San Ignacio de Loyola:
9. AZPEITIA, PROFETA EN SU TIERRA
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Quien haya dejado casa, hermanos...
b) ¡Ya puede hablar libremente de Dios!
c) Peregrino por toda España
d) "Medio doctor" llega a Venecia
a) Quien haya dejado casa, hermanos...
La salud de Ignacio está quebrantada. Durante los tres últimos años de París
el dolor de estómago se ha recrudecido. De quince en quince días le acomete
con fuerza, acompañado de fiebre. "La enfermedad, dice él mismo, continuaba
avanzando sin que se pudiera encontrar ningún remedio contra ella, aunque
eran muchos los que se probaban". Es la cruz que Dios ha dispuesto para su
discípulo y que no le quitará por el resto de su vida. Los médicos intentan
inútilmente toda clase de remedios. Al final, no sabiendo qué más hacer, le
aconsejan que marche a su tierra, donde los aires natales podrían darle
algún alivio. Los compañeros se unen a los médicos e insisten tanto que
Ignacio "se dejó persuadir". Con cartas para las familias españolas de sus
compañeros, se despide de ellos. Quedan citados en Venecia, según lo
previsto en Montmartre. Al frente del grupo queda Fabro, de quien escribe
Simón Rodrigues: "Confieso ingenuamente que hasta hoy no he visto a nadie
que posea la amable suavidad y gracia que tiene Fabro en el trato con los
hombres". Con razón le nombraron "hermano mayor de ellos".
Es el 16 de mayo de 1535 cuando, tras siete años intensos de estudios y
actividades en París, y después de trece años de ausencia de su tierra,
Ignacio sale de París hacia Loyola, montado sobre un pequeño caballo, en
vistas de su salud. Así, pues, "montó en el caballo pequeño, comprado por
sus compañeros, y se fue solo hacia su tierra, encontrándose en el camino
mejor". Acertada resultó la sugerencia de los médicos. Con sólo acercarse a
su tierra, Ignacio empieza a sentirse mejor de sus achaques, comenzando a
recuperar la salud.
A pesar de los años transcurridos desde que abandonó su tierra, alguien le
reconoce y avisa a su hermano Martín de su presencia en el camino. Ignacio
había decidido entrar de incógnito y sin avisar a nadie. Para ello, al
llegar a Guipúzcoa deja el camino principal, siguiendo atajos solitarios,
"por montes y rodeos". Allí, en pleno descampado, le sorprenden unos hombres
armados, que él toma por asesinos, echándose a temblar: "sintió un poco de
miedo", dice él. No son ladrones, sino siervos que su hermano envía para
acogerlo y conducirlo hasta casa.
Pero Ignacio va en busca de los "aires natales", no de su familia. Rehúsa,
pues, la acogida: "No pudieron forzarlo". Va a hospedarse al Hospital de
María Magdalena, donde eran acogidos los mendigos. Es lo que piensa Ignacio
que corresponde a su nueva condición de discípulo de Cristo. El Iñigo de
Loyola hace tiempo que ha muerto. Los lazos de sangre ya han sido cortados.
No le importa escandalizar a sus familiares. Seguir a Cristo, en la pobreza
del Evangelio, significa abandonarlo todo, hasta odiar a padre, madre y
hermanos. Ya, tres años antes, había escrito a su hermano Martín desde
París: "Tanto puedo en esta vida amar a persona cuanto en servicio y
alabanza de Dios nuestro Señor se ayuda, porque no ama a Dios de todo
corazón el que ama algo por sí y no por Dios..., porque la caridad, sin la
cual nadie puede conseguir la vida, es el amor con que amamos a Dios nuestro
Señor por sí mismo y a todas las demás cosas por El".
Por mucho que intentan persuadirlo para que se aloje en la casa de Loyola o,
al menos, en una posada digna de su familia, Ignacio no cede. Para él no hay
dignidad mayor que la de seguir a Jesús, que no tuvo donde reclinar la
cabeza. "Y así se fue al hospital. Y después, a la hora conveniente, salió a
pedir limosna por la tierra". Ursula de Arizmendi testificará en el proceso
de Azpeitia: "Ignacio se aposentó en el dicho hospital de la Magdalena, sin
que lograran llevarle a la casa solar de Loyola Martín, su hermano, ni otros
de sus deudos, parientes o personas principales, ni a otra posada alguna,
aunque lo pretendieron, pareciéndoles mal que, siendo hijo de sus padres y
de la dicha casa de Loyola, se hospedase en el dicho hospital y pidiese
limosna, siendo de familia que la podía más bien dar. En todo el tiempo que
estuvo en el hospital vivió con mucha aspereza, saliendo a pedir limosna de
ordinario de puerta en puerta; y la que cogía, así como los regalos que le
enviaban personas devotas, lo repartía entre los pobres del dicho hospital,
con los que comía en una mesa, repartiéndoles de su comida".
Esta experiencia la tradujo en el examen que se ha de proponer a todos los
que pidieren ser admitidos en la Compañía de Jesús. Después de la
experiencia del mes de Ejercicios Espirituales, Ignacio señala que todos sus
hijos deben pasar por la prueba del servicio en los hospitales: "Sirviendo
en hospitales por otro mes, comiendo y durmiendo en ellos, ayudando y
sirviendo a todos, enfermos y sanos, según que les fuere ordenado, por más
se abajar y humillar, renunciando al mundo y a sus pompas y vanidades, para
servir en todo a su Señor crucificado por ellos". Y en tercer lugar Ignacio
propone la experiencia de otro mes peregrinando sin dinero, "pidiendo por
las puertas por amor de Dios nuestro Señor, para que se puedan avezar a mal
comer y mal dormir; y también para que, dejando toda esperanza que podrían
tener en dineros o en otras cosas criadas, la pongan enteramente, con
verdadera fe y amor intenso, en su Creador y Señor".
b) ¡Ya puede hablar libremente de Dios!
En el Hospital se dedica "a hablar con muchos que le iban a ver de las cosas
de Dios". Luego comienza a predicar tres días a la semana: lunes, miércoles
y viernes. El domingo lo hace en la parroquia de San Sebastián. Y, cuando la
afluencia supera la capacidad del templo, lo hace al aire libre. Ignacio
bendice a Dios por los años de estudio en París, pues, aunque no es
sacerdote, ahora nadie le impide predicar desde el púlpito, dados los
títulos que lleva de la Universidad. ¡Finalmente puede hablar libremente de
Dios!
Ignacio mismo nos narra, con brevedad, la acogida de su predicación en
Azpeitia: "Y en este hospital comenzó a hablar con muchos que le fueron a
visitar, de las cosas de Dios, por cuya gracia se hizo mucho fruto. Y luego
de su llegada, se determinó a enseñar la doctrina cristiana todos los días a
los niños, mas su hermano le hizo grade contradicción, alegando que nadie
acudiría. El repuso que le bastaba uno. Pero después que comenzó, eran
muchos los que constantemente venían a escucharle, y entre ellos también su
hermano".
En las declaraciones para su beatificación, setenta años después, los
azpeitianos amplían esta sucinta narración de Ignacio. Seguía insistiendo su
hermano en que se hospedara en su casa de Loyola. Es una afrenta para la
familia el que un Loyola viva entre los pobres y, más aún, el que salga a
pedir limosna de puerta en puerta. Ignacio se encara a su hermano para
aclarar las cosas de una vez. Con franqueza le dice que él no ha ido para
vivir en palacios, sino a sembrar la palabra de Dios. Le habla de su voto de
pobreza y su hermano termina por respetar su decisión, sin volver a
molestarlo más. Pero, a fin de que al menos en las noches pueda descansar,
manda al Hospital una buena cama. Todos los pobres, a excepción de Ignacio,
disfrutaron de ella.
La afluencia a las pláticas de Ignacio crece de día en día. Hasta el hermano
Martín comenzó a asistir con su mujer e hijos. Seguro que Ignacio sonrió al
verle, pues antes le había predicho que nadie iría a escucharle, a lo que
Ignacio le había replicado que le "bastaba uno". Y no fue uno, sino que todo
Azpeitia y hasta de sus alrededores acudían a oírle. La iglesia del Hospital
resultó insuficiente para tal concurrencia, obligando a Ignacio a predicar
en el campo. Las gentes se subían a las cercas y a los árboles. En una
ocasión, al menos, él mismo se subió a un ciruelo para predicar desde él. El
fruto que cosecha fue grande, con conversiones que alegraban su corazón:
aumentaron las limosnas, descendieron los juramentos y blasfemias, se
reconciliaron personas por años enemistadas y muchos abandonaron el vicio
tan arraigado del juego. Los naipes flotaban en las aguas del río. Famosa
fue la conversión de tres mujeres de la vida. Una de ellas, Magdalena de
Mendiola, confiesa: "El sermón de Ignacio me ha partido el corazón. He
servido al mundo, ahora quiero servir a Dios"
La misión de Ignacio entre sus paisanos se extiende también al clero,
arrancando a los sacerdotes del concubinato en que vivían. Ignacio, con su
testimonio de vida y su palabra viva, logra lo que no habían conseguido las
leyes de obispos y del rey. Pero quizás el milagro mayor fue acabar con el
viejo pleito entre su hermano Martín y la parroquia de Azpeitia contra las
monjas isabelinas, que tantos odios y enemistades había ido acumulando.
Otro fruto que dejó el paso de Ignacio por Azpeitia fue la organización de
la asistencia pública de los pobres. Logró que la comunidad se hiciera cargo
de ellos, socorriéndoles según sus necesidades. Las crónicas de la época
recogen las ordenanzas que Ignacio inspiró, regulando todo lo que concierne
a los pobres de Azpeitia, así como a los transeúntes por la villa. Esta
experiencia de Ignacio en Loyola cristalizará en la Compañía de Jesús, cuya
amplia finalidad queda recogida en las Constituciones: La Compañía se funda
para la propagación de la fe y para ayudar a los fieles en su formación y
vida cristiana "por medio de las públicas predicaciones, lecciones y
cualquier otro ministerio de la palabra de Dios, de los ejercicios
espirituales, la doctrina cristiana de los niños y gente ruda y el consuelo
espiritual de los fieles, oyendo sus confesiones y administrándoles los
otros sacramentos", dedicándose también a "la pacificación de los
desavenidos, al socorro de los presos en las cárceles y de los enfermos en
los hospitales, y al ejercicio de las demás obras de misericordia, según
pareciere para gloria de Dios y el bien de los prójimos".
Y lo que no logró el hermano, lo consiguió la cuñada. Magdalena de Araoz le
hace saber que su hijo Beltrán -¿o era su esposo Martín, que nombra en su
testamento a cuatro hijos legítimos y a dos naturales?-, anda amancebado con
una mujer de Azpeitia, que de noche entra en la casa de Loyola por un lugar
secreto. Le ruega a Ignacio, "por la pasión de Cristo", que haga algo para
salvar a su sobrino. Esto sí toca el alma de Ignacio: "¿Eso me decís? Pues
por eso iré a Loyola y aún a Vergara". Se dirige a Loyola y aguarda a la
mujer en el pasadizo. Cuando ella llega, le sale al encuentro y la mete en
la estancia que habían preparado para él. Con ella pasa la noche, hablándola
de Dios de tal modo que, arrepentida, promete no volver a pecar más. A la
mañana la despide y también él sale de Loyola para nunca más volver. Por
mucho tiempo, en Loyola siguieron tocando las campañas tres veces al día
para el "Ave María", por la mañana, al mediodía y por la tarde. Es algo que
Ignacio introdujo "a fin de que el pueblo pudiera rezar por los pecadores,
como se hacía en Roma".
Algo menos de cuatro meses lleva Ignacio en Azpeitia, cuando, recuperado en
parte de su salud, de la que bien poco se ha ocupado, se decide a
abandonarla, para cumplir los encargos que había llevado de París. Ignacio
deja el pequeño caballo como don al Hospital, que le ha acogido. Muchos años
después seguía allí, como cuenta en una carta el Padre Navarro, compañero de
Francisco de Borja, cuando huyendo éste del capelo cardenalicio con que le
amenazaba Julio III, se refugió en las montañas de Guipúzcoa: "Y partimos
para Loyola... y de allí nos fuimos al hospital de la Magdalena, donde
Vuestra Paternidad quiso posar cuando vino a esta tierra, y así nos hemos
gozado todos en el Señor de posar en la misma casa, y especialmente el padre
Francisco, que quiso comer en la misma mesilla donde vuestra Paternidad
solía comer y en la misma cámara donde solía dormir. Hallamos también el
rocín que vuestra Paternidad dejó al hospital hace ya dieciséis años, y está
muy gordo y muy bueno, y sirve hoy en día muy bien a la casa: es
privilegiado en Azpeitia, pues aunque entre en los panes, disimulan con él".
c) Peregrino por toda España
Sin prestar, pues, oídos a sus paisanos, que le piden se quede con ellos,
cuidando de su salvación, Ignacio parte para Navarra en busca de los
familiares de Javier. Al volver, por última vez, la mirada al valle del
Urola, sentiría en su alma lo que escribirá a sus paisanos cinco años
después desde Roma: "Su divina Majestad sabe muy bien cuántas veces me ha
puesto deseos muy crecidos, si en alguna cosa pudiese hacer en servicio
espiritual a todos los naturales de esa tierra, donde Dios me dio, por su
misericordia, mi primer principio y ser natural, sin yo jamás merecerlo ni
poderle gratificar. Estos mismos deseos me llevaron desde París a aquella
villa, ahora hace cinco años, no con mucha salud corporal; quien allá me
llevó por su misericordia me dio algunas fuerzas para trabajar en alguna
cosa, como visteis. Lo que dejé de hacer, se debe atribuir a mis faltas, que
siempre me acompañan. Ahora siento los mismos deseos de que vuestras almas
estén en la paz del Señor, y no en la del mundo, que es exterior, llevando
por dentro rencor, envidia y malos deseos contra los demás; mas la paz del
Señor, que es interior, trae consigo todos los dones y gracias necesarias a
la salvación y a la vida eterna... Mucho tengo en memoria el tiempo que allá
estuve, en qué determinación quedó el pueblo, es a saber: hacer tocar las
campanas por los que en pecado mortal se hallasen; que no hubiera pobres
mendicantes, más que todos fuesen subvenidos; que no hubiese juegos de
cartas, ni vendedores ni compradores de ellas; la extirpación del abuso de
las mujeres amancebadas con la cabeza tocada... Ahora acá no estoy cierto de
vuestra constancia o flaqueza en perseverar en cosas tan justas y tan
apacibles a la infinita y suma bondad... Ahora os pido y suplico por amor de
Dios que os empleéis en servir a su unigénito Hijo Jesucristo..."
Con estos sentimientos deja para siempre su tierra y se encamina hacia
Navarra. Ante los muros de Pamplona, sin duda, se detendría un momento,
recordando agradecido el día en que cayó herido por la mano de Dios. Aunque
no lo haya dicho, es de suponer que se le saltarían lágrimas copiosas de
agradeci-miento al Señor. Cojeando busca la casa de los parientes de Javier.
El recibimiento de Juan de Azpilcueta, hermano predilecto de Javier, no es
muy afable. Hasta Navarra habían llegado los rumores de París, que acusaban
a Ignacio de seductor de estudiantes, entre cuyos lazos había caído Javier.
Pero la mala cara sólo duró hasta que leyó la carta. Según va leyendo, el
rostro de Juan va cambiando, hasta transformarse del todo, terminando por
agasajar espléndidamente al peregrino. En la carta Javier decía de Ignacio:
"Por que conozca V. Md. a la clara cuánta merced nuestro Señor me ha hecho
en haber conocido al señor maestro Iñigo, por ésta le prometo mi fe que en
mi vida podría satisfacer lo mucho que le debo, así por haberme favorecido
muchas veces con dinero y amigos en mis necesidades, como en haber sido él
la causa de que yo me apartase de malas compañías, las cuales yo, por mi
poca experiencia, no conocía... Por tanto ruego a V. Md. le haga igual
recibimiento que haría a mi misma persona. Y crea V. Md. que si fuera Iñigo
tal cual le informaron, no fuera a casa de V. Md. a entregarse a sus manos,
porque ningún malhechor se entrega en poder de aquel a quien ha ofendido".
Tras los agasajos, durante los cuales Ignacio da todas las noticias de
Javier, sin pérdida de tiempo, el peregrino se encamina hacia Segovia, de
donde era Diego Laínez. Visita a los padres, a quienes da noticias de su
hijo, contando sus triunfos académicos y sus propósitos espirituales, con lo
que, "como buenos cristianos que eran, se alegraron". De Segovia parte hacia
Sigüenza a visitar a los padres de otro estudiante de París, que se lo había
pedido por caridad. De Sigüenza se dirige a Toledo, donde viven los padres
de Alfonso Salmerón. Pero decide dar un rodeo y visitar, por su cuenta, a
Doña Leonor de Mascareñas, aya del príncipe Felipe, que tanto le había
ayudado en Alcalá. Para ello se desvía hasta Madrid, de donde sigue para
Toledo, a dar noticias del hijo y exaltar las virtudes de su querido
Salmerón, que por aquellos días cumple veinte años. Regocijados por lo que
oyen de su hijo, los padres bendicen sus propósitos.
Siempre a pie, de Toledo se encamina hacia Valencia, haciendo un alto en el
camino, para saludar en la cartuja de Segorbe al novicio Juan de Castro, que
había conocido en París. Ocho días se queda en la cartuja, disfrutando de la
paz monástica, asistiendo en el coro a los oficios y conversando con los
monjes. Allí siente una santa envidia de su amigo Juan de Castro. Pero Dios
a él le llama a recorrer los caminos. En ellos encuentra su soledad para la
oración y contempla-ción de los misterios de la vida, pasión, muerte y
resurrección de Cristo.
d) "Medio doctor" llega a Venecia
Aunque los monjes le previenen de los peligros que suponía embarcarse para
Italia, pues andaba por esos mares el pirata Barbarroja, Ignacio, apenas
llega a Valencia, se embarca en la nave más grande que encuentra. Y, si no
se encuentran con piratas, sí les acomete una fuerte tempestad, que deshace
por completo la nave, dejando a sus pasajeros al borde del naufragio. Ante
el peligro de muerte, Ignacio repasa su vida: "Viniendo de Valencia para
Italia por mar con mucha tormenta, se le quebró el timón a la nave,
pareciéndoles a él y a los demás que venían en la nave no se podría huir de
la muerte. En este tiempo examinándose bien y preparándose para morir, no
podía tener temor de sus pecados ni de ser condenado; más tenía grande
confusión y dolor, por juzgar que no había empleado bien los dones y gracias
que Dios le había comunicado".
Con dificultad desembarcan en Génova, de donde Ignacio parte para Bolonia.
Y, si en medio de la tormenta del mar Ignacio no sintió temor, sí lo siente
al extraviar ahora el camino. "Tomó el camino que conducía a Bolonia y en él
padeció mucho, en especial, una vez que perdió el camino y comenzó a andar
junto a un río, el cual corría abajo y el camino iba por lo alto e iba
estrechándose, a medida que avanzaba por él". Perdido, se halla sin salida,
no pudiendo seguir adelante ni retroceder hacia atrás. Está atrapado en los
despeñaderos escarpados de los Apeninos, con un río atronador al fondo.
Caminando más con las manos que con los pies, logra salir a gatas del
peligro, agarrándose a los matorrales. Esta vez confiesa que sintió "gran
miedo", pues a cada paso cree que va a despeñarse en el profundo río: "Esta
fue la más grande fatiga y trabajo corporal que jamás tuvo; pero al fin
salió adelante". Tras quince días de penalidades, bastante maltrecho, llega
a Bolonia. Y aún, al entrar en Bolonia, al cruzar un puentecillo de madera,
cae al río, del que sale mojado y lleno de lodo. "Hizo reír a muchos que
estaban presentes".
En Bolonia desea aprovechar el tiempo oyendo Teología en su universidad
hasta la fecha fijada para encontrarse en Venecia con los demás compañeros.
En el Colegio Español le acogen algunos compatriotas y le socorren por
caridad. Siete días pasa en cama con fiebres y escalofríos, con grandes
dolores de estómago. En carta a Isabel Roser había escrito sobre la
enfermedad, lo que él ahora vive: "Considerando que estas enfermedades
vienen de mano de Dios nuestro Señor para que nos conozcamos más y más
perdamos el amor de las cosas criadas, y más enteramente pensemos cuán breve
es nuestra vida, para adornarnos para la otra que siempre ha de durar; y en
pensar que con estas cosas Dios visita a las personas que mucho ama, no
puedo sentir tristeza ni dolor, porque pienso que un servidor de Dios en una
enfermedad sale hecho medio doctor para enderezar y ordenar su vida en
gloria y servicio de Dios".
Es lo que aprendió en Bolonia, pues no le concedieron la beca que esperaba
para completar estudios de teología. Pasada una semana, parte para Venecia,
aunque aún queda todo un año para la cita con sus compañeros.