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San Ignacio de Loyola:  4. JERUSALEN, EN BUSCA DE LAS HUELLAS DE CRISTO

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas

 

a) Camino de Jerusalén

b) Por Barcelona: con la esperanza puesta sólo en Dios

c) De Roma a Venecia: Solo y a pie

d) Entrada en Jerusalén sobre un asno

e) Contemplar las huellas de Cristo

f) Vuelta de Jerusalén: ¿Qué hacer?

 

San Ignacio de Loyola peregrino ad maiorem Dei gloriam



a) Camino hacia Jerusalén

Dios ha retenido a Ignacio once meses en Manresa. Allí el peregrino ha descubierto la voluntad de Dios sobre él. Dios, como un maestro de escuela, le ha ido revelando el misterio de la vida divina y la llamada del hombre a participar de ella. En Ignacio se ha encendido el deseo de dedicar su vida a la "mayor gloria de Dios" y a la "salvación de las almas". Es una sola cosa. Las aguas hondas del Cardoner se lo han grabado en lo más hondo de su ser. Pero las aguas corren, sin detenerse. También él debe correr, sin poner su tienda en lugar alguno. Ha llegado la hora de partir de Manresa.

"Viniendo el invierno, se enfermó de una enfermedad muy recia". La señoras manresanas le cuidan con delicadeza. Pero, a pesar de todos los cuidados, "rehaciéndose de dicha enfermedad, quedó todavía muy debilitado y con frecuente dolor de estómago. Y así, por estas causas, como por ser invierno muy frío, le hicieron que se vistiese y calzase y cubriese la cabeza; y así le hicieron tomar unas ropillas de paño pardo muy grueso, y un bonete de lo mismo, como media gorra".

Este es el relato de los últimos tiempos en Manresa. Pues "iba llegándose el tiempo que él tenía pensado para partirse para Jerusalén". Con lágrimas agradecidas se despide de las buenas señoras que le han prodigado tantos cuidados. Jerusalén le espera. Junto al Cardoner, contemplando los misterios de la vida de Jesús, se le han hecho más vivos los deseos de visitar los santos lugares, para ver y tocar la tierra donde vivió nuestro Redentor. Ver y pisar la tierra que él recorrió, para mejor seguir sus huellas. El camino hacia Jerusalén es largo. Ignacio tiene tiempo de dar vueltas en su mente y en su corazón al ritmo lento de su pierna herida e hinchada. Son muchos los kilómetros que recorre a pie. El deseo de Jerusalén cobra nuevo vigor en el camino hacia ella. ¿No será voluntad de Dios vivir donde su Hijo vivió? Vivir donde él vivió y como él vivió: ese es su deseo.


b) Por Barcelona: con la esperanza puesta solo en Dios

Con su bordón en la mano y la calabaza colgada del cuello, vestido con el traje de paño grueso, que le han preparado en Manresa durante el invierno, y la media gorra en la cabeza, sale Ignacio hacia Barcelona, deseoso de embarcar cuanto antes para Roma. En Barcelona sólo busca lograr pasaje por mar para ir a Roma. Durante la espera, se acomoda en un zaguán que nadie usa, donde puede, sin ser molestado, orar y dormir. Durante el día, de puerta en puerta, mendiga su sustento, aunque luego reparte lo conseguido entre los necesitados.

Un día está oyendo misa en Santa María del Mar, sentado con los chiquillos en las gradas del presbiterio. Isabel Roser se fija en él. Le llama la atención ese hombre vestido de saco y con el rostro resplandeciente, absorto en la celebración. Al final de la misa siente el deseo de invitarlo a su casa. Se lo comunica a su marido, que es ciego, quien lo acepta gustoso. Le buscan y le invitan a comer. Muchos años después, Isabel Roser recuerda aquel primer encuentro con Ignacio, contándoselo a Ribadeneyra: "Después de comer habló de Dios, de las virtudes, de la vida eterna, y enfervorizó maravillosamente a todos los presentes, moviéndolos a llevar una vida de piedad". Ignacio lleva ya en su alma el deseo de ayudar a la salvación de los demás. Pero, de momento, hay algo que le urge personalmente más.

Ignacio desea ir a Roma, gratis y solo, no quiere compañía ni provisiones para su peregrinación. Desea sólo el apoyo y la confianza en Dios. Quiere vivir la fe, la esperanza y la caridad con toda su radicalidad. "Toda su cosa era tener a Dios por refugio", vivir colgado de su providencia. De otro modo, "llevando un compañero, cuando tuviese hambre, esperaría de él el sustento y, cuando cayese, esperaría que el otro le ayudase a levantarse. De este modo confiaría en él y se aficionaría a él por sus servicios". No, Ignacio desea "que esta confianza, afición y esperanza esté puesta sólo en Dios". Eso es lo que "sentía en su corazón". Por ello, "él tenía deseos de embarcarse, no solamente solo, mas sin ninguna provisión". Ribadeneyra lo describe con maestría: "Llegábase ya el tiempo en que tenía determinado ir a Jerusalén, y comenzándolo a poner por obra, se salió de Manresa y se fue a Barcelona, sin tomar otra compañía consigo que la de Dios, con quien deseaba tratar a solas, y gozar de su interior comunicación sin ruido ni estorbos de compañeros. Y así, aunque muchos se le ofrecieron para hacerle compañía, y otros le aconsejaban y le rogaban ahincadamente que no emprendiese tan largo y peligroso camino sin llevar alguno que supiese la lengua italiana o latina, para que le sirviese de guía y de intérprete, nunca lo quiso hacer, para gozar más libremente de su soledad; y también porque, como andaba ya tan desasido de sí y de todas las cosas del mundo y con tan abrasados deseos se había puesto en las manos de Dios, quería estar colgado sólo de su providencia paternal".

Tras largas discusiones, sin más recomendación que su presencia, logra que el capitán de la nave le acepte sin pasaje, pero con la condición de llevar "la ración de bizcocho necesaria para mantenerse". Contra sus deseos, no le queda más remedio que aceptar si quiere embarcarse. Y ya está de nuevo el combate interior del Ignacio, que no acaba de aprender. ¿Cómo confiar en solo Dios si llevo el sustento asegurado? En su conciencia se alza una voz acusadora: "¿Esta es la esperanza y la fe que tú tenías en Dios, pensando que él no te faltaría?"

En la duda, Ignacio recurre al confesor con sus escrúpulos. Y Dios le habla en la voz del confesor: "Pídelo como limosna y será Dios quien te dé el sustento". Así recobra la paz. Pero Dios da siempre en abundancia. De puerta en puerta va pidiendo las provisiones necesarias para poder embarcar. En los Procesos de Canonización del Santo, Estefania de Rocaberti testifica: "Eleonor Zapila, bisabuela de la que testifica, contaba que un día, en que Ignacio entró en su casa a pedir limosna, ella le miró fijamente a la cara y pareciéndole ser persona noble... se puso a reprenderle: Cierto que parecéis algún mal hombre, cuando así andáis por el mundo; mejor fuera tornaros a casa, en vez de andar vagando por el mundo como un perdido. Y decía mi bisabuela que, cuando le hubo dado esta reprensión, le pareció que la tomaba con mucha paciencia, y con grande humildad le respondió, dándole las gracias por aquellas advertencias y confesándole que decía muy bien, por ser él en efecto un perdido y un gran pecador. Y en oyendo ella esta respuesta, se le movió el espíritu y le dio limosna y provisión de pan, vino y otras cosas para su sustento durante los días de su navegación". Otras personas le dan igualmente limosna.

Pero, a la hora de embarcar, comprado el bizcocho, le sobran cinco blancas. ¿Qué hacer con ellas? Con gozo las deja sobre un banco de la playa y parte "sin bolsa ni dinero". Libre se hace a la mar, embebido en la contemplación de Dios y en la imaginación de Jerusalén, sin enterarse siquiera de la tempestad, que levanta olas que marean al resto de viajeros. Así pasan cinco días con sus noches en el mar embravecido hasta desembarcar en Gaeta. Sin hacer caso a las voces, que hablan de la peste mortal que hay en Roma, desaconsejando entrar en ella, Ignacio se encamina hacia la Ciudad Santa, para conseguir la obligada licencia para peregrinar a Jerusalén.


c) De Roma a Venecia: Solo y a pie

Los peligros y dificultades para llegar a Roma no le desaniman. Extenuado por la penitencia y el ayuno, demacrada la cara e hinchada la pierna herida, con la confianza en Dios, sigue adelante hasta llegar a Roma el domingo de Ramos de 1523. Allí pasa la semana santa, mendigando y orando en las diversas basílicas.

Y, de nuevo, Ignacio se enfrenta en Roma con los mismos problemas de Barcelona. Nadie entiende que se pueda peregrinar a Tierra Santa sin provisiones. Aunque "él tenía una grande persuasión en su alma, de la que no podía dudar, de que hallaría el modo de ir a Jerusalén", aquí Ignacio se deja persuadir y cede a las presiones: acepta siete ducados, la cantidad imprescindible para embarcarse. Obtenida la bendición y licencia del Papa Adriano VI, Ignacio parte para Venecia, de donde sale la nave para Jerusalén. En el camino, en las largas horas a pie, con hambre y frío, a los dos días se da cuenta de que ha desconfiado de Dios al aceptar los ducados, que le queman cuerpo y alma. Se arrepiente de su pecado de desconfianza en Dios, al aceptar el dinero. Empieza a deshacerse de ellos, distribuyéndolos entre los pobres. Cuando llega al puerto de Venecia sólo le quedan cinco cuatrines, recobrando de este modo la alegría.

El viaje de Roma a Venecia, a pie, con los contratiempos de la peste, que aflige a Italia, es bastante duro. Se alimenta como puede y cuando tiene con qué; duerme en los pórticos o al cielo raso. Su aspecto macilento y demacrado asusta, suscitando en quien le ve la sospecha de hallarse ante un apestado. Más de una vez, para que no le tomen por apestado, tiene que decir que "de sola flaqueza estaba enfermo". Tan débil va que, a veces, tiene que detenerse "casi de noche, en un gran campo" a reponer fuerzas para seguir adelante. En el más absoluto abandono humano, Cristo le conforta "apareciéndosele de la manera que le solía aparecer". Esta experiencia de la cercanía de Cristo, vivida con los "ojos interiores", le conforta y consuela, dándole ánimos para llegar a Venecia. Aún le tocan dos meses de espera en Venecia hasta que parta la nave. De día pide limosna y de noche duerme bajo los pórticos de la plaza de san Marcos. No lejos de allí está el palacio del senador Marco Antonio Trevisán, el cual, según una antigua tradición, no puede descansar hasta que, saliendo a la plaza, encuentra a Ignacio y lo invita a dormir en su casa.

Son muchos los peregrinos que han llegado a Venecia, deseando, como Ignacio, embarcarse para Jerusalén, pero "los más de ellos se habían vuelto a sus tierras" por temor a los turcos que han conquistado la isla de Rodas. Ribadeneyra dice que "puso tan grave pavor y espanto este triste acontecimiento en los mismos peregrinos que habían llegado a Venecia para pasar a Jerusalén que, dejando su propósito, se tornaban a sus casas por no poner en peligro sus vidas y su libertad. Y por esto muchos aconsejaban a nuestro peregrino que dejase este negocio para otro tiempo en que hubiese más razón. Pero él tenía asentado en su corazón que, aunque una sola barca pasase aquel año a Jerusalén, nuestro Señor le había de llevar en ella, que no se debilitó ni enflaqueció un punto de su segura, cierta y firme esperanza".

Dios no le defrauda y le manda su ángel protector, haciéndole encontrar a un compatriota rico e influyente, que le facilita el embarque en la nave de los Gobernadores que parte para Chipre, de donde salen dos naves para Tierra Santa. En la más lujosa, y gratis, embarca Ignacio, pues Dios no defrauda a quien en él confía. Pero, pocos días antes de zarpar, a Ignacio le dan unas "recias" calenturas, que están a punto de malograrle la partida. Justo el día de la partida le han dado una purga, que le deja debilitado y con fuerte dolor de estómago. Al preguntar al médico si puede embarcarse en ese estado, "el médico dijo que, para allá ser sepultado, bien se podría embarcar". Pero Ignacio no quiere desistir ni aplazar su ansiada partida. Se embarca, "y vomitó tanto que comenzó a sanar".


d) Entrada en Jerusalén sobre un asno

El viaje, sin viento y bajo el sol de agosto, es lento y pesado. Un mes entero tardan en llegar a Chipre, donde Ignacio cambia de nave, pasando a "la Peregrina", pues no podía soportar más "las suciedades y torpezas manifiestas" de la nave de los Gobernadores. A bordo de "la Peregrina", como peregrino, desembarca el 24 de agosto en el puerto de Jafa. Con los demás peregrinos entona el Te Deum y la Salve, llenos todos de emoción y gratitud. Y, según era costumbre, se encaminan hacia Jerusalén montados en asnos, imitando a Jesús en su entrada en Jerusalén. Les acompañan los franciscanos que les han acogido. Así, en procesión, recogidos en silencio para gustar el momento, los peregrinos caminan en sus asnos hasta que les salen al encuentro otros frailes con la cruz. Antes de divisar la santa ciudad descienden de los asnos y siguen a pie. A la vista de la ciudad, Ignacio se siente invadido de una alegría inmensa. La emoción es enorme al llegar al altozano desde donde se puede contemplar la ciudad: "Viendo la ciudad el peregrino tuvo una gran consolación y le embargó una alegría que no parecía natural". No le abandonarán estos sentimientos en todo el tiempo de peregrinación por los santos lugares. El P. Fabro habla de "la gran devoción y muchas lágrimas, del crecido y encendido fuego de amor de Dios que Ignacio sintió al contemplar como si se desenvolvieran ante sus ojos aquellos misterios de la vida y pasión de Cristo, y lo que esto le movía a querer quedarse para siempre en Palestina".

Aposentado en el Hospital de San Juan, guiado siempre por los francisca-nos, el primer día en la mañana Ignacio visita con los demás peregrinos, con hachas encendidas, el Cenáculo y la Columna de la flagelación, para pasar luego a la iglesia de la dormición de la Virgen. Por la tarde van a la Iglesia del Santo Sepulcro, donde pasan la noche en vela. Durante la vela nocturna se confiesan, oyen misa y comulgan. Al rayar el alba dejan el Santo Sepulcro y, tras unas horas de descanso, recorren el Via Crucis desde el Pretorio de Pilato hasta el Calvario y el Santo Sepulcro. Los días siguientes visitan el monte de los Olivos para venerar el lugar de la Ascensión, Betfagé, Betania, Belén con el campo de los pastores y con la gruta del nacimiento, centro de sus devociones, el valle de Josafat con el torrente Cedrón, el Huerto de los Olivos con la gruta de la agonía, la fuente de la Virgen, la piscina de Siloé y, continuando por el valle de la Gehenna, terminan el recorrido en el monte Sión. Y, de nuevo, otra vela nocturna en el Santo Sepulcro. Tras dos días de descanso, montados en sus asnillos se llegan a Jericó, continuando hasta el Jordán. Allí todos desean bañarse en sus aguas, pero dadas las prisas que les da la escolta, varios se tienen que contentar con lavar sus manos y cara. Se quedan también con las ganas de subir al Monte de la Cuarentena, santificado por los cuarenta días de oración y ayuno del Señor, pero sólo se les concede acercarse a la fuente de Eliseo. Y con ello emprenden la vuelta a Jerusalén, donde entran a medianoche.

Los ojos de Ignacio no se cierran, van recogiendo y grabando en su imaginación el aire y las rocas, las colinas y el paisaje todo para luego a lo largo de su vida hacer "la composición viendo el lugar", con que empiezan todas las meditaciones de los Ejercicios Espirituales. Ahora son los ojos y luego será su imaginación los que buscan los lugares impregnados por el paso de Cristo por esta tierra. El Cristo hecho carne, su humanidad, participando de nuestra carne y sangre, el Cristo que quiso entrar en nuestra historia, caminar y cansarse, sentarse sobre una piedra, comer y beber, reír y llorar, el Cristo en todo igual a nosotros, excepto en el pecado, este Cristo, cuyas huellas busca por Israel, estará siempre vivo y presente en la vida de Ignacio. La palabra de Cristo resonará siempre en el espíritu de Ignacio, situado con su imaginación en los lugares y entre las personas a quienes primeramente las dirigió. No ha sido defraudado Ignacio. El sueño anhelado desde que salió de Loyola, ahora se ha hecho realidad e Ignacio bendice a Dios por ello. Las penalidades pasadas bien valían la pena.

El P. Ribadeneyra nos ha dejado escrito: "No se puede explicar el gozo y la alegría que nuestro Señor comunicó a su ánima con solo la vista de aquella santa ciudad y cómo le regaló con una perpetua y continua consolación todo el tiempo que estuvo en ella, visitando particularmente y regalándose en todos aquellos lugares en que hay memoria haber estado Cristo nuestro Señor".

A Ignacio se le ha colado en el alma la tierra de Jesús. Ha vivido su peregrinación con todos sus sentidos, recogiendo paisajes, sonidos, imágenes y olores. Inmerso en el misterio de Cristo encarnado, lo vivió y enseñó a vivirlo "como si estuviésemos presentes y participando en la totalidad de su misterio". Con su experiencia en Israel Ignacio tratará de llevar a los ejercitantes a la familiaridad visiva, auditiva, casi táctil y odorante de Cristo, Hijo de Dios hecho carne.


e) Contemplar las huellas de Cristo

Ignacio desea "con firme propósito quedarse en Jerusalén, visitando siempre aquellos lugares". Ya lo había pensado antes y, para ello, había ido provisto de cartas de recomendación para el Guardián franciscano. Y ahora lo desea más vivamente aún. Piensa que, viviendo en contacto con los lugares santificados por la presencia de Cristo, le sentirá más cercano y cree que también allí puede ayudar a las almas. Esto lo mantiene en secreto. Pero sí expone al Guardián sus deseos "de quedarse a vivir allí por su devoción".

El Guardián le escucha y le disuade. La casa franciscana de Jerusalén es pobrísima; hasta piensan enviar a Europa con los peregrinos a algunos frailes. No, no es posible quedarse con ellos. Pero Ignacio le replica que él sólo espera de los franciscanos que le escuchen en confesión de vez en cuando. No quiere vivir a costa de ellos. El ya ha conocido la providencia de Dios y no busca seguridades humanas. Tras escucharle, el Guardián le invita a esperar a que regrese de Belén el Provincial y él decidirá.

Con esto Ignacio se siente satisfecho. Da por hecho que el Provincial le permitirá quedarse. Al momento se pone a escribir cartas para mandarlas con los peregrinos que van a retornar... La víspera misma del retorno de los peregrinos llega el Provincial. El Guardián se lo comunica a Ignacio, que al punto se presenta ante él. El Provincial, con buenas palabras, le expresa lo que él piensa: su santo propósito es descabellado. Es imposible. Ya otros muchos antes han intentado llevar esa vida que Ignacio propone y a la postre acabaron muertos o en prisión, complicando la custodia franciscana, que se sentía obligada a pagar el rescate de los cristianos prisioneros. En conclusión, el Guardián le manda que se prepare para partir al día siguiente junto con los demás peregrinos.

Ignacio, terco, insiste, alegando "su propósito muy firme" de quedarse. Por nada del mundo está dispuesto a renunciar a su propósito, a no ser que tal decisión "constituyese pecado". El Provincial entonces se ve obligado a apelar a su poder decisorio sobre quién puede quedarse en Jerusalén. Las Bulas pontificias, que puede mostrarle, le confieren el poder de excomulgar a los desobedientes. Ignacio no quiere ver dichas bulas; se fía de la palabra del Provincial y acata por obediencia su decisión.

La palabra del superior es la voz de Dios para Ignacio y él acepta su voluntad. Pero, al solo pensar en abandonar aquella tierra, en su alma se enciende el acuciante deseo de contemplar una vez más las "huellas" que Cristo ha dejado en la roca del monte Olivete, al subir al cielo ante los ojos de sus apóstoles. Sin decir nada a nadie y sin guía ni protección alguna, sin pensar en los riesgos de su acción, se escabulle de los demás y se va a todo correr al Monte Olivete. Como los guardias le impiden la entrada, les soborna dándoles una cuchillo de escribanía. Y, después, pensando que no volverá a ver un lugar tan santo, vuelve por segunda vez a sobornar a los guardias con unas tijeras. "Quería volver a ver la piedra donde están las pisadas del Señor impresas", deseando grabar bien en su memoria "a qué parte estaba el pie derecho o a qué parte el izquierdo".

Pero, apenas se percatan de la ausencia de Ignacio, temiendo por su vida, envían a buscarle a un cristiano sirio, que servía en el monasterio. Este le halla mientras Ignacio desciende feliz del monte Olivete, le amenaza con un grueso bastón y, asiéndole fuertemente del brazo, le arrastra por las calles hasta el monasterio. Ignacio se siente muy consolado de parecerse de este modo un poco a Cristo.


f) Vuelta de Jerusalén: ¿Qué hacer?

Tras veinte días inolvidables, los peregrinos salen de Jerusalén montados en los asnos. Ignacio ha cumplido el deseo de su vida. Aunque haya tenido que renunciar a vivir en Jerusalén, viendo que esa era la voluntad de Dios, no cabe de gozo. Por el diario de Fussli, otro de los peregrinos, conocemos las peripecias del viaje: "De Jerusalén se dirigieron al puerto de Jafa, donde se embarcaron hacia Chipre. Esta travesía fue de lo más penosa y triste. El nuevo patrón de la nave peregrina no se había preocupado de las provisiones y las que quedaban las habían consumido los marineros durante las cuatro semanas que hubieron de esperar en Jafa; varios de los pasajeros venían enfermos de fiebres, y uno de ellos, el holandés Pedro de Breda, sucumbía pronto, siendo arrojado su cadáver al mar. Faltaba además agua; y para colmo de males, el patrón de la nave iba desorientado, habiendo perdido el norte...; después de once días de penosa navegación, desembarcaron en Chipre". Ignacio no ha guardado en su memoria estas peripecias. En la Autobiografía sólo dice: "Partieron el otro día y, llegados a Chipre, los peregrinos se dividieron en diversas naves". El lleva los ojos repletos de los santos lugares y no ve las dificultades del mar.

En el puerto de Chipre "había tres o cuatro naves para Venecia; una de turcos, otra era un navío muy pequeño, y la tercera era una nave muy rica y poderosa de un hombre rico veneciano". Los peregrinos se acomodan en la nave turca, excepto dos que lo hacen en la otra, rica y poderosa, pagando los quince ducados por persona, sin rebaja posible, que exige el patrón. Sólo queda Ignacio sin puesto, entregado, como siempre, a la providencia de Dios. Sus compañeros de peregrinación "pidieron al patrón de la nave grande que aceptase en ella al Peregrino; mas él, como supo que no tenía dineros, no quiso, por mucho que le rogaron, alabando al Peregrino". Se lo piden entonces "al patrón del navío pequeño y lo alcanzan muy fácilmente". Acepta llevarle gratis y Dios le recompensa su caridad, como recuerda Ignacio en la Autobiografía: "Partieron un día con próspero viento por la mañana, y a la tarde les vino una tempestad, con la que se desperdigaron las naves unas de otras, y la grande se fue a perder junto a las mismas islas de Chipre, y sólo salvó las gentes; y la nave de los turcos se perdió, y toda la gente con ella, con la misma tormenta. El navío pequeño pasó mucho trabajo, y al fin vinieron a tomar tierra en la Puglia". Como escribe Ribadeneyra: "La navecilla en la que iba el siervo de Dios, vieja y carcomida, y que parecía que se la iba a tragar la mar, fue nuestro Señor servido que, aunque con dificultad, no pereciese".

Luego de tres largos meses de navegación, Ignacio desembarca en Venecia a mediados de enero de 1524, en pleno invierno. Con un paño, que alguien le ha dado, "hecho muchos dobleces", abriga su estómago enfermo. En su biografía, dictada tantos años después, aún recuerda el frío que pasó al llegar a Italia: "Y al fin la nave tomó tierra. Y esto en la fuerza del invierno; y hacía grandes fríos y nevaba. Y el peregrino no llevaba más ropa que unos zaragüelles de tela gruesa hasta la rodilla, y las piernas desnudas, con zapatos, y un jubón de tela negra abierto con muchas cuchilladas por las espaldas, y una ropilla corta de poco pelo".

Pero el peregrino apenas se percata de las inclemencias del viaje. Va absorto rememorando los lugares visitados y dando vueltas en su mente lo que hará en adelante, dado que Dios no ha querido que se quedase en Jerusalén. Ya en Manresa había descubierto que la voluntad de Dios era dedicar la vida a ayudar a la salvación de las almas. Pero, ¿dónde? ¿Y cómo? Esto es lo que no sabe y lo que llena sus días y noches de oración.


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