vida (6,13).

Como los reyes de Judá alardean de su orgullo y arrogancia de corazón, el territorio de Judá es devastado y Jerusalén sitiada. "El corazón del rey Ajaz y el corazón de todo el pueblo se conmovieron como los árboles del bosque se agitan con el viento" (7,2). En ese momento Isaías transmite la palabra de Dios al rey: "¡Alerta, pero ten calma! No temas ni desmaye tu corazón por ese par de cabos de tizones humeantes" (7,4), que planean conquistar Judá. El temor del rey no disminuye con la palabra del profeta. En un intento de convencer al rey, Isaías se ofrece a confirmar sus palabras con un signo: "Pide para ti una señal de Yahveh tu Dios en lo profundo del abismo o en lo alto de los cielos". Pero Ajaz replicó: "No la pediré, no tentaré a Dios" (7,11). Ajaz, sitiado y acosado por sus enemigos, decidió que era más prudente ser "hijo y siervo" del rey de Asiria que hijo y siervo del Dios invisible. Así Judá se rindió a los pies de Asiria.

El rey, para llegar a un acuerdo con la potencia más grande del mundo, está dispuesto a abandonar la fe en Dios, "concertando un pacto con la muerte" (28,15). Isaías, que ve la historia como escenario de la acción de Dios, donde los reinos e imperios surgen por un tiempo y luego desaparecen, percibe un designio más allá de las sombras del momento: "Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que la virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (7,14;Mt 1,23).

El profeta Isaías

 

 El profeta habla, hasta grita (40,6) la palabra de Dios; pero también la comunica con signos y gestos. Camina por Jerusalén con vestidos de esclavo, como símbolo de lo que espera a los pueblos en los que Judá pone su confianza. Quienes actúan como si no hubiera Dios son como necios que siembran sin tener en cuenta las estaciones del año. Isaías se opone a toda alianza con Asiria o con Egipto, pues el destino de las naciones está en manos de Dios y no lo decide el poder de las armas. "Sólo volviéndoos a Dios seréis salvados; en la quietud y confianza está vuestra fuerza" (30,15). "Los egipcios son hombres y no Dios; sus caballos, carne y no espíritu" (31,3).

La preocupación primordial de Isaías no es la política exterior de Judá, sino el estado interior de la nación. La gente compra, vende, celebra, se regocija, pero Isaías está consumido por la angustia. No puede quedarse indiferente ante los crímenes que contempla: opresión de los pobres y adoración de los ídolos. Jerusalén, "la ciudad fiel se ha tornado una prostituta" (1,21). Isaías contempla la aflicción de Dios, que se siente abandonado por sus hijos: "Hijos crié y saqué adelante y ellos se rebelaron contra mí. Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, Israel no conoce, mi pueblo no discierne. Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel" (1,2s). El hombre ha llegado a ser una carga y aflicción para Dios, que odia su culto, sus festividades, sus celebraciones (1,11ss). Pero todas estas acusaciones no son más que la expresión de su amor herido. Son "sus hijos" (1,2), aunque sean "hijos rebeldes" (30,1). Su enfado dura un instante, no perdura para siempre. Y en ese instante de ira el Señor invita a su pueblo a esconderse para no perecer: "Vete, pueblo mío, entra en tus cámaras y cierra tus puertas tras de ti, escóndete un instante hasta que pase la ira" (26,20). La aflicción de Dios es lo que nos describe la canción de la viña de Dios, "Amigo" de Israel (5,1-7; 27,2-5).

Sin embargo, no es sólo la iniquidad de los otros lo que hiere al profeta Isaías. ¡El mismo se siente contaminado! Isaías, en sus invectivas contra sus contemporáneos, se identifica con "su pueblo" (3,12): "Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, que habito entre un pueblo de labios impuros" (6,5). El corazón de Isaías está transido de dos amores: el amor a Dios y el amor al pueblo. Ante el pueblo se siente profeta de Dios; en presencia de Dios se siente unido al pueblo como su intercesor. A Dios clama por el pueblo amenazado: "¿Hasta cuando, Señor?" (6,11).

 Isaías anunciará la recreación de la alianza rota. En los cantos del libro de la Consolación (c. 40‑55) vuelve a aparecer el símbolo profético del matri­monio, desarrollado en la perspectiva inmediata del re­torno solemne de la esposa abandona­da a la casa de Yahveh. Oseas, Jeremías y Ezequiel habían profetizado que la rup­tura no era definiti­va, Isaías anuncia el cumplimiento de esas prediccio­nes: "Pero Sión dice: Yahveh me ha abandonado. El Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho...? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada... Por mi vida, oráculo de Yahveh, como con velo nupcial te vestirás y te ceñirás como una novia" (49,14s). "Así habla Yahveh: ¿dónde está esa carta de divorcio de vuestra madre, a quien repudié? ¿A cuál de mis acreedores os vendí? Mirad que por vuestras culpas fuisteis vendidos y por vuestras rebeldías fue repudiada vuestra madre" (50,1).

El profeta Isaías, el repudio y la respuesta de Dios

Sión, la exiliada, no ha recibido carta de repudio, la ruptura no ha sido definitiva. El c. 54 canta el retorno al hogar de la esposa abandonada y el matrimonio definitivo que Yahveh contrae con su pueblo: "Porque tu Esposo es tu Creador y el que te rescata, el Santo de Israel. Porque como a mujer abandona­da y aba­tida te vuelve a llamar el Señor. La mujer de la juventud ¿es repudiada?, dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné, pero con gran cariño te recogeré. En un arran­que de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno me he compadecido de ti, dice Yahveh, tu Redentor" (54,5‑8).

Se trata de recrear las relaciones conyugales. El Esposo de Israel es el Creador. Yahveh es el Dios del comienzo absoluto, el Dios que renueva todo. Como Esposo de Israel, su Creador puede recrear radicalmente la vida conyugal, por maltratada que esté: "Tu Redentor será el Santo de Israel" (54,5). El nuevo matrimonio prolonga la alianza, establecida una vez por todas, pero ahora constituye un co­mienzo absoluto. Novedad para el hombre, no para Dios, o si se quiere, es la novedad absoluta del amor definitivo, idéntico, siempre igual a sí mismo. No he sido yo quien te he dado carta de repudio, dice Dios, sino tú que por tus pecados me has abandonado (50,1). Este matrimonio, restablecido por una creación, por una actuación salvadora de Dios, es un gesto que renueva todo absolutamente, creando algo sorprendente: "¡Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no has tenido los dolores, porque más son los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada, dice Yahveh... Porque a derecha e izquierda te expandirás. Tus hijos heredarán naciones y ciudades despobladas poblarán" (54,1.3).

La nueva situación será inmensamente fecunda en amor y descendencia. Serán tiempos de amor permanente: "No se retirará de ti mi misericordia ni mi alianza de paz vacilará" (54,10). Y la esposa de Yahveh no será sólo el pueblo de Israel, sino la humanidad entera transformada por la gracia. Yahveh, protector de Israel, es ahora considerado como el Creador del universo y de todos los pueblos. De este modo, la idea de que "el Creador de cielo y tierra" es ahora el Esposo de Israel va a otorgar dimensiones universales a la raza escogida (54,3).

El profeta Isaías pide conversión

 Se trata de una visión simbólica de la nueva Jerusalén de esplendores futuros,  descritos en la última parte del libro: "Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, pero mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá. Pobrecilla, azotada por los vientos, mira que yo asiento en carbunclos tus piedras y voy a cimentarte con zafiros. Haré de rubí tus baluartes, tus puertas de piedras de cuarzo y todo tu término de piedras preciosas, todos tus hijos serán discípulos de Yahveh y será grande la dicha de tus hijos..." (54,10‑13). La unión esponsal entre Dios e Israel triunfa por encima de todas las infidelidades del pueblo: "Ya no te llamarán Abandonada... A ti te llamarán Mi favorita, y a tu tierra Desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te constru­yó; y con gozo de esposo por su esposa se gozará por ti tu Dios" (62,4‑5).

El símbolo está maduro para pasar de ser figura a realidad histórica, cumplimiento al que le llevará Jesucristo. Con Cristo, la omnipotencia de Dios, omnipotencia creadora, omnipotencia de renovación y fuerza salvadora, purificará realmente a la Iglesia y la preparará para las bodas definitivas con Cristo. Isaías nos describe esta recreación de Dios como un segundo Exodo, más glorioso que el primero. El primer Exodo, en cuanto acontecimiento, tuvo sus limitaciones; pero, en cuanto salvación divina, no se agota, sino que se transciende al futuro. La salvación de Dios penetra la historia y la desborda hacia una plenitud eterna. Con imágenes y símbolo nos proyecta Isaías a la salvación mesiánica y escatológica. Dios es el Dios creador y señor de la historia: crea siempre algo nuevo y saca la vida de la muerte.

Estas bodas, recreación del amor de Dios a los hombres, se realizan en la cruz de Jesucristo. Es lo que ya anuncia Isaías en los cuatro cánticos del Siervo de Yahveh. Sus sufrimientos y su agonía son los dolores de parto de la salvación que, según el profeta, está por venir. El Señor está por desnudar su brazo ante los ojos de todas las naciones (52,10). Si el hombre sufre como castigo por sus pecados, Dios sufre como redentor de los pecadores. Su Siervo tiene la misión de cargar con los pecados y dolencias de los hombres para sanarlos: "Mirad, mi Siervo tendrá éxito. Como muchos se maravillaron de él, porque estaba desfigura­do y no parecía hombre ni tenía aspecto humano... Le vimos sin aspecto atrayente, despreciado y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se vuelve el rostro. ¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El cargó el castigo que nos trae la salvación y con sus cardenales hemos sido curados..." (52,13ss).

El profeta Miqueas

Miqueas, contemporáneo de Isaías, se siente llamado a "declarar a Jacob su delito y a Israel su pecado" (Miq 3,8). El pueblo peregrino por el desierto bajo la protección de la nube de Dios, en Canaán se ha instalado; los israelitas sestean "cada cual bajo su parra y su higuera" (4,4). Miqueas ataca a los poderosos que abusan del pobre; a los potentes que oprimen con su codicia a los súbditos; a los jueces que se dejan corromper con regalos y a los profetas a sueldo. Miqueas es el primero en anunciar la destrucción de Jerusalén. Los dirigentes están "edifican­do a Sión con sangre y a Jerusalén con iniquidad. Por eso Sión será arada como un campo, Jerusalén será un montón de ruinas" (3,10.12). La gente se inclina idolátricamente a la obra de sus manos, es inevitable la desgracia.

 Sin embargo, tampoco es esa la última palabra de Miqueas. Como Isaías también anuncia la salvación: "Aquel día -oráculo del Señor- reuniré a los dispersos, a los que afligí. Ellos serán el resto sobre los que reinará el Señor en el monte Sión desde ahora y por siempre" (4,6ss). La angustia del destierro no es angustia de muerte, sino angustia de parto, creadora de una vida nueva. El dolor es camino de salvación; en la aflicción el pueblo experimentará la salvación de Dios (4,9ss), cuando "dé a luz la que ha de dar a luz". Con ojos de profeta, Miqueas ve la gloria de Belén, patria de David y de su descendiente, el Mesías: "Y tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el salvador de Israel" (5,1ss). Entonces el hombre agradará a Dios, haciendo lo que El desea: "que ames la misericordia y que camines humildemente con tu Dios" (6,8).

Con gozo concluye Miqueas: "¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar todos nuestros pecados" (7,18ss).

 

 4. SOFONIAS, NAHUM, HABACUC Y JEREMIAS   

En el siglo VII, cuando Jerusalén se encamina hacia la catástrofe, sostienen al pueblo los profetas Sofonías, Nahún, Habacuc y Jeremías.

El profeta Sofonías

 

El rey Josías es el gran restaurador de Jerusalén; proscribe el culto en los demás santuarios locales y desarraiga los restos de la idolatría; con su vida misma promueve la fidelidad al Dios de Israel. Sofonías colabora con él en esta obra renovadora. Sofonías, recogiendo la tradición de los anteriores profetas, es el profeta del "resto" formado por los pobres de Yahveh, creyentes que escuchan su palabra y se apoyan en su Nombre (Sof 3,13). Al final proclama el gran anuncio de salvación: "Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás... El Señor se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta" (3,14ss).

El profeta Nahum

Mientras Nahúm canta la ruina de un imperio, Habacuc contempla la aurora de otro. Los dos cantan al Señor que dirige el curso de la historia. El impío se hincha, confía en su propio poder, y perece; el justo, en cambio "vivirá por su fe" (Hab 2,4); confiando solamente en el Señor, salva su vida. Ni la opresión presente, ni el futuro previsible turba la confianza del justo que se gloría, no en sus fuerzas, sino en el auxilio del Señor: "Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré en el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador. El Señor es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas" (Hab 3,17ss).

Jeremías, el gran profeta del siglo VII, se sabe llamado por Dios desde el seno materno: "La palabra del Señor se reveló a mí diciendo: Antes que te formara en el vientre te conocí, y antes que nacieras te consagré; yo te constituí profeta de las naciones" (Jr 1,5). De nada le vale apelar a su corta edad: "Yo le dije: ¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho". El Señor le replica: "No digas: 'Soy un muchacho', porque donde te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No tengas miedo, pues yo estoy contigo para salvarte" (1,6ss). Jeremías describe su llamada como seducción por parte de Dios: "Me sedujiste y me dejé seducir" (20,7). La vocación de Dios sumerge a Jeremías en un dolorosa soledad (15,17). Pero, como profeta, testigo de Dios, toma parte en el consejo de Dios, donde es informado de sus secretos (23,18.22). Es Dios mismo quien pone sus palabras en sus labios (1,9): imposible no hablar.

El proferta Jeremías

 Jeremías es enviado a anunciar el hundimiento de Jerusalán. El, sin embargo, no piensa que el mal sea inevitable. Por encima de la ceguera del hombre está el prodigio de la conversión, el pasillo abierto por Dios a través del cual el hombre puede entrar si lo desea. Jeremías grita en nombre de Dios: "Vuélvete, Israel apóstata; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre" (3,12ss). Sin embargo, todos sus intentos son vanos. Lleno de orgullo, de una vana sensación de seguridad, el pueblo desoye sus palabras. Jeremías, sensible y amante de Dios y del pueblo, vive con el alma dolorida, envuelto en la melancolía. Sus ojos de profeta contemplan cómo se tambalean los muros de Jerusalén. Los días que ve venir son aterradores. Llama, grita, urge al pueblo a arrepentirse, pero no es escuchado. Llama, llora, se lamenta, pero le abandonan; queda solo con su alma llena de espanto. El es consciente de la hora que vive el pueblo, tiene el oído abierto al momento decisivo. Por ello lanza su palabra aterradora a su pueblo, acusándolo de provocar la ira de Dios: "Los hijos de Israel y los hijos de Judá no hacen más que provocarme a la ira por la obra de sus manos, dice el Señor. La ciudad ha excitado mi ira y mi cólera" (32,30ss).

Los gestos proféticos de Jeremías son muchos y significativos: el cinturón llevado al Eufrates, su celibato, su negativa a participar en el luto o en las fiestas de su ambiente, el cántaro roto y el yugo que se pone en el cuello como signo de la próxima esclavitud; el mismo yugo roto, como signo de liberación; la compra de un terreno para señalar que se acerca el tiempo en que el pueblo volverá a su vida normal; el signo del libro tirado al Eufrates como signo de la próxima aniquilación de Babilonia.

Jeremías lleva grabada en el corazón la certeza del amor de Dios a Israel, y quiere inculcarla en el pueblo: "Así dice el Señor: El pueblo que sobrevivió a la espada, ha hallado gracia en el desierto. Te he amado con amor eterno, por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada" (31,2ss). "Pues yo soy un padre para Israel, y Efraím es mi primogénito" (31,9).

 Heredero espiritual de Oseas, Jeremías toma de nuevo el símbolo nupcial y con imágenes expresivas opone la infidelidad de Israel al amor eterno de Dios para con su pueblo. El pecado de Israel, su infide­lidad, su idolatría y los excesos sexuales ligados al culto de los dioses cananeos quedan estigmatizados en la alegoría de la unión conyugal. Como Oseas alude al tiempo del desierto como al período del noviazgo y fidelidad conyugal de Israel, en Jeremías hay también un primer momento de amor, que se re­cuerda con nostalgia: "Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierras yermas" (2,2). Pero la vida ulterior ha cambiado por completo el panorama: "Sobre todo collado y bajo todo árbol frondoso te acostaste como una prostituta" (2,20), o peor, "igual que una mujer traiciona a su marido, así me traicionó Israel" (3,20). La imagen del adulterio se hace familiar en sus afirmaciones y llega incluso a aludir a la prohibición legal de una vuelta al primer esposo en estas condiciones: "Si un hombre repudia a su mujer, ella se separa y se casa con otro, ¿volverá él a ella?, ¿no está esa mujer infamada? Pues tú has fornicado con muchos amantes, ¿podrás volver a mí?" (3,1). Mientras Oseas no necesita convencer a Israel de pecado, le basta denunciar las culpas y desenmas­carar su iniquidad, Jeremías se en­cuentra con gente que, después de haber cometido la ini­quidad, tiene la osadía de afirmar: "No estoy contami­nada" (2,23), "soy inocente, yo no he pecado" (2,35). Por ello, Jeremías no se limitará a afirmar la existencia del pecado, sino que tiene que convencer al pueblo de la gravedad de sus acciones. En contraste con las exquisitas manifestaciones primeras de amor, con imágenes cargadas de colores oscuros y fuertes describirá el libertinaje de la esposa infiel (2,20‑25). No se trata ya sólo del adulterio de Gomer, sino "del furor de la pasión". El profeta se vuelve, ante tanto "libertinaje y osadía", amenazante: "¿po­drás volver a mí?".

El proferta Jeremías denuncia

Jeremías es testigo del drama interno de Dios. Dios no puede dejar impune la infidelidad del pueblo: "¿Cómo podré perdonarte? Tus hijos me han abandona­do... ¿Acaso no los debo castigar por estas cosas?" (5,7-9,8).  Sin embargo, al mismo tiempo, quiere salvarlo: "¡Recorred las calles de Jerusalén, buscad en sus plazas, ved si encontráis un hombre que busque la verdad, dice el Señor" (5,1). No diez, como en la intercesión de Abraham en favor de Sodoma, basta uno para salvar a Israel. La ternura de Dios se queja: "Mi pueblo me ha olvidado" (18,15). Pero solo al pensar en el castigo: "Se deshacen mis ojos en lágrimas día y noche, pues mi pueblo amado está quebrantado con una gran herida" (14,17). Dios está llorándose a sí mismo: "Dejé mi casa, abandoné mi heredad, entregué el cariño de mi alma en manos de sus enemigos" (12,7). El dolor de Israel es compartido por Dios. ¡Y también por Jeremías, profeta de Dios y de Israel! Seducido por Dios se siente envuelto en la tragedia de su misión: "Cuando recibía tus palabras, las devoraba, tu palabra era mi gozo y mi alegría íntima... ¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo y mi herida irremediable?" (15,16ss). Por más que se dice: "No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre" (19,8), Jeremías no puede substraerse a su misión: La palabra de Dios "la sentía dentro como fuego ardiente encerrado en sus huesos; hacía esfuerzos por contenerla y no podía" (20,9). Esta división interior es el tormento de Jeremías: "Mi corazón está quebrantado dentro de mí, se estremecen todos mis huesos; soy como un hombre ebrio, como un hombre vencido por el vino, a causa del Señor y de sus palabras santas" (23,9).

 El Señor y su palabra hieren el corazón de Jeremías, pero también sufre por Israel: debe condenar a quien ama. Para realizar su misión, el muchacho débil y sensible, arrancado de la paz apacible de Anatot, una pequeña aldea rural, es transformado en la antítesis de su personalidad: "He aquí que yo te pongo hoy como ciudad fortificada por columna de hierro, por muro de cobre, contra toda la tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes, y el pueblo de la tierra" (1,18). Jeremías es llamado a desarraigar, derribar, destruir y arruinar antes de confortar, ofrecer esperanza, edificar y plantar (1,10). A muchos les parecía que se deleitaba por anticipado en el desastre que anunciaba en nombre del Señor. A él, que ama entrañablemente a su pueblo, hasta entregar su vida para salvarlo, se le considera un enemigo del pueblo y, como a tal, se le persigue: "Ni he prestado ni me han prestado y todos me maldicen" (15,10). Los mismos hombres de Anatot, su pueblo siempre añorado, claman contra él y tratan de matarlo (11,21). Con angustia confiesa: "Yo, como cordero llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que tramaban contra mí: 'cortemos el árbol en su lozanía, arranquémos­lo de la tierra de los vivos, que su nombre no se pronuncie más'" (11,19ss). Su vocación llega a hacérsele intolerable, arrancando a Jeremías los más terribles lamentos e imprecaciones: "¿No habría sido mejor no nacer?" (20,14ss). El profeta necesita que Dios le conforte para mantenerse fiel a su misión, que termina con el destierro a Egipto, "donde no se invoca el nombre de Yahveh".

Amor eterno de Dios para con su pueblo

Sin embargo, a pesar de todas las amenazas, el profeta terminará señalando la fidelidad infinita de un amor que no acaba ni se consume: "Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad; te reconstruiré y quedarás construida, capital de Israel" (31,3‑4). En Jeremías, como en Oseas, la profecía acaba afirmando que el amor de Yahveh es eterno. Dios no sólo perdonará a Israel su pecado, sino que lo transformará. Dios dará a su pueblo un corazón nuevo y un camino nuevo para que nunca más se aparten de El: "Mirad, yo los congregaré de todos los países por donde los dispersó mi ira. Los traeré a este lugar. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Les daré otro corazón y otro camino. Haré con ellos alianza eterna y no cesaré de hacerlos bien. Pondré mi temor en su corazón para que nunca más se aparten de mí" (33,37ss).

En la promesa de reconstrucción de la virgen de Israel se vislumbra la nueva y definitiva alianza, que constituye la cumbre del mensaje de Jeremías: "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,33). La vivencia del amor conyugal implica una perspectiva de fidelidad y, por ello, puede servir de símbolo para intuir y manifestar el significado de la alianza de gracia. La vida y pasión de Jeremías, a quien Dios acrisoló con el sufrimiento, es como una anticipación de la de Cristo (Cfr Heb 2, 10ss;4,15;5,7ss).

 

El proferta Jeremías

5. EZEQUIEL

En el siglo VI, Ezequiel mantiene la esperanza de los deportados a Babilonia. Ninguno como Ezequiel describe la irrupción de Dios en la vida del profeta: "La mano de Yahveh cayó sobre mí" (Ez 8,1). Por siete veces anota esta irrupción de Dios, que desconcierta su vida. El espíritu de Dios entra en él, lo coge, lo arrastra, lo lleva, lo tira, lo deja o lo mantiene en pie. La voz de Dios resuena en su interior con tal fuerza que lo aplasta, lo derrumba; sólo se mantiene en pie gracias al espíritu (1,28ss). Es la experiencia de Dios la que le hace, como a los demás profetas, testigo de Dios, voz de su palabra. Si Jeremías estaba ávido de la palabra (Jr 15,16), Ezequiel la devora literalmente (2,8ss).

Ezequiel, siendo de familia sacerdotal, recibió su formación en el Templo, donde ofició como sacerdote hasta el momento del destierro. Su misión en los primeros años consiste simplemente en destruir las falsas esperanzas. Es vano confiar en Egipto, la catástrofe está a las puertas. La caída de Jerusalén confirmará su profecía.

 Durante el asedio de la ciudad, muere su esposa. Como el celibato de Jeremías, la viudez de Ezequiel es signo profético del exilio del pueblo. Ezequiel se niega a llevarle luto para señalar la desgracia todavía mayor que va a ocurrir (24,15ss). Ezequiel se encierra en su casa, donde se queda mudo y atado con sogas; de este modo remeda en su persona el asedio de la ciudad (3,24ss). Indefinidamente reclinado sobre un lado y luego sobre otro, representa el estado de postración en que caerán los dos reinos (4,4ss). Con la barba y los cabellos cortados sugiere el destino trágico del pueblo (5,1-3). Cargándose con un saco de emigrante, anuncia la marcha al destierro de los habitantes de Jerusalén (12,1ss). Se alimenta con una comida miserable como signo de la suerte que espera a los desterrados (12,17ss). Uniendo en su mano dos varas, que representan el reino del Sur y el del Norte, anuncia la unificación futura de los dos reinos (37,15ss). Palabra y gesto se unen para trasmitir el mensaje del Señor. La palabra y el gesto se hacen parábola elocuente en el anuncio del asedio de Jerusalén (24,1ss). El gesto significa la eficacia de la palabra del profeta. Dios no deja por mentirosos a sus profetas. En Dios palabra y hecho son una misma realidad.

El proferta Jeremías ve como las aguas brotan del templo

Ezequiel, profeta y sacerdote, vive en su carne la experiencia de dolor del pueblo, tiene verdaderamente una "cura de almas" (3,16ss). Ezequiel ha expresado la fuerza transformadora del culto en el poema de la fuente que brota del templo y que corre a curar, transformar y fecundar la tierra entera (c. 47). Pero Ezequiel contempla cómo la gloria de Dios, que había llenado el Templo ante los ojos de Salomón, abandona el lugar santo para seguir al pueblo en su exilio (10,18). En el exilio Ezequiel comienza a pronunciar sus oráculos contra las naciones, con los que quiere arrancar del corazón de Israel toda confianza en los poderes humanos. Luego pasa a suscitar una esperanza nueva, fundada únicamente en la gracia y fidelidad de Dios.

Ezequiel, lejos del Templo, contempla la historia como una inmensa liturgia en la que Dios se da a conocer, esperando que el hombre le reconozca en su vida. El exilio le ha sacado del Templo, del lugar que daba sentido a su vida; más aún, Ezequiel sabe que el Templo va a ser destruido. En esta situación existencial Ezequiel proyecta en el futuro la imagen del Templo, como centro de la vida del pueblo de Dios. Pero ya en el presente descubre en la historia lo que antes ha encontrado en el Templo. Es en la historia donde se da el "conocimiento de Dios": Todos los árboles del campo (17,2), toda carne (21,4), todos los habitantes de Egipto (29,6), los hijos de Amón, de Moab, de Edom, los filisteos (25,5-17), todas las naciones (36,23ss) reconocerán en la historia que Dios es el Señor. Igualmente, en el perdón inmerecido conocerá la infiel Jerusalén que El es Dios (16,61). La vuelta a la vida de la casa de Israel, tan descarnada como un montón de huesos, dará a conocer a Dios como el salvador de Israel (37,6ss). Deslumbradas por este retorno a la vida de un pueblo al que todos creían irremediablemente perdido, las naciones reconocerán la señal de un Dios Señor de la historia.[2] La historia se hace teofanía, revelación de Dios

El profeta Ezequiel, en la larga y lírica alegoría del capítulo 16, llevará a su culminación el símbolo del ma­trimonio introducido por Oseas y Jeremías. Este capítulo es de una ternura y realismo impresionante. Jerusalén aparece como una niña recién nacida, desnuda y aban­donada en pleno campo, cubierta por su propia sangre, sin nadie que le proporcione los cuidados y el cariño ne­cesarios. El profeta piensa en la estancia en el desierto, en el tiempo en que nació el primer amor entre Yahveh e Israel, en el momento en que se celebraron los esponsales. Esta niña, Jerusalén, por su origen cananea, pagana, a punto de morir, es salvada gratuitamente por Dios. Dios pasa junto a ella, la recoge, la mima y la cuida hasta llegar a enamorarse:

¡Jerusalén! Eres cananea de casta y de cuna: tu padre era amorreo y tu madre era hitita. Te arrojaron a campo abierto, asqueados de ti, el día en que naciste. Pasando yo a tu lado, te vi chapoteando en tu propia sangre, y te dije mientras yacías en tu propia sangre: Sigue viviendo y crece como brote campestre. Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; te comprometí con ju­ramento, hice alianza contigo y fuiste mía (16,3ss).

La descripción es ampliada con los múltiples y valiosos regalos, que le otorgan esplendor y la majestad de una reina. Estos regalos ratifican la elección. Y siendo el matrimonio una alianza, se tiene buen cuidado de confirmarla con juramento (16,8). La unión se afirma aún más pro­fundamente por el nacimiento de hijos e hijas (16,20). Ezequiel insiste en la gratuidad de todos estos dones. Insiste igualmente en que se trata de un matrimonio perfecto, contraído válida­mente y enraizado en el amor, se trata de una unión indisoluble que no soporta la idea de infidelidad. Esta sería un crimen imperdonable contra la alianza de Dios. Pero ésta es la tragedia, que entra en escena con un dramatismo conmovedor.

El proferta Jeremías invita a volver a Dios

El relato de este amor se hace sin rodeos, es incluso crudo en su realismo. El capítulo 26 describe las etapas que ya mencionaba Oseas: nacimiento de la esposa (v. 4), su pubertad, el momento en que llega a ser núbil (7); la fiesta de los esponsales y del matrimonio, con la introducción de la esposa en casa del marido (8), su infidelidad y adul­terio, efectuado de una manera constante y descarada, sirviéndose para ello de la belleza y dones recibidos como don de su esposo:

Te bañé, te limpié la sangre, y te ungí con aceite. Te vestí de bordado, te calcé con zapatos de cuero fino; te ceñí de lino, te vestí con manto de seda. Te adorné con joyas, te puse pulseras en los brazos y un collar al cuello. Te puse un anillo en la nariz, pendientes en las orejas y una espléndida diadema en la cabeza. Lucías joyas de oro y plata, y vestidos de lino, seda y bordado; comías flor de harina, miel y aceite; estabas cada día más hermosa, espléndida como una reina. Se difundió entre los pueblos la fama de tu belleza, perfecta con las galas con que te había ataviado, ‑oráculo del Señor‑. Te engreíste de tu belleza y, amparada en tu fama, for­nicaste y te prostituíste con todo el que pasaba (9‑15).

En sus fornicaciones olvidó por completo su procedencia e historia pasada: "Con todas tus abominables fornicaciones, no te acordaste de tu niñez, cuando estabas completamente desnuda, agitándote en tu propia sangre" (22); y el motivo de todas estas prostituciones era precisamente "para irritarme" (26). Es más, en lugar de recibir el precio por sus prostitu­ciones, ella misma ofrece los regalos y joyas de su matrimo­nio para atraer a los amantes: "A las prostitutas les hacen regalos; tú, en cambio, diste tus regalos de boda a tus amantes; los sobornabas para que acudieran de todas partes a fornicar contigo. Tú hacías lo contrario que las otras mujeres: a ti nadie te solicitaba, eras tú la que pagabas" (33‑34).

El profeta ha presentado en dos cuadros minuciosos el contraste entre la fidelidad pasada y la infidelidad presen­te. La minuciosidad con que ha descrito los cuidados y cariños de Dios, mostrando con vivacidad extraordinaria la belleza y felicidad de aquel momento, pretende reavivar la memoria de tantos particulares olvidados y, así, hacer ver el crimen que supone la infidelidad actual. Es el in­tento, por todos los medios, de llamar al pueblo al arre­pentimiento y a volver al Señor, que permanece siempre fiel y no olvida:

Yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud y haré contigo una alianza eterna. Tú te acordarás de tu conducta y te sonrojarás... Yo mismo haré alianza contigo, y sabrás que soy el Señor, para que te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te perdone todo lo que hiciste (60‑63)

Hasta el final del capítulo insistirá Ezequiel en la gratuidad del amor de Dios, concedido a Israel no en virtud de su arrepentimiento, que vendrá después de la alianza, sino por pura benevolencia. La unión conyugal definitiva, ligada a una fidelidad recíproca, es la esperanza final en la alianza de gracia. Orien­ta ya el espíritu hacia el matrimonio del tiempo "esca­tológico", hacia la unión que se completará cuando Cristo aparezca. Cuando la historia de la salvación llegue a su fase definitiva en Cristo, aparecerá que, en el orden de la salvación, la bendición del Génesis está en correlación con la visión neotestamen­taria del matrimonio como sacramento del amor exclusivo de Cristo hacia la Iglesia, su Esposa. De este modo, de cara al Reino de los cielos, es como el matri­monio terreno, consagrado por Cristo, puede manifestar toda su riqueza interior.

El proferta Jeremías

 

Jesucristo es el buen pastor que Ezequiel había anunciado: "Como un pastor vela por sus ovejas cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las sacaré de en medio de los pueblos, las apacentaré en buenos pastos. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma... Yo suscitaré para ponerlo al frente un solo pastor que las apacentará" (34,11ss). Y Jesús es quien inaugura el culto espiritual que el profeta, por dos veces, había prometido de parte de Dios: "Así dice el Señor: Yo os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de los países en los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de Israel. Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne para que caminen según mis preceptos y así sean mi pueblo y yo sea su Dios" (11,17ss; 36,26).

 

Los Profetas

6. AGEO, ZACARIAS, JONAS, MALAQUIAS, ABDIAS Y JOEL

Desde finales del siglo V a mediados del siglo III se suceden los profetas posteriores al exilio: Ageo, Zacarías, Jonás, Malaquías, Abdías y Joel. Son los profetas de la reconstrucción de Israel al retorno del exilio.

Con Ageo comienza una nueva era. Antes del destierro, los profetas anunciaban el castigo; durante el exilio, los profetas eran los consoladores del pueblo. A la vuelta del exilio, los profetas llaman al pueblo a la reconstrucción del templo y de la comunidad de Israel. Ageo es el primero en invitar a los repatriados a reconstruir el Templo: El Templo está en ruinas, su reconstrucción garantizará la presencia de Dios y la prosperidad del pueblo.

Zacarías anuncia, con más claridad aún, el comienzo de la nueva era de salvación, puesta bajo el signo del Templo reconstruido. De nuevo la tierra es santa en torno al Templo y el pueblo tiene a Dios en medio de ellos. Sin embargo esta nueva era no es más que una profecía de la era mesiánica: "Alégrate, hija de Sión, canta, hija de Jerusalén, mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica" (9,9ss). El rey Mesías instaurará un reino de paz sin necesidad de caballos de guerra. "Aquel día derramaré sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron (Jn 19,37), harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito" (12,9ss). Quedará un resto "al que pasaré por el fuego, le purificaré como se purifica la plata, le depuraré como se acrisola el oro. El invocará mi nombre y yo le responderé. Yo le diré: Pueblo mío, y él me responderá: Señor, Dios mío" (13,8s).

Malaquías significa "ángel, mensajero del Señor". Contemporáneo de Esdras y Nehemías, los grandes restauradores del nuevo Israel postexílico, Malaquías cierra los labios con los ojos abiertos hacia el que ha de venir: "Mirad: os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruir la tierra" (3,23s).

Joel significa "Yahveh es Dios". Joel toma como punto de partida de su profecía una catástrofe del campo: una terrible plaga de langosta que desola las cosechas. La plaga de langosta se convierte en un ejército que asalta y conquista la ciudad. Con esta visión el profeta invita al ayuno y penitencia para implorar la compasión de Dios. Acogida su invitación, Dios responde anunciando la salvación del pueblo: "No temas, haz fiesta. Hijos de Sión, alegraos y festejad al Señor, vuestro Dios, que os da la lluvia temprana y la tardía a su tiempo. Alabaréis al Señor que hace prodigios por vosotros. Yo soy el Señor, vuestro Dios, y no hay otro, y mi pueblo no quedará defraudado. Además derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán" (2,21ss). "El Señor será refugio de su pueblo, alcázar de los israelitas. Y sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será santa. Aquel día los montes manarán vino, los collados fluirán leche, las acequias de Judá irán llenas de agua y brotará un manantial del Templo del Señor, que regará el valle de las Acacias" (4,16ss).

 Abdías, "Siervo del Señor", el más breve de los profetas, anuncia que llega el "día del Señor" contra todas las naciones (1,15). Pero en el monte de Sión quedará un resto que será santo (1,17). Este resto "poseerá el Negueb, el monte de Esaú, las colinas de Sefela y la tierra filistea; poseerá los campos de Efraím y de Samaría, de Benjamín y de Galaad. Estos pobres israelitas desterrados serán dueños de Canaán hasta Sarepta. Subirán vencedores al monte Sión y el reino será del Señor" (19-21). 

Jonás es un profeta extraño y simpático. Se empeña en hacer lo contrario de los demás profetas. Cuando Dios le envía a Nínive, huye en vez de obedecer. Cuando la nave está a punto de irse a pique, duerme en vez de orar como hacen hasta los paganos marineros. El se sabe causante de la desgracia y duerme profundamente. Pero Dios le despierta y le hace confesar su pecado y su fe en el "Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme", suscitando las primeras conversiones entre los mismos marineros, que se salvan de la borrasca. Jonás es profeta hasta en su huida de Dios.

El profeta Jonás es vomitado por el pez

Frente a tantas profecías contra las naciones, Jonás anuncia un mensaje de misericordia para el pueblo enemigo de Israel. En medio de los profetas llamados por Dios para predicar la conversión de su pueblo, Jonás es el predicador de los gentiles. Mateo, Marcos y Lucas le citan en el Nuevo Testamento: "Esta generación perversa y adúltera pide un signo, y no le será dado sino el signo de Jonás. Como estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches. Los Ninivitas se alzarán a condenar en el juicio a esta generación, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás; y aquí está alguien más grande que Jonás" (Mt 12,39-41). Los Ninivitas convertidos son el símbolo de los gentiles que se adhieren a la fe, superando la incredulidad del pueblo de Dios.

Dios es compasivo y misericordioso por encima de la ruindad de su profeta. A Jonás le molesta que Dios tenga tan gran corazón que es capaz de dejar mal a su profeta, perdonando a los ninivitas convertidos por sus amenazas de destrucción. Pero Dios se ríe de sus enfados, pues le ama con el mismo corazón con que ha perdonado a los Ninivitas. Jonás estaba sentado a la sombra de un ricino, que le protegía del ardor del sol. Pero el Señor envió un gusano, que secó el ricino. Jonás se lamentó de la muerte del ricino hasta desear también su muerte. El Señor le dijo: "Tú te lamentas por el ricino, que no cultivaste con tu trabajo, y que brota una noche y perece a la otra y yo, ¿no voy a sentir la suerte de Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de veinte mil hombres?" (Jo 4,11).

El profeta Jonás  vomitado por el pez

La figura de Jonás ha interesado a tantos artistas desde el tiempo de las catacumbas, pues en él han visto los cristianos un símbolo de resurrección y salvación. Dios salvó al profeta de la muerte para salvar por él a un pueblo pagano. Dios salvó a Cristo, resucitándolo de la muerte, para salvar con esa muerte y resurrección a todos los pueblos de la tierra.

                                          ***

 El profeta es un hombre que tiene una experiencia inmediata de Dios. Ha recibido la revelación de su santidad y de sus deseos. A esta luz juzga el presente y lo abre a la esperanza del futuro recreado por Dios. Enviado por él, en su nombre, denuncia las infidelidades del pueblo, ataca las idolatrías y el culto vacío, pero no para condenar al pueblo, sino para llamarlo a conversión, a la obediencia a Dios, cuya fidelidad eterna proclama. El profeta quiere llevar al pueblo a caminar por la senda del amor de Dios, suscitando la esperanza de una nueva y eterna Alianza. Dios es fiel por encima de todas las infidelidades de los hombres.

Los profetas se caracterizan por su atrevimiento. Su palabra lleva el convencimiento de que no es palabra humana, sino Palabra de Dios, que no puede dejar de cumplirse. Esta convicción se expresa en las fórmulas con que empiezan y terminan: "Así habla el Señor", al comienzo; "Oráculo del Señor", al final. "Es la boca de Yahveh" la que habla. Por ello los reyes y el pueblo "buscan a Dios" en el profeta (Jr 21,2); le "preguntan", acudiendo al profeta (Jr 21,2), le "consultan" (Is 30,2); le "piden una respuesta" (Jr 23,35.37). "Hombres como eran, hablaron de parte de Dios, movidos por el Espíritu Santo" (2Pe 1,19-21). Invadidos por el Espíritu Santo vida y mensaje del profeta quedan fundidos. Rechazar su palabra era rechazarles a ellos. Jesús dirá: "Jerusalén, que matas a los profetas" (Mt 23,37). El martirio es el sello  que da autenticidad a la profecía.

Discutidos siempre, con frecuencia perseguidos, los profetas son los testigos de Dios en medio del pueblo. Cuando callan los profetas, al pueblo le falta la palabra de Dios (1Mac 4,46;9,27). "Ya no nos queda ni un profeta", se lamenta el salmista (Sal 74,9). Ezequiel llega a decir que no importa que le escuchen o no, lo que importa es que la gente reconozca que "hay un profeta en medio de ellos" (2,5), que sepan que Dios mantiene el diálogo con los hombres. El silencio de Dios, al faltar los profetas, aviva el deseo y la esperanza del Profeta prometido (1Mac 14,41): "Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le mande" (Dt 18,18; He 3,22). Ya en el Nuevo Testamento, la cercanía de Dios se anuncia con Juan Bautista, "profeta y más que profeta" (Lc 7,26), precursor del Profeta esperado (Jn 1,25;6,14): "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Heb 1,1). Tras la multiplicación de los panes, que recordaba el maná del Exodo y el milagro de Eliseo, las gentes se pusieron a gritar: "Este es verdaderamente el profeta que debía venir al mundo" (Jn 6,14). Al oír sus palabras las gentes dijeron: "¡Este es realmente el profeta!" (Jn 7,52). Jesús no sólo es la boca de Dios, sino la Palabra de Dios encarnada. Escucharle, acogerle es escuchar y acoger al Padre que le ha enviado.

El efecto de la predicación de los profetas

 

Con el don del Espíritu Santo en Pentecostés, en el seno de la Iglesia se da una renovación permanente de la profecía. Todos sus miembros están llamados a recibir el don del Espíritu Santo que les hace profetas (He 8,15-18;10,44-46). Y además, dentro de la comunidad cristiana, algunos miembros se distinguen por ese don y reciben el nombre de profetas. Con sus palabras y gestos edifican la asamblea de los fieles (He 21,10).

El rostro de Dios, que nos presentan los profetas, no es un rostro mudo, impasible, impersonal. Esos adjetivos convienen más bien a los ídolos paganos, que "tienen boca y no hablan". En los profetas todo es lenguaje, comunicación de Dios con los hombres: es el Dios "que habla al corazón" (Os 2,16). Los profetas son la boca con la que Dios dirige su palabra al hombre: "Ve y di", ordena el Señor constantemente a sus profetas. Palabra que anuncia el plan de Dios, que denuncia el pecado del hombre, que llama a volver a Dios, que proclama el perdón de Dios. Los profetas son los testigos del Dios de Israel que habla y responde a los hombres, que se deja encontrar, invocar y amar: es el Dios de la Alianza. Es el Dios tan santo que no puede por menos que perdonar y salvar (Os 11,9).

 



     [1] Cfr. 2Re 4,42-44 y Mt 14,16-20;Lc 9,13;Jn 6,9-12; 1Re 5,1ss y Lc 4,27.

     [2] 17,24;36,23.36;37,28;39,7

 

Los profetas

 


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