San Ignacio de Loyola: 2. MONSERRAT, REVESTIRSE LA ARMADURA DE CRISTO
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Vigilia ante nuestra Señora de Aránzazu
b) Camino de Monserrat
c) Noche en vela en Monserrat
d) Revestido de Cristo para resistir las asechanzas del Diablo
a) Vigilia ante nuestra Señora de Aránzazu
Es el año de 1522. A lomo de mula, Ignacio sale de Loyola camino de
Navarrete. Es su segunda salida de casa. Pero qué distinta ésta de la
primera, aunque aún salga vestido de caballero, para no alarmar a los suyos.
Le acompañan su hermano Pedro y dos fieles servidores de la casa. Yendo de
camino, Ignacio piensa en cómo desligarse de su hermano y seguir libremente
los deseos de su corazón, que le impulsa a peregrinar a Jerusalén. En primer
lugar propone a su hermano desviarse del camino para pasar una noche en
vigilia ante nuestra Señora de Aránzazu. Allí, ante la Virgen, cobra fuerzas
para seguir el camino que Dios le marca.
Muchos años después aún recordará el bien que le hizo aquella vigilia de
oración en la pequeña ermita de la Virgen de Aránzazu perdida entre ásperos
riscos. Así se lo dice en 1554 en carta a Francisco de Borja: "Cuando Dios
Nuestro Señor me hizo merced para que yo hiciese alguna mutación de mi vida,
me acuerdo haber recibido algún provecho en mi alma velando en el cuerpo de
aquella iglesia de noche". Ante la Virgen, "porque tenía miedo de ser
vencido en lo que toca a la castidad, hizo voto de castidad". El gesto es
acogido. En la Virgen halla la protección que implora: "Con haber sido hasta
entonces combatido y vencido por el vicio de la carne, desde aquel momento
nuestro Señor le ha dado el don de la castidad".
De la ermita baja y se dirige a Oñate, donde deja a su hermano Pedro en casa
de su hermana Magdalena. El, con los dos servidores de casa como escolta,
sigue hacia Navarrete. Es la excusa que ha dado para salir de Loyola. En
Navarrete recoge los ducados que le debía el Duque, repartiéndolos entre
ciertas personas con quienes se siente obligado y en la reparación de una
imagen de la Virgen. Arregladas sus cuentas, despide a los criados que le
acompañan y, solo en su mula, parte hacia Barcelona, donde piensa embarcarse
para Jerusalén. Pero, como en el camino queda el monasterio de Monserrat,
que atrae a tantos peregrinos de toda España, él, que comienza su vida de
peregrino, piensa en dirigirse primero a la Moreneta, "como romero de
pobreza y penitencia".
b) Camino de Monserrat
En el camino le acaece el percance con el moro. Ignacio, "con grandes deseos
de servir a Dios, pero ciego como aún estaba, sin saber qué cosa era
humildad, ni caridad, ni paciencia, ni discreción, sino únicamente con
ansias de hacer obras grandes exteriores", a punto está de apuñalar al moro
a quien no es capaz de convencer de que María Virgen conservó su virginidad
en el parto. La indignación, que Ignacio siente al ver alejarse al moro, le
llena el alma de desconsuelo e inquietud. Cansado de dar vueltas en su mente
la forma de reparar su falta, lo deja a merced de la mula, que, al llegar a
la encrucijada en que el camino se divide, sigue el camino opuesto al que ha
seguido el moro. Dios guía la mula por el camino real, librando a Ignacio
del combate a muerte con el moro.
Otro es el combate que Dios espera de Ignacio, un combate que se libra en el
interior del hombre. De momento él sigue fuera de sí mismo, en el deseo de
servir a Dios superando los gestos llamativos de los santos: "Así se
determinaba a hacer grandes penitencias. Tenía tanto aborrecimiento a los
pecados pasados y el deseo tan vivo de hacer cosas grandes por amor de Dios,
que, aún sin pensar que sus pecados estaban ya perdonados, todavía en las
penitencias que pensaba hacer, no se acordaba de ellos. Y así, cuando se
acordaba de hacer alguna penitencia que hicieron los santos, proponía hacer
la misma y aún más. Y en estos pensamientos tenía toda su consolación, sin
mirar a cosa alguna interior, ni sabiendo qué cosa era humildad, ni caridad,
ni discreción, sino toda su intención era hacer estas grandes obras
exteriores porque así las habían hecho los santos para gloria de Dios".
Al final de su vida, escribiendo a Francisco de Borja, que se sentía
igualmente atraído a largas horas de oración y a excesivas penitencias,
Ignacio le dirá: "Yo he alabado mucho los ayunos y la abstinencia rigurosa
y, durante un cierto tiempo, he gozado con ello, pero ya no podría
soportarlo al ver mi estómago que, a causa de tales ayunos y abstinencias,
no es ahora capaz de realizar sus funciones normales, ni digerir siquiera la
poca carne o demás alimentos que sostienen convenientemente el cuerpo
humano. Sería mejor buscar por todos los medios posibles devolverle las
fuerzas perdidas. Debemos amar el cuerpo en la medida en que obedece al alma
y la ayuda. Pues el alma, con tal ayuda y obediencia, se dispone mayormente
a servir y a alabar a nuestro Creador y Señor".
Y en sus cartas tendrá que frenar estos deseos en tantos novicios,
señalándolos a veces hasta lo que tienen que comer, dormir o rezar. La razón
que aduce es fruto de su experiencia personal: "Piense en conservarse sano,
sin fatigarse más de lo que puede suavemente soportar, para durar más tiempo
en las fatigas de la gloria de Dios". "Procure servir al prójimo sin
desatender su salud por amor de Aquel por quien sirve al prójimo".
Esto lo entenderá más tarde Ignacio. Ahora todo su deseo "es agradar a
Dios", pero es aún un neófito, un niño en la fe. Está demasiado centrado en
sí mismo y en las cosas exteriores. En este momento sólo atina a querer
complacer a Dios con devociones externas, ayunos, penitencias, maltratar el
cuerpo, dejarse crecer cabellos y uñas y otros mil detalles insignificantes.
Aún no tiene ojos para "mirar al interior" ni "conocimiento alguno de cosas
interiores espirituales". Más tarde él mismo nos descubrirá la
superficialidad de esta etapa de su peregrinación hacia Dios. Pero nunca la
despreciará. La juzga como una etapa necesaria, como inevitable es el
enamoramiento con sus insensateces, para salir de sí mismo y encaminarse
hacia el amado. Es una etapa que hay que superar, pero habiéndola vivido.
Dios, el amor de Ignacio, es un "buen maestro de escuela" y sabrá conducirlo
hacia adelante. Seguir a Cristo no será imitar a los santos ni a Cristo
mismo en su exterioridad, sino configurarse interiormente con Cristo hasta
"tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo" (Flp 2,5). El núcleo central
de los Ejercicios consistirá en llegar al "conocimiento interno del Señor".
Conocimiento en el sentido bíblico, es decir, vital, de toda la persona.
Conocimiento que implica cuerpo, mente y corazón. Aunque este conocer
internamente al Señor no se queda en una experiencia interior, sino que se
traduce en la vida. En Ignacio el conocer es para seguir. Es conocer en el
amor, que se explicita en el seguir con fidelidad a Cristo en la historia.
Este es el camino que el Señor tiene dispuesto para Ignacio. El aún no lo
conoce. Acaba de salir de Loyola y va hacia Monserrat. Y, antes de llegar a
Monserrat, Ignacio se detiene a comprar el vestido de peregrino con el que
desea encaminarse hacia Jerusalén. Compra "tela de la que suelen hacer
sacos, de una que no es muy tejida y tiene muchas púas", con la que se hace
un vestido largo hasta los pies, con anchas mangas y abertura para el
cuello; se hace de un bordón, una pequeña calabaza y unas alpargatas, de las
que sólo se queda con una, para el pie de la pierna que tiene vendada y
maltratada. Aunque va cabalgando, cada noche esa pierna termina hinchada.
Ignacio piensa que esa pierna necesita calzado.
Armado de estos arreos, nuestro peregrino, como un caballero andante, se
decide a velar sus armas toda una noche ante el altar de nuestra Señora de
Monserrat. Allí piensa cambiar de vestidos, vistiendo las armas de Cristo:
"Y fuese de camino a Monserrat, pensando, como solía, en las hazañas que
había de hacer por amor de Dios. Y como tenía todo el entendimiento lleno de
aquellas cosas, Amadís de Gaula y de semejantes libros, le venían algunas
cosas al pensamiento semejantes a aquellas, y así determinó velar sus armas
toda una noche, sin sentarse ni acostarse, mas a ratos en pie y a ratos de
rodillas, delante del altar de Nuestra Señora de Monserrat, donde tenía
determinado dejar sus vestidos y vestirse las armas de Cristo".
c) Noche en vela en Monserrat
En el templo románico de Monserrat, en medio de la multitud de peregrinos,
Ignacio se arrodilla y ora a la Virgen. Y lo primero que ve Ignacio, en lo
íntimo de su ser, es su pecado. Con minuciosidad escribe los pecados de su
vida pasada. Tres días dura su confesión al P. Juan Chanón, el primero a
quien Ignacio abre de par en par su alma. A lo largo de su vida, como
aparece incluso al final en el Diario, Ignacio no pierde su conciencia de
pecador perdonado por el amor de Dios. Dos veces al día examinará su
conciencia, vigilando las mociones más íntimas de su corazón. Este ritmo
penitencial es el contrapunto de los dones del Señor. Con finura lo recoge
Ribadeneyra: "Mirando sus faltas y llorándolas, decía que deseaba que en
castigo de ellas nuestro Señor le quitase alguna vez el regalo de su
consuelo, para así andar más atento en su servicio. Pero decía que era tanta
la misericordia del Señor y la muchedumbre de la suavidad y dulzura de su
gracia con él que, cuanto él más faltaba y más deseaba ser castigado, tanto
más el Señor era benigno y con mayor abundancia derramaba sobre él los
tesoros de su infinita bondad. Y así decía que creía que no había hombre en
el mundo en quien concurriesen estas dos cosas juntas tanto como en él: la
primera el faltar tanto a Dios y la otra el recibir tantas y tan continuas
mercedes de su mano". Ignacio terminará rendido, confesando ante el Señor:
"Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta".
La víspera de nuestra Señora de Marzo, fiesta de la Anunciación, cuando la
Iglesia celebra con María la entrada en carne de Dios en nuestra historia,
Ignacio comienza su nueva vida. Cede la mula al monasterio y ante la imagen
de la Virgen deja la espada y el puñal. En la noche, lo más secretamente que
puede, busca a un pobre y, despojándose de sus vestidos, se los entrega,
vistiendo él su deseado vestido de saco. Es el signo de ruptura con el
pasado y sus anhelos de prestigio. Así se vuelve al templo, se arrodilla
ante el altar de nuestra Señora y, con el bordón en la mano, pasa toda la
noche en vigilia.
En Monserrat deja sus vestidos, la espada y el puñal, trocadas por el sayal
de burdo saco, las alpargatas y el bordón. El Señor ha desbaratado sus
planes de grandeza caballeresca para conducirlo por el camino escarpado y
estrecho de su seguimiento. Este cambio de los vestidos de caballero por el
saco y el bordón de peregrino es mucho más que la simple preparación para ir
a Jerusalén. Es el signo de un nuevo estilo de vida. Con el nuevo vestido
inicia su vida de precariedad, dependiendo totalmente de la providencia del
Padre. Vestido de pobre, comienza a vivir de limosna, a viajar a pie,
expuesto a todas las inclemencias, inseguridades y humillaciones. Libre de
apoyos humanos, empieza a experimentar la libertad de espíritu, el abandono
y confianza en Dios: "Toda su cosa era tener a solo Dios por refugio". Años
más tarde, Ignacio propondrá a los nuevos miembros de la Compañía, como
comienzo de su nuevo camino, "vestirse de la armadura de Cristo" (Ef 6,11;
1Ts 5,8). Este estilo de vida les llevará a estar "avezados a mal comer y
mal dormir, dejando toda esperanza que pudieran tener en dineros o en otras
cosas criadas, para ponerla enteramente, con verdadera fe y amor intenso, en
su Creador y Señor".
Lo que Ignacio siente y vive en esta noche de vela lo podemos descubrir
uniendo dos páginas de los Ejercicios Espirituales: "El llamamiento del rey
temporal ayuda a contemplar la vida del Rey celestial" y "La contemplación
del misterio de la Encarnación del Verbo en las entrañas purísimas de
María". Desde lo alto de Monserrat Ignacio contempla las dos vertientes de
su vida: la que deja atrás, transcurrida al servicio del rey temporal,
Carlos V, bajo las banderas del virrey de Navarra, y la que se le ofrece
ahora en servicio del Rey celestial. Con los ojos puestos en Jerusalén y en
las "sinagogas, villas y castillos por donde Cristo predicaba", Ignacio es
de los que no quieren ser "sordos a su llamamiento, sino prestos y
diligentes para cumplir su santísima voluntad", y no contento con "ofrecer
toda su persona al trabajo, obrando incluso contra su propia sensualidad y
contra su amor carnal y mundano", se entrega a "oblaciones de mayor estima y
mayor valor, diciendo: Eterno Señor de todas las cosas, yo hago mi oblación
con vuestro favor y ayuda, delante de vuestra infinita bondad, y delante de
vuestra Madre gloriosa, y de todos los santos y santas de la corte
celestial, que yo quiero y deseo, si es vuestro mayor servicio y alabanza,
imitaros en pasar toda injuria y todo vituperio y toda pobreza, queriéndome
vuestra santísima Majestad elegir y recibir en tal vida y estado".
A los pies de María, bajo su mirada maternal, Ignacio se consagra de por
vida al servicio del Rey celestial. Así deja atrás su vida pasada e inicia
su nueva vida en seguimiento y amor a Cristo. Mientras Ignacio vive este
momento decisivo, la Iglesia de la Moreneta se ilumina y por sus bóvedas
resuenan los Maitines y Laudes de la fiesta de la Anunciación a María.
Ignacio se deja envolver, como siempre, por el canto, derramando lágrimas de
gozo. El P. Cámara en su Memorial nos ha descrito el efecto que le producía
a Ignacio la música: "Una cosa de la que mucho se ayudaba para la oración
era la música y canto de las cosas divinas, como son Vísperas, Misas y otras
semejantes; tanto que, como él mismo me confesó, si acertaba a entrar en
alguna iglesia cuando se celebraban estos oficios cantados, luego parecía
que totalmente se enajenaba de sí. Y esto no solamente era de provecho para
su alma, sino también para la salud de su cuerpo. Nada le aliviaba tanto
como oír cantar alguna devota canción a cualquier hermano". Enajenado, pues,
escucha el canto de Maitines de los monjes de Monserrat. Y luego sigue de
rodillas esperando la Misa solemne, que se celebra al alba, cantada por los
niños de la escolanía, arrodillados en torno al altar de la Virgen. Con la
comunión, Ignacio da por terminada su vela de armas, partiendo
inmediatamente "para no ser conocido".
La caída de Ignacio en la fortaleza de Pamplona hace recordar a Saulo
derribado por el Señor en el camino de Damasco. Ambas caídas marcan un giro
total en sus vidas. Saulo, el fariseo ferviente, se convierte en el confesor
de Cristo, infatigable evangelizador hasta los confines de la tierra.
También Ignacio, tras la caída y purificación de las escamas que cubrían sus
ojos, pasa de la condición de caballero en busca de gloria a la de discípulo
de Cristo, que entrega su vida a su servicio. Como Saulo, Ignacio es
convertido por Dios en "instrumento de salvación". Ignacio, derribado del
pedestal de grandezas soñadas, ha puesto el pie en tierra y comienza a
caminar hacia Dios por el camino de Cristo.
d) Revestido de Cristo para resistir las asechanzas del Diablo
Así, pues, al alba, tras la misa de peregrinos, Ignacio abandona Monserrat.
La vigilia vivida ha sido un momento de gracia del Señor. Ahora llega la
hora de traducir el sacramento existencialmente en la historia. Lo primero
es, en los planes de Ignacio, su peregrinación a Jerusalén. Pero no son esos
los tiempos de Dios.
Ignacio, vestido de peregrino, emprende el camino. Al poco rato, alguien
corre tras él. Quiere saber si es verdad que ha entregado sus vestidos a un
pobre. A Ignacio se le saltan las lágrimas pensando en el pobre. Le ha dado
sus vestidos y le ha metido en problemas. Son las primeras lágrimas de
Ignacio de que nos habla la Autobiografía. Son lágrimas de compasión por el
pobre vejado, acusado de ladrón. Seguramente las habían precedido otras
muchas de contrición y dolor por sus pecados. Ribadeneyra nos transcribe el
reproche interno, que contra sí mismo se hace Ignacio en esta ocasión, al
defender al pobre acusado de ladrón: "¡Ay de ti, pecador, que aún no sabes
ni puedes hacer bien a tu prójimo sin hacerle daño y afrenta!".
El hombre viejo queda atrás, mientras el hombre nuevo, bajo el sayal,
comienza a caminar hacia donde el Espíritu le lleve... ¿A Jerusalén? Eso
cree Ignacio, pero antes le espera el combate del desierto.