San Ignacio de Loyola: 10. DE VENECIA A LA STORTA, DONDE TUERCE EL CAMINO
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Comunicar lo que Dios le ha dado
b) La mejor escuela de los Maestros Parisienses
c) Somos la Compañía de Jesús
a) Comunicar lo que Dios le ha dado
Llegado a Venecia, Ignacio escribe a Jaime Cassador, arcediano de Barcelona
y uno de sus bienhechores: "Quince días antes de Navidad estuve en Bolonia
siete días en la cama, con dolor de estómago, fríos y calenturas; así
determiné venir a Venecia, donde hace mes y medio que estoy, en gran manera
con mucha mejoría de mi salud, y en compañía y casa de un hombre muy docto y
bueno".
El año de espera en Venecia es un tiempo de calma en la vida de Ignacio.
Hasta su salud mejora. Aunque Venecia no tiene universidad, Ignacio puede
dedicarse al estudio de la teología. Lo hace en privado. En casa del "hombre
muy docto y bueno" halla acogida y descanso. Sin viajes ni preocupaciones
por su sustento, Ignacio se puede dedicar al estudio y la oración. Las
limosnas que le llegan de sus devotas de Barcelona y también desde París, le
dispensan de mendigar. En carta a una dama protectora de París le escribe:
"Me hallo bueno de salud corporal, esperando la cuaresma para dejar los
trabajos literarios y abrazar otros mayores y de mayor calidad".
A Jaime Cassador, que le quiere con él, Ignacio le escribe: "El deseo que
mostráis de verme allá y en predicación pública, el mismo tengo y habita en
mí; no que en mí sienta gloria de hacer lo que otros no pueden, ni llegar
allá donde los otros alcanzan; mas para predicar, como persona menor, las
cosas inteligibles, más fáciles y menores, esperando en Dios nuestro Señor
que, siguiendo las menores, pondrá su gracia para en algo aprovecharnos en
su alabanza y servicio; para lo cual, acabado mi estudio, que será de esta
cuaresma en un año, espero no detenerme en ningún otro lugar de España hasta
que allá nos veamos, según por los dos se desea. Porque me parece, y no
dudo, que más cargo y deuda tengo con esa población de Barcelona que con
ningún otro pueblo de esta vida. Esto se debe entender si fuera de España en
cosas más afrentosas y trabajosas para mí, Dios nuestro Señor no me pusiere;
mas siempre en estado de predicar en pobreza".
En el priorato de la Santísima Trinidad, donde vive el "hombre docto y
bueno", Andrés de Lipomani, hay jardines, quietud y silencio, algo añorado
por Ignacio. En la biblioteca de la casa encuentra también buenos libros de
San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Cipriano, San León Magno y
otros santos Padres. Dios le ha bendicido con el ambiente propicio para que
realice sus deseos.
No es, sin embargo, todo calma y estudio. Ignacio ejerce desde Venecia su
misión por escrito. Son varias las cartas de esa fecha, en las que da
precisas normas sobre el discernimiento de espíritus y sobre la oración. En
ellas se vuelca hacia los demás. Y no sólo con los lejanos; se vuelca hacia
los venecianos, manteniendo conversaciones espirituales. Y, por supuesto,
Ignacio se ocupa en dar Ejercicios Espirituales. No puede prescindir de lo
que considera su principal misión: comunicar a los demás lo que Dios le ha
dado a él.
Y los Ejercicios no son conferencias o clases anodinas. Ignacio lleva a las
personas a encararse con su destino, con Dios y su voluntad, para llevarles
a la gratitud a Dios, traducida en servicio: su mayor gloria y la salvación
de las almas. Ignacio mismo recuerda algunas personas importantes que en
este período practicaron los Ejercicios: el Maestro Pedro Contarini, el
Doctor Gaspar de Doctis, un español llamado Rozas y Diego de Hoces, amigo
éste de Juan Pedro Carafa, que pronto sería cardenal y, unos años más tarde,
Papa con el nombre de Paulo IV. Tan cambiado sale Hoces de los Ejercicios
que, como había ocurrido ya en París, quiere "seguir la vida del peregrino".
Pero Juan Pedro Carafa, hombre ardiente y empeñado en la defensa de la fe,
comienza ya en Venecia la oposición a Ignacio. Después de tantos procesos
superados, Ignacio no logra nunca librarse de sospechas. La oposición de
Carafa es muy profunda y de consecuencias largas. Con ser bastante análogas
las aspiraciones de fondo, Carafa e Ignacio sienten un mutuo rechazo el uno
hacia el otro.
Carafa inculca en Hoces una honda sospecha respecto a la ortodoxia de
Ignacio, y estos recelos se manifiestan públicamente. Aparte las discusiones
cara a cara entre los dos, nos queda una carta de Ignacio al obispo Carafa,
en la que con sencillez "pide que se acoja su exposición con disposición
paralela al amor y voluntad sincera con que la escribe". Pasa luego a
analizar y "censurar" la "orden teatina" fundada por Carafa. Esta franca
censura le traería a Ignacio graves consecuencias cuando Carafa sea nombrado
Cardenal y, finalmente, Papa. La ruptura no se cicatrizó en el alma de
Carafa. A él probablemente se refería Ignacio cuando escribía a Francisco de
Borja que "puede ser que el mismo espíritu divino me mueva a mí por unas
razones y a otros al contrario, por otras".
Por estas fechas Ignacio lleva a término la revisión del libro de los
Ejercicios. De este tiempo es la redacción definitiva del "Principio y
fundamento", donde escribe: "Es menester hacernos indiferentes a todas las
cosas criadas, en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que
enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta,
solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce al fin para que somos
criados: gloria, alabanza de Dios y salvación del alma".
b) La mejor escuela de los Maestros Parisienses
No olvida Ignacio a sus compañeros de París. Por escrito siguen en contacto.
Ellos, tras la partida de Ignacio, siguieron completando sus estudios,
mantuvieron las prácticas de confesión y comunión semanal, ayudándose
mutuamente en todo. En el aniversario del voto de Montmartre renovaron sus
votos y con gozo acogieron a los nuevos compañeros, que llevó al grupo
Fabro, dos de ellos ya sacerdotes. En el mes de octubre obtuvieron el título
de Maestros en Artes Fabro, Simón Rodrigues, Salmerón, Bobadilla, Jay,
Codure y Broet. Laínez y Javier ya lo eran.
Culminados los estudios, Ignacio les avisa que se vengan a Venecia. Ellos
mismos ya habían decidido adelantar la partida, pues los españoles en París
corrían serios peligros, debido a la guerra entre el emperador y el rey de
Francia. Por ello, vestidos con las ropas talares de estudiantes, con hábito
largo, bordón en la mano, cubierta la cabeza con sombreros de ancho vuelo y
saco de cuero al hombro donde llevar los libros de estudio, salterio y
Biblia, y el rosario colgado del cuello, emprendieron el camino a pie hacia
Venecia, pasando por Alemania y Suiza. En Francia hablaban los franceses y
en Alemania los españoles, con lo que superaron todos los tropiezos con las
tropas de ambos ejércitos. Esta repentina desaparición de París parecía una
huida y años más tarde se dirá en Italia que "habían huido de París como
herejes".
Ignorando la lengua y los caminos, más de una vez se perdieron. Atrave-sando
tierras protestantes les tocó sufrir toda clase de penalidades, burlas y
amenazas. Pero los nueve compañeros llegaron a Venecia a principios del año
37. Con alegría indecible por parte de Ignacio y de todos los demás, se
abrazan en Venecia el ocho de enero, dos meses y medio antes de lo previsto.
Ignacio conoce personalmente a los tres nuevos compañeros, que Fabro había
conquistado dándoles los Ejercicios en París. Igualmente Ignacio les
presenta a Hoces.
Hechas las gestiones para embarcarse rumbo a Jerusalén, se enteran de que no
hay nave hasta Pentecostés. Tienen medio año por delante de espera. Los
Maestros parisinos deciden dedicar ese tiempo a cuidar enfermos en los
hospitales venecianos de los Incurables y en el de San Juan y San Pablo.
Hacer camas, lavar ropas, limpiar llagas, vestir y enterrar muertos es la
mejor escuela para curar la vanidad de sus títulos. Francisco Javier siente
repugnancia ante las llagas de un sifilítico y las vence limpiándolas con la
lengua; Rodrigues comparte su cama con un leproso. Los dos por aprensión se
sintieron contagiados, pero en realidad fueron realmente curados.
Tras dos meses en los Hospitales, al llegar la primavera se ponen en marcha
hacia Roma, para obtener los permisos indispensables para ir a Tierra Santa.
En pobreza absoluta, viviendo de limosna, en grupos de tres, con un
sacerdote en cada grupo, mezclando lenguas y naciones, parten todos menos
Ignacio, contentos y entonando salmos por los caminos lluviosos y enlodados.
Duermen en hospitales, pajares y hasta en un establo. Comen en el acto lo
que les dan, sin guardar provisiones. En Loreto se reúnen todos para un
pequeño descanso de dos días, visitando la casa de Nazaret. El domingo de
Ramos, 25 de marzo, llegan a Roma.
Ignacio, "el peregrino", no les acompaña "por causa del Doctor Ortiz y
también del nuevo Cardenal teatino". En Roma está, ya cardenal, Carafa y
también Pedro Ortiz, el doctor que le había denunciado a la Inquisición en
París. La presencia de Ignacio, al frente del grupo, podía levantar
sospechas y dificultar las cosas en Roma. Dios bendijo la prudencia de
Ignacio. Será el mismo Pedro Ortiz, embajador de Carlos V en Roma, quien les
presente al Papa "como maestros parisienses", "que han hecho concebir
grandes esperanzas de saber y virtud". El mismo ruega al Papa que, dado que
desean peregrinar a Jerusalén en suma pobreza, les conceda el permiso
correspondiente. Aficionado como era el Papa a las disputas teológicas, le
dijo al doctor Ortiz:
-Traédmelos mañana mismo a mi presencia y convocad a otros maestros de modo
que, después de la comida, les oigamos discutir alguna tesis teológica.
De este modo, al día siguiente, los nueve compañeros se sientan a la mesa
del Papa. Al final, satisfecho de la discusión teológica, el Papa les abraza
y concede el permiso para la peregrinación. Les da además la autorización
para que, los aún no ordenados, reciban el sacerdocio, y a los ya sacerdotes
le concede que puedan oír confesiones y absolver incluso los pecados
reservados a los obispos. Con estas noticias, que superan sus deseos,
regresan a Venecia a mediados de mayo, alegrando el corazón de Ignacio, como
expresa él mismo en carta a un amigo: "En pobreza, sin dinero, sin favor,
confiando y esperando sólo en Dios, hallaron, y sin trabajo alguno, mucho
más de lo que ellos querían".
Como describe Ribadeneyra: "Los compañeros volvieron a Venecia del mismo
modo que se habían marchado, es decir, a pie y mendigando, porque ellos no
quisieron aprovecharse de la limosna -recibida del Papa y otras personas que
estaban en Roma- ni tomarla en sus manos hasta el tiempo de embarcarse. Y
así con la misma pobreza y desnudez con que habían venido a Roma, se
tornaron, pidiendo por amor de Dios, a Venecia, a donde llegados se
repartieron por los hospitales como antes habían estado".
Ignacio está abierto a la catolicidad de la Iglesia y, para ello, rompe con
todos los nacionalismos. Así sigue la descripción de Ribadeneyra: "Los
compañe-ros tornaron a Venecia distribuidos en tres grupos de forma que
siempre eran de diversas naciones". Esto quiso Ignacio que fuera un
distintivo de la Compañía. Hablando de los orígenes del colegio de Messina,
observa: "Y para darle principio les envió a los PP. Jerónimo Nadal,
español; y a Andrés Frusio, francés; Pedro Canisio, alemán; y Benedicto
Palmio, italiano; y algunos otros, también de diversas naciones. Los cuales
iban con suma unión y concordia". Ribadeneyra canta esta unión y concordia:
"¡Cuán maravillosa es la igualdad que aquí vemos de hombres tan desiguales
en naturaleza, en fortuna e industria y costumbres! ¡Cuan suave armonía hace
la unión y concordia tan entrañable entre sí de naciones tan diversas y
discordes!".
Con el corazón agradecido, en el permiso del Papa para la ordenación ven la
voz de Dios, que les indica su voluntad: había llegado la hora de recibir
las órdenes. En días casi seguidos reciben las órdenes menores, el
subdiaconado, el diaconado y el presbiterado. Todo se llevó a cabo del 10 al
24 de junio en la capilla privada del obispo de Orbe, Vicente Negusanti.
Salmerón, que no ha cumplido aún los 22 años, debió esperar hasta octubre.
El nuncio Veralli, que entonces estaba en Venecia, concede a Ignacio y a los
nuevos ordenados los privilegios que los demás han recibido directamente del
Papa. "Se ordenaron a título de pobreza, haciendo todos votos de castidad y
pobreza". Ordenados a "título de pobreza" renunciaban a todo beneficio
eclesiástico.
Ignacio se siente colmado de gozo y agradecimiento por los dones del Señor:
"Así en Roma como en Venecia, y todo gratis, nos dio el mismo Delegado
pontificio autoridad cumplida para que en todo el dominio de Venecia
pudiésemos predicar, enseñar e interpretar la Escritura, en público y en
privado; asimismo confesar y absolver de casos episcopales, de Arzobispos y
Patriarcas. Menciono todo esto para manifestar nuestra mayor carga y
confusión, que si no nos ayudamos donde Dios tanto nos ayuda, que sin pedir
ni saber parece que todas las cosas y medios por nosotros deseados nos
vienen a las manos. Quiera la Divina Bondad infundir su gracia, para que no
escondamos en la tierra las mercedes y gracias, que siempre nos hace y
esperamos siempre nos hará, si por nosotros no falta. Os ruego que oréis por
nosotros, pues veis cuánta necesidad tenemos, pues quien más recibe, más
deudor se hace".
Dios les colma de bendiciones, aún por encima de sus deseos. Sólo queda en
su corazón uno: la peregrinación a Jerusalén. Pero lo que no había ocurrido
en cuarenta años, ocurrió precisamente en aquel: no pudo zarpar la nave
peregrina. Como dice Ribadeneyra, Dios, "que con infinita sabiduría rige y
gobierna todas las cosas, iba enderezando los pasos de sus peregrinos para
servirse de ellos en cosas más altas de lo que ellos entendían y pensaban. Y
así, con admirable consejo, les cortó el hilo y les atajó el camino, que ya
tenían por hecho, de Jerusalén, y los desvió a otras ocupaciones". Sólo
aquel año no hubo nave de peregrinos. Los venecianos, aliados con el
Emperador Carlos y el Pontífice, han declarado la guerra al turco Solimán.
El mar se ve surcado de navíos de guerra, que impiden toda otra embarcación.
Dios ha hablado claro a los entusiasmados peregrinos. Otros son sus planes.
En vez de rebelarse, deciden prepararse para su primera misa. Si no pueden
seguir las huellas geográficas de Cristo, seguirían sus huellas
espirituales. Deciden apartarse cuarenta días "al desierto" para prepararse
a subir al altar. En grupos de dos, excepto el grupo de Ignacio que es de
tres, se dirigen a diversos lugares apartados dentro de las tierras
venecianas. Ignacio, con Fabro y Laínez, se retira a un ruinoso monasterio
de Vicenza, llamado San Pietro Vivarolo. El monasterio, desamparado y medio
derribado no tiene puertas ni ventanas; el aire sopla por todos lados, lo
mismo que la lluvia; "había quedado así yermo y malparado del tiempo de la
guerra, que no muchos años antes se había hecho en aquella tierra". En él se
recogen, y para no perecer del frío y humedad, buscan un poco de paja y se
preparan la cama para dormir. "Dos de ellos iban siempre a buscar limosna a
la ciudad dos veces al día, y tenían tan poca cosa que casi no se podían
sustentar. Normalmente comían algo de pan cocido, cuando lo tenían; lo cocía
aquel que se quedaba en casa. Así pasaron cuarenta días, no atendiendo a
otra cosa que a la oración".
Ignacio, ya por entonces, ha recibido el "don de lágrimas" y llora con
frecuencia; sus ojos están estropeados y son muy sensibles a la luz y al
aire. En vista de ello, son Fabro y Laínez quienes salen a mendigar a la
ciudad, dejando a Ignacio en casa como cocinero. Un eco de la alegría de
aquellos días le encontramos en la carta que Ignacio escribe a Pedro
Contarini: "Hasta el presente, por la bondad de Dios, siempre hemos estado
bien, experimentando más y más cada día la verdad de aquella palabra: 'Como
quienes nada tienen y todo lo poseen' (2Cor 6,10): todas las cosas, digo,
que el Señor prometió dar por añadidura a cuantos buscan primero el reino de
Dios y su justicia (Mt 6,33). ¿Podrá faltar algo a los que únicamente buscan
el reino de Dios y su justicia? ¿A aquellos, digo, cuya bendición no es el
rocío del cielo y la abundancia de la tierra (Gén 27,28), sino sólo el rocío
del cielo?. Me refiero a aquellos que no están divididos; digo aquellos que
tienen fijos los dos ojos en lo celestial... Cerca de Vicenza, a una milla
de la puerta llamada de Santa Cruz, hemos encontrado una casa monástica, que
tiene por nombre San Pedro de Vivarolo, donde nadie habita... Aquí
permaneceremos algunos meses, si Dios lo permite. Así que no tendríamos
perdón si no fuésemos buenos y perfectos; porque Dios de su parte nunca
falta. Rogad al Señor juntamente con nosotros que nos dé a todos gracia para
cumplir su santa voluntad, que es la santificación de todos".
Pasados los cuarenta días, salen a predicar a las calles. "Fueron a diversas
plazas y el mismo día y a la misma hora empezaron su predicación, gritando
fuerte primero y llamando a la gente con el bonete". Sin apenas saber
italiano, "quien entonces mirara el lenguaje de aquellos Padres, no hallara
en él sino toscas y groseras palabras; que, como todos eran extranjeros y
tan recién llegados a Italia, su lenguaje era como una mezcla de diversas
lenguas. Más estas mismas palabras eran muy llenas de doctrina y espíritu de
Dios; las gentes les escuchaba y pedían confesión". "Estas predicaciones
levantaron mucho ruido en la ciudad y muchas personas se movieron a
devoción. A partir de entonces resolvían sus necesidades corporales con
mayor holgura". Ignacio recuerda aquel tiempo como tiempo de gracia, "con
muchas consolaciones, lo contrario de París; sobre todo cuando empezó a
prepararse para el sacerdocio y para decir misa. Durante todos aquellos
viajes tuvo grandes visitaciones espirituales, como aquellas que había
tenido en Manresa".
Allí, en Vicenza, les llega la noticia de que Simón Rodrigues esta
agonizando en su hospedaje de Bossano. Junto con Fabro, Ignacio se pone en
camino de inmediato, "aunque se encontraba también enfermo y con fiebre. A
pesar de esto, emprendió el viaje, y andaba tan rápido que Fabro, su
compañero, no le podía seguir". Su solicitud por los demás no le permite
pensar en sí. Y con su presencia, Simón recibe tal consuelo que mejoró y a
los pocos días estaba fuera de peligro. Vuelto a Vicenza, Ignacio se
encuentra con las ya consabidas acusaciones y sospechas de alumbrado. Nuevo
proceso y una vez más con sentencia absolutoria y reconocimiento de
ortodoxia por parte de la autoridad eclesiástica. Ignacio, a quien no le
importan otros insultos e injurias, en esto no cede. Para su misión exige
que se le reconozca oficialmente libre de sospechas de herejía.
Estas persecuciones las resume Ignacio en su autobiografía: "En Venecia el
peregrino tuvo otra persecución: muchos decían que su estatua había sido
quemada en España y en París. Este asunto llegó tan adelante que se hizo
proceso y se dio sentencia a favor del peregrino". El doctor Gaspar de
Doctis, en nombre del Legado Pontificio, declara que las acusaciones contra
"el presbítero Ignacio de Loyola" son frívolas, vanas y falsas.
c) Somos la Compañía de Jesús
Aunque con la salud quebrantada por los ayunos y penitencias, todos se
reúnen de nuevo en Vicenza para celebrar sus primeras misas. Lo hacen todos,
excepto Simón, debido a su enfermedad, e Ignacio, que quiere aún esperar. El
tiene aún la esperanza de hacerlo en Jerusalén, según sus deseos. "En
Vicenza estuvieron los diez juntos por algún tiempo. Algunos iban a buscar
limosnas por los alrededores". Desde Vicenza, otra vez, se dispersan de dos
en dos por las universidades de Italia para captar para su forma de vida
nuevos estudiantes, aún a la espera de embarcarse para Tierra Santa, pues no
ha concluido el año que se habían fijado como fecha para sentirse liberados
del voto de la peregrinación. Antes de partir deliberan sobre qué respuesta
dar a quienes les pregunten por su nombre y profesión. Aún no tienen una
identidad. No son ya seglares, tampoco son monjes y, aunque se parecen a los
mendicantes, se diferencian de ellos en muchas cosas. La pregunta tiene su
importancia. Ignacio, como si se tratase de algo obvio, responde: "Somos la
Compañía de Jesús". A todos les pareció bien.
Esparcidos por Italia, se ejercitan en la predicación, edificando con su
vida de pobreza a cuantos se dirigen: "Trabajaban cuanto podían en encaminar
los prójimos al camino de su salvación, tratando de encender en ellos el
amor y santo deseo de las cosas espirituales y divinas. Pedían por amor de
Dios de puerta en puerta. Predicaban en las plazas públicas. Antes del
sermón, llamaban al pueblo a voces y meneando el bonete, para que viniesen a
oír la palabra de Dios. Oían las confesiones de muchos que lo pedían...".
Durante este tiempo, muere el primero de ellos, el último en llegar al
grupo: Diego de Hoces, que estaba con Cordure en Padua. Ignacio lo acepta
como voluntad de Dios. Pero le cuesta más aceptar lo que parece cada día más
clara voluntad de Dios. Va pasando el año y el viaje a Jerusalén no se
logra. Le duele renunciar a su deseo de celebrar la primera misa en la
tierra donde Jesús instituyó la Eucaristía. En sus oraciones encomienda a la
Virgen que interceda ante su Hijo para que le conceda esa gracia.
Pero, "al acabar el año y no encontrar pasaje para Jerusalén, decidieron ir
a Roma; y esta vez también el peregrino, pues aquellos dos de los que dudaba
se habían mostrado benévolos. Fueron a Roma repartidos en grupos". Siempre a
pie, los tres de Vicenza llegan a las afueras de Roma, a un pueblecito
llamado la Storta. Ignacio, buscando luces sobre el futuro, entra en la
capilla solitaria y abandonada. Allí Ignacio vive un momento de gracia
similar al de las orillas del Cardoner. Es curioso o providencial que el
nombre del lugar -Storta- se debe a que allí la Via Cassia hace un recodo,
torciéndose en aquel punto. Era el símbolo geográfico de la vida del
peregrino. Leamos en la Autobiografía lo sucedido: "Había determinado,
después que fuese sacerdote, estar un año sin decir misa, preparándose y
rogando a nuestra Señora le quisiese poner con su Hijo. Y estando un día
haciendo oración en una iglesia, sintió tal mutación en su alma y vio tan
claramente que Dios Padre le ponía con Cristo su Hijo, que no tendría ánimo
para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo".
Allí oye Ignacio las palabras que ha recogido su compañero Laínez: "Ego ero
vobis Romae propitius": "Yo os seré propicio en Roma". Esto, en un primer
momento, desconcierta a Ignacio que piensa que, tal vez, serían crucificados
en Roma. Después "le parecía ver a Cristo cargado con la cruz y junto a él
al Padre eterno que le decía:
-Quiero que Tú tomes a éste por servidor tuyo.
Y Jesús mismo lo tomaba y le decía:
-Quiero que tú me sirvas.
Por esto quiso que la Congregación se llamase la Compañía de Jesús".
El P. Jerónimo Nadal comenta las palabras Yo seré con vosotros como la
expresión clara de que Cristo les ha elegidos como compañeros suyos en su
misión: "Ayuda ejercitarse y considerar y sentir que seguimos a Jesucristo,
que lleva aún su cruz en la Iglesia militante, a quien nos ha dado por
siervos su Padre eterno, para que le sigamos con nuestras cruces, y no
queramos más del mundo que lo que El quiso y tomó, es decir, pobreza,
oprobios, trabajos, dolores, hasta la muerte, ejercitando la misión para la
que Dios a El había mandado al mundo, que era salvar y perfeccionar las
almas, con toda obediencia y perfección de todas las virtudes. Mas es muy
gustosa nuestra cruz, porque tiene ya esplendor y gloria de la victoria de
la muerte, resurrección y ascensión de Jesús".
La experiencia de la Storta queda grabada a fuego en el alma de Ignacio.
Ignacio lo guarda en su corazón como un secreto, sólo revelado a Laínez.
Pero Ignacio sabe que Dios les quiere en Roma. Aunque en Roma ve "ventanas y
puertas cerradas", no duda que es allí donde Dios les quiere, aunque eso
suponga renunciar a Jerusalén y seguramente también dificultades y pruebas.
La visión de la Storta, donde Ignacio sintió aquella unión íntima con
Cristo, fue un signo de la especial protección de Dios y una llamada al
servicio de Cristo. Es una gracia concedida personalmente a Ignacio, pero
supera su persona: "os seré propicio". Marca al mismo tiempo el cambio de
vida. No es en Jerusalén donde encontrarán esta protección, sino en Roma. Al
año siguiente, oyéndoles hablar aún de Jerusalén, el Papa Paulo III,
exclamaría:
-¿Por qué suspiráis tanto por ir a Jerusalén? Buena y verdadera Jerusalén es
Italia, si deseáis hacer fruto en la Iglesia de Dios.
En realidad, el mundo entero es la tierra de Jesús. Cada rincón de la tierra
necesita su palabra y redención. Dios, con su Espíritu y con la palabra del
Papa, marca a Ignacio su voluntad. El ha formado a sus compañeros,
"preparados para todo", a no tener miedo a distancias ni lenguas extrañas.
Disponibles para todo, abiertos al Espíritu, que sopla donde quiere y cuando
quiere, Ignacio se quedará para siempre en Roma, aunque recorrerá el mundo
acompañando con sus cartas y oración a su compañeros, enviados hasta los
confines del mundo.