San Ignacio de Loyola: 1. DE LOYOLA A LOYOLA, LOS COJOS CAMINAN
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Nace en Loyola
b) Crece en Arévalo
c) Muere en Pamplona
d) Renace en Loyola
a) Nace en Loyola
Ignacio nace en Loyola. Iñigo López de Loyola es el nombre que recibe al ser
bautizado en la parroquia de Azpeitia, patronazgo de la familia. Nace en
1491 en la "casa y solar" de Loyola, situada en el exuberante valle de
Iraurgui, coronado por la cumbre del Izarraitz y regado por el Urola, entre
Azcoitia y Azpeitia. La casa, abrigada por el espeso arbolado, sólo deja el
espacio abierto hacia arriba, para contemplar las estrellas del firmamento:
"Toda cercada de una floresta y árboles de innumerables frutas, tan espesos
que casi no se ve la casa hasta que se está a la puerta". Iñigo es el menor
de trece hermanos; pequeño de estatura.
Entre el verdor de la fronda o los ocres del otoño, Ignacio transcurre su
infancia, huérfano prácticamente de madre, que muere poco después de darle a
luz, y de padre, que se halla en Granada, empeñado en su conquista, al nacer
su último hijo. Y tras los pasos del padre andan también los hermanos
mayores, más preocupados de conquistar fama y gloria que de cuidar a su
hermano. Aun siendo el menor, no tiene Ignacio muchos mimos en su casa.
María de Garín, mujer de Errazti el herrero, es la nodriza que acuna sus
sueños y quien le enseña a hacer la señal de la cruz y a rezar las oraciones
de la noche y la mañana. Entre la herrería de Eguíbar y la casa de Loyola,
aprendiendo el arte de forjar el hierro y las letras, pasan en paz los años
de la infancia. Su hermano Martín es ya el dueño de Loyola; el padre,
anciano, va declinando, puede morir en cualquier momento. Don Beltrán piensa
en su hijo menor. Quiere dejarlo encaminado en la vida antes de abandonarla.
María de Velasco, la mujer del Contador de Castilla, es su pariente; en su
casa Ignacio podría abrirse paso hacia la corte del rey y asegurar su
futuro. Son los deseos del padre para su hijo pequeño...
b) Crece en Arévalo
Así, pues, con 14 ó 16 años, un año antes de la muerte de su padre, Iñigo va
a Arévalo a casa de Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor del reino de
Castilla, pariente y amigo de la familia Loyola. Arévalo es una villa
situada en el corazón de Castilla, entre Valladolid y Avila, al margen del
río Adaja. Del recogido y abrigado valle de Loyola, exuberante de verdor,
Ignacio se abre a las sequedades de Castilla, donde el cielo sin nubes se
extiende en inmensidades inabarcables, como los caminos del mundo, que le
esperan.
Arévalo, de momento, en la mente de Ignacio, no es más que un trampolín para
llegar a la corte del rey, que es a lo que su orgullo aspira para emular a
sus hermanos y antepasados. El suntuoso palacio de Arévalo le ofrece
fastuosidad, prosperidad y gloria. Allí pasa su juventud, según su
confesión, en "vanidades del mundo". Son once años en los que conjuga su
educación y vida religiosa con una conducta relajada.
Ignacio decía con toda libertad sus pecados pasados lo mismo que los dones
que el Señor le había hecho, siempre que juzgaba que ello servía para dar
gloria a Dios y para edificación de sus oyentes. No así sus biógrafos,
comenzando por el P. Cámara, que dice en el prólogo de la Autobiografía: "El
Padre me llamó y me empezó a decir toda su vida y las travesuras de mancebo
clara y distinta-mente con todas sus circunstancias". Pero todo este relato
pormenorizado de su juventud, que Ignacio no tuvo inconveniente en
manifestarle, lo encierra en la frase general con que inicia la
Autobiografía: "Hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las
vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas,
con un grande y vano deseo de ganar honra".
Pero las vanidades del mundo no son tan poca cosa como puede sugerir la
sobriedad de la expresión. Durante su estancia en Arévalo, cada año vuelve a
Loyola a visitar a su familia. En uno de estos viajes a su tierra, esas
vanidades están a punto de llevarlo a la cárcel, envuelto en excesos nunca
aclarados. Ciertamente se trata de líos de mujeres y probablemente de
agresión a un adversario. Lo cierto es que tiene que salir huyendo de la
jurisdicción de Azpeitia para escapar de la justicia y librarse de la
prisión.
Años más tarde aún necesita ir acompañado de un guardia personal por estar
amenazado de muerte. Armas, un herido y una mujer andan por medio. El P.
Nadal anota: "con todo nunca mató a nadie". Y el P. Polanco, que le conoce,
nos dice de este período: "aunque era aficionado a la fe, no vivía nada
conforme a ella, ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso
en juegos y en cosas de mujeres, y en revueltas y cosas de armas". El mismo
Ignacio, en los Ejercicios, hablando del demonio, nos describe lo que muy
bien le puede haber pasado a él: "Como enemigo del hombre se hace como vano
enamorado que quiere pasar en secreto y no ser descubierto. Porque así como
el hombre vano, que requiere, con malas intenciones, a una hija de buen
padre o a una mujer de buen marido, quiere que sus palabras y persuasiones
sean secretas; y el contrario le disgusta mucho, cuando la hija al padre o
la mujer al marido descubre sus vanas palabras e intención depravada, porque
se da cuenta de que con ello no podrá llevar adelante la empresa comenzada,
así el demonio...".
En Arévalo se da su primera conversión. Al morir Fernando el Católico, cae
en desgracia Juan Velázquez de Cuellar, que al año muere. Su protector
muere, pues, sin poder dejarle acomodado. Ignacio se ve obligado a dejar
Castilla, viendo derruido el castillo de gloria con que soñaba. Testigo de
la ingratitud humana, perdidas sus ilusiones, con su primer desengaño
acuestas y con un porvenir incierto vuelve sobre sus pasos, camino de
Pamplona. La vanidad del poder le toca en lo más hondo de su espíritu y
marca el comienzo de su cambio de vida. Ignacio descubre que la fortuna es
voluble e inestable. Basta un mínimo contratiempo para cambiar su rumbo.
Es el comienzo y no más. Ignacio aún es el hombre que se resiste a morir a
sí mismo. Ante el fracaso y el dolor "no dice palabra ni muestra otra señal
más que apretar mucho los puños". El honor y estima de sí mismo, la honra,
siguen siendo lo primero para él.
c) Muere en Pamplona
Doña María de Velasco, segunda madre de Ignacio, le busca un nuevo
protector, pariente también de los Loyola. Así, Ignacio pasa de Arévalo a
Navarra, al servicio del virrey, Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera.
Desvanecidas sus esperanzas, no le queda otro camino mas que el de la
milicia o del servicio.
Navarra, anexionada recientemente a la corona de Castilla, es una tierra en
disputa. Sus habitantes están divididos. Las armas se exhiben como galas. Al
lado del virrey, en lealtad al rey Carlos V, Ignacio participa en las luchas
contra Enrique, el rey Francés, tratando de defender la ciudadela de
Pamplona. Justo en este momento se inicia la Autobiografía: "Hasta los
veintiséis años de su vida fue hombre dado a las vanidades del mundo,... Y
así, estando en una fortaleza que los franceses combatían, y siendo todos
del parecer de entregarse, salvando la vida, pues veían que no se podían
defender, Ignacio dio tantas razones al alcalde, que le persuadió a
defenderse, en contra del parecer de todos los caballeros".
Cuando la situación es ya desesperada, pues todos han huido, Ignacio,
picando espuelas, entra en la ciudadela a intentar lo imposible. El, por
mantener el honor, convence a los suyos para que no se rindan y resistan al
invasor hasta la muerte o la victoria. Todos creen imposible la empresa,
menos Ignacio que "es del parecer de defenderla o morir".
Ignacio "juzgó cosa ignominiosa el retirarse". La vergüenza o su concepto de
dignidad lanza a Ignacio a lo imposible. Pero, entrando en el castillo,
Ignacio entra también en su interior. Y no habiendo confesor, arrepentido de
sus culpas, se confiesa con un compañero de armas, y se dispone a entregar
su vida en la batalla. Pero no es ese el designio de Dios, sino sólo herirle
en una pierna, que se quiebra por varias partes: "Después de durar un buen
rato la batería, le acertó a él una bombarda en una pierna, quebrándosela
toda; y porque la pelota pasó por ambas piernas, también la otra quedó
malherida".
Es la herida de Dios, que gusta tocar en el talón de apoyo en que el hombre
pone su confianza. De este encuentro con el Señor, lo mismo que Jacob,
Ignacio queda cojo para toda su vida. Es el momento de la luz, al despuntar
el alba. Aquí comienza su conversión, que le llevará a considerar "la honra
del mundo como un impedimento para servir libremente a Dios" y, por ello, a
estimar como don de Dios el sentir "vergüenza de sí mismo".
Pero en Pamplona está aún muy lejos de ello. Como él mismo confiesa: "Dado a
las vanidades del mundo, principalmente se deleitaba en ejercicio de armas
con un grande y vano deseo de ganar honra".
"Vanidades", "mundo", "vano" y "honra" son cuatro palabras que resuenan en
los labios de Ignacio a lo largo de toda su vida. Con ellas resume ahora la
experiencia de buena parte de ella. El "mundo", las "vanidades del mundo"
designan hechos, modos de pensar y actitudes contrarias al evangelio. El
"mundo", por el que Cristo no ora, es la negación de Cristo y del Espíritu.
La "honra" es la fuerza seductora que esclaviza y corrompe al hombre cuando
se deja arrastrar por el "vano deseo" de conseguirla. "Hasta este tiempo,
aunque era aficionado a la fe, no vivía en nada conforme a ella, ni se
guardaba de pecados", sobre todo de juegos, mujeres y reyertas. Sus primeros
biógrafos lo sintetizan en una frase: "fue combatido y vencido del vicio de
la carne".
En Pamplona Ignacio, frenado por Dios con la herida en la pierna, interrumpe
la caída por esa pendiente. Desde entonces comienza el ascenso hacia la
plenitud cristiana, emprendiendo el camino opuesto, cuyos pasos describe en
los Ejercicios Espirituales: no hacer de la honra un absoluto, rechazar el
mundo y lo que es vano, disponerse a sufrir las injurias que implica el
seguimiento de Cristo, familiarizarse con el estilo de vida de Cristo,
hacerlo propio con la ayuda de Dios, buscar la plena identificación amorosa
con Cristo hasta alegrarse incluso de lo oprobios sufridos con Cristo.
Cristo, la vía que lleva a los hombres a la vida, sufrió injurias, falsos
testimonios y fue tenido por loco. Meditar, en amor y reverencia, la vida de
Cristo conduce a desear asemejarse a El.
d) Renace en Loyola
De momento no es esto lo que inquieta a Ignacio, a quien envían a Loyola
para que, en su tierra, le curen con más cuidados. La herida de bombarda le
ha puesto al borde de la muerte. Los médicos le aconsejan que se confiese,
pues no confían que salga de la enfermedad. El sella sacramentalmente la
confesión hecha en Pamplona, y se encomienda a San Pedro, del que es muy
devoto; y Dios, que tiene sus planes sobre él, le devuelve la vida. Los
huesos dislocados y rotos se sueldan, aunque "debajo de la rodilla un hueso
quedó encabalgado sobre otro, por lo que esa pierna quedaba más corta que la
otra".
"Cosa fea", le parece en su vanidad. Una vez más, contra el parecer de
todos, se somete a una verdadera carnicería "para que la pierna no quedara
tan corta". Esta decidido aún a seguir al mundo. Por seguir al mundo se
somete al martirio: "por su propio gusto", por el deseo vano del buen
parecer ante los demás. El lo cuenta: "E hízose de nuevo esta carnicería, en
la cual, así como en todas las cosas que antes había pasado y después pasó,
nunca habló palabra ni mostró otra señal más que apretar mucho los puños".
"Pero, comenta Ribadeneyra, por mucho que la desencogieron y estiraron,
nunca pudo ser tanto que llegase a ser igual que la otra pierna". Y, luego,
son muchos los días que tiene que pasar en el lecho "pues no podía estar en
pie sobre la pierna".
En el reposo forzado le espera el Señor. Por primera vez en su vida, Ignacio
"se para a pensar". Para llenar las horas pide un libro y en la casa no hay
ninguno de los libros "mundanos y falsos" que él desea. Sólo hay una Vida de
Cristo y otro sobre la Vida de los Santos. Con disgusto se resigna a
leerlos. Y mientras lee le va naciendo amor a Cristo y deseos de seguir el
camino de los santos.
Pero aún su amor no es Cristo, sino "una señora", que llena su fantasía y
sus horas. Embebido en ella sueña en hazañas grandiosas con que
conquistarla, "pues no era de vulgar nobleza: ni condesa, ni duquesa, sino
de estado aún superior", ¿la infanta Catalina? Esta joven, sólo vista, con
la que nunca llegó a hablar siquiera, llena sus sueños mientras está en el
mundo buscando su gloria. Lo cuenta él mismo: "Y de muchas cosas vanas que
se le ofrecían, una tenía tanto poseído su corazón, que se estaba luego
embebido en pensar en ella dos o tres y cuatro horas sin sentirlo,
imaginando lo que había de hacer en servicio de una señora, los medios que
tomaría para poder ir a la tierra de ella, los piropos, las palabras que le
diría, los hechos de armas que haría en su servicio. Y estaba con esto tan
envanecido que no miraba cuán imposible era poderlo alcanzar; porque la
señora no era de vulgar nobleza: no condesa ni duquesa, mas era su estado
más alto que ninguno de éstas".
La vanidad de sus pretensiones chocan con otras vanidades, como las de
superar a San Francisco y a Santo Domingo en santidad. En sueños de "cosas
dificultosas y graves", "hazañas mundanas o piadosas", para llamar la
atención de la "señora" o del Señor pasan los días de su convalecencia.
Estos deseos encontrados en su interior le agotan hasta el cansancio.
Desde luego son más las horas pasadas en fantasías mundanas que en las
piadosas. Pero en este juego de su imaginación, que salta de Dios a la mujer
de sus sueños, a Ignacio se le va despertando el discernimiento. Cuando se
enbelesa pensando en agradar a la señora, "se deleitaba mucho", pero
"terminaba seco y descontento"; en cambio, cuando imagina peregrinaciones,
ayunos y mortifica-ciones, imitando y superando a los santos, no sólo se
consuela mientras lo imagina, sino que le dejan "contento y alegre".
El juego continúa por mucho tiempo. Y un día Dios le abre los ojos para que
se fije en la diferencia: "con unos pensamientos quedo triste y con otros
alegre". Poco a poco va distinguiendo la "diversidad de los espíritus, uno
del demonio y el otro de Dios". Más tarde, partiendo de esta experiencia,
recomenda-rá: "Debemos mucho advertir el curso de los pensamientos; y si el
principio, medio y fin es todo bueno, inclinado al bien, señal es de buen
ángel; mas si el curso de los pensamientos acaba en alguna cosa mala, o
enflaquece o inquieta o turba al alma, quitándola su paz, tranquilidad y
quietud, clara señal es proceder de mal espíritu, enemigo de nuestro
provecho y salvación eterna". La "consolación espiritual" es signo de esa
actuación de Dios, que enciende el corazón y le impulsa suavemente a amarlo.
Dios lleva a El con la "alegría interna, que alimenta la fe, la esperanza y
la caridad".
La consolación, que Ignacio experimenta, le guía hacia la voluntad de Dios,
pues "Dios guía y aconseja" mediante la consolación, pues es "el Dios de
toda consolación". Conducido por este don del Espíritu "todos los trabajos
son placer y todas las fatigas, descanso": "la más grande carga parece
ligera". Con esta luz, recién descubierta, Ignacio comienza a examinar su
vida pasada. Y una cosa le queda clara: la necesidad de hacer penitencia
(convertirse) de toda su vida anterior. Reconocerse pecador es el primer
paso de la regeneración. Y con el arrepentimiento surgen los "deseos de
imitar a los santos". De momento no pasan de deseos. Es el primer signo de
la actuación de Dios en su corazón, aún antes de que sus piernas sanen y él
pueda hacer algo.
Es cierto que Ignacio se fija más en lo externo que en el interior del
corazón. Quiere, más que ser santo, imitar y superar a los santos en ayunos,
penitencias, oraciones y retiro. Según su espíritu ardiente, descontento de
sí mismo, sueña con cosas arduas y difíciles: "¿Qué sería si yo hiciese esto
que hizo san Francisco y esto que hizo santo Domingo?". Aún vive en sí
mismo, en sus deseos.
Pero estos deseos de seguir a Cristo van borrando los otros. Tras sentir la
alegría que deja en él el deseo de ser "como los santos" y discernir la
diferencia de los deseos mundanos, finalmente le llega el momento de
confirmar con la gracia de Dios tales deseos. Al contemplar la imagen de la
Virgen con el Niño en brazos siente una consolación única, que le da la
certeza interior de la presencia de Dios en su vida, llamándolo a seguir a
su Hijo Jesucristo.
Confirmado por Dios, no sólo olvida los deseos de ser alguien ante los
hombres, de agradar a las mujeres, sino que siente asco de su vida pasada,
quedando curado de los deseos carnales para toda su vida. Todo lo anterior
se desvanece, porque había sido siempre vano y vacío. Las ensoñaciones se
las lleva el viento del valle en los largos meses de convalecencia.
Ignacio, en este trance crucial de su vida, experimenta cómo lo anterior
queda relegado a la insignificancia y al olvido. Mira sus años pasados y los
ve desvanecerse "como lo que eran: vanidad". Su vida ahora se encamina hacia
el Señor. En él piensa y de él habla con quienes le rodean. Su cambio se
hace palpable. Sigue leyendo la vida de Cristo y de los santos, anotando
cada palabra o frase que le toca y enciende el espíritu. Como él dice: "Y ya
se le iban olvidando los pensamientos pasados con estos santos deseos que
tenía".
No le queda la mínima duda de que el cambio obrado en él es obra de Dios.
Desde la ventana, contemplando el monte Izarraitz, Ignacio asiste a su
segundo nacimiento, física y espiritualmente. Ignacio podría hacer suya la
confesión de san Cipriano, que describe asombrado la transformación obrada
por Dios en él: "Cuando el segundo nacimiento hubo restaurado en mí al
hombre nuevo, se opera en mí un extraño cambio: las dudas se aclaran, las
barreras caen, las tinieblas se iluminan. Lo que yo juzgaba imposible, puede
cumplirse... Esta es la obra de Dios. Sí, de Dios. Todo lo que podemos viene
de Dios... Renacer de nuevo, abandonar la vieja carne para vigorizarla al
contacto con el agua salvadora, cambiar de alma y de mentalidad y eso sin
perder la propia identidad. Imposible, decía yo, tal trueque. Imposible
abandonar todo lo que, nacido en mí, se ha instalado ahí como en su propia
casa, ni nada de lo que, venido de fuera, ha echado raíces en mi propio
ser".
Dios se complace en estos forcejeos del espíritu de Ignacio y le "visita"
dando firmeza a sus deseos: "Estando una noche despierto, vio claramente una
imagen de Nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista recibió una
gran consolación, quedando con tanto asco de toda la vida pasada, y
especialmente de cosas de carne, que parecía le habían quitado del alma
todas las imágenes que antes tenía en ella pintadas". Los efectos de esta
"visitación" son tan sorprendentes que a Ignacio no le queda la menor duda
de que el cambio obrado en él no es fruto de sus fuerzas, sino obra de Dios.
Siente la misericordia de Dios volcada sobre su miseria. Le nace la gratitud
hacia el Señor y el asco hacia sí. El asco de su vida pasada, más tarde lo
describirá como el asco que produce "una llaga emponzoñada de donde han
salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan torpe". Pero este asco
del pasado no le hunde en la desesperación, sino que le abre el camino a la
esperanza.
Dando sus primeros pasos se acerca al balcón y pasa horas contemplando "el
cielo y las estrellas, que le encienden el deseo de servir a nuestro Señor".
El cambio interior, que notan quienes viven a su lado, le ha dado unos ojos
nuevos. Ignacio empieza a captar el amor de Dios que se revela a través de
la creación: "Los cielos cantan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la
obra de sus manos". El amor de Dios, manifestado en la creación, es
expresión del amor redentor, que actúa en él, salvándolo del pecado y
restituyéndolo a la armonía con la creación. La fe, que germina en esta
contemplación del cielo estrellado de Loyola, crecerá hasta el final de su
vida. En la plenitud de ella se asomará frecuentemente al balcón de su
habitación en Roma para bendecir a Dios por su fidelidad, experimentando
igualmente la consolación.
Y con los primeros síntomas de la curación surgen en Ignacio los deseos de
peregrinar a Jerusalén. Para seguir a Cristo, decide dejar casa y afectos
familiares, y, luego, lo primero, peregrinar a la tierra donde Cristo nació,
caminó y murió, respirar su aire, ver los paisajes que Cristo vio. Lo
primero, según Ignacio mismo propondría, era hacerse "la composición de
lugar". "Todo lo que deseaba hacer, en cuanto sanase, era la ida a
Jerusalén, con tantas disciplinas y tantas abstinencias cuantas un ánimo
encendido de Dios suele desear hacer".
De nada sirven las razones de su hermano para apartarlo de los deseos que
Dios ha puesto en su corazón. A finales de febrero de 1522, buscando un
pretexto para alejarse del hogar, se escabulle de su hermano y emprende el
camino de su peregrinación. Quizás entonces recuerda lo que en Arévalo le
dijo Doña Marina de Guevara: "Iñigo, no asentarás la cabeza hasta que te
quiebren una pierna". O quizás recuerda el Evangelio: "Los cojos caminan".