San Ignacio de Loyola: 11. ROMA, BUENA JERUSALEN ES ITALIA
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Los pobres sacerdotes peregrinos
b) "La más difícil
contradicción de su vida"
c) Bula de fundación de la Compañía
d) Elección del Superior de la Compañía
a) Los pobres sacerdotes peregrinos
Ignacio, con Pedro Fabro y Diego Laínez, entra en Roma el 15 de noviembre de
1537. Quirino Garzoni, a quien habían tratado los compañeros en su anterior
viaje a Roma, les ofrece una pequeña casa de su propiedad, en medio de un
viñedo, en la colina del Pincio, cerca de la iglesia de Trinità dei Monti.
Es la primera casa en Roma. Duermen en el suelo, sobre una estera. Y los
alimentos, que su benefactor les manda, los reparten con otros más pobres.
Resuelto el problema del alojamiento, como don de Dios, enseguida piden una
audiencia al Papa Paulo III, quien les recibe paternalmente. Postrados ante
el Papa, le manifiestan la intención de ponerse a su disposición para lo que
él crea más conveniente para la Iglesia. Complacido de que un grupo de
Maestros parisienses se ofrezca a trabajar sin pedir recompensa alguna, el
Papa les da trabajo inmediatamente. En la Escuela de la Sapiencia Fabro
enseñará Teología positiva y bíblica, y Laínez, Teología Escolástica;
Ignacio, en cambio, se dedicará a dar Ejercicios Espirituales.
Enseguida tiene Ignacio varias personas de la Curia que desean hacer los
Ejercicios. Ignacio, sin olvidar la catequesis a los niños, dedica su tiempo
a seguir personalmente a cada uno de los ejercitantes. Con gozo indecible
dirige al Doctor Ortiz, que antes en París le había denunciado a la
Inquisición. Con él se retira Ignacio cuarenta días al monasterio de san
Benito en Montecasino. Todas las suspicacias de los años de París
desaparecen y Ortiz se transforma en un entusiasta valedor de Ignacio, que
le ha enseñado una "nueva teología que no se aprende para enseñar, sino para
vivir". Lo que le ha convencido no es "el talento o la elegancia en el
hablar" de Ignacio, sino la "fuerza de convicción" de su palabra, "debida al
favor de Dios", dice Ignacio. Con el mismo amor y entrega se dedica a los
pobres. Nunca olvidará Ignacio los Ejercicios dados a Francisco Estrada,
expulsado de la casa del Cardenal Carafa y que terminó en la Compañía.
Importancia singular tendrían también los Ejercicios que hizo el cardenal
Gaspar Contarini, que tanto ayudará después a Ignacio.
Por otra parte, firmada la liga entre los venecianos, el Emperador y el Papa
para defenderse contra los turcos, es impensable ya la peregrinación a
Jerusalén. Ante ello, libres del voto de Montmartre, Ignacio hace venir a
Roma a todos los compañeros, dispersos por las ciudades de Italia, para
deliberar juntos sobre lo que Dios quiere hacer con sus vidas. Esparcidos
por Roma, ayudando al prójimo según las oportunidades, predicando en las
diversas iglesias y dando catequesis a los niños, se fijan como tarea común
el pedir a Dios que les ilumine sobre sus planes acerca ellos. Pronto
empiezan a llamarles los "pobres sacerdotes peregrinos". Tras sus
predicaciones, piden limosna en las calles y plazas.
Ya no caben en la pequeña casa que les cedió Garzoni. A fin del 1538 se
mudan de casa, acomodándose en un inmueble abandonado, en un lugar más
céntrico de la ciudad. Ignacio, deseando celebrar su primera misa en Belén,
ha ido dejando pasar el tiempo. Ahora, viendo imposible su deseo, al llegar
la navidad, se decide a celebrarla en Santa María la Mayor el mismo día de
Navidad, 25 de diciembre, junto a la reliquia del pesebre de Jesús. Así se
lo comunica en carta a su hermano Martín: "El día de Navidad, en la iglesia
de Santa María la Mayor, en la capilla en que se encuentra el pesebre en que
fue puesto el Niño Jesús, con su ayuda y gracia, he celebrado mi primera
misa".
Ignacio no nos ha dejado ningún testimonio de lo que supuso para él esta
primera misa. Pero sí de lo que significó para él la Eucaristía a partir de
aquel día. La misa fue siempre el centro de su vida. En su Diario íntimo,
escrito sólo para él, nos muestra cómo se preparaba a la celebración, cómo
la vivía y los frutos posteriores a ella: antes, durante y después de la
misa es el esquema de la mayor parte de los días en el Diario. Casi siempre
la celebra "con lágrimas en los ojos" y, muchas veces, acompañadas de
"sollozos". La ternura, la gratitud y el amor a Dios le penetra de un modo
singular en la Eucaristía. Los textos litúrgicos, que Ignacio prepara la
víspera antes de irse a dormir, son los inspiradores de su diálogo con Dios.
b) "La más difícil contradicción de su vida"
Al llegar a Roma, Ignacio había dicho a sus dos compañeros que "veía las
ventanas cerradas", queriendo decir que iban a encontrar allí muchas
contradiccio-nes. Por ello, les advirtió:
-Debemos andar con mucha cautela y no tener conversaciones con mujeres, a no
ser que sean ilustres.
Pero no son esos los problemas que esperan a Ignacio en Roma. Allí le espera
"la más difícil contradicción o persecución" de toda su vida. Se trata de
una campaña de rumores y calumnias, con la que se quiere enlodar la
ortodoxia y honestidad de vida de Ignacio y de todo su grupo. En carta a
Isabel Roser le cuenta Ignacio: "El negocio ha sido tal que durante ocho
meses enteros hemos sufrido la más recia contradicción o persecución de
nuestras vidas. No quiero decir que nos hayan vejado en nuestras personas,
ni llamándonos a juicio, ni de otra manera; mas haciendo rumor en el pueblo
y poniendo nombres inauditos, nos hacían ser sospechosos y odiosos a las
gentes, viniendo en mucho escándalo".
Los compañeros de Ignacio han escuchado los sermones del admirado agustino
Mainardi di Saluzzo y no han quedado muy satisfechos de su doctrina, que les
huele a luteranismo encubierto. Se lo comentan a Ignacio. Con caridad
fraterna se lo advierten al mismo predicador, que no les hace caso. Ante la
inutilidad de la corrección fraterna en privado, comienzan a aclarar sus
ideas desde el púlpito. Y entonces surge la persecución. Los admiradores del
agustino comienzan a propalar la calumnia de que Ignacio es un fugitivo
condenado como hereje en España y Francia y que ha iniciado una nueva orden
no aprobada por la Sede apostólica.
La calumnia siempre da fruto. Los niños dejan de asistir a la catequesis. El
cardenal de Trani difunde la idea de que los seguidores de Ignacio son lobos
bajo piel de ovejas. Pero Ignacio, amigo de padecer humillaciones y
oprobios, no consiente la menor duda sobre su fe. Esto no va contra él sino
que entorpece la misión. Como hizo en Venecia y en París, se presenta
personalmente al gobernador Conversini y al cardenal Vincenzo Carafa, legado
del Papa, durante su ausencia por viaje a Niza. Ignacio pide que se convoque
a sus acusadores y se le escuche. Ante esta propuesta los rumores pierden
consistencia. Parece terminado el asunto. Prelados, amigos y sus propios
compañeros dan por aclarada la situación, sin necesidad de sentencia
oficial. Pero Ignacio, contra el parecer de todos, exige que se entable el
proceso hasta alcanzar una sentencia en toda regla. Para ello pide informes
escritos a las autoridades eclesiásticas de Bolonia, Siena y Ferrara, y
cartas del duque de Ercole, que avalan la conducta intachable de sus
compañeros.
Y, ante la resistencia del gobernador a dictar sentencia formal, Ignacio se
dirige al Papa, que se halla en Frascatti, apenas regresado de Niza.
Personalmente expone al Papa la situación, explicando las intenciones de su
Compañía y relatando con todo detalle los procesos y prisiones sufridas en
Alcalá, Salamanca, París y Venecia. Desea más que nadie que se aclare la
verdad. Así lo cuenta él mismo: "Hablé a Su Santidad en su cámara a solas,
al pie de una hora; le narré claramente todas las veces que contra mí habían
hecho proceso; y esto con el fin de que ninguno le pudiese informar más de
lo que yo le he informado". Para predicar con fruto era necesaria una
sentencia, "pues a nosotros era necesario para predicar tener buen olor, no
solamente delante de Dios, sino también ante las gentes, y no ser
sospechosos por nuestra doctrina y costumbres".
Ignacio pide al Papa que él mismo nombre al juez. Si éste les declara
culpables aceptará el castigo y la corrección, pero si somos inocentes se
debe dar una declaración formal. Paulo III ordena que el asunto se resuelva
de inmediato. Por designio de Dios, Señor de las casualidades humanas, se
encuentran en ese momento en Roma quienes ya le han examinado: Figueroa en
Alcalá, el dominico Mateo Ory en París y el vicario general del Legado
Pontificio de Venecia, en dicha ciudad. Con su testimonio y el de los
cardenales Contarini y Ridolfo de Venecia, conocedores directos de la
predicación y vida de Ignacio y sus compañeros, y con los informes llegados
de Venecia, Siena y Ferrara, se dicta, una vez más, la sentencia en la que
se les declara completamente inocentes: "...Que a los dichos venerables
señores Ignacio y sus compañeros les tengan y estimen por tales cuales les
hemos hallado y probado y por católicos sin ningún género de dudas". (Poco
después, en cambio, aconteció la pública apostasía del agustino Mainardi,
que huyó de Italia y abrazó el protestantismo).
"Bien sé -dice Ignacio- que no ha de faltar quien siga difamándonos en
adelante, ni es eso lo que hemos pretendido con esta sentencia. Sólo hemos
querido volver por el honor de la santa doctrina y de un género de vida sin
malicia. Mientras nos traten de indoctos, rudos, que no sabemos hablar, más
aún, de gentes de mala ralea, de charlatanes y tornadizos, con la gracia de
Dios no haremos gran caso de ello; pero no debíamos sufrir que se llamase
falsa la doctrina que predicamos o malo el camino que seguimos. Ninguno de
los dos es nuestro, sino de Cristo y de su Iglesia". Para hacer bien a los
demás es necesario "tener buen olor, no solamente delante de Dios Nuestro
Señor, sino también delante de las gentes, y no ser sospechosos de nuestra
doctrina y costumbres".
Ignacio en este punto nunca cede. Esta es la octava sentencia de ortodoxia
que obtiene. Ignacio escribe al rey de Portugal, Juan III, uno de los
mayores benefactores de la Compañía y le da cuenta personalmente de todos
los procesos sufridos: "A la vuelta de Jerusalén, en Alcalá de Henares,
después de tres procesos por parte de mis superiores, fui encarcelado
durante cuarenta y dos días. En Salamanca, tras otro proceso, no sólo fui
encarcelado, sino encadenado durante veintidós días. En París, donde me
dirigí para proseguir los estudios, sufrí un nuevo proceso. En estos cinco
procesos con dos arrestos nunca, por gracia de Dios, quise tener otro
defensor, procurador o abogado mas que Dios, en quien he puesto toda mi
esperanza presente y futura. Siete años después del proceso de París, me
hicieron otro más en la misma Universidad, otro en Venecia y el último en
Roma contra toda la Compañía... En todos estos ocho procesos, por sola
gracia y misericordia divina, nunca he sido condenado... La razón de tantas
investigaciones sobre mi persona nunca ha sido por motivos de cisma,
luteranismo o iluminismo, con quienes nunca he tenido contacto, pues ni
siquiera les he conocido. El motivo era que, no habiendo hecho estudios, se
extrañaban de que hablase y conversase de cosas espirituales... No me
lamento de cuanto me ha sucedido. Mi deseo, al presente, es que me
acontezcan aún más cosas en el futuro para mayor gloria de Dios... Pues
cuanto más deseemos revestirnos de Cristo, sufriendo oprobios, falsos
testimonios y toda clase de injurias, más nos acercaremos a Dios, ganando
riquezas espirituales, de las que nuestra alma, si vivimos en el Espíritu,
desea ser totalmente adornada...".
c) Bula de fundación de la Compañía
El apoyo papal a Ignacio y a la Compañía es patente. Se manifiesta de modo
evidente al mandar, por medio de su gobernador, que los niños de los trece
barrios de Roma sean instruidos por aquellos sacerdotes forasteros que se
agrupan en torno a Ignacio. Pero, ¿cómo pueden atender los diez compañeros a
tantas necesidades? Ignacio empieza a pensar en organizarse y en la
necesidad de ganar nuevos compañeros y formar una asociación estable y
duradera. Con el corazón agradecido por la sentencia absolutoria y por la
confianza que el Papa deposita en ellos, deciden ir a postrarse ante su
Santidad, ofreciéndose para lo que el crea necesario en el servicio de la
Iglesia.
Simultáneamente empiezan a llegar peticiones de obispos y gobernadores
pidiendo dos o más compañeros para trabajar en sus lugares. La dispersión de
la compañía es inminente y aún no es Compañía. Necesitan reforzar sus
vínculos. El Papa les puede enviar a los turcos, a los indios, a los
herejes, a fieles e infieles. Todos sienten en su interior que Dios les ha
unido, vinculándoles con quien les "había engendrado en Cristo", como dice
Fabro. Es claro que no se debe disgregar lo que Dios ha unido. ¿Fundarán una
nueva orden religiosa? Ignacio invita a todos a orar con más fervor y a
esperar que Dios les marque su camino. Con ayunos y oración comienzan a
encomendarse a Dios para que les ilumine y marque su voluntad. Tres meses
dura su deliberación. Durante el día predican cada uno en su parcela y por
la noche se reúnen para comunicarse las luces que Dios les ha ido dando. Así
llegan a la convicción de que deben formalizar jurídicamente su asociación y
que deben admitir nuevos compañeros que aseguren la continuidad de la obra.
Con relación a los votos de pobreza y castidad no hay problema. Ya los
viven. La cuestión más discutida es el voto de obediencia, que supone la
elección de un superior. Ignacio no desea ser cabeza de la naciente
Compañía. Propone que, dado que todos han hecho los Ejercicios, apliquen el
método de los Ejercicios para hacer una buena elección. Durante el día
prosigue cada uno sus actividades y por la noche se reúnen a deliberar sobre
"su vocación y forma de vida". Discuten los pros y los contras, lo
encomiendan a Dios y, al fin, llegan a la conclusión de que lo mejor es
prestar obediencia a uno de ellos. Es la conclusión que ven como voluntad de
Dios, pues va acompañada de paz y alegría interiores, fruto del Espíritu
Santo. Es lo que Ignacio había escrito en los Ejercicios: "Es propio del
buen Espíritu dar ánimo y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiración y
quietud".
En ese preciso momento, el Papa, que ha recibido varias peticiones, les
solicita que acudan a diversas partes de Italia, donde se requiere su
presencia. Todos acuerdan que Ignacio permanezca en Roma y se ocupe de la
redacción de la Fórmula de la Compañía, con las líneas fundamentales del
nuevo Instituto. Y, escrito el primer esbozo de Constituciones, en cinco
capítulos, se lo presenta al Papa, que, apenas termina su lectura, exclama:
"Bendecimos, alabamos y aprobamos. El dedo de Dios está aquí". Es el 13 de
septiembre de 1539. La Compañía es aprobada viva voce. Ahora queda pendiente
la aprobación formal por escrito, que aún tardará un año en llegar. El
cardenal Bartolomé Guidoccioni, ante el continuo multiplicarse de órdenes
religiosas, necesitadas todas de reforma, a veces incluso enfrentadas entre
sí, cree que no es conveniente aprobar ninguna orden nueva. Más aún, es
partidario de reducir las existentes a cuatro: dominicos, franciscanos,
cistercienses y benedictinos. Y ¡él es el encargado por el Papa de estudiar
la Forma de vida de la Compañía para su aprobación!
Ignacio no se turba ante el nuevo obstáculo. Se encomienda a Dios y promete
celebrar tres mil misas por esta intención y, luego, mueve todas las
posibles influencias humanas. Cardenales, obispos de distintas regiones, los
reyes de Portugal, de Francia y de España piden al Papa la aprobación de la
Compañía. El Cardenal Guidiccioni va cediendo en su oposición y termina por
buscar una salida: se aprueba la Compañía, pero los profesos no pasarán de
sesenta, mientras el tiempo no muestre otra cosa. Así, el 27 de septiembre
de 1540, el Papa Paulo III firma la Bula de fundación de la Compañía:
"Quienquiera que en nuestra Compañía, que deseamos marcada con el nombre de
Jesús, quiera servir a Dios bajo la bandera de la cruz y servir al único
Señor y a su Vicario en la tierra, hecho el voto solemne de perpetua
castidad, tenga fijo en su ánimo que forma parte de una Compañía instituida
principalmente para el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana
y para la propagación de la fe con el ministerio de la palabra, con los
Ejercicios Espirituales, con las obras de caridad, y expresamente con las
enseñanzas de las verdades cristianas a los niños y a los rudos. Indústriese
cada uno en tener siempre ante los ojos en primer lugar a Dios y luego el
modo y la forma de este instituto, que es un camino para llegar a él".
La Bula pontificia está firmada. Como el grupo fundador ya está en su
mayoría disperso, Ignacio llama a Roma a los seis que quedan en Italia. Los
seis se reúnen el 4 de marzo y celebran, dando gracias a Dios, la aprobación
de la Compañía. Ahora se trata de redactar las Constituciones. Acuerdan
encomendarlo a Ignacio y a Cordure, mientras los demás vuelven a sus tareas
de evangelización. Una primera redacción de las Constituciones está lista en
el mismo año de 1541. Pero su redacción definitiva ocupará a Ignacio el
resto de sus días.
d) Elección del Superior de la Compañía
Queda aún una cuestión urgente y aparentemente fácil: designar el Superior
de la Compañía. Como escribe Polanco: "Hasta aquí había manejado Ignacio el
timón de la navecilla, más bien como padre que a todos había engendrado en
el espíritu y como amigo que había ganado con prudencia y caridad su
confianza plena, que como Superior dotado de poderes legítimos para
gobernarlos". Tras días de oración y reflexión, el 5 de abril se reúnen
Ignacio, Laínez, Salmerón, Broet, Codure y Jayo para depositar sus votos, a
los que se añaden los depositados o enviados por Javier, Fabro y Rodrigues.
Esperan otros tres días para abrir la urna. La elección recae por unanimidad
sobre Ignacio. Sólo él se ha excluido a sí mismo, dando su voto a quien más
votos obtuviese. En las papeletas del voto, algunos explican por qué eligen
a Ignacio. Salmerón da la siguiente motivación: "El nos engendró en Cristo
y, ahora que ya somos crecidos, nos da el más sólido sustento de la
obediencia". Jayo dice que elige a Ignacio como "a quien tuvimos tantos años
por padre". Javier escribe: "El fue quien, después de no pocos trabajos, nos
congregó a todos".
Todos quedan satisfechos con la elección, menos Ignacio. El nos dice,
exponiendo "lo que su alma sentía, que hallaba en sí más voluntad y querer
para ser gobernado que para gobernar, que no se hallaba con suficiencia para
regirse a sí mismo, cuanto menos para regir a otros; atendiendo a lo cual y
a sus muchos pecados, faltas y miserias, él declaraba no aceptar tal asunto,
ni lo tomaría jamás si él no conociese más claridad en la cosa, de lo que
entonces conocía". Ruega, por tanto, a sus compañeros que deliberen otros
tres días "para hallar quien mejor y a mayor utilidad de todos pudiese tomar
el cargo". Ellos aceptan, pero en la nueva elección no cambia en nada el
resultado. "Finalmente Ignacio, mirando a una parte y mirando a otra, según
que mayor servicio de Dios podía sentir", decide ponerlo todo en manos de su
confesor, fray Teodosio de Lodi, a quien confiesa todos sus pecados "desde
el día que supo pecar hasta la hora presente"; le manifiesta también todas
sus enfermedades y miserias corporales, para qué decida si debe aceptar o
no, dispuesto a obedecer a lo que él le mande.
Durante tres días se ha retirado Ignacio a San Pedro in Montecitorio para
confesarse. El día de Pascua le comunica fray Teodosio su resolución: "no
aceptar era resistirse al Espíritu Santo". Ignacio aún pide a su consejero
que lo piense mejor ante el Señor y que envíe su respuesta, en cédula
cerrada, a la Compañía. A los tres días fray Teodosio envía su resolución y
es leída en público. La respuesta era que "Ignacio tomase el asunto y
régimen de la Compañía". Ignacio, crucificando su mente y corazón, acepta.
Pocos días después, los compañeros visitan las basílicas romanas. En San
Pablo se confiesan entre sí e Ignacio celebra la misa. Antes de comulgar
hace su profesión conforme a la Bula de Paulo III:
"Yo, Ignacio de Loyola, prometo a Dios todopoderoso y al Sumo Pontífice, su
Vicario en la tierra, delante de la Santísima Virgen y Madre y de toda la
corte celestial, y en presencia de la Compañía, perpetua pobreza, castidad y
obediencia, según la forma de vivir que se contiene en la bula de la
Compañía de nuestro Señor Jesús y en las Constituciones. Prometo, además,
especial obediencia al Sumo Pontífice respecto a las misiones indicadas en
la bula. Prometo también cuidar que los niños sean instruidos en los
rudimentos de la doctrina cristiana".
Después hacen lo mismo los demás ante Ignacio. Acabada la misa, ante el
altar, se abrazan, dándose el beso de la paz. Con devoción y lágrimas
terminan la celebración de su profesión. "Después se hizo grande y continua
paz a gloria de nuestro Señor Jesucristo", concluye Ignacio su narración
"Forma de la Compañía y oblación".
Roma no era la meta de Ignacio, pero sí la que Dios había previsto para él.
Llegó a ella sin pensar en fundar una orden y se encuentra siendo el
Prepósito general de ella. El, que ama la pobreza, con la confianza puesta
sólo en Dios, peregrino sin más techo que los hospitales, se ve forzado a
una vida inmóvil y sedentaria. La conversión iniciada en Loyola le ha
llevado a la negación absoluta de sí mismo para "la mayor gloria de Dios".
Dios le quiere en el centro de la cristiandad, donde llegan los latidos de
toda la Iglesia. Roma es el centro desde donde se moverá por todo el mundo.
El, personalmente, queda enraízado en Roma. Su peregrinación ha concluido.
Pero desde Roma, unidos a Roma, recorren el mundo sus compañeros, con
quienes va su alma y sus cartas. Con Francisco Javier, Diego Laínez, Pedro
Fabro, Alfonso Salmerón..., Ignacio recorre la India, Europa, Brasil,
Japón... Desde Roma Ignacio abarca toda la extensión del mundo.
Pero Ignacio, llamado por Dios a dirigir, como Prepósito general, la
Compañía, no pierde su espíritu de humildad. En Roma se pone a servir como
ayudante del cocinero de la casa. Y, cuando se vea obligado a renunciar a
este servicio, se lo encomendará a sus más cercanos colaboradores, aunque
sean ilustres doctores. En las Constituciones escribe: "Se requiere en las
pruebas de humildad y abnegación de sí mismo, hacer oficios bajos y humildes
(como la cocina, limpiar la casa y todos los demás servicios), tomando más
prontamente aquellos en los que hallare mayor repugnancia. Y cuando alguno
entrare a hacer la cocina o a ayudar al que la hace, ha de obedecer con
mucha humildad al mismo Cocinero en todas las cosas de su oficio. Porque la
verdadera obediencia no mira a quién se hace, sino por quién se hace; y si
se hace por solo nuestro Señor, al mismo Señor de todos se obedece. De donde
ninguna cosa se debe mirar si es Cocinero de la casa o Superior de ella,
pues ni a ellos ni por ellos se hace obediencia alguna, sino solo a Dios y
por solo Dios nuestro Señor". Se trata de "acostumbrarse a no mirar quien es
la persona a quien se obedece, sino a Aquel por quien y a quien todos
obedecen, que es Cristo nuestro Señor".
Ignacio quiere que sus hijos se distingan por la obediencia, "hija de la
humildad", lo mismo que en otras órdenes religiosas se distinguen por otra
virtud. Imposible recoger los escritos, observaciones y recomendaciones en
las cartas y en las Constituciones, sobre la obediencia. Baste una cita más
de la llamada "carta de la obediencia", dirigida en 1553 a los Padres y
Hermanos de Portugal: "La obediencia es un holocausto, en el cual el hombre
entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de caridad a su Señor
por manos de sus ministros; y, pues es una resignación entera de sí mismo,
por la cual se desposee de sí todo, para ser poseído y gobernado por la
divina Providencia por medio del Superior, no se puede decir que la
obediencia comprende solamente la ejecución para efectuar y la voluntad para
contentarse, sino también el juicio para sentir lo que el Superior ordena".
En la quietud de Roma, con su salud quebrantada, Ignacio sigue su itinerario
interior: "siempre creciendo en devoción, es decir, en facilidad de hallar a
Dios; y ahora más que en toda su vida. Y siempre y a cualquier hora que
quería hallar a Dios lo hallaba". Le quedan quince años de vida que
entregará a la Iglesia, abierto a su catolicidad y vigilante a la voz
interior del Espíritu. Pasea por la celda o el huerto, deteniéndose a
contemplar las estrellas y bendiciendo a Dios, cuyos caminos se elevan sobre
los caminos de los hombres como el cielo sobre la tierra.