Figuras bíblicas: VI. PROFETAS
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
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3. Isaías y Miqueas
4. Sofonías, Nahum,
Habacuc y Jeremías
5. Ezequiel
6. Ageo, Zacarías,
Malaquías, Abdías, Joel y Jonás
Salomón marca la época gloriosa de la monarquía de Israel. Su sabiduría,
el esplendor de sus construcciones, sobre todo del Templo, y sus
inmensas riquezas cubren de fama a Salomón, a quien visita hasta la
reina de Saba. Pero ya con la muerte de Salomón, cuyo corazón en la
vejez fue desviado hacia dioses extranjeros por sus mujeres, el reino se
divide en dos: Judá e Israel. De sus sucesores, sólo Ezequías y Josías
se mantienen plenamente fieles a la alianza del Señor. No obstante la
infidelidad del pueblo, Dios mantiene la promesa hecha a David; siempre
queda un resto fiel, depositario de la promesa mesiánica; es el resto
"que no dobla las rodillas ante Baal", manteniéndose fiel a la Alianza.
Salomón ha construido un templo a Dios, "donde viva para siempre" (1Re
8,13). Pero Dios no se deja "encerrar" en un templo (He 7,45-51), es el
Dios que acompaña al pueblo en su historia. Frente a los reyes, que
arrastran a Israel a la idolatría, Dios suscita sus profetas, quienes en
su nombre, invitan al pueblo a mantenerse fiel a la Alianza. Profeta,
como indica la palabra, es quien habla en nombre de Dios: "Tú serás como
mi boca" (Jr 15,19). Los profetas transmiten la palabra de Dios con su
boca, con su vida, con los gestos simbólicos que realizan. A la luz de
Dios iluminan los acontecimientos del pueblo. Denuncian el pecado y
llaman a conversión. Leen el presente a la luz de las actuaciones de
Dios en el pasado, con lo que abren una esperanza futura para el pueblo
fiel. No todos los profetas nos han dejado escritos. Su vida y su
palabra oral son sus profecías.
Durante el reinado de Ajab (874-853) y de su esposa Jezabel, hija del
rey de Tiro, la fidelidad del pueblo a la Alianza del Señor se vio
amenazada por la introducción del culto a Baal en Samaría. Entonces
surge, de improviso, el profeta Elías. Su nombre Eli Yahu (Yahveh
es mi Dios) indica su misión; suena como un grito de arenga a la guerra
santa contra la idolatría. Elías, "el hombre de Dios", se alza para
defender la fe de Israel, enfrentando al pueblo con el dilema de servir
a Yahveh o a Baal: "Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle
a él".
Elías comienza su ministerio presentándose ante el rey Ajab para
anunciarle, en nombre de Yahveh, que "no habrá ni rocío ni lluvia sino
por la palabra de Dios" (1Re 17,1). La sequía será total. Baal,
entronizado por Ajab, dios de la lluvia y de la fecundidad de la tierra,
no podrá hacer nada frente a Yahveh, de quien en realidad depende la
lluvia que fertiliza la tierra. "Por tres años y seis meses se cerró el
cielo y hubo gran hambre en todo el país" (Lc 4,25). Una vez anunciado
el mensaje al rey, Elías se escondió en una cueva del torrente Querit,
al este del Jordán. Allí Dios proveyó a su sustento: "los cuervos le
llevaban por la mañana pan y carne por la tarde, y bebía agua del
torrente".
Pasados los tres años de sequía, Dios saca a Elías de su ocultamiento y
le envía de nuevo a Ajab. Apenas Ajab vio a Elías, le dijo: "¿Eres tú,
ruina de Israel?". Y Elías le respondió: "No soy yo la ruina de Israel,
sino tú y la casa de tu padre, apartándoos de Yahveh para seguir tras
los baales". Elías indica a Ajab que convoque en el Carmelo a todos los
profetas de Baal. Ante ellos Elías habla a todo el pueblo: "Hasta cuándo
vais a estar cojeando con los dos pies, danzando en honor de Yahveh y de
Baal?" (1Re 18,21).
Elías, único profeta fiel a Yahveh, se enfrenta en duelo con los
cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Pero no tiene miedo: el duelo
es entre Yahveh y Baal. La prueba, que Elías propone, consiste en
presentar la ofrenda de un novillo, él a Yahveh; los otros, a Baal.
Colocarán la víctima sobre la leña, pero sin poner fuego debajo. "El
dios que responda con el fuego, quemando la víctima, ése es Dios"
(18,24). Con gritos, danzas y sajándose con cuchillos hasta chorrear
sangre estuvieron invocando a Baal sus profetas, de quienes se burlaba
Elías. Al atardecer tocó el turno a Elías. Levantó con doce piedras el
altar de Yahveh, que había sido demolido, dispuso la leña y colocó el
novillo sobre ella, derramando agua en abundancia sobre él y la leña...
Luego invocó al Señor: "Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel,
que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y
que por orden tuya he hecho estas cosas" (18,36). Al terminar su oración
cayó el fuego de Yahveh que devoró el holocausto y la leña. Todo el
pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra y dijeron: "¡Yahveh es Dios,
Yahveh es Dios!" (18,39). Y, a una indicación de Elías, el pueblo se
apoderó de los profetas de Baal y los degolló en el torrente Cisón, al
pie del Carmelo.
Elías dijo a Ajab: "Sube a comer y a beber, porque ya suena gran ruido
de lluvia" (18,41). Elías oró al Señor y el cielo se cubrió de nubes y
cayó gran lluvia. "La oración ferviente del justo, comenta el apóstol
Santiago, tiene mucho poder. Elías era un hombre de igual condición que
nosotros; oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la
tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo
dio lluvia y la tierra produjo su fruto" (Sant 5,17).
En el Horeb, Elías se refugia en una cueva. El Señor con su palabra le
saca fuera: "Sal y ponte en el monte ante Yahveh que va a pasar delante
de ti" (19,11). Ante Elías pasa un viento impetuoso que quiebra las
peñas, pero no estaba Yahveh en el viento. Tras el viento vino un
terremoto, pero no estaba Yahveh en el terremoto. Tras el terremoto vino
fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Tras el fuego vino un ligero
susurro de viento. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostro con el
manto, se puso en pie a la entrada de la cueva y oyó la voz de Yahveh
que le enviaba de nuevo a Israel para ungir a Jehú como rey de Israel y
a Eliseo como profeta, sucesor suyo. Partió Elías y halló a Eliseo, que
estaba arando con doce yuntas. Pasando junto a él, le echó su manto y
Eliseo, dejando los bueyes se echó a correr tras él y le dijo: "Déjame
ir a abrazar a mi padre y a mi madre y te seguiré" (19,20). Elías le
responde: "Vete y vuelve, ¿qué te he hecho?". Volvió atrás Eliseo, tomó
el par de bueyes y los sacrificó; con el yugo y el arado de los bueyes
coció la carne e invitó a comer a sus gentes. Después se levantó, se fue
tras Elías y entró a su servicio.
El espíritu de Elías pasa a Eliseo. Discípulo y maestro marchan hacia
Jericó. Elías trata de alejar de su presencia a Eliseo, pero éste no le
abandona. Con su manto abre Elías las aguas del Jordán y los dos pasan a
la otra orilla. Elías dice a Eliseo: "Pídeme lo que quieras que haga por
ti antes de que sea apartado de ti". Y Eliseo le dijo: "Dame dos partes
de tu espíritu". Le replicó Elías: "Difícil cosa has pedido. Si logras
verme cuando sea arrebatado de ti, lo tendrás; si no, no lo tendrás".
Mientras caminaban y hablaban, un carro de fuego separó a uno de otro, y
Elías fue arrebatado al cielo en el torbellino. Eliseo miraba y clamaba:
"¡Padre mío! ¡Carro de Israel y auriga suyo!". Y ya no vio más a Elías.
Entonces Eliseo agarró su túnica y la rasgó en dos; luego recogió el
manto, que se le había caído a Elías, se volvió y se detuvo a la orilla
del Jordán, y con el manto de Elías golpeó las aguas, diciendo: "¿Dónde
está Yahveh, el Dios de Elías?". Golpeó las aguas, que se dividieron a
un lado y a otro, y cruzó Eliseo. Al verlo, los hermanos profetas
comentaron: "Se ha posado sobre Eliseo el espíritu de Elías" (Cfr 2Re
2).
La predicación de Elías, "el hombre de Dios", no ha sido recogida en un
escrito, pero es el prototipo de profeta. Ya Malaquías anuncia la vuelta
de Elías en tiempos del Mesías. Durante la transfiguración de Jesús,
Elías aparece junto a Moisés, representando el testimonio que la Ley y
los profetas dan de Cristo, el Salvador. Y Eliseo, con sus prodigios, en
favor de Israel y de los extranjeros (curación de Naamán el sirio), es
figura del Salvador, enviado como "luz para iluminar a los gentiles y
gloria de Israel" (Lc 2,32). Jesús, el verdadero profeta de Dios,
repetirá centuplicados los milagros de Eliseo.[1]
En el siglo VIII, en el reino del Norte, aparecen los profetas Amós y
Oseas. Amós, el pastor de Tecua, hablando de su vocación,
declara: "Yahveh me arrancó de detrás del ganado y me dijo: Ve y
profetiza a mi pueblo Israel" (Am 7,15). Para ser profeta de Dios, Dios
se comunica con él, revelándele sus planes: "No hace cosa Dios sin
revelar su plan a sus siervos los profetas. Ruge el león. ¿quién no
temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizará? (3,7s). El Señor es el
león, que ruge antes de lanzarse sobre la presa; el profeta es la voz de
ese rugido, que denuncia el pecado e invita a conversión; si no es
escuchada su palabra y el pueblo no se convierte, el león atrapará su
presa. La vocación de Dios es irresistible. Amós no puede sustrarse a
ella.
Bajo el reinado de Jeroboam II, Israel alcanzó la cima del poder y
prosperidad. El eclipse de las grandes potencias durante este período
dejó algún respiro a los pequeños reinos. En el reino del Norte
encuentra Amós abundancia y esplendor en la tierra, elegancia en las
ciudades y poder en los palacios. Los ricos tienen sus residencias de
invierno y de verano adornadas con costosos marfiles y suntuosos sofás
con almohadones de damasco, sobre los que se reclinan en sus magníficos
banquetes. Han plantado viñas y se ungen con preciados aceites; las
mujeres se dan al vino. A los pobres se les explota y hasta se les vende
como esclavos. Los jueces están corrompidos.
En este momento, arrancado por Dios de su vida tranquila en el campo, Amós, cuidador de higos de sicómoro, es enviado desde Jerusalén, morada del Señor, al reino del Norte. Israel, en la cima de su prosperidad, pero lleno de injusticias y corrupción, vive confiado en la propias fuerzas humanas; está a punto de experimentar una catástrofe, que no quiere ni oírla mencionar. Denunciar el pecado de Israel y anunciar la inminente catástrofe es la misión de Amós.
Amós comienza denunciando el pecado de las naciones enemigas para
concluir con su profecía contra los oyentes. Les recuerda los prodigios
realizados por el Señor en su favor para que resalte más el pecado de su
infidelidad. Amós recuerda que el Dios de Israel es el Dios que
acompañaba a su pueblo en la marcha por el desierto (2,10). La vida en
tiendas creaba una hermandad entre todos, pendientes de la mano de Dios.
Ahora, en la tierra, surgen las desigualdades entre ellos y el olvido de
Dios (5,4-6). Con la paz que el Señor les ha concedido, a Israel le ha
llegado la prosperidad; pero con ella ha entrado el lujo, la confianza
en los bienes de la tierra y la corrupción. El pueblo se prostituye con
el culto a los Baales, dioses de la fertilidad, en cuyo honor eleva
altares o estelas en cada colina. Ahora el Señor, que ha elegido a
Israel, le toma cuentas. Amós ve a Dios actuando en la historia. En lo
oscuro del presente distingue los signos de una acción de Dios ya en
marcha. Las cinco visiones (c. 7-9) muestran cómo el profeta percibe el
significado de unos acontecimientos que los demás consideran
insignificantes. Una invasión de langostas, una sequía, una plomada,
unos frutos maduros, un terremoto son signos donde el profeta descubre
la actuación de Dios.
La ira divina se alza contra el pecado. Dios no soporta a quienes unen
el culto y la iniquidad: "Escuchad, hijos de Israel, esta palabra que
dice el Señor a todas las familias que saqué de Egipto: A vosotros solos
os escogí, entre todas las familias de la tierra; por eso os tomaré
cuentas por vuestros pecados" (3,1-2). El amor de predilección al ser
despreciado duele. Por ello "el Señor ruge desde Sión, alza la voz desde
Jerusalén" (1,2). La voz de Dios se compara con el rugido del león a
punto de caer sobre su presa; Israel es la presa. "El león ha rugido,
¿quién no temerá? El Señor Dios ha hablado, ¿quién no profetizará?"
(3,8).
Esta es la profecía de Amós, fuente de esperanza. Israel no ha buscado a
Dios, El va a encontrarse con Israel. Dios mismo suscitará el hambre y
la sed de su palabra: "He aquí que vienen días en que yo mandaré hambre
a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de
Yahveh" (8,11). El Señor salvará a un resto de supervivientes gracias a
su fidelidad a la elección de Israel como su pueblo. El Señor castigará
a su pueblo, pero no lo destruirá; lo enviará al destierro, pero un
resto se salvará y volverá a poseer la tierra prometida: "Los plantaré
en su campo y no serán arrancados del campo que yo les di, dice el Señor
tu Dios" (9,15). "Así dice Yahveh: Como salva el pastor de la boca del
león dos patas o la punta de una oreja, así se salvarán los hijos de
Israel" (3,12). "He aquí que los ojos del Señor están sobre el reino
pecador; voy a exterminarlos de la faz de la tierra, aunque no
exterminaré del todo a la casa de Jacob" (9,8). Este resto de Israel
arrancado del desastre perpetuará la existencia del pueblo elegido.
Oseas
es el profeta de la decadencia y caída del reino del Norte que siguió a
la muerte de Jeroboam II. Con sus sucesores, -cinco reyes en diez años-,
Israel se prostituyó, contaminándose en alianzas con Asiria y Egipto.
Dios se lamenta: "Todos los reyes han caído; no hay entre ellos quien me
invoque" (Os 7,7).
Oseas no se cansa de acusar el pecado capital de Israel: la infidelidad
al Señor, que presenta como prostitución y adulterio. Esta infidelidad
se muestra ante todo en el culto a los ídolos, con sus altares y
sacrificios, los cultos de fertilidad y la prostitución sagrada. En
segundo lugar acusa la alianzas de Israel con Egipto y Asiria, que es
otra forma de infidelidad a Dios. Oseas grita a Israel que la confianza
en Egipto y Asiria no da seguridad a Israel; les llevará más bien al
exilio: "Retornarán a la tierra de Egipto y Asiria será su rey, pues se
niegan a volver a mí" (11,5). Sin embargo el amor de Dios por Israel es
indestructible. Dios es incapaz de abandonar al pueblo que ama
entrañablemente (11,8). Oseas, campesino como Amós, experto en leones,
panteras y osos, no ha sido enviado a anunciar la destrucción, sino a
llamar a conversión para que Israel vuelva al amor primero: "Cuando
Israel era un niño, yo lo amé, y llamé a mi hijo de Egipto. Yo fui quien
enseñó a caminar a Efraím, lo alcé en mis brazos, con cuerdas humanas,
con correas de amor lo atraía a mí, me inclinaba y le daba de comer"
(11,1ss). Oseas añora el tiempo del desierto, tiempo de los esponsales
con Dios. A la esposa, comunidad de Israel, que ha roto la Alianza, Dios
le dice: "Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al
corazón..., y me responderá allí como en los días de su juventud, como
el día en que la saqué de Egipto" (2,16;12,10).
Oseas ha escrito las páginas más bellas del Antiguo Testamento, cantando
el amor de Dios como esposo y como padre. En la experiencia personal del
adulterio e infidelidad de su esposa, Oseas ha comprendido profundamente
el amor de Dios: la infidelidad del pueblo a la alianza es un adulterio,
pues el amor de Dios es el amor apasionado de un esposo, capaz de
perdonar todo y de volver a comenzar de nuevo.
El profeta Oseas es el primero que utiliza la realidad del matrimonio
para explicar la comunidad de amor entre Yahveh y su pueblo. Es la
propia experiencia conyugal del profeta la que se reviste de significado
simbólico. Su vida conyugal constituye la acción simbólica que Dios
sugiere al profeta. Yahveh pide a Oseas que tome como esposa a Gomer,
una joven israelita iniciada en los cultos de fecundidad cananeos, es
decir, una prostituta sagrada. Esta unión da a Oseas tres hijos, dos
varones y una mujer, que, como indican sus nombres, llevan el sello del
culto a Baal: son hijos de prostitución; la hija se llama "No‑Amada" y
el tercer hijo "No‑mi‑Pueblo".
Después de algún tiempo Gomer abandona a su marido, cayendo de nuevo en
la prostitución, que ahora es calificada de adulterio. Gomer se ha
entregado a otros amantes. Pero el profeta sigue amándola y por encima
de la ley del Deuteronomio (24,1), obedeciendo a la palabra de Dios,
Oseas hace volver junto a él a la esposa adúltera, que le ha abandonado
y pertenece a otro. Se ocupa de ella afectuosamente, le manifiesta su
cariño persistente y restablece la vida conyugal (c. 1‑3).
En esta experiencia conyugal, el profeta descubre el misterio de la
relación de amor nupcial entre Dios y su pueblo infiel a la alianza. La
idolatría no es sólo prostitución, sino un adulterio, el pecado de una
esposa colmada de amor que olvida lo que ha recibido y traiciona a su
esposo. Dios habla a Israel en el lenguaje de un amor despreciado que no
se deja vencer por la traición, sino que con una serie de castigos,
‑"ocultar su rostro benévolo por un momento"‑, trata de atraer y seducir
de nuevo a la infiel hasta que lo consigue; la prueba y vuelve a
recibirla con el ardor de los desposorios y la colma de dones: amor,
compasión, justicia y fidelidad, hasta hacerla digna de su amor.
Este amor será la última palabra. Israel volverá a atravesar el tiempo
del desierto, ‑tiempo de noviazgo‑, y nuevos esponsales prepararán las
nupcias que se consumarán en la ternura y la fidelidad. El pueblo
purificado conocerá a su Esposo y su amor fiel:
Pero yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón.
Le regalaré sus antiguos huertos; el Valle de la Desgracia (Akor) lo
haré Puerta de la Esperanza, y me responderá allí como en los días de su
juventud, como el día en que la saqué de Egipto. Aquel día, ‑oráculo del
Señor‑, me llamará "Esposo mío", no me llamará más "Baal mío". Arrancaré
de su boca los nombres de los ídolos y no se acordará de invocarlos.
Aquel día haré para ellos una alianza... Me desposaré contigo en
matrimonio perpetuo, me desposaré contigo en derecho y justicia, en
amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a
Yahveh... Me compadeceré de "No‑Compadecida" y diré a
"No‑es‑mi‑pueblo": "Tú eres mi pueblo", y él dirá: "Tú eres mi Dios"
(2,16-25).
Este amor, como el de dos esposos, conocerá vicisitudes; éstas
simbolizan la alternancia que caracteriza a la historia de Israel en el
tiempo de los jueces: salvación, pecado, abandono al poder enemigo,
arrepentimiento, perdón y salvación. Es la historia repetida de las
relaciones de Dios con Israel y, más en general, de Dios con el hombre.
Oseas dice literalmente: "Ella no es mi mujer (issah) y yo no soy su
esposo ('is)" (2,4). La realidad de la que habla el primer relato del
Génesis «ser dos en una sola carne» ha dejado de existir. No es Yahveh,
sino Israel, por la dureza de su corazón, el que ha tomado la iniciativa
del divorcio, que Yahveh no ha aceptado. Se contentará con rehusarle
sus cuidados, "vestirla" (Ex 21,10), alimentarla, darla fecundidad,
cosechas y fiestas, pero sólo como medio para buscar a la infiel y
llevarla a la alianza en fidelidad definitiva.
Oseas comprende que su matrimonio ha sido escogido por Dios para
constituir un mensaje tangible, visible, dirigido a Israel, para
representar proféticamente la fidelidad de Dios a la alianza. Su
matrimonio entra en el "plan de la historia de salvación de Dios", como
la unión de Adán y Eva estaba en el "plan de la creación". La fidelidad
conyugal de Oseas, mantenida contra viento y marea, era, aun para los
piadosos israelitas, algo sorprendente, inaudito, y por tanto elocuente.
El carácter elocuente de su gesto no podía expresarse más
claramente. Así resaltaba la importancia de su mensaje. Es algo muy
cercano a los gestos de Jesucristo en el Evangelio. En la vida
matrimonial, Oseas, guiado por la experiencia existencial de lo que
Dios representa para Israel, ha podido llevar a cabo esta misión, en la
que podemos ver un anticipo, aún velado, de la visión sacramental del
matrimonio en el Nuevo Testamento. San Pablo lo expresa con la fuerza
de Oseas: "Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia
y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola
mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga, sino santa e
inmaculada... Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y la
Iglesia" (Ef 5,25ss).
Durante el mismo siglo VIII, en el reino del Sur, se encuentran los
profetas Isaías y Miqueas. Durante el largo reinado de Uzías, Judá
alcanzó la cima de su poder. Su éxito como rey, administrador y
comandante del ejército lo convirtió en el gobernante más grande de Judá
desde la división del Reino. Pero la fortaleza de Uzías se convirtió en
su debilidad. Se enorgulleció, lo que le llevó a su destrucción. En su
arrogancia intentó usurpar el poder del sacerdocio, hasta entrar en el
Templo del Señor para quemar incienso en el altar, una misión reservada
al Sumo Sacerdote. Al oponérsele los sacerdotes montó en cólera y,
mientras la ira iba en aumento, la lepra comenzó a brotar en su frente.
"Y el rey Uzías fue leproso hasta el día de su muerte, y por ser leproso
habitó en una casa apartada, pues fue excluido de la casa del Señor"
(2Cro 26,18-21).
Isaías
recibe su llamada como profeta en el año de la muerte de Uzías. En su
nombre, "Yahveh salva", lleva marcada su misión: "Aquí estamos yo y los
hijos que me ha dado Yahveh como señal para Israel" (Is 8,18). La
intervención de Dios en la vida de Isaías le "aparta de seguir la ruta
que sigue el pueblo" (8,11). El drama de su predicación es que el plan
de Dios choca con los planes humanos. Son planes que distan el uno de
los otros como el cielo y la tierra. Los planes de los hombres son
inconsistentes. El profeta toma conciencia del plan de Dios cuando es
enviado con la misión de anunciarlo (6,9ss). Esta misión consiste en
invitar a los hombres a que abandonen los planes inútiles, a los que
prestan tanta atención, y que dirijan sus miradas al designio, el único
eficaz, de Dios. El plan de Dios, a primera vista, es extraño,
misterioso, pero cuando se lo comprende resulta admirable (28,29). La
obra de Yahveh pasa, como la del labrador, por la devastación, la
aniquilación, la muerte; pero de ello brota la vida (6,13).
Como los reyes de Judá alardean de su orgullo y arrogancia de corazón,
el territorio de Judá es devastado y Jerusalén sitiada. "El corazón del
rey Ajaz y el corazón de todo el pueblo se conmovieron como los árboles
del bosque se agitan con el viento" (7,2). En ese momento Isaías
transmite la palabra de Dios al rey: "¡Alerta, pero ten calma! No temas
ni desmaye tu corazón por ese par de cabos de tizones humeantes" (7,4),
que planean conquistar Judá. El temor del rey no disminuye con la
palabra del profeta. En un intento de convencer al rey, Isaías se ofrece
a confirmar sus palabras con un signo: "Pide para ti una señal de Yahveh
tu Dios en lo profundo del abismo o en lo alto de los cielos". Pero Ajaz
replicó: "No la pediré, no tentaré a Dios" (7,11). Ajaz, sitiado y
acosado por sus enemigos, decidió que era más prudente ser "hijo y
siervo" del rey de Asiria que hijo y siervo del Dios invisible. Así Judá
se rindió a los pies de Asiria.
El rey, para llegar a un acuerdo con la potencia más grande del mundo,
está dispuesto a abandonar la fe en Dios, "concertando un pacto con la
muerte" (28,15). Isaías, que ve la historia como escenario de la acción
de Dios, donde los reinos e imperios surgen por un tiempo y luego
desaparecen, percibe un designio más allá de las sombras del momento:
"Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que la virgen
está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel"
(7,14;Mt 1,23).
La preocupación primordial de Isaías no es la política exterior de Judá,
sino el estado interior de la nación. La gente compra, vende, celebra,
se regocija, pero Isaías está consumido por la angustia. No puede
quedarse indiferente ante los crímenes que contempla: opresión de los
pobres y adoración de los ídolos. Jerusalén, "la ciudad fiel se ha
tornado una prostituta" (1,21). Isaías contempla la aflicción de Dios,
que se siente abandonado por sus hijos: "Hijos crié y saqué adelante y
ellos se rebelaron contra mí. Conoce el buey a su dueño, y el asno el
pesebre de su amo, Israel no conoce, mi pueblo no discierne. Han
abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel" (1,2s). El
hombre ha llegado a ser una carga y aflicción para Dios, que odia su
culto, sus festividades, sus celebraciones (1,11ss). Pero todas estas
acusaciones no son más que la expresión de su amor herido. Son "sus
hijos" (1,2), aunque sean "hijos rebeldes" (30,1). Su enfado dura un
instante, no perdura para siempre. Y en ese instante de ira el Señor
invita a su pueblo a esconderse para no perecer: "Vete, pueblo mío,
entra en tus cámaras y cierra tus puertas tras de ti, escóndete un
instante hasta que pase la ira" (26,20). La aflicción de Dios es lo que
nos describe la canción de la viña de Dios, "Amigo" de Israel (5,1-7;
27,2-5).
Sin embargo, no es sólo la iniquidad de los otros lo que hiere al
profeta Isaías. ¡El mismo se siente contaminado! Isaías, en sus
invectivas contra sus contemporáneos, se identifica con "su pueblo"
(3,12): "Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios
impuros, que habito entre un pueblo de labios impuros" (6,5). El corazón
de Isaías está transido de dos amores: el amor a Dios y el amor al
pueblo. Ante el pueblo se siente profeta de Dios; en presencia de Dios
se siente unido al pueblo como su intercesor. A Dios clama por el pueblo
amenazado: "¿Hasta cuando, Señor?" (6,11).
Sión, la exiliada, no ha recibido carta de repudio, la ruptura no ha
sido definitiva. El c. 54 canta el retorno al hogar de la esposa
abandonada y el matrimonio definitivo que Yahveh contrae con su pueblo:
"Porque tu Esposo es tu Creador y el que te rescata, el Santo de Israel.
Porque como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor.
La mujer de la juventud ¿es repudiada?, dice tu Dios. Por un breve
instante te abandoné, pero con gran cariño te recogeré. En un arranque
de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno me he
compadecido de ti, dice Yahveh, tu Redentor" (54,5‑8).
Se trata de recrear las relaciones conyugales. El Esposo de Israel es el
Creador. Yahveh es el Dios del comienzo absoluto, el Dios que renueva
todo. Como Esposo de Israel, su Creador puede recrear radicalmente la
vida conyugal, por maltratada que esté: "Tu Redentor será el Santo de
Israel" (54,5). El nuevo matrimonio prolonga la alianza, establecida una
vez por todas, pero ahora constituye un comienzo absoluto. Novedad para
el hombre, no para Dios, o si se quiere, es la novedad absoluta del amor
definitivo, idéntico, siempre igual a sí mismo. No he sido yo quien te
he dado carta de repudio, dice Dios, sino tú que por tus pecados me has
abandonado (50,1). Este matrimonio, restablecido por una creación, por
una actuación salvadora de Dios, es un gesto que renueva todo
absolutamente, creando algo sorprendente: "¡Grita de júbilo, estéril que
no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no has tenido
los dolores, porque más son los hijos de la abandonada, que los hijos de
la casada, dice Yahveh... Porque a derecha e izquierda te expandirás.
Tus hijos heredarán naciones y ciudades despobladas poblarán" (54,1.3).
La nueva situación será inmensamente fecunda en amor y descendencia.
Serán tiempos de amor permanente: "No se retirará de ti mi misericordia
ni mi alianza de paz vacilará" (54,10). Y la esposa de Yahveh no será
sólo el pueblo de Israel, sino la humanidad entera transformada por la
gracia. Yahveh, protector de Israel, es ahora considerado como el
Creador del universo y de todos los pueblos. De este modo, la idea de
que "el Creador de cielo y tierra" es ahora el Esposo de Israel va a
otorgar dimensiones universales a la raza escogida (54,3).
El símbolo está maduro para pasar de ser figura a realidad histórica,
cumplimiento al que le llevará Jesucristo. Con Cristo, la omnipotencia
de Dios, omnipotencia creadora, omnipotencia de renovación y fuerza
salvadora, purificará realmente a la Iglesia y la preparará para las
bodas definitivas con Cristo. Isaías nos describe esta recreación de
Dios como un segundo Exodo, más glorioso que el primero. El primer
Exodo, en cuanto acontecimiento, tuvo sus limitaciones; pero, en cuanto
salvación divina, no se agota, sino que se transciende al futuro. La
salvación de Dios penetra la historia y la desborda hacia una plenitud
eterna. Con imágenes y símbolo nos proyecta Isaías a la salvación
mesiánica y escatológica. Dios es el Dios creador y señor de la
historia: crea siempre algo nuevo y saca la vida de la muerte.
Estas bodas, recreación del amor de Dios a los hombres, se realizan en
la cruz de Jesucristo. Es lo que ya anuncia Isaías en los cuatro
cánticos del Siervo de Yahveh. Sus sufrimientos y su agonía son los
dolores de parto de la salvación que, según el profeta, está por venir.
El Señor está por desnudar su brazo ante los ojos de todas las naciones
(52,10). Si el hombre sufre como castigo por sus pecados, Dios sufre
como redentor de los pecadores. Su Siervo tiene la misión de cargar con
los pecados y dolencias de los hombres para sanarlos: "Mirad, mi Siervo
tendrá éxito. Como muchos se maravillaron de él, porque estaba
desfigurado y no parecía hombre ni tenía aspecto humano... Le vimos sin
aspecto atrayente, despreciado y desecho de los hombres, varón de
dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se vuelve el rostro.
¡Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que
soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.
Ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El
cargó el castigo que nos trae la salvación y con sus cardenales hemos
sido curados..." (52,13ss).
Miqueas,
contemporáneo de Isaías, se siente llamado a "declarar a Jacob su delito
y a Israel su pecado" (Miq 3,8). El pueblo peregrino por el desierto
bajo la protección de la nube de Dios, en Canaán se ha instalado; los
israelitas sestean "cada cual bajo su parra y su higuera" (4,4). Miqueas
ataca a los poderosos que abusan del pobre; a los potentes que oprimen
con su codicia a los súbditos; a los jueces que se dejan corromper con
regalos y a los profetas a sueldo. Miqueas es el primero en anunciar la
destrucción de Jerusalén. Los dirigentes están "edificando a Sión con
sangre y a Jerusalén con iniquidad. Por eso Sión será arada como un
campo, Jerusalén será un montón de ruinas" (3,10.12). La gente se
inclina idolátricamente a la obra de sus manos, es inevitable la
desgracia.
Con gozo concluye Miqueas: "¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el
pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por
siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a
compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar
todos nuestros pecados" (7,18ss).
4. SOFONIAS, NAHUM, HABACUC Y JEREMIAS
En el siglo VII, cuando Jerusalén se encamina hacia la catástrofe,
sostienen al pueblo los profetas Sofonías, Nahún, Habacuc y Jeremías.
El rey Josías es el gran restaurador de Jerusalén; proscribe el culto en
los demás santuarios locales y desarraiga los restos de la idolatría;
con su vida misma promueve la fidelidad al Dios de Israel. Sofonías
colabora con él en esta obra renovadora. Sofonías, recogiendo la
tradición de los anteriores profetas, es el profeta del "resto" formado
por los pobres de Yahveh, creyentes que escuchan su palabra y se apoyan
en su Nombre (Sof 3,13). Al final proclama el gran anuncio de salvación:
"Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de
todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado
a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no
temerás... El Señor se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con
júbilo como en día de fiesta" (3,14ss).
Mientras Nahúm canta la ruina de un imperio, Habacuc
contempla la aurora de otro. Los dos cantan al Señor que dirige el curso
de la historia. El impío se hincha, confía en su propio poder, y perece;
el justo, en cambio "vivirá por su fe" (Hab 2,4); confiando solamente en
el Señor, salva su vida. Ni la opresión presente, ni el futuro
previsible turba la confianza del justo que se gloría, no en sus
fuerzas, sino en el auxilio del Señor: "Aunque la higuera no echa yemas
y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los
campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no
quedan vacas en el establo, yo exultaré en el Señor, me gloriaré en Dios
mi salvador. El Señor es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace
caminar por las alturas" (Hab 3,17ss).
Jeremías,
el gran profeta del siglo VII, se sabe llamado por Dios desde el seno
materno: "La palabra del Señor se reveló a mí diciendo: Antes que te
formara en el vientre te conocí, y antes que nacieras te consagré; yo te
constituí profeta de las naciones" (Jr 1,5). De nada le vale apelar a su
corta edad: "Yo le dije: ¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, que soy un
muchacho". El Señor le replica: "No digas: 'Soy un muchacho', porque
donde te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No tengas miedo, pues
yo estoy contigo para salvarte" (1,6ss). Jeremías describe su llamada
como seducción por parte de Dios: "Me sedujiste y me dejé
seducir" (20,7). La vocación de Dios sumerge a Jeremías en un dolorosa
soledad (15,17). Pero, como profeta, testigo de Dios, toma parte en el
consejo de Dios, donde es informado de sus secretos (23,18.22).
Es Dios mismo quien pone sus palabras en sus labios (1,9): imposible no
hablar.
Los gestos proféticos de Jeremías son muchos y significativos: el
cinturón llevado al Eufrates, su celibato, su negativa a participar en
el luto o en las fiestas de su ambiente, el cántaro roto y el yugo que
se pone en el cuello como signo de la próxima esclavitud; el mismo yugo
roto, como signo de liberación; la compra de un terreno para señalar que
se acerca el tiempo en que el pueblo volverá a su vida normal; el signo
del libro tirado al Eufrates como signo de la próxima aniquilación de
Babilonia.
Jeremías lleva grabada en el corazón la certeza del amor de Dios a
Israel, y quiere inculcarla en el pueblo: "Así dice el Señor: El pueblo
que sobrevivió a la espada, ha hallado gracia en el desierto. Te he
amado con amor eterno, por eso he reservado gracia para ti. Volveré a
edificarte y serás reedificada" (31,2ss). "Pues yo soy un padre para
Israel, y Efraím es mi primogénito" (31,9).
Jeremías es testigo del drama interno de Dios. Dios no puede dejar
impune la infidelidad del pueblo: "¿Cómo podré perdonarte? Tus hijos me
han abandonado... ¿Acaso no los debo castigar por estas cosas?"
(5,7-9,8). Sin embargo, al
mismo tiempo, quiere salvarlo: "¡Recorred las calles de Jerusalén,
buscad en sus plazas, ved si encontráis un hombre que busque la verdad,
dice el Señor" (5,1). No diez, como en la intercesión de Abraham en
favor de Sodoma, basta uno para salvar a Israel. La ternura de Dios se
queja: "Mi pueblo me ha olvidado" (18,15). Pero solo al pensar en el
castigo: "Se deshacen mis ojos en lágrimas día y noche, pues mi
pueblo amado está quebrantado con una gran herida" (14,17). Dios
está llorándose a sí mismo: "Dejé mi casa, abandoné mi heredad, entregué
el cariño de mi alma en manos de sus enemigos" (12,7). El dolor de
Israel es compartido por Dios. ¡Y también por Jeremías, profeta de Dios
y de Israel! Seducido por Dios se siente envuelto en la tragedia de su
misión: "Cuando recibía tus palabras, las devoraba, tu palabra era mi
gozo y mi alegría íntima... ¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo y mi
herida irremediable?" (15,16ss). Por más que se dice: "No me acordaré de
él, no hablaré más en su nombre" (19,8), Jeremías no puede substraerse a
su misión: La palabra de Dios "la sentía dentro como fuego ardiente
encerrado en sus huesos; hacía esfuerzos por contenerla y no podía"
(20,9). Esta división interior es el tormento de Jeremías: "Mi corazón
está quebrantado dentro de mí, se estremecen todos mis huesos; soy como
un hombre ebrio, como un hombre vencido por el vino, a causa del Señor y
de sus palabras santas" (23,9).
Sin embargo, a pesar de
todas las amenazas, el profeta terminará
señalando la fidelidad infinita de un amor que no acaba ni se consume:
"Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad; te reconstruiré y
quedarás construida, capital de Israel" (31,3‑4). En Jeremías, como en
Oseas, la profecía acaba afirmando que el amor de Yahveh es eterno. Dios
no sólo perdonará a Israel su pecado, sino que lo transformará. Dios
dará a su pueblo un corazón nuevo y un camino nuevo para que nunca más
se aparten de El: "Mirad, yo los congregaré de todos los países por
donde los dispersó mi ira. Los traeré a este lugar. Ellos serán mi
pueblo y yo seré su Dios. Les daré otro corazón y otro camino. Haré con
ellos alianza eterna y no cesaré de hacerlos bien. Pondré mi temor en su
corazón para que nunca más se aparten de mí" (33,37ss).
En la promesa de reconstrucción de la virgen de Israel se vislumbra la
nueva y definitiva alianza, que constituye la cumbre del mensaje de
Jeremías: "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,33). La vivencia del amor
conyugal implica una perspectiva de fidelidad y, por ello, puede servir
de símbolo para intuir y manifestar el significado de la alianza de
gracia. La vida y pasión de Jeremías, a quien Dios acrisoló con el
sufrimiento, es como una anticipación de la de Cristo (Cfr Heb 2,
10ss;4,15;5,7ss).
En el siglo VI, Ezequiel mantiene la esperanza de los deportados a
Babilonia. Ninguno como Ezequiel describe la irrupción de Dios en la
vida del profeta: "La mano de Yahveh cayó sobre mí" (Ez 8,1). Por siete
veces anota esta irrupción de Dios, que desconcierta su vida. El
espíritu de Dios entra en él, lo coge, lo arrastra,
lo lleva, lo tira, lo deja o lo mantiene en pie.
La voz de Dios resuena en su interior con tal fuerza que lo aplasta, lo
derrumba; sólo se mantiene en pie gracias al espíritu (1,28ss). Es la
experiencia de Dios la que le hace, como a los demás profetas, testigo
de Dios, voz de su palabra. Si Jeremías estaba ávido de la palabra (Jr
15,16), Ezequiel la devora literalmente (2,8ss).
Ezequiel, siendo de familia sacerdotal, recibió su formación en el
Templo, donde ofició como sacerdote hasta el momento del destierro. Su
misión en los primeros años consiste simplemente en destruir las falsas
esperanzas. Es vano confiar en Egipto, la catástrofe está a las puertas.
La caída de Jerusalén confirmará su profecía.
Ezequiel, profeta y sacerdote, vive en su carne la experiencia de dolor
del pueblo, tiene verdaderamente una "cura de almas" (3,16ss). Ezequiel
ha expresado la fuerza transformadora del culto en el poema de la fuente
que brota del templo y que corre a curar, transformar y fecundar la
tierra entera (c. 47). Pero Ezequiel contempla cómo la gloria de Dios,
que había llenado el Templo ante los ojos de Salomón, abandona el lugar
santo para seguir al pueblo en su exilio (10,18). En el exilio Ezequiel
comienza a pronunciar sus oráculos contra las naciones, con los que
quiere arrancar del corazón de Israel toda confianza en los poderes
humanos. Luego pasa a suscitar una esperanza nueva, fundada únicamente
en la gracia y fidelidad de Dios.
Ezequiel, lejos del Templo, contempla la historia como una inmensa liturgia en la que Dios se da a conocer, esperando que el hombre le reconozca en su vida. El exilio le ha sacado del Templo, del lugar que daba sentido a su vida; más aún, Ezequiel sabe que el Templo va a ser destruido. En esta situación existencial Ezequiel proyecta en el futuro la imagen del Templo, como centro de la vida del pueblo de Dios. Pero ya en el presente descubre en la historia lo que antes ha encontrado en el Templo. Es en la historia donde se da el "conocimiento de Dios": Todos los árboles del campo (17,2), toda carne (21,4), todos los habitantes de Egipto (29,6), los hijos de Amón, de Moab, de Edom, los filisteos (25,5-17), todas las naciones (36,23ss) reconocerán en la historia que Dios es el Señor. Igualmente, en el perdón inmerecido conocerá la infiel Jerusalén que El es Dios (16,61). La vuelta a la vida de la casa de Israel, tan descarnada como un montón de huesos, dará a conocer a Dios como el salvador de Israel (37,6ss). Deslumbradas por este retorno a la vida de un pueblo al que todos creían irremediablemente perdido, las naciones reconocerán la señal de un Dios Señor de la historia.[2] La historia se hace teofanía, revelación de Dios
El profeta Ezequiel, en la larga y lírica alegoría del capítulo 16, llevará a su culminación el símbolo del matrimonio introducido por Oseas y Jeremías. Este capítulo es de una ternura y realismo impresionante. Jerusalén aparece como una niña recién nacida, desnuda y abandonada en pleno campo, cubierta por su propia sangre, sin nadie que le proporcione los cuidados y el cariño necesarios. El profeta piensa en la estancia en el desierto, en el tiempo en que nació el primer amor entre Yahveh e Israel, en el momento en que se celebraron los esponsales. Esta niña, Jerusalén, por su origen cananea, pagana, a punto de morir, es salvada gratuitamente por Dios. Dios pasa junto a ella, la recoge, la mima y la cuida hasta llegar a enamorarse:
¡Jerusalén! Eres cananea de casta y de cuna: tu padre era amorreo y tu madre era hitita. Te arrojaron a campo abierto, asqueados de ti, el día en que naciste. Pasando yo a tu lado, te vi chapoteando en tu propia sangre, y te dije mientras yacías en tu propia sangre: Sigue viviendo y crece como brote campestre. Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; te comprometí con juramento, hice alianza contigo y fuiste mía (16,3ss).
La descripción es ampliada con los múltiples y valiosos regalos, que le
otorgan esplendor y la majestad de una reina. Estos regalos ratifican la
elección. Y siendo el matrimonio una alianza, se tiene buen cuidado de
confirmarla con juramento (16,8). La unión se afirma aún más
profundamente por el nacimiento de hijos e hijas (16,20). Ezequiel
insiste en la gratuidad de todos estos dones. Insiste igualmente en que
se trata de un matrimonio perfecto, contraído válidamente y enraizado
en el amor, se trata de una unión indisoluble que no soporta la idea de
infidelidad. Esta sería un crimen imperdonable contra la alianza de
Dios. Pero ésta es la tragedia, que entra en escena con un dramatismo
conmovedor.
El relato de este amor se hace sin rodeos, es incluso crudo en su
realismo. El capítulo 26 describe las etapas que ya mencionaba Oseas:
nacimiento de la esposa (v. 4), su pubertad, el momento en que llega a
ser núbil (7); la fiesta de los esponsales y del matrimonio, con la
introducción de la esposa en casa del marido (8), su infidelidad y
adulterio, efectuado de una manera constante y descarada, sirviéndose
para ello de la belleza y dones recibidos como don de su esposo:
Te bañé, te limpié la sangre, y te ungí con aceite. Te vestí de bordado,
te calcé con zapatos de cuero fino; te ceñí de lino, te vestí con manto
de seda. Te adorné con joyas, te puse pulseras en los brazos y un collar
al cuello. Te puse un anillo en la nariz, pendientes en las orejas y una
espléndida diadema en la cabeza. Lucías joyas de oro y plata, y vestidos
de lino, seda y bordado; comías flor de harina, miel y aceite; estabas
cada día más hermosa, espléndida como una reina. Se difundió entre los
pueblos la fama de tu belleza, perfecta con las galas con que te había
ataviado, ‑oráculo del Señor‑. Te engreíste de tu belleza y, amparada en
tu fama, fornicaste y te prostituíste con todo el que pasaba (9‑15).
En sus fornicaciones olvidó por completo su procedencia e historia
pasada: "Con todas tus abominables fornicaciones, no te acordaste de tu
niñez, cuando estabas completamente desnuda, agitándote en tu propia
sangre" (22); y el motivo de todas estas prostituciones era precisamente
"para irritarme" (26). Es más, en lugar de recibir el precio por sus
prostituciones, ella misma ofrece los regalos y joyas de su matrimonio
para atraer a los amantes: "A las prostitutas les hacen regalos; tú, en
cambio, diste tus regalos de boda a tus amantes; los sobornabas para que
acudieran de todas partes a fornicar contigo. Tú hacías lo contrario que
las otras mujeres: a ti nadie te solicitaba, eras tú la que pagabas"
(33‑34).
El profeta ha presentado en dos cuadros minuciosos el contraste entre la
fidelidad pasada y la infidelidad presente. La minuciosidad con que ha
descrito los cuidados y cariños de Dios, mostrando con vivacidad
extraordinaria la belleza y felicidad de aquel momento, pretende
reavivar la memoria de tantos particulares olvidados y, así, hacer ver
el crimen que supone la infidelidad actual. Es el intento, por todos
los medios, de llamar al pueblo al arrepentimiento y a volver al Señor,
que permanece siempre fiel y no olvida:
Yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud y haré contigo una alianza eterna. Tú te acordarás de tu conducta y te sonrojarás... Yo mismo haré alianza contigo, y sabrás que soy el Señor, para que te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te perdone todo lo que hiciste (60‑63)
Hasta el final del capítulo insistirá Ezequiel en la gratuidad del amor
de Dios, concedido a Israel no en virtud de su arrepentimiento, que
vendrá después de la alianza, sino por pura benevolencia. La unión
conyugal definitiva, ligada a una fidelidad recíproca, es la
esperanza final en la alianza de gracia. Orienta ya el espíritu hacia
el matrimonio del tiempo "escatológico", hacia la unión que se
completará cuando Cristo aparezca. Cuando la historia de la salvación
llegue a su fase definitiva en Cristo, aparecerá que, en el orden de la
salvación, la bendición del Génesis está en correlación con la visión
neotestamentaria del matrimonio como sacramento del amor exclusivo de
Cristo hacia la Iglesia, su Esposa. De este modo, de cara al Reino de
los cielos, es como el matrimonio terreno, consagrado por Cristo, puede
manifestar toda su riqueza interior.
Jesucristo es el buen pastor que Ezequiel había anunciado: "Como un
pastor vela por sus ovejas cuando se encuentra en medio de sus ovejas
dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las sacaré de en medio de los
pueblos, las apacentaré en buenos pastos. Buscaré la oveja perdida,
tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma...
Yo suscitaré para ponerlo al frente un solo pastor que las apacentará"
(34,11ss). Y Jesús es quien inaugura el culto espiritual que el profeta,
por dos veces, había prometido de parte de Dios: "Así dice el Señor: Yo
os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de los países en
los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de Israel. Yo os
daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Quitaré de
su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne para que
caminen según mis preceptos y así sean mi pueblo y yo sea su Dios"
(11,17ss; 36,26).
6. AGEO, ZACARIAS, JONAS, MALAQUIAS, ABDIAS Y JOEL
Desde finales del siglo V a mediados del siglo III se suceden los profetas posteriores al exilio: Ageo, Zacarías, Jonás, Malaquías, Abdías y Joel. Son los profetas de la reconstrucción de Israel al retorno del exilio.
Con Ageo comienza una nueva era. Antes del destierro, los
profetas anunciaban el castigo; durante el exilio, los profetas eran los
consoladores del pueblo. A la vuelta del exilio, los profetas llaman al
pueblo a la reconstrucción del templo y de la comunidad de Israel. Ageo
es el primero en invitar a los repatriados a reconstruir el Templo: El
Templo está en ruinas, su reconstrucción garantizará la presencia de
Dios y la prosperidad del pueblo.
Zacarías
anuncia, con más claridad aún, el comienzo de la nueva era de salvación,
puesta bajo el signo del Templo reconstruido. De nuevo la tierra es
santa en torno al Templo y el pueblo tiene a Dios en medio de ellos. Sin
embargo esta nueva era no es más que una profecía de la era mesiánica:
"Alégrate, hija de Sión, canta, hija de Jerusalén, mira a tu rey que
viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un
pollino de borrica" (9,9ss). El rey Mesías instaurará un reino de paz
sin necesidad de caballos de guerra. "Aquel día derramaré sobre los
habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán
a mí, a quien traspasaron (Jn 19,37), harán llanto como llanto por el
hijo único, y llorarán como se llora al primogénito" (12,9ss). Quedará
un resto "al que pasaré por el fuego, le purificaré como se purifica la
plata, le depuraré como se acrisola el oro. El invocará mi nombre y yo
le responderé. Yo le diré: Pueblo mío, y él me responderá: Señor, Dios
mío" (13,8s).
Malaquías
significa "ángel, mensajero del Señor". Contemporáneo de Esdras y
Nehemías, los grandes restauradores del nuevo Israel postexílico,
Malaquías cierra los labios con los ojos abiertos hacia el que ha de
venir: "Mirad: os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día
del Señor. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el
corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a
destruir la tierra" (3,23s).
Joel
significa "Yahveh es Dios". Joel toma como punto de partida de su
profecía una catástrofe del campo: una terrible plaga de langosta que
desola las cosechas. La plaga de langosta se convierte en un ejército
que asalta y conquista la ciudad. Con esta visión el profeta invita al
ayuno y penitencia para implorar la compasión de Dios. Acogida su
invitación, Dios responde anunciando la salvación del pueblo: "No temas,
haz fiesta. Hijos de Sión, alegraos y festejad al Señor, vuestro Dios,
que os da la lluvia temprana y la tardía a su tiempo. Alabaréis al Señor
que hace prodigios por vosotros. Yo soy el Señor, vuestro Dios, y no hay
otro, y mi pueblo no quedará defraudado. Además derramaré mi espíritu
sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán" (2,21ss). "El Señor
será refugio de su pueblo, alcázar de los israelitas. Y sabréis que yo
soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo.
Jerusalén será santa. Aquel día los montes manarán vino, los collados
fluirán leche, las acequias de Judá irán llenas de agua y brotará un
manantial del Templo del Señor, que regará el valle de las Acacias"
(4,16ss).
Jonás
es un profeta extraño y simpático. Se empeña en hacer lo contrario de
los demás profetas. Cuando Dios le envía a Nínive, huye en vez de
obedecer. Cuando la nave está a punto de irse a pique, duerme en vez de
orar como hacen hasta los paganos marineros. El se sabe causante de la
desgracia y duerme profundamente. Pero Dios le despierta y le hace
confesar su pecado y su fe en el "Dios del cielo, que hizo el mar y la
tierra firme", suscitando las primeras conversiones entre los mismos
marineros, que se salvan de la borrasca. Jonás es profeta hasta en su
huida de Dios.
Frente a tantas profecías contra las naciones, Jonás anuncia un mensaje
de misericordia para el pueblo enemigo de Israel. En medio de los
profetas llamados por Dios para predicar la conversión de su pueblo,
Jonás es el predicador de los gentiles. Mateo, Marcos y Lucas le citan
en el Nuevo Testamento: "Esta generación perversa y adúltera pide un
signo, y no le será dado sino el signo de Jonás. Como estuvo Jonás en el
vientre del pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre
en el corazón de la tierra tres días y tres noches. Los Ninivitas se
alzarán a condenar en el juicio a esta generación, porque ellos se
convirtieron con la predicación de Jonás; y aquí está alguien más grande
que Jonás" (Mt 12,39-41). Los Ninivitas convertidos son el símbolo de
los gentiles que se adhieren a la fe, superando la incredulidad del
pueblo de Dios.
Dios es compasivo y misericordioso por encima de la ruindad de su
profeta. A Jonás le molesta que Dios tenga tan gran corazón que es capaz
de dejar mal a su profeta, perdonando a los ninivitas convertidos por
sus amenazas de destrucción. Pero Dios se ríe de sus enfados, pues le
ama con el mismo corazón con que ha perdonado a los Ninivitas. Jonás
estaba sentado a la sombra de un ricino, que le protegía del ardor del
sol. Pero el Señor envió un gusano, que secó el ricino. Jonás se lamentó
de la muerte del ricino hasta desear también su muerte. El Señor le
dijo: "Tú te lamentas por el ricino, que no cultivaste con tu trabajo, y
que brota una noche y perece a la otra y yo, ¿no voy a sentir la suerte
de Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de veinte mil hombres?" (Jo
4,11).
La figura de Jonás ha interesado a tantos artistas desde el tiempo de
las catacumbas, pues en él han visto los cristianos un símbolo de
resurrección y salvación. Dios salvó al profeta de la muerte para salvar
por él a un pueblo pagano. Dios salvó a Cristo, resucitándolo de la
muerte, para salvar con esa muerte y resurrección a todos los pueblos de
la tierra.
***
Los profetas se caracterizan por su atrevimiento. Su palabra lleva el
convencimiento de que no es palabra humana, sino Palabra de Dios, que no
puede dejar de cumplirse. Esta convicción se expresa en las fórmulas con
que empiezan y terminan: "Así habla el Señor", al comienzo; "Oráculo del
Señor", al final. "Es la boca de Yahveh" la que habla. Por ello los
reyes y el pueblo "buscan a Dios" en el profeta (Jr 21,2); le
"preguntan", acudiendo al profeta (Jr 21,2), le "consultan" (Is 30,2);
le "piden una respuesta" (Jr 23,35.37). "Hombres como eran, hablaron de
parte de Dios, movidos por el Espíritu Santo" (2Pe 1,19-21). Invadidos
por el Espíritu Santo vida y mensaje del profeta quedan fundidos.
Rechazar su palabra era rechazarles a ellos. Jesús dirá: "Jerusalén, que
matas a los profetas" (Mt 23,37). El martirio es el sello
que da autenticidad a la profecía.
Discutidos siempre, con frecuencia perseguidos, los profetas son los
testigos de Dios en medio del pueblo. Cuando callan los profetas, al
pueblo le falta la palabra de Dios (1Mac 4,46;9,27). "Ya no nos queda ni
un profeta", se lamenta el salmista (Sal 74,9). Ezequiel llega a decir
que no importa que le escuchen o no, lo que importa es que la gente
reconozca que "hay un profeta en medio de ellos" (2,5), que sepan que
Dios mantiene el diálogo con los hombres. El silencio de Dios, al faltar
los profetas, aviva el deseo y la esperanza del Profeta prometido (1Mac
14,41): "Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta
semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo
le mande" (Dt 18,18; He 3,22). Ya en el Nuevo Testamento, la cercanía de
Dios se anuncia con Juan Bautista, "profeta y más que profeta" (Lc
7,26), precursor del Profeta esperado (Jn 1,25;6,14): "Muchas
veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por
medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio
del Hijo" (Heb 1,1). Tras la multiplicación de los panes, que recordaba
el maná del Exodo y el milagro de Eliseo, las gentes se pusieron a
gritar: "Este es verdaderamente el profeta que debía venir al
mundo" (Jn 6,14). Al oír sus palabras las gentes dijeron: "¡Este es
realmente el profeta!" (Jn 7,52). Jesús no sólo es la boca de
Dios, sino la Palabra de Dios encarnada. Escucharle, acogerle es
escuchar y acoger al Padre que le ha enviado.
Con el don del Espíritu Santo en Pentecostés, en el seno de la Iglesia
se da una renovación permanente de la profecía. Todos sus miembros están
llamados a recibir el don del Espíritu Santo que les hace profetas (He
8,15-18;10,44-46). Y además, dentro de la comunidad cristiana, algunos
miembros se distinguen por ese don y reciben el nombre de profetas. Con
sus palabras y gestos edifican la asamblea de los fieles (He 21,10).
El rostro de Dios, que nos presentan los profetas, no es un rostro mudo,
impasible, impersonal. Esos adjetivos convienen más bien a los ídolos
paganos, que "tienen boca y no hablan". En los profetas todo es lenguaje,
comunicación de Dios con los hombres: es el Dios "que habla al corazón" (Os
2,16). Los profetas son la boca con la que Dios dirige su palabra al hombre:
"Ve y di", ordena el Señor constantemente a sus profetas. Palabra que
anuncia el plan de Dios, que denuncia el pecado del hombre, que llama a
volver a Dios, que proclama el perdón de Dios. Los profetas son los testigos
del Dios de Israel que habla y responde a los hombres, que se deja
encontrar, invocar y amar: es el Dios de la Alianza. Es el Dios tan santo
que no puede por menos que perdonar y salvar (Os 11,9).