San Ignacio de Loyola: 4. JERUSALEN, EN BUSCA DE LAS HUELLAS DE CRISTO
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Camino de Jerusalén
b) Por Barcelona: con la esperanza puesta sólo en Dios
c) De Roma a Venecia: Solo y a pie
d) Entrada en Jerusalén sobre un asno
e) Contemplar las huellas de Cristo
f) Vuelta de Jerusalén: ¿Qué hacer?
a) Camino hacia Jerusalén
Dios ha retenido a Ignacio once meses en Manresa. Allí el peregrino ha
descubierto la voluntad de Dios sobre él. Dios, como un maestro de escuela,
le ha ido revelando el misterio de la vida divina y la llamada del hombre a
participar de ella. En Ignacio se ha encendido el deseo de dedicar su vida a
la "mayor gloria de Dios" y a la "salvación de las almas". Es una sola cosa.
Las aguas hondas del Cardoner se lo han grabado en lo más hondo de su ser.
Pero las aguas corren, sin detenerse. También él debe correr, sin poner su
tienda en lugar alguno. Ha llegado la hora de partir de Manresa.
"Viniendo el invierno, se enfermó de una enfermedad muy recia". La señoras
manresanas le cuidan con delicadeza. Pero, a pesar de todos los cuidados,
"rehaciéndose de dicha enfermedad, quedó todavía muy debilitado y con
frecuente dolor de estómago. Y así, por estas causas, como por ser invierno
muy frío, le hicieron que se vistiese y calzase y cubriese la cabeza; y así
le hicieron tomar unas ropillas de paño pardo muy grueso, y un bonete de lo
mismo, como media gorra".
Este es el relato de los últimos tiempos en Manresa. Pues "iba llegándose el
tiempo que él tenía pensado para partirse para Jerusalén". Con lágrimas
agradecidas se despide de las buenas señoras que le han prodigado tantos
cuidados. Jerusalén le espera. Junto al Cardoner, contemplando los misterios
de la vida de Jesús, se le han hecho más vivos los deseos de visitar los
santos lugares, para ver y tocar la tierra donde vivió nuestro Redentor. Ver
y pisar la tierra que él recorrió, para mejor seguir sus huellas. El camino
hacia Jerusalén es largo. Ignacio tiene tiempo de dar vueltas en su mente y
en su corazón al ritmo lento de su pierna herida e hinchada. Son muchos los
kilómetros que recorre a pie. El deseo de Jerusalén cobra nuevo vigor en el
camino hacia ella. ¿No será voluntad de Dios vivir donde su Hijo vivió?
Vivir donde él vivió y como él vivió: ese es su deseo.
b) Por Barcelona: con la esperanza puesta solo en Dios
Con su bordón en la mano y la calabaza colgada del cuello, vestido con el
traje de paño grueso, que le han preparado en Manresa durante el invierno, y
la media gorra en la cabeza, sale Ignacio hacia Barcelona, deseoso de
embarcar cuanto antes para Roma. En Barcelona sólo busca lograr pasaje por
mar para ir a Roma. Durante la espera, se acomoda en un zaguán que nadie
usa, donde puede, sin ser molestado, orar y dormir. Durante el día, de
puerta en puerta, mendiga su sustento, aunque luego reparte lo conseguido
entre los necesitados.
Un día está oyendo misa en Santa María del Mar, sentado con los chiquillos
en las gradas del presbiterio. Isabel Roser se fija en él. Le llama la
atención ese hombre vestido de saco y con el rostro resplandeciente, absorto
en la celebración. Al final de la misa siente el deseo de invitarlo a su
casa. Se lo comunica a su marido, que es ciego, quien lo acepta gustoso. Le
buscan y le invitan a comer. Muchos años después, Isabel Roser recuerda
aquel primer encuentro con Ignacio, contándoselo a Ribadeneyra: "Después de
comer habló de Dios, de las virtudes, de la vida eterna, y enfervorizó
maravillosamente a todos los presentes, moviéndolos a llevar una vida de
piedad". Ignacio lleva ya en su alma el deseo de ayudar a la salvación de
los demás. Pero, de momento, hay algo que le urge personalmente más.
Ignacio desea ir a Roma, gratis y solo, no quiere compañía ni provisiones
para su peregrinación. Desea sólo el apoyo y la confianza en Dios. Quiere
vivir la fe, la esperanza y la caridad con toda su radicalidad. "Toda su
cosa era tener a Dios por refugio", vivir colgado de su providencia. De otro
modo, "llevando un compañero, cuando tuviese hambre, esperaría de él el
sustento y, cuando cayese, esperaría que el otro le ayudase a levantarse. De
este modo confiaría en él y se aficionaría a él por sus servicios". No,
Ignacio desea "que esta confianza, afición y esperanza esté puesta sólo en
Dios". Eso es lo que "sentía en su corazón". Por ello, "él tenía deseos de
embarcarse, no solamente solo, mas sin ninguna provisión". Ribadeneyra lo
describe con maestría: "Llegábase ya el tiempo en que tenía determinado ir a
Jerusalén, y comenzándolo a poner por obra, se salió de Manresa y se fue a
Barcelona, sin tomar otra compañía consigo que la de Dios, con quien deseaba
tratar a solas, y gozar de su interior comunicación sin ruido ni estorbos de
compañeros. Y así, aunque muchos se le ofrecieron para hacerle compañía, y
otros le aconsejaban y le rogaban ahincadamente que no emprendiese tan largo
y peligroso camino sin llevar alguno que supiese la lengua italiana o
latina, para que le sirviese de guía y de intérprete, nunca lo quiso hacer,
para gozar más libremente de su soledad; y también porque, como andaba ya
tan desasido de sí y de todas las cosas del mundo y con tan abrasados deseos
se había puesto en las manos de Dios, quería estar colgado sólo de su
providencia paternal".
Tras largas discusiones, sin más recomendación que su presencia, logra que
el capitán de la nave le acepte sin pasaje, pero con la condición de llevar
"la ración de bizcocho necesaria para mantenerse". Contra sus deseos, no le
queda más remedio que aceptar si quiere embarcarse. Y ya está de nuevo el
combate interior del Ignacio, que no acaba de aprender. ¿Cómo confiar en
solo Dios si llevo el sustento asegurado? En su conciencia se alza una voz
acusadora: "¿Esta es la esperanza y la fe que tú tenías en Dios, pensando
que él no te faltaría?"
En la duda, Ignacio recurre al confesor con sus escrúpulos. Y Dios le habla
en la voz del confesor: "Pídelo como limosna y será Dios quien te dé el
sustento". Así recobra la paz. Pero Dios da siempre en abundancia. De puerta
en puerta va pidiendo las provisiones necesarias para poder embarcar. En los
Procesos de Canonización del Santo, Estefania de Rocaberti testifica:
"Eleonor Zapila, bisabuela de la que testifica, contaba que un día, en que
Ignacio entró en su casa a pedir limosna, ella le miró fijamente a la cara y
pareciéndole ser persona noble... se puso a reprenderle: Cierto que parecéis
algún mal hombre, cuando así andáis por el mundo; mejor fuera tornaros a
casa, en vez de andar vagando por el mundo como un perdido. Y decía mi
bisabuela que, cuando le hubo dado esta reprensión, le pareció que la tomaba
con mucha paciencia, y con grande humildad le respondió, dándole las gracias
por aquellas advertencias y confesándole que decía muy bien, por ser él en
efecto un perdido y un gran pecador. Y en oyendo ella esta respuesta, se le
movió el espíritu y le dio limosna y provisión de pan, vino y otras cosas
para su sustento durante los días de su navegación". Otras personas le dan
igualmente limosna.
Pero, a la hora de embarcar, comprado el bizcocho, le sobran cinco blancas.
¿Qué hacer con ellas? Con gozo las deja sobre un banco de la playa y parte
"sin bolsa ni dinero". Libre se hace a la mar, embebido en la contemplación
de Dios y en la imaginación de Jerusalén, sin enterarse siquiera de la
tempestad, que levanta olas que marean al resto de viajeros. Así pasan cinco
días con sus noches en el mar embravecido hasta desembarcar en Gaeta. Sin
hacer caso a las voces, que hablan de la peste mortal que hay en Roma,
desaconsejando entrar en ella, Ignacio se encamina hacia la Ciudad Santa,
para conseguir la obligada licencia para peregrinar a Jerusalén.
c) De Roma a Venecia: Solo y a pie
Los peligros y dificultades para llegar a Roma no le desaniman. Extenuado
por la penitencia y el ayuno, demacrada la cara e hinchada la pierna herida,
con la confianza en Dios, sigue adelante hasta llegar a Roma el domingo de
Ramos de 1523. Allí pasa la semana santa, mendigando y orando en las
diversas basílicas.
Y, de nuevo, Ignacio se enfrenta en Roma con los mismos problemas de
Barcelona. Nadie entiende que se pueda peregrinar a Tierra Santa sin
provisiones. Aunque "él tenía una grande persuasión en su alma, de la que no
podía dudar, de que hallaría el modo de ir a Jerusalén", aquí Ignacio se
deja persuadir y cede a las presiones: acepta siete ducados, la cantidad
imprescindible para embarcarse. Obtenida la bendición y licencia del Papa
Adriano VI, Ignacio parte para Venecia, de donde sale la nave para
Jerusalén. En el camino, en las largas horas a pie, con hambre y frío, a los
dos días se da cuenta de que ha desconfiado de Dios al aceptar los ducados,
que le queman cuerpo y alma. Se arrepiente de su pecado de desconfianza en
Dios, al aceptar el dinero. Empieza a deshacerse de ellos, distribuyéndolos
entre los pobres. Cuando llega al puerto de Venecia sólo le quedan cinco
cuatrines, recobrando de este modo la alegría.
El viaje de Roma a Venecia, a pie, con los contratiempos de la peste, que
aflige a Italia, es bastante duro. Se alimenta como puede y cuando tiene con
qué; duerme en los pórticos o al cielo raso. Su aspecto macilento y
demacrado asusta, suscitando en quien le ve la sospecha de hallarse ante un
apestado. Más de una vez, para que no le tomen por apestado, tiene que decir
que "de sola flaqueza estaba enfermo". Tan débil va que, a veces, tiene que
detenerse "casi de noche, en un gran campo" a reponer fuerzas para seguir
adelante. En el más absoluto abandono humano, Cristo le conforta
"apareciéndosele de la manera que le solía aparecer". Esta experiencia de la
cercanía de Cristo, vivida con los "ojos interiores", le conforta y
consuela, dándole ánimos para llegar a Venecia. Aún le tocan dos meses de
espera en Venecia hasta que parta la nave. De día pide limosna y de noche
duerme bajo los pórticos de la plaza de san Marcos. No lejos de allí está el
palacio del senador Marco Antonio Trevisán, el cual, según una antigua
tradición, no puede descansar hasta que, saliendo a la plaza, encuentra a
Ignacio y lo invita a dormir en su casa.
Son muchos los peregrinos que han llegado a Venecia, deseando, como Ignacio,
embarcarse para Jerusalén, pero "los más de ellos se habían vuelto a sus
tierras" por temor a los turcos que han conquistado la isla de Rodas.
Ribadeneyra dice que "puso tan grave pavor y espanto este triste
acontecimiento en los mismos peregrinos que habían llegado a Venecia para
pasar a Jerusalén que, dejando su propósito, se tornaban a sus casas por no
poner en peligro sus vidas y su libertad. Y por esto muchos aconsejaban a
nuestro peregrino que dejase este negocio para otro tiempo en que hubiese
más razón. Pero él tenía asentado en su corazón que, aunque una sola barca
pasase aquel año a Jerusalén, nuestro Señor le había de llevar en ella, que
no se debilitó ni enflaqueció un punto de su segura, cierta y firme
esperanza".
Dios no le defrauda y le manda su ángel protector, haciéndole encontrar a un
compatriota rico e influyente, que le facilita el embarque en la nave de los
Gobernadores que parte para Chipre, de donde salen dos naves para Tierra
Santa. En la más lujosa, y gratis, embarca Ignacio, pues Dios no defrauda a
quien en él confía. Pero, pocos días antes de zarpar, a Ignacio le dan unas
"recias" calenturas, que están a punto de malograrle la partida. Justo el
día de la partida le han dado una purga, que le deja debilitado y con fuerte
dolor de estómago. Al preguntar al médico si puede embarcarse en ese estado,
"el médico dijo que, para allá ser sepultado, bien se podría embarcar". Pero
Ignacio no quiere desistir ni aplazar su ansiada partida. Se embarca, "y
vomitó tanto que comenzó a sanar".
d) Entrada en Jerusalén sobre un asno
El viaje, sin viento y bajo el sol de agosto, es lento y pesado. Un mes
entero tardan en llegar a Chipre, donde Ignacio cambia de nave, pasando a
"la Peregrina", pues no podía soportar más "las suciedades y torpezas
manifiestas" de la nave de los Gobernadores. A bordo de "la Peregrina", como
peregrino, desembarca el 24 de agosto en el puerto de Jafa. Con los demás
peregrinos entona el Te Deum y la Salve, llenos todos de emoción y gratitud.
Y, según era costumbre, se encaminan hacia Jerusalén montados en asnos,
imitando a Jesús en su entrada en Jerusalén. Les acompañan los franciscanos
que les han acogido. Así, en procesión, recogidos en silencio para gustar el
momento, los peregrinos caminan en sus asnos hasta que les salen al
encuentro otros frailes con la cruz. Antes de divisar la santa ciudad
descienden de los asnos y siguen a pie. A la vista de la ciudad, Ignacio se
siente invadido de una alegría inmensa. La emoción es enorme al llegar al
altozano desde donde se puede contemplar la ciudad: "Viendo la ciudad el
peregrino tuvo una gran consolación y le embargó una alegría que no parecía
natural". No le abandonarán estos sentimientos en todo el tiempo de
peregrinación por los santos lugares. El P. Fabro habla de "la gran devoción
y muchas lágrimas, del crecido y encendido fuego de amor de Dios que Ignacio
sintió al contemplar como si se desenvolvieran ante sus ojos aquellos
misterios de la vida y pasión de Cristo, y lo que esto le movía a querer
quedarse para siempre en Palestina".
Aposentado en el Hospital de San Juan, guiado siempre por los francisca-nos,
el primer día en la mañana Ignacio visita con los demás peregrinos, con
hachas encendidas, el Cenáculo y la Columna de la flagelación, para pasar
luego a la iglesia de la dormición de la Virgen. Por la tarde van a la
Iglesia del Santo Sepulcro, donde pasan la noche en vela. Durante la vela
nocturna se confiesan, oyen misa y comulgan. Al rayar el alba dejan el Santo
Sepulcro y, tras unas horas de descanso, recorren el Via Crucis desde el
Pretorio de Pilato hasta el Calvario y el Santo Sepulcro. Los días
siguientes visitan el monte de los Olivos para venerar el lugar de la
Ascensión, Betfagé, Betania, Belén con el campo de los pastores y con la
gruta del nacimiento, centro de sus devociones, el valle de Josafat con el
torrente Cedrón, el Huerto de los Olivos con la gruta de la agonía, la
fuente de la Virgen, la piscina de Siloé y, continuando por el valle de la
Gehenna, terminan el recorrido en el monte Sión. Y, de nuevo, otra vela
nocturna en el Santo Sepulcro. Tras dos días de descanso, montados en sus
asnillos se llegan a Jericó, continuando hasta el Jordán. Allí todos desean
bañarse en sus aguas, pero dadas las prisas que les da la escolta, varios se
tienen que contentar con lavar sus manos y cara. Se quedan también con las
ganas de subir al Monte de la Cuarentena, santificado por los cuarenta días
de oración y ayuno del Señor, pero sólo se les concede acercarse a la fuente
de Eliseo. Y con ello emprenden la vuelta a Jerusalén, donde entran a
medianoche.
Los ojos de Ignacio no se cierran, van recogiendo y grabando en su
imaginación el aire y las rocas, las colinas y el paisaje todo para luego a
lo largo de su vida hacer "la composición viendo el lugar", con que empiezan
todas las meditaciones de los Ejercicios Espirituales. Ahora son los ojos y
luego será su imaginación los que buscan los lugares impregnados por el paso
de Cristo por esta tierra. El Cristo hecho carne, su humanidad, participando
de nuestra carne y sangre, el Cristo que quiso entrar en nuestra historia,
caminar y cansarse, sentarse sobre una piedra, comer y beber, reír y llorar,
el Cristo en todo igual a nosotros, excepto en el pecado, este Cristo, cuyas
huellas busca por Israel, estará siempre vivo y presente en la vida de
Ignacio. La palabra de Cristo resonará siempre en el espíritu de Ignacio,
situado con su imaginación en los lugares y entre las personas a quienes
primeramente las dirigió. No ha sido defraudado Ignacio. El sueño anhelado
desde que salió de Loyola, ahora se ha hecho realidad e Ignacio bendice a
Dios por ello. Las penalidades pasadas bien valían la pena.
El P. Ribadeneyra nos ha dejado escrito: "No se puede explicar el gozo y la
alegría que nuestro Señor comunicó a su ánima con solo la vista de aquella
santa ciudad y cómo le regaló con una perpetua y continua consolación todo
el tiempo que estuvo en ella, visitando particularmente y regalándose en
todos aquellos lugares en que hay memoria haber estado Cristo nuestro
Señor".
A Ignacio se le ha colado en el alma la tierra de Jesús. Ha vivido su
peregrinación con todos sus sentidos, recogiendo paisajes, sonidos, imágenes
y olores. Inmerso en el misterio de Cristo encarnado, lo vivió y enseñó a
vivirlo "como si estuviésemos presentes y participando en la totalidad de su
misterio". Con su experiencia en Israel Ignacio tratará de llevar a los
ejercitantes a la familiaridad visiva, auditiva, casi táctil y odorante de
Cristo, Hijo de Dios hecho carne.
e) Contemplar las huellas de Cristo
Ignacio desea "con firme propósito quedarse en Jerusalén, visitando siempre
aquellos lugares". Ya lo había pensado antes y, para ello, había ido
provisto de cartas de recomendación para el Guardián franciscano. Y ahora lo
desea más vivamente aún. Piensa que, viviendo en contacto con los lugares
santificados por la presencia de Cristo, le sentirá más cercano y cree que
también allí puede ayudar a las almas. Esto lo mantiene en secreto. Pero sí
expone al Guardián sus deseos "de quedarse a vivir allí por su devoción".
El Guardián le escucha y le disuade. La casa franciscana de Jerusalén es
pobrísima; hasta piensan enviar a Europa con los peregrinos a algunos
frailes. No, no es posible quedarse con ellos. Pero Ignacio le replica que
él sólo espera de los franciscanos que le escuchen en confesión de vez en
cuando. No quiere vivir a costa de ellos. El ya ha conocido la providencia
de Dios y no busca seguridades humanas. Tras escucharle, el Guardián le
invita a esperar a que regrese de Belén el Provincial y él decidirá.
Con esto Ignacio se siente satisfecho. Da por hecho que el Provincial le
permitirá quedarse. Al momento se pone a escribir cartas para mandarlas con
los peregrinos que van a retornar... La víspera misma del retorno de los
peregrinos llega el Provincial. El Guardián se lo comunica a Ignacio, que al
punto se presenta ante él. El Provincial, con buenas palabras, le expresa lo
que él piensa: su santo propósito es descabellado. Es imposible. Ya otros
muchos antes han intentado llevar esa vida que Ignacio propone y a la postre
acabaron muertos o en prisión, complicando la custodia franciscana, que se
sentía obligada a pagar el rescate de los cristianos prisioneros. En
conclusión, el Guardián le manda que se prepare para partir al día siguiente
junto con los demás peregrinos.
Ignacio, terco, insiste, alegando "su propósito muy firme" de quedarse. Por
nada del mundo está dispuesto a renunciar a su propósito, a no ser que tal
decisión "constituyese pecado". El Provincial entonces se ve obligado a
apelar a su poder decisorio sobre quién puede quedarse en Jerusalén. Las
Bulas pontificias, que puede mostrarle, le confieren el poder de excomulgar
a los desobedientes. Ignacio no quiere ver dichas bulas; se fía de la
palabra del Provincial y acata por obediencia su decisión.
La palabra del superior es la voz de Dios para Ignacio y él acepta su
voluntad. Pero, al solo pensar en abandonar aquella tierra, en su alma se
enciende el acuciante deseo de contemplar una vez más las "huellas" que
Cristo ha dejado en la roca del monte Olivete, al subir al cielo ante los
ojos de sus apóstoles. Sin decir nada a nadie y sin guía ni protección
alguna, sin pensar en los riesgos de su acción, se escabulle de los demás y
se va a todo correr al Monte Olivete. Como los guardias le impiden la
entrada, les soborna dándoles una cuchillo de escribanía. Y, después,
pensando que no volverá a ver un lugar tan santo, vuelve por segunda vez a
sobornar a los guardias con unas tijeras. "Quería volver a ver la piedra
donde están las pisadas del Señor impresas", deseando grabar bien en su
memoria "a qué parte estaba el pie derecho o a qué parte el izquierdo".
Pero, apenas se percatan de la ausencia de Ignacio, temiendo por su vida,
envían a buscarle a un cristiano sirio, que servía en el monasterio. Este le
halla mientras Ignacio desciende feliz del monte Olivete, le amenaza con un
grueso bastón y, asiéndole fuertemente del brazo, le arrastra por las calles
hasta el monasterio. Ignacio se siente muy consolado de parecerse de este
modo un poco a Cristo.
f) Vuelta de Jerusalén: ¿Qué hacer?
Tras veinte días inolvidables, los peregrinos salen de Jerusalén montados en
los asnos. Ignacio ha cumplido el deseo de su vida. Aunque haya tenido que
renunciar a vivir en Jerusalén, viendo que esa era la voluntad de Dios, no
cabe de gozo. Por el diario de Fussli, otro de los peregrinos, conocemos las
peripecias del viaje: "De Jerusalén se dirigieron al puerto de Jafa, donde
se embarcaron hacia Chipre. Esta travesía fue de lo más penosa y triste. El
nuevo patrón de la nave peregrina no se había preocupado de las provisiones
y las que quedaban las habían consumido los marineros durante las cuatro
semanas que hubieron de esperar en Jafa; varios de los pasajeros venían
enfermos de fiebres, y uno de ellos, el holandés Pedro de Breda, sucumbía
pronto, siendo arrojado su cadáver al mar. Faltaba además agua; y para colmo
de males, el patrón de la nave iba desorientado, habiendo perdido el
norte...; después de once días de penosa navegación, desembarcaron en
Chipre". Ignacio no ha guardado en su memoria estas peripecias. En la
Autobiografía sólo dice: "Partieron el otro día y, llegados a Chipre, los
peregrinos se dividieron en diversas naves". El lleva los ojos repletos de
los santos lugares y no ve las dificultades del mar.
En el puerto de Chipre "había tres o cuatro naves para Venecia; una de
turcos, otra era un navío muy pequeño, y la tercera era una nave muy rica y
poderosa de un hombre rico veneciano". Los peregrinos se acomodan en la nave
turca, excepto dos que lo hacen en la otra, rica y poderosa, pagando los
quince ducados por persona, sin rebaja posible, que exige el patrón. Sólo
queda Ignacio sin puesto, entregado, como siempre, a la providencia de Dios.
Sus compañeros de peregrinación "pidieron al patrón de la nave grande que
aceptase en ella al Peregrino; mas él, como supo que no tenía dineros, no
quiso, por mucho que le rogaron, alabando al Peregrino". Se lo piden
entonces "al patrón del navío pequeño y lo alcanzan muy fácilmente". Acepta
llevarle gratis y Dios le recompensa su caridad, como recuerda Ignacio en la
Autobiografía: "Partieron un día con próspero viento por la mañana, y a la
tarde les vino una tempestad, con la que se desperdigaron las naves unas de
otras, y la grande se fue a perder junto a las mismas islas de Chipre, y
sólo salvó las gentes; y la nave de los turcos se perdió, y toda la gente
con ella, con la misma tormenta. El navío pequeño pasó mucho trabajo, y al
fin vinieron a tomar tierra en la Puglia". Como escribe Ribadeneyra: "La
navecilla en la que iba el siervo de Dios, vieja y carcomida, y que parecía
que se la iba a tragar la mar, fue nuestro Señor servido que, aunque con
dificultad, no pereciese".
Luego de tres largos meses de navegación, Ignacio desembarca en Venecia a
mediados de enero de 1524, en pleno invierno. Con un paño, que alguien le ha
dado, "hecho muchos dobleces", abriga su estómago enfermo. En su biografía,
dictada tantos años después, aún recuerda el frío que pasó al llegar a
Italia: "Y al fin la nave tomó tierra. Y esto en la fuerza del invierno; y
hacía grandes fríos y nevaba. Y el peregrino no llevaba más ropa que unos
zaragüelles de tela gruesa hasta la rodilla, y las piernas desnudas, con
zapatos, y un jubón de tela negra abierto con muchas cuchilladas por las
espaldas, y una ropilla corta de poco pelo".
Pero el peregrino apenas se percata de las inclemencias del viaje. Va
absorto rememorando los lugares visitados y dando vueltas en su mente lo que
hará en adelante, dado que Dios no ha querido que se quedase en Jerusalén.
Ya en Manresa había descubierto que la voluntad de Dios era dedicar la vida
a ayudar a la salvación de las almas. Pero, ¿dónde? ¿Y cómo? Esto es lo que
no sabe y lo que llena sus días y noches de oración.