Figuras bíblicas: VIII. LOS SABIOS DE ISRAEL
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
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Los exiliados de Babilonia, repatriados a Jerusalén, eran los más
pobres entre los deportados. Eran los pobres de Yahveh. Aquella
pequeña comunidad de fieles, a pesar de todas las dificultades que
encontraron, fue el origen de la restauración y renovación espiritual de
Israel. Desde entonces, hasta la venida de Cristo, los pobres de Yahveh
fueron los testigos vivientes de la fidelidad del Señor a la Alianza. La
historia de los anawin es la historia de las atenciones de Dios para
con los pobres, que ponen su confianza en él, según repiten en los salmos:
"En mis tribulaciones invoqué el nombre del Señor; esperé el auxilio del
Señor y fui salvado; pues Tú eres la esperanza y el refugio de los pobres,
¡oh Dios!".
Los pobres de espíritu mantienen viva la esperanza del Mesías
prometido, amigo de los pequeños. Esta esperanza culmina en María, que
alberga en su corazón el deseo de todos los pobres. María, en su nombre,
acoge el anuncio del Salvador: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí
según tu palabra" (Lc 1,38). Jesucristo, en los comienzos de su misión, al
proclamar las Bienaventuranzas, se revela como Mesías de los pobres:
"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
cielos". El, pobre de Yahveh, no tiene donde reclinar la cabeza; vive
abandonado totalmente a la voluntad del Padre: "Siendo rico, se hizo pobre
por vosotros, para haceros ricos por su pobreza" (2Cor 8,9).
Los pobres de Yahveh buscan en su Palabra la luz que guíe sus pasos.
Entre ellos, Dios suscita los "sabios de Israel", quienes a la luz de la
Palabra de Dios iluminan los acontecimientos de la vida diaria. Los sabios
"vuelven hacia El su mirada para ser iluminados" (Sal 34,6). La Escritura se
hace fuente perenne de sabiduría. En ella buscan una respuesta de fe a los
hechos que superan la razón humana. El primero y mas grave problema con que
se encuentran es el drama del sufrimiento del justo. Es el problema que pone
en crisis la fe en el Dios bueno de la historia de los padres. Dios mantiene
su fidelidad a la Alianza con su pueblo. Pero, ¿cuál es la suerte que corre
el individuo? Dios que salva al pueblo, ¿se preocupa de cada uno de sus
miembros? ¿Por qué prosperan los malvados y el justo, fiel a Dios, sufre la
desgracia?
El tema de la retribución está presente en todo el Antiguo
Testamento, ya que Yahveh es un Dios justo, que premia el bien y
castiga el mal. Adán es castigado por su pecado (Gén 3); Noé es salvado del
diluvio por su inocencia (Gén 7); la fe de Abraham merece un premio (Gén
15,15); la corrupción de Sodoma y Gomorra merece su destrucción (Gén 19).
"Al que peque contra mí, le borraré yo de mi libro" (Ex 32,33), afirma el
Señor. Junto a estos textos, están otros en que aparece el principio de
solidaridad en el pecado y en la justicia. Así la rebelión de Coré, Datán y
Abirón es castigada en los culpables y en sus familiares, servidores y
amigos (Nú 16). El anatema en que incurre Akán recae sobre todo el pueblo
(Jos 7). El pecado de David atrae la peste sobre la nación (2Sam 24,1-17).
La santidad de Noé lo salva a él y a "toda su casa" (Gén 7,1.13). En Abraham
"serán bendecidas todas las familias de la tierra" (Gén 12,3). El libro
entero de los Jueces sigue el esquema pecado-castigo-conversión-salvación
del pueblo.
Cuando el castigo sobreviene a una persona inocente, la justicia de
Dios queda a salvo apelando a la solidaridad de los hijos en las culpas de
los padres, hasta llegar a plasmar el refrán: "los padres comieron agraces y
los hijos sufren dentera" (Jr 31,29;Ez 18,2). Pero ya Jeremías protesta
contra él. La solidaridad del pueblo no puede eliminar la responsabilidad
personal. Jeremías afirma que "cada cual morirá por su culpa; quien coma el
agraz, tendrá dentera" (31,30). Yahveh explora el interior del hombre "para
dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras" (17,10). En su
anuncio de la nueva alianza promete que el Señor inscribirá su ley en los
corazones de cada hombre y no en las tablas de piedra, de forma que
todos y cada uno conozcan a Yahveh (31,31-34). Esta interiorización de la
ley lleva a la relación personal del hombre con Dios.
También Ezequiel subraya la llamada personal de Dios a cada hombre;
no permite al pueblo engañarse culpando a las generaciones pasadas de sus
desastres: "vosotros os mancháis, conduciéndoos como vuestros padres" (Ez
20,30); "el que peque, ése morirá" (18,1-4). La justicia del padre no
salvará al hijo, ni el pecado del padre condenará al hijo (18,5-20). El
malvado que se convierta, vivirá; el justo que se extravíe, morirá
(18,21-24). "Yo juzgaré a cada uno según su proceder" (18,30). En esta línea
continúa el libro de los Proverbios. Quien sigue la sabiduría, encuentra la
vida (4,13) y la felicidad (3,18); quien se aparta de ella, va a la muerte
(7,24-27). Con la sabiduría están "la riqueza y la gloria" (8,18.21); el que
honra a Yahveh gozará de bienestar durante una larga vida (3,16-17). Por el
contrario, "para el malvado no hay un mañana" (24,20).
Lo mismo aparece en los salmos. El salmo 1 contrapone la suerte del
justo a la del impío. Pero la expresión más elocuente de la protección con
que Yahveh recompensa a sus fieles la encontramos en el salmo 91: sean
cuales fueren los peligros que le pueden sobrevenir, Dios salva al justo de
todos ellos: Dios es para el justo "abrigo", "refugio y fortaleza", "escudo
y defensa". La fidelidad de Yahveh no defrauda a los que confían en El.
"Muchas son las pruebas del justo, pero de todas le libra el Señor" (Sal
34,20).
Ahora bien, la experiencia de la vida real lleva a Israel a constatar
que no siempre los justos son felices ni los pecadores desgraciados; más
bien sucede con frecuencia lo contrario. El principio "yo daré a cada uno
según sus acciones", proclamado por Yahveh, entra en crisis. Los profetas,
el salmista y los libros de Job y del Eclesiastés se plantearán el problema:
"¿por qué tienen suerte los malos y son felices los traidores?". Jeremías
vive el problema en carne propia, como justo perseguido (Jr 15,10-18); "ha
servido a Yahveh" y, sin embargo, le toca un "penar continuo" y "una herida
incurable"; esta situación le lleva a preguntarse si Yahveh no será un
"espejismo, aguas no verdaderas". Varios salmos recogen los mismos
interrogantes: ¿por qué Yahveh está lejos en la hora de la angustia?; ¿hasta
cuándo triunfarán los impíos y sufrirán los justos? Dios mantiene su
fidelidad a la Alianza con su pueblo, ¿pero qué suerte corre el justo, fiel
a su Dios? Job es la expresión viva y dramática de estos interrogantes.
Desde el principio Job aparece como inocente. Dios mismo lo testimonia por
dos veces ante Satán: "¿Te has fijado en mi siervo Job? No hay nadie como él
en la tierra" (1,8;2,3). ¿Qué sentido tiene su sufrimiento?
El libro de Job comienza como un cuento: Había una vez en el país de
Us un siervo de Dios, llamado Job, que vivía rico y feliz con sus hijos e
hijas. Dios estaba con él "en la intimidad de su tienda" (29,4). Pero Dios
permite a Satán que le pruebe en sus bienes, en sus afectos y en su misma
carne para ver si se mantiene fiel en la tentación. "Desnudo salí del seno
de mi madre, desnudo allá volveré" (1,21). Liberado de la alienación de las
cosas, Job experimenta que la vida no depende del vestido que la reviste. Es
puesto en la libertad para enfrentar el combate de la fe, que le lleve a
Dios y a sí mismo. Nos hallamos con la narración del drama de todo hombre en
busca del sentido de su existencia ante Dios. Job aparece sin genealogía; es
el hombre de toda época y lugar, enfrentado a la triple tentación de todo
hombre. Con la figura de Job, Dios dice a cada hombre: "Acuérdate del camino
que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer, para afligirte, para ponerte a
prueba y conocer lo que había en tu corazón" (Dt 8,2).
Job es acosado por la pérdida de la riqueza y por el dolor moral
(1,13-19, por la enfermedad y el dolor físico (2,4-10). La prueba convoca a
familiares y amigos. La mujer, como Eva, le incita a renegar de Dios y
morir. Job, reconoce en la voz de la mujer a Satán, mentiroso y asesino, y
no escucha su palabra; Job vence el primer ataque de Satán, reconociendo a
Dios como Señor de la vida y de todos sus bienes: "El Señor me lo dio, el
Señor me lo quitó". "No dice: Dios me lo dio, el diablo me lo quitó. Tendría
quizá de qué dolerse si lo que Dios le dio se lo hubiera llevado el
adversario; pero, pues lo quitó el que lo dio, no nos quitó lo nuestro, sino
que recobró lo suyo. Job transforma la violencia del dolor en alabanza del
Creador" (San Gregorio). En vez de la maldición que busca Satán, Job
responde con la bendición a Dios: "Bendito sea el nombre del Señor".
Luego entran los amigos. El silencio de siete días y siete noches,
que pasan sentados en tierra junto a Job, es la medida de la duración del
sufrimiento. Cuando abren la boca, repiten una y otra vez que Dios reparte
bienes y males a los hombres según su conducta: "Recuerda, ¿qué inocente ha
perecido jamás?, ¿dónde han sido los justos extirpados? Así lo he visto: los
que cultivan la maldad y siembran aflicción, las cosechan" (4,7-8;8,8-20).
Lo sucedido a Job le acusa de culpable (36,5.17-21). Que se arrepienta de su
pecado y Dios le restituirá la dicha (22,21-30). Job se alza contra sus
amigos, invocando como ellos la experiencia ajena, y la propia. Job constata
en su carne que los malvados medran, se divierten, ven cómo sus bienes se
multiplican (21,1.13), despojan al inocente impunemente (24,1-17). Se trata
de hechos tan evidentes que Job desafía a sus amigos a desmentirle: "¿no es
así?, ¿quién me puede desmentir?" (24,25). Las razones de los amigos son,
pues, vanas: "pura falacia" (21,34).
Tanto los amigos como Job se mantienen en su posición; tratan de
defender la imagen misma de Dios. Los amigos saben que Dios es justo y
apelan a una culpa secreta para salvar la justicia divina. Para salvar a
Dios condenan al hombre, volviéndose ciegos al designio de Dios. Job, en
cambio, desea una explicación de la justicia de Dios, partiendo de su
experiencia, pues de lo contrario la justicia de Dios sería un puro engaño.
Job está convencido de la justicia y bondad de Dios, a pesar de sus gritos
de protesta. El no reniega de Dios, apela al juicio de Dios, pero quiere que
Dios desvele su justicia. Job está dispuesto a jugarse la vida en un cara a
cara con El: "me lo jugaré todo, llevando en la palma mi vida, con tal de
defenderme en su presencia: esto sería ya mi salvación" (13,14). En sus
quejas y desafío a Dios, Job no ha perdido la esperanza. Confía en el
corazón insondable de Dios, que nada gana con la muerte de un amigo: "tus
ojos estarán sobre mí y yo ya no seré; por mucho que quieras buscarme, ya no
seré" (7,8.21), "con nostalgia por la obra de tus manos tú me llamarías"
(14,15).
Con su silencio y con sus palabras, los amigos no hacen otra cosa que
llevar al sufriente a penetrar en lo hondo de su corazón. La experiencia del
anciano Elifaz, el celo del joven Sofar o la ciencia de Bildad no logran dar
una respuesta al dolor del inocente. El drama se da entre Dios y el hombre.
A solas con Dios el hombre calla, grita, pide explicaciones, saca todo lo
que está escondido en su interior, desconocido hasta para él mismo. El
misterio de Dios choca contra todos los razonamientos humanos. El dolor
descontrola los consuelos de la mente. El corazón herido rompe el cerco de
los labios y la lengua saca todo el dolor del sinsentido de la vida: "Muera
el día en que nací, la noche que dijo: han concebido un varón" (3,3). Job
maldice su nacimiento, más aún, su misma concepción. Si la vida es
sufrimiento, ¿por qué haber nacido? ¿Para qué dar a luz a un desgraciado, a
un hombre que ve cerrado su camino, porque Dios le tiene cercado? "Pues
sabed que es Dios quien me ha envuelto en sus redes, quien me ha cerrado el
camino, cubriendo de tinieblas mi sendero, descuajando como un árbol mi
esperanza" (19,6ss). Incapaz de ver el designio de Dios, la vida queda vacía
de sentido. El silencio o ausencia de Dios es peor que la muerte.
Job, a solas consigo, rumia su pasado. En el memorial de su historia
aparece Dios y la esperanza: "¡Quién me diera volver a los viejos días
cuando Dios velaba sobre mí, cuando su lámpara brillaba sobre mi cabeza, y a
su luz cruzaba las tinieblas! ¡Aquellos días de mi otoño cuando Dios era
íntimo en mi tienda, el Todopoderoso estaba conmigo y me rodeaban mis
hijos!" (29,1ss). La memoria recrea el ansia de encontrarse con Dios. El
dolor del eclipse de Dios es lo que hace insoportable la situación presente.
Sin la luz de Dios se ha apagado la gloria de Job, que antes todos
admiraban. El yo de Job se ha roto y se resiste a morir. La gloria pasada se
alza ahora como vanagloria. La memoria, que comenzó llevándole a Dios, se
enreda luego en el recuento de los propios méritos. Job pasa del
reconocimiento de Dios a la celebración de sí mismo, robando la gloria a
Dios. Por la boca del irreprochable Job sale todo su corazón fariseo: exalta
su prestigio, autoridad y fama de hombre generoso; se arroga lo que es
propio de Dios: "mis palabras goteaban sobre los demás como lluvia temprana,
se las bebían como lluvia tardía, yo les guiaba y se dejaban conducir"
(29,22ss), "yo era ojos para el ciego, pies para el cojo, padre de los
pobres" (30,15s).[1]
Frente a esta ilusión de gloria se alza el presente: la humillación y las
burlas de que es objeto, el abandono en que se encuentra, el sufrimiento y
la angustia. Es Dios quien ha cambiado su suerte. A Dios interpela Job con
su grito de dolor. La súplica se transforma en queja contra Dios: "Te pido
auxilio y no me haces caso, espero en ti y me clavas la mirada" (30,20).
La rebeldía o la aceptación se cruzan en el alma. Toda su apelación
es un grito desesperado a Dios para que aparezca de nuevo ante él, en su
vida presente. Es el náufrago que extiende la mano pidiendo socorro para que
no se le traguen las aguas del océano. La debilidad de Job es su fuerza.
Dios, ante ella, despierta (Mt 8,23ss) y rompe la noche con su presencia
inefable "en el seno de la tempestad". Dios no está ausente. Acompaña al
hombre, lo lleva de su mano, como a todos los seres de la creación,
conducidos por su sabiduría, más allá de cuanto el hombre puede conocer
(38,1ss). Y cuando Dios interviene, presentándose como Dios (cc. 38-41),
Job se humilla ante Dios, retracta sus palabras y se hunde "en el polvo y la
ceniza" (42,1-6). La visión de Dios ilumina su pecado profundo, el pecado
que, contemplándose a sí mismo, no veía: el pecado de creerse Dios, norma
del mundo y de la historia. Ahora sabe que la locura de Dios supera toda la
sabiduría de los hombres (1Cor 1,25).
Job, desnudo con sólo su cinturón, como Jacob en su combate nocturno
del Yaboc, ha luchado cuerpo a cuerpo con Dios: "cíñete los lomos si eres
hombre" (40,7). Y ha sido gloriosamente vencido por Dios. El encuentro con
Dios le ha dejado cojo, le ha llevado a la humildad: "Yo que soy tan poca
cosa, pongo mi mano en la boca y no hablaré más, pues he hablado de
maravillas fuera de mi alcance y que yo no conocía" (40,2ss). Cojeando se da
el salto de la religiosidad interesada a la fe gratuita en Dios. El drama de
Job es el combate de la fe. En él se van destruyendo todas las imágenes de
Dios, siempre "hechura de manos humanas", es decir, ídolos. Satán mismo es
un instrumento del Señor para deshacer las imágenes falsas de Dios: "¿Acaso
Job venera a Dios de balde?" (1,9) o "por la vida da un hombre todo lo que
tiene" (2,4). Es donde ha llevado a Job la prueba: a aceptar a Dios como
Dios y no interesadamente. En la "noche oscura" por donde Dios lleva al
hombre sólo cabe refugiarse en el Señor, como hace San Juan de la Cruz:
"Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado". La fe conduce al hombre a
renunciar a sus riquezas, afectos, a perder la propia vida, cargando con la
cruz de cada día (Lc 14,25ss). Ver a Dios con los propios ojos es la vida
del hombre: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios
verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).
Dios es Dios y el hombre es criatura de sus manos. Dios es siempre
sorprendente: "hace prodigios insondables" (5,9); ¿quién puede pretender
sondear el misterio que lo envuelve? (11,7); el hombre apenas puede ver la
"orla de sus obras" (16,14); su actuar encuentra al hombre siempre
desprevenido (12,16ss): "si cruza junto a mí, no lo veo; pasa rozándome y no
lo siento" (9,11). La justicia de Dios no está en las justificaciones de sus
amigos. Job apela a Dios mismo. Y Dios le responde como Dios. Job no
entiende, pero ve a Dios con sus propios ojos, y la vida vuelve a sus
huesos quebrantados. Dios no desprecia un corazón humillado. La luz coloca
de nuevo las cosas en su sitio, marcando los contornos exactos de los seres.
El caos desaparece y todo nace "bueno" de la palabra de Dios. El misterio de
Dios no se comprende desde fuera. Entrando en su misterio, el amor disipa
toda oscuridad. En el misterio de Dios, exaltado en la cruz de su Hijo,
queda patente el ser de Dios. El hombre es exaltado en la cruz hasta la
gloria de Dios. "Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con
la gloria que se ha de manifestar en nosotros" (Rom 8,18).
No se salva a Dios condenando al hombre; ni se salva al hombre
condenando a Dios. En su propia carne Cristo toma los dolores de los hombres
y los vive para iluminar a todos los que sufren en su carne el dolor del
mal, pues "por haber pasado él la prueba del dolor, puede auxiliar a los que
ahora la están pasando" (Heb 2,18). Dios Padre proclama la inocencia total
de Jesús en el bautismo: "Este es mi Hijo amado". Satán comienza la prueba
de Jesús, incitándolo a renegar de Dios. Y la prueba llega a su culmen
cuando Satán entra en el corazón de Judas, que le entrega a la muerte.
Acusado como malhechor, Jesús es condenado por los hombres. Sin embargo, el
Padre, con el envío del Paráclito, muestra su inocencia, al mismo tiempo que
convence al mundo de pecado y condena a Satán. Jesús, como Job, intercede
por quienes le acusan y condenan y ve la gloria del Padre (Jn 16,8s).
La fe nos abre a la gratuidad de la salvación. La última palabra la
tiene la misericordia de Dios, que se muestra al pecador que confiesa su
pecado: "Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me
retracto y arrepiento echándome polvo y ceniza" (Job 42,5s). Job, al final,
creerá en Dios por Dios mismo y no sólo como el dador de bienes.
Antes de que cambie nada, antes de levantarse del estercolero, con la sola
presencia de Dios ha cambiado todo. Ha visto a Dios y la luz de Dios ha
devuelto la luz a su ser. Job puede decir con el salmista: "tu gracia vale
más que la vida" (Sal 63,4). En el misterio del dolor, el hombre encuentra a
Dios y en El halla la felicidad. En la pedagogía de la revelación divina, el
sufrimiento abre el corazón del creyente a la comunión con Dios, como
felicidad plena, más allá de esta vida.
La fe en la resurrección surge en el Antiguo Testamento en un
contexto martirial (2Mac 7;Dn 12). El justo perseguido remite su justicia a
Dios, creyendo y esperando que El restablecerá el derecho (Job 19,25s). La
respuesta al sufrimiento del inocente sólo se encuentra al entrar en el
misterio de Dios. A quienes han sufrido por Dios, declarándose por El ante
los hombres, Dios no les abandona. Esta esperanza martirial de Israel llega
a su plenitud en el martirio de Cristo, en el testimonio supremo del
amor de Dios en la muerte de cruz dado por Cristo Jesús (1Tim 6,13). El
Padre sale como garante de la vida de sus testigos, de sus mártires. Quien
remite a él su justicia, no queda defraudado, "no permitirá que su Justo
experimente la corrupción" (He 2,27.31):
Yo sé que está vivo mi Vengador
y que al final se alzará sobre el polvo.
Tras mi despertar me alzará junto a El,
y con mi propia carne veré a Dios.
Yo, sí, yo mismo, y no otro, le veré,
mis propios ojos le verán. (Job 19,25-27)
Junto al libro de Job la literatura sapiencial nos ha legado el bello
libro de Tobías. Un piadoso israelita deportado es sometido a diversas
pruebas, como la confiscación de sus bienes y la ceguera. La mujer de Job,
nueva Eva, no se acerca al marido como ayuda adecuada para consolarlo, sino
para seducirlo. Se hace aliada de Satán para llevar a Job a la maldición de
Dios y a la muerte. Pero Job no cedió a la seducción de su esposa como hizo
Adán en el paraíso; desde la basura rechazó la tentación. A Eva y a la mujer
de Job se une la mujer de Tobías: "Y dónde están tus limosnas?, ¿dónde tus
obras de caridad? Ya ves lo que te pasa" (Tob 2,22). Tobías mantiene en las
pruebas su fidelidad a Dios.
Al mismo tiempo, Sara, hija de Raguel, pariente de Tobías, es otro
ejemplo de piedad a pesar de haber sido probada con la muerte sucesiva de
sus siete maridos. Dios acude en auxilio de uno y otro. Tobías y Sara, cada
cual por su parte, piden a Dios que les libre de esta vida. Dios escucha su
oración llenando sus vidas de una alegría inesperada. Envía a su ángel
Rafael para que guíe al hijo de Tobías, que lleva el nombre del padre, a
casa de Raguel, le haga encontrarse con Sara y le proporcione el remedio
para la ceguera del padre.
Quizás la más bella expresión del amor en el Antiguo Testamento sea
el libro de Tobías. En él aparecen sintetizados de un modo maravilloso todos
los elementos, que a lo largo de la revelación han ido apareciendo, en una
pareja ejemplar. En el libro de Tobías se evocan las palabras que Abraham
dirige a su siervo Eliezer cuando le manda en busca de esposa para su hijo
Isaac: "Yahveh, en cuya presencia camino, enviará su ángel contigo y dará
éxito a tu viaje, y así tomarás mujer para mi hijo de la casa de mi padre"
(Gén 24,40). Dios, que ha creado a Tobías para Sara (6,18), envía al ángel
Rafael, conduce a Tobías a través de muchas vicisitudes a encontrarse con la
mujer que Dios ha destinado para él. El matrimonio de Tobías y Sara se vive
en un ambiente de oración, de intimidad personal y con la firme voluntad de
darse el uno al otro total y definitivamente. Según la redacción de la
Vulgata, Raguel, el padre de Sara, a instancias del ángel, entregará su hija
a Tobías, diciendo: "Yo creo que Dios os ha hecho venir a mi casa
precisamente para que ella se case con uno de su linaje, conforme a la ley
de Moisés, así que te la entregaré" (7,14). "Y tomando a su hija de la mano
derecha, la colocó en la mano derecha de Tobías diciendo: El Dios de
Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob sea con vosotros. Que El os una y os
llene de bendición" (8,11‑15, Vul.). Y, después de la primera noche,
bendecirá a Dios, que ha protegido a su hija y a su esposo, diciendo:
Bendito seas, oh Dios, con toda pura bendición y seas bendecido por los
siglos todos. Seas bendecido por haberme alegrado. Seas bendecido porque has
tenido piedad de este hijo único y de esta hija única. Concédelos, Señor, tu
gracia y tu protección, hazles seguir su vida en la alegría y en la gracia
(Tob 8,17‑19, Vul).
Por su parte, los dos esposos viven su unión como don del Señor y
bajo su bendición:
Cuando acabaron de comer y beber, decidieron acostarse. Llevaron a la
alcoba a Tobías. Una vez que quedaron los dos solos, se levantó Tobías del
lecho y dijo:
Levántate, hermana; vamos a orar para que el Señor tenga misericordia de
nosotros. Ella se levantó e imploraron al Señor el poder quedar a salvo.
Comenzó él, diciendo: Bendito
eres, Dios de nuestros padres, y bendito por los siglos tu nombre santo y
glorioso. Bendígante los cielos y todas las criaturas. Tú hiciste a Adán, y
para él creaste como apoyo y ayuda a Eva, su mujer; de ellos nació todo el
linaje humano. Tú mismo dijiste: No es bueno que el hombre esté solo:
hagámosle una ayuda semejante a él. Ahora, pues, Señor, no llevado de la
pasión sexual, sino del amor de tu ley, recibo a esta mi hermana por mujer.
Ten misericordia de mí y de ella y concédenos a ambos llegar juntos a
nuestra ancianidad.
Y dijeron a coro: amén, amén.
Y pasaron dormidos aquella noche (8,1‑9).
Aun cuando aprecien grandemente la unión sexual, se sienten capaces
de vivir en la continencia por su fe en Dios: "Somos hijos de santos y no
podemos comenzar nuestra vida conyugal como los paganos, que no conocen a
Dios" (8,5, Vul.). Los jóvenes esposos dejan pasar sin conocerse sexualmente
las tres primeras noches. Por esta razón "las tres noches de Tobías" han
jugado un papel tan importante en la historia de la Iglesia y en la
liturgia: "Levántate, hermana, es preciso orar al Señor, hoy, mañana y
pasado mañana. Estas tres noches permaneceemos unidos a El y hasta que
pase la tercera noche no usaremos de nuestro matrimonio" (8,4; 6,16‑22,
Vulg.).
El libro de Tobías nos describe, en el marco de la fe del Antiguo
Testamento, el culmen de la vida conyugal y familiar, vivida enteramente
bajo la protección de Dios, obedeciendo con fe la Torá, es decir, la
voluntad salvífica de Dios creador. Esta visión del matrimonio es el punto
de convergencia de la tradición del relato de la creación y de la
predicación profética sobre la alianza, unión conyugal de Dios con su
pueblo. En la familia de Tobías vemos cómo la realidad del matrimonio se
vive a la luz de Dios, con quien la pareja trata confidencialmente. El
encuentro con Dios marca con su impronta la manera de vivir el matrimonio en
su existencia concreta: los israelitas fieles la viven de un modo distinto a
como hacen "los que no conocen a Dios". La fe tiene su resonancia en el
matrimonio. Vivido en alabanza y acción de gracias es, como toda realidad
humana, excelente y regocija el corazón de Dios y de los hombres (8,16). El
israelita creyente pronuncia una berakah cada vez que usa una
realidad terrena: así cuando come, bebe, se lava o conoce sexualmente a su
esposa. Y a la bendición del hombre, Dios responde colmándole de sus
bendiciones.