San Ignacio de Loyola: 13. EL CIELO, META DE LA PEREGRINACION
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Soy todo impedimento
b) Ley interior de la caridad
c) Lo que dé mayor placer a Dios
d) A Jerusalén con la cruz
e) Final de la peregrinación: cara a cara con Dios
a) Soy todo impedimento
Ignacio viste sotana simple y se defiende del frío con un abrigo. Cuando
sale de casa lleva manteo y un sombrero de anchas alas con cintas que anuda
bajo la barbilla. En casa se ayuda a caminar con un bastón de caña. Sus ojos
penetrantes están ahora apagados por el trabajo, la vejez y las lágrimas.
Los Evangelios y el Kempis son sus libros de cabecera. Habla poco, sin
adjetivos ni superlativos, pero con fuerza, con palabras pensadas, que
edifican siempre. Escucha con todo su ser, hace hablar al otro y, luego,
responde breve y decidido. Es maestro, no de oratoria, pero sí de diálogo y
comunicación íntima, directa, que deja una huella indeleble en sus oyentes.
Es el instrumento que Dios ha elegido para llevar adelante su obra, aunque
se siente siervo inútil. El es bien consciente de ello. Así se lo dice en
una carta a Francisco de Borja: "Yo para mí me persuado que, antes y
después, soy todo impedimento; y de esto siento mayor contento y gozo
espiritual en el Señor nuestro, por no poderme atribuir cosa alguna que
buena parezca. Y esto sucede no sólo antes de recibir gracias, dones y
gustos del Espíritu Santo, sino también después de haberlos recibido y
cuando el alma, visitada y consolada, liberada de toda oscuridad y adornada
de tantos bienes espirituales que se siente enamorada de las cosas
eternas...".
Con todo él se pone enteramente en las manos de Dios para lo que El desee.
En su oración, como aparece en el Diario, Ignacio busca la iluminación de
Dios para resolver cualquier problema, pero Dios, antes de aclararle el
problema, le conduce por sus caminos a algo más importante: a someterse
radicalmente a El. Así Ignacio, que busca la consolación de Dios, termina
buscando sólo a Dios. En su vida ha repetido muchas veces la oración escrita
en los Ejercicios:
"Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y
toda mi voluntad, todo mi saber y mi poseer; Vos me lo distes, a Vos, Señor,
lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro
amor y gracia, que ésta me basta".
Cuando Cámara preguntó al Peregrino sobre los Ejercicios, queriendo saber
cómo los había compuesto, él le contestó "que los Ejercicios no los había
escrito todos de una vez, sino que, algunas cosas, que observaba en su alma
y las encontraba útiles, le parecía que también podrían ser útiles a otros,
y así las ponía por escrito... En particular, las elecciones me dijo que las
había sacado de aquella variedad de espíritu y pensamientos que había
experimentado en Loyola, cuando todavía estaba mal de la pierna".
Ignacio, guiado por Dios, se ha convertido en guía para los demás. El
camino, que Dios le ha marcado a él, gratuitamente lo ofrece él en los
Ejercicios. La larga convalecencia de Loyola y la detallada confesión de
Monserrat son la toma de conciencia del propio pecado y de la misericordia
de Dios. Es el núcleo central de la primera semana de los Ejercicios. La
vela nocturna de Monserrat, en la vigilia de la Anunciación y de la
Encarnación del Verbo, junto con la ilustración del Cardoner, donde se le
abren los ojos, despertándole el deseo de dedicar su vida a la salvación de
los demás, se traducen en la segunda semana en la contemplación de la
Encarnación y la meditación de las "dos banderas", para decidirse a militar
en el Reino de Dios... Toda la peregrinación de Ignacio ha quedado plasmada
en los Ejercicios, su primera biografía. Como reconoció el Papa Paulo III,
en su aprobación, "los Ejercicios están extraídos de las experiencias de su
vida espiritual".
El libro de los Ejercicios, sin pretensiones literarias, más para ser vivido
que leído, es la herencia fundamental que deja Ignacio: "Lo mejor que yo en
esta vida puedo pensar, sentir y entender, así para el hombre poderse
aprovechar a sí mismo como para poder fructificar y aprovechar a otros
muchos". Los Ejercicios, antes que libro, ha sido una experiencia personal,
un don recibido y luego transmitido. Ignacio ha sido el primer ejercitante.
En Loyola, cuando herido se "paraba a pensar", tuvo los primeros ejercicios.
Luego en Manresa vivió y escribió el primer núcleo. En Alcalá comenzó a
proponérselos a otros. En Salamanca entrega el libro para ser examinado por
la Inquisición. En París lo retoca y completa, comenzando a hacerse copias
de él para uso de los primeros compañeros, ganados para la Compañía por su
experiencia de los Ejercicios. Superando sospechas y ataques, los Ejercicios
son amparados por la aprobación del Papa. Al fin los Ejercicios quedan
perfilados como un mes de meditación y ejercicios para vencerse a sí mismo y
enderezar la propia vida en el seguimiento de Cristo, conformando la propia
persona según el Señor, hasta identificar con él sentimientos, pensamientos
y acciones. "Dejarse abrazar por el amor de Dios" para convertir toda la
vida "en amor y servicio" es la síntesis de los Ejercicios. Ignacio se
propone llevar de la mano, hora por hora y día por día, al alma ciega a la
luz, al alma fría al fuego. Pero tomar los Ejercicios como libro de lectura
es cometer el error de querer conocer la belleza de un hombre a través de la
contemplación de su esqueleto. Un mapa de un país es fiel a la geografía,
pero si no se recorre, no se descubren sus riquezas y bellezas.
b) Ley interior de la caridad
Ignacio, con Juan Codure, está también dedicado a escribir las
Constitu-ciones, que les ha encomendado el Papa Paulo III. Ignacio procede
con lentitud. Primero es la vida y el espíritu. Luego, cribando las
experiencias, en oración y reflexión, van surgiendo los estatutos y
directrices. El observa, deja que la historia aclare las cosas, prueba y
experimenta, abierto a la acción del Espíritu siempre imprevisible. La vida
va marcando caminos impensados. "Aunque la suma Sapiencia y Bondad de Dios
es la que ha de conservar, regir y llevar adelante en su santo servicio esta
mínima Compañía de Jesús, como se dignó comenzarla, y de nuestra parte, más
que ninguna constitución exterior, la ley interior de la caridad y amor, que
el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones, ha de ayudar a ello;
todavía, porque la suave Providencia divina pide cooperación de sus
criaturas, y porque así lo ordenó el vicario de Cristo, tenemos por
necesario se escriban Constituciones, que ayuden para mejor proceder en la
vía comenzada del divino servicio". Con estas convicciones Ignacio avanza en
las Constituciones sin pausa, pero sin prisa. Muerto Codure, le ayuda en la
tarea Polanco, el fiel y discreto secretario.
Sentado ante una pequeña mesa, en el huerto de casa, va escribiendo
reposadamente, mirando hacia su interior y hacia lo alto, escuchando la voz
interior del Espíritu e implorado la gracia de Dios. Por encima de las
innumerables normas, él quiere hacer brillar "la interior ley de caridad y
amor que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones". De sus
compañeros sólo desea y espera que dediquen su vida Ad maiorem Dei gloriam.
Servir a Cristo, servir a la Iglesia, amar a los hombres "para la mayor
gloria de Dios".
Ignacio se dedica con solicitud a escribir las Constituciones. En ellas va
volcando en normas el espíritu de los Ejercicios. Así la semilla de los
Ejercicios se hace fruto en las Constituciones. La fuerza de sus normas está
en la savia de vida extraída de los Ejercicios. Pero, mientras los
Ejercicios han ido brotando del espíritu de Ignacio de una forma espontánea,
como reflejo vital de su experiencia de fe, las Constituciones le exigen,
junto con la oración, horas de estudio, meditación, consultas y trabajo de
confrontación con otras reglas... Pero, en el fondo, como dice el P. Palma:
"Las Constituciones se trasladaron del espíritu que Dios escribió en los
corazones de nuestros primeros Padres, y éste se le comunicó el mismo Señor
por medio de los Ejercicios". El núcleo de los Ejercicios se hace espina
dorsal de las Constituciones. Todo en ellas está dirigido a buscar "el mayor
provecho de las almas y la gloria de Dios".
Ignacio testifica que no ha escrito en sus Constituciones nada que antes no
haya sentido en su interior aprobado por Dios, con quien lo consulta en la
misa, en la oración y reflexión. Hay puntos que le llevan muchos días hasta
que Dios le muestra su voluntad sin lugar a dudas. Ignacio hace su primera
larga oración en la cama, antes del alba. Es la que denomina la "oración
sólita" en el Diario. Después de vestirse, aún en la habitación, hace la
"oración preparatoria" para la celebración de la Eucaristía. Y, ya en la
capilla, prosigue esta oración mientras prepara el altar y se pone los
ornamentos. Preparar el altar le recuerda los preparativos de la cueva de
Belén, a los que él quiere ayudar "como esclavito pobre e indigno", como
dice en los Ejercicios. Cada noche elige la misa que celebrará al día
siguiente: de María como intercesora; de Cristo, que le presente al Padre;
del Espíritu Santo, para que le ilumine en la voluntad divina; o de la
Santísima Trinidad, en agradecimiento por sus luces y dones. La devoción y
las lágrimas le dejan a veces sin habla durante la celebración,
prolongándose después durante el día. Como ejemplo basta leer lo que escribe
en el Diario el 8 de febrero de 1544: "Después de la misa he pasado en las
elecciones (está redactando las Constituciones) una hora y media o más, con
devoción y no sin lágrimas, y he presentado al Padre lo que me parecía más
conveniente por razones y también por mayor inclinación de la voluntad, a
saber, no tener renta alguna. Como quería presentarlo al Padre por medio de
los ruegos de la Madre y del Hijo, primero se dirigió a ella mi oración,
para que me ayudase ante el Hijo, y ante el Padre; después rogué al Hijo que
me ayudase ante el Padre, en compañía de su Madre. En esto sentí en mí que
iba o me conducían delante del Padre. Se me erizaron los cabellos mientras
avanzaba y una emoción, como un ardor notabilísimo, recorrió todo mi cuerpo.
A consecuencia de todo esto brotaron las lágrimas, con una devoción
intensísima".
En los Ejercicios Ignacio sugiere la manera de hablar o dialogar con Dios:
"El coloquio se hace propiamente hablando así como un amigo habla con otro o
un siervo a su Señor, cuando pidiendo alguna gracia, cuando culpándose por
algún mal hecho, cuando comunicando sus cosas y queriendo consejo de ellas".
Es lo que él hace a diario, mientras redacta las Constituciones: ora, ofrece
y espera que Dios reciba y confirme la elección: "Hice oración a nuestra
Señora, después al Hijo y al Padre para que me diese su Espíritu para
discurrir y para discernir". Es un proceso lento, en el que habla
directamente con Dios hasta que percibe la aceptación y confirmación de la
Santísima Trinidad respecto a la oblación hecha. "Entonces me vinieron otras
inteligencias, a saber, cómo primero el Hijo envió a los apóstoles a
predicar en pobreza y, luego, el Espíritu Santo los confirmó en su misión,
dándoles su espíritu y el don de lenguas. Y, dado que el Padre y el Hijo
envían el Espíritu Santo, las tres Personas confirmaron dicha misión en
pobreza". Ignacio busca en la oración esta misma confirmación. Al estar en
una disposición de abandono, "el buen ángel toca a la tal alma dulce, leve y
suavemente, como la gota de agua que entra en una esponja; entra como en
casa propia a puerta abierta". No puede equivocarse Ignacio, pues "el mal
espíritu toca agudamente y con ruido e inquietud, como cuando la gota de
agua cae sobre la piedra".
c) Lo que dé mayor placer a Dios
Ignacio busca en la oración la iluminación de Dios. Sólo desea descubrir "lo
que dé mayor placer a Dios". Ponerse en elección de algo significa para
Ignacio "pedir a Dios nuestro Señor quiera mover mi voluntad y poner en mi
alma lo que yo debo hacer acerca de lo propuesto, que más su alabanza y
gloria sea". Cuando Dios le inspira, "siente" vivencialmente el querer de
Dios. Así se aproxima Ignacio a los sentimientos de Jesús en Getsemaní,
cuando grita al Padre "pase de mí este cáliz", pero se adhiere amorosamente
a la voluntad del Padre, añadiendo "no se haga mi voluntad, sino la tuya"
(Lc 22,42). Pero, una vez que Ignacio acepta el querer de Dios, Dios no se
deja vencer en amor y le lleva a desear y gozar haciendo coincidir su querer
con el de Dios. Entonces puede afirmar que "el amor que me mueve desciende
de arriba, del amor de Dios". Ignacio, con este don de Dios, pasa de la
aceptación del "placer" de Dios a experimentar el placer de su alma en el
conformarse con la "voluntad" de Dios, "¡que me ama más que yo a mí mismo!".
Hecha la primera redacción de las Constituciones, Ignacio convoca a Roma a
los profesos. Con ocasión de esta visita a Roma de los padres profesos, para
revisar las Constituciones, Ignacio les entrega un documento firmado y
sellado por el que renuncia al generalato. La Compañía está fundada, los
Ejercicios aprobados, las Constituciones sustancialmente redactadas, su
salud cada vez peor, su edad al filo de los sesenta..., todo le lleva a
Ignacio a pensar que ha terminado su misión. El desea retirarse al cuidado
de su alma, enseñando a los niños, dirigiendo los Ejercicios a quien se lo
solicite, dejando en manos de otros el gobierno de la Compañía. Con el alma
en la mano, ha escrito: "Mirando interior-mente y sin pasión alguna, por los
mis muchos pecados, muchas imperfecciones y muchas enfermedades, tanto
interiores como exteriores, he venido a juzgar que realmente yo no tengo las
partes convenientes para tener este cargo de la Compañía que al presente
tengo por imposición de ella. Yo deseo en el Señor que mucho se mire y se
elija otro que mejor, o no tan mal, haga el oficio que yo tengo de gobernar
la Compañía. Yo depongo y renuncio simplemente y absolutamente al tal cargo,
pidiendo en el Señor a los profesos quieran aceptar esta mi obligación así
justificada en su divina Majestad".
Pero ninguno escucha esta voz sincera de Ignacio y, por ello, seguirá de
General de la Compañía hasta el día de su muerte. Ignacio no ha caído en la
vanidad de creerse indispensable para llevar adelante el gobierno de la
Compañía. La "mínima Compañía", ahora extendida por todo el mundo, ha nacido
y crecido como obra de Dios. El sabrá llevarla adelante también sin él. Más
bien, lo que le parece un milagro es que un anciano como él, con la salud
resquebrajada, pueda desde Roma atender a tantas partes, resolver tantos
problemas y dirigir aquel ejército inmenso de mensajeros dispersos por todos
los confines de la tierra. Sólo su confianza en Dios le permite vivir en
paz. Por ello, al ver que se acerca su final, aprobados los Ejercicios y
asentada la Orden, en la que Dios le concede ver florecer santos y doctores
de una virtud y ciencia para él jamás imaginada, no duda que Dios puede
llevar adelante sin él su obra.
Mientras camina por la ciudad, mientras se prepara y viste para celebrar o
se sienta a la mesa, mientras espera en casa del cardenal de Cupis, cuando
confiesa durante largas horas hasta olvidarse de comer o cuando se ocupa del
servicio espiritual y material de sus pupilas de Santa Marta..., Ignacio
vive sus experiencias interiores más profundas y continuas. En el ajetreo de
su vida gusta la familiaridad con Cristo y con su madre la Virgen María. En
su Diario ha roto su pudor, revelándonos algo de su experiencia inefable de
Dios. En él recoge una serie de anotaciones privadas de su intimidad con
Dios; cada día escribe las luces y confirmaciones que Dios le da de su
voluntad. En su Diario quiere dejar para sí mismo el recuerdo agradecido del
discernimiento logrado en diálogo orante y eucarístico con Dios. En él habla
de "abundancia de devoción, lágrimas interiores y exteriores", de la
"claridad calurosa" y de "muchas inteligencias notables, sabrosas y muy
espirituales" de "la santísima Trinidad, ilustrándose el entendi-miento con
ellas tanto que parecía que con buen estudiar no supiera tanto", como habla
de la "crecida fiducia en nuestra Señora", hasta sentir "calor y amor
intenso".
El increíble don de lágrimas -175 veces habla de ellas en las pocas páginas
que quedan del Diario- llega a enfermar sus ojos de modo que el médico tiene
que prohibirle llorar. A pesar de la sobriedad de Ignacio en el uso de
palabras de amor, en el Diario, que no dejó leer por pudor ni al curioso
González de Cámara, se le sorprende derramando su intimidad henchida de amor
a Dios: "Me puse a razonar con la divina Majestad, lo cual me cubrió de
lágrimas, de sollozos y de un amor tan intenso, que me pareció que me unía
en demasía a su amor tan lúcido y dulce...". En el mar de lágrimas, que
llena gran parte del Diario, flota la intimidad de Ignacio, que termina por
"no tomar placer sino en el mismo Señor", en "estar en el Señor". El Señor
le ha concedido la petición del último coloquio de los Ejercicios: "Dadme
vuestro amor y gracia, que esto me basta".
d) A Jerusalén con la cruz
Así, en la paz y silencio de Roma, Ignacio, discípulo de Cristo, en los
últimos años de su vida, sube a Jerusalén cargando su cruz. En medio de sus
ocupaciones y preocupaciones, cartas y deudas, Ignacio experimenta "la
miseria de la triste vida", como se desahoga con Javier por carta.
Sinsabores y problemas se agolpan en sus últimos días. Sufre con la
oposición de algunas familias poderosas, cuyos hijos han entrado en la
Compañía sin el consentimiento de sus padres. Le duelen las suspicacias y
celos suscitados por los centros de estudio que van surgiendo por todas
partes. La gratuidad de la enseñanza molesta a los demás colegios. Le hacen
sufrir las deudas contraídas para sustentar el Colegio Romano y el Colegio
Germánico.
Le apena, hiriendo hondamente su corazón, la conducta indisciplinada de
Simón Rodrigues, frustrado misionero de las Indias y ahora al frente de la
primera Provincia de la Compañía, la de Portugal, "uno de los primeros que
Dios Nuestro Señor se dignó ayuntarnos en esta Compañía... y a quien siempre
he tenido especial amor en el Señor nuestro".
La enfermedad, ya crónica, se agrava hasta el punto de que Polanco, su
secretario, escribe a todos pidiendo oraciones por su salud. Los que viven
con él le consideran cercano a la muerte. El P. Nadal insiste con Ignacio,
para moverle a "exponer el modo como Dios le había dirigido desde el
principio de su conversión", "pues temía fuera llamado de entre nosotros a
mejor vida". Ignacio mismo ve a las puertas su paso al Padre. Como cuenta
Cámara en el prólogo de la Autobiografía, comenzada en 1553: "El Padre
estaba muy malo, y nunca acostumbrado a prometerse un día de vida, antes
bien, cuando alguno dice: -Yo haré esto de aquí a quince días, o de aquí a
ocho días-, el Padre siempre, como espantado, dice: -¡Cómo!, ¿y tanto
pensáis vivir?". A Francisco de Borja, el 20 de agosto de 1554, le escribe:
"Sabed, carísimo hermano, que de dos meses a esta parte, por mis
enfermedades, de 24 horas del día apenas cuatro estoy fuera de la cama, Dios
sea loado".
No le faltan tampoco las preocupaciones provenientes del arzobispo de
Portugal, del arzobispo de Toledo, de teólogos dominicos, como Melchor Cano
y Tomás Pedroche, declarados enemigos de la Compañía, que hablan y escriben
contra el libro de los Ejercicios y contra el mismo Ignacio y la Compañía,
tildándoles de herejes y alumbrados. Y más dolorosa aún es la oposición a la
Compañía por parte de la universidad de París, "la cual ha sido madre de los
primeros de la Compañía". Ignacio morirá con esta espina en el corazón, sin
lograr que la Compañía entre en París.
Pero la prueba más dolorosa y desconcertante para Ignacio, el fiel servidor
del Papa, es la elección como Papa de su abierto adversario, Juan Pedro
Carafa, Paulo IV. Ignacio y la Compañía han gozado de la protección y estima
de los Papas Paulo III y Julio III. Se alegró cuando vio elegido Papa a su
amigo el cardenal Cervini, que recibió a Ignacio, le abrazó y le pidió la
ayuda de sus teólogos, prometiéndole un generoso apoyo económico para el
Colegio Romano. Pero una apoplejía acabó con él y sus promesas a los
veintidós días de elegido Papa. Ignacio, libre casi de todo desaliento, vive
la incertidumbre del nuevo cónclave. Como confiesa a Cámara, una sola cosa
le puede entristecer: "Yo he pensado en qué cosa me podría dar melancolía y
no hallé cosa ninguna sino si el Papa deshiciera la Compañía del todo. Y aún
con esto, yo pienso que si un cuarto de hora me recogiese en oración,
quedaría tan alegre como antes".
Esta es la inquietud que vive. Durante el cónclave, Ignacio manda a los
suyos orar para que "siendo igual servicio de Dios, no saliese Papa quien
mudase lo de la Compañía, por haber algunos papables de quien se temía la
mudarían". Y lo que temía, es lo que ocurre. Es elegido Papa el cardenal
Carafa. La noticia sorprende a Ignacio sentado junto a una ventana en
compañía de su fiel confidente Cámara. Ignacio no puede dominarse y se le
altera el semblante, extremeciéndose-le los huesos del cuerpo. Se levanta de
la silla y se encierra en la capilla a orar. Minutos después sale de ella
transformado y sereno, aceptando los designios de Dios. Ignacio escribe a
toda la Compañía pidiendo oraciones por el nuevo Papa.
Para Ignacio es la noche de la fe, la purificación de su esperanza, el
abandono a los designios de Dios. El ha buscado siempre la aprobación y
apoyo de cuanto emprendía en el Papa. Ahora se dispone a obedecer,
manteniendo la fidelidad a la Iglesia. Es la hora de vivir, crucificando la
razón, su "sentir con la Iglesia". En realidad es un drama íntimo más que
una lucha abierta. El cardenal Carafa, ahora Paulo IV, respetó a Ignacio,
aunque sin confirmar las gracias hechas de palabra por su antecesor. E
Ignacio moriría, poco después, solicitando la bendición de Paulo IV. Sólo
tras su muerte, el Papa se atrevió a imponer a la Compañía el coro
comunitario, excluido por Ignacio en las Constituciones de la Compañía,
cambiando también la norma de que el General fuese vitalicio por la duración
de tres años. Estos dos cambios duraron lo que la vida de Paulo IV.
Ignacio, para remedio de sus penas, a veces se escabulle, subiéndose a la
azotea de la casa, desde donde podía contemplar el cielo; allí pasaba largos
ratos con los ojos fijos en el cielo, "derramando lágrimas hilo a hilo, con
tanta suavidad y silencio, que no se le sentía sollozo ni ruido ni
movimiento alguno del cuerpo". Ante la contemplación del cielo estrellado
prorrumpía en la exclamación: "¡Cuán vil y baja me parece la tierra cuando
miro al cielo!". También le consuela la música, que algunas veces le brindan
sus colaboradores más cercanos. Y otra consolación es "la fiesta que a veces
le hacíamos, dándole castañas asadas, que, por ser fruta de su tierra y con
la que se criara, parecía que holgaba por ellas".
Pero donde halla alivio es entrando dentro de sí, refugiándose en el rincón
más íntimo de sí mismo, donde encuentra a Dios "con facilidad, siempre que
quiere". Inmerso en la comunión trinitaria, Ignacio nos deja en herencia la
confesión de la cercanía de Dios. Es posible encontrar a Dios en medio de
nuestra vida. El Peregrino ha experimentado la presencia de Dios en la gran
diversidad de situaciones que ha vivido: en la quietud y en la agitación, en
el silencio y en la comunicación con los demás, en la oración y en el
estudio, en la soledad y en medio de los quehaceres, en la paz y en la
turbación, cuando es aceptado por los demás y cuando es perseguido. Dios se
hace el encontradizo allí donde le buscamos. Ignacio ha llegado al tercer
grado de humildad, descrito en los Ejercicios: "La tercera es humildad
perfectísima, es a saber: siendo igual alabanza y gloria de la divina
majestad, por imitar y parecerse más a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo
más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos
que honores; y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que
primero fue tenido por tal, que por sabio y prudente en este mundo".
e) Final de la peregrinación: cara a cara con Dios
En la estrecha celda de Ignacio resonaba el latido de todo el mundo al ritmo
del latido del corazón de cada uno de sus hijos. Alegría y lágrimas derrama
Ignacio al leer y releer las cartas. El corazón de la Compañía esta vivo en
aquel cuarto de Roma. El Señor se complace y se deja encontrar por Ignacio
"siempre que lo busca". Allí, mientras espera el final de su peregrinación,
le llega la noticia de los compañeros que le van precediendo en su paso al
Padre. Le preceden Fabro, Javier... Estas noticias le causan dolor y gozo.
El dolor de su pérdida se compensa con la certeza de su gloria.
Ignacio de joven, fuerte y robusto, maltrató su cuerpo con las primeras
penitencias, tan excesivas como bienintencionadas, sometiéndolo a
privaciones en sus años de peregrinar por los caminos; ahora, a sus sesenta
años, está agotado. Es un anciano. En realidad su vida ha sido siempre un
milagro, vivida siempre al borde de la muerte a partir de la herida de
Pamplona, seguida de la carnicería de las curas de la pierna; cerca de la
muerte estuvo de nuevo en Monserrat; la fiebre le consumió a la hora de
tomar el barco para Palestina, como lo hicieron los caminos descalzo, sin
comer ni beber, la debilidad de París, cuando no hallaron los médicos otro
remedio que enviarlo a respirar los aires de su tierra, las calenturas de
Venecia que le postraron en el lecho por tantos días y, por fin, el dolor de
estómago, que le acompañó durante toda su vida, sin que los médicos
descubrieran nunca la causa, aplicándole toda clase de remedios, acertados a
veces y tantas otras equivocados.
Como escribe Ribadeneyra: "Al principio fue de grandes fuerzas y de muy
entera salud, mas gastóse con los ayunos y excesivas penitencias de donde
vino a padecer muchas enfermedades". Pero sólo en el mes de agosto de 1555,
tras mucho encomendarlo a Dios, tomó la siguiente determinación, que puso
por escrito: "Por mi edad y falta de salud y muchas ocupaciones, me parece
en el Señor nuestro, para mejor servicio divino y mejor gobierno de la
Compañía, que conviene que yo tome una ayuda a quien comunique toda mi
autoridad en lo que toca a la Compañía. Y así, haciendo juntar cerca de 40
sacerdotes que se hallaron en Roma, todos de común consentimiento escogieron
al maestro Jerónimo Nadal. Siendo esto así, por esta me ha parecido avisaros
que en todo debéis estar a obediencia de dicho maestro Jerónimo, teniéndole
en lugar de Cristo Nuestro Señor, porque yo en lo que toca al cuidado de
vuestras personas, me he descargado del todo en él; y así, en virtud de
santa obediencia, os ordeno le obedezcáis cumplidamente, como a mi misma
persona".
En 1956 Ignacio muestra los primeros signos de su final. Sigue envuelto en
las mil ocupaciones y preocupaciones, pero sus dolores son más insistentes y
continuos. A principios de julio decide abandonar Santa María de la Strada
para afrontar los calores insoportables en la casa de campo del Colegio
Romano. Los aires y el verdor del campo le alivian momentáneamente, pero es
una mejoría ilusoria. Pasada la fiesta de Santiago vuelve a su vieja mansión
para acabar allí su larga peregrinación terrena. El día 29 pide que le
visite el médico. Y las cosas se precipitan. Nadie, sino él, es consciente
de que está llegándole el final. Al día siguiente, hacia las cuatro de la
tarde, secretamente encomienda a Polanco una misión urgente: desea que acuda
a Paulo IV para decirle que "estaba muy al cabo y casi sin esperanza de vida
temporal" y por ello "suplicaba le diese su bendición". Ignacio tiene prisa
y remacha su petición a Polanco: "Yo estoy que no me falta sino espirar".
Increíblemente, el fiel secretario piensa que Ignacio exagera y no le toma
en serio. Replica a Ignacio que cumplirá su encargo al día siguiente, pues
primero debe despachar la mucha correspondencia urgente. Con voz apagada
Ignacio le insiste: "Yo holgara que fuera hoy y no mañana, pero haced como
os pareciere. Yo me remito enteramente a vos". Polanco deja el asunto para
el día siguiente, alentado por el médico a quien también parece
injustificada la alarma de Ignacio. Silencioso, Ignacio queda solo ante la
muerte, sin que los demás lo adviertan. Se remite a Dios, al Papa, a la
voluntad de los demás, renunciando a sí mismo. Aquella noche parece que cena
mejor que de costumbre y platica con los compañe-ros. El hermano Cannizaro
desde su cámara contigua oye algunos gemidos durante la noche: "Ay, Dios",
"Jesús". Al alba encuentran a Ignacio en trance de expirar. Polanco corre al
Vaticano y vuelve con la suspirada bendición del Papa, pero Ignacio ya ha
muerto.
Desde las orillas del Cardoner Ignacio ha caminado de luz en luz. La
ilustración del Cardoner le dio ojos nuevos para ver a Dios de una forma
nueva. Y "Dios es luz, en El no hay tiniebla alguna" (1Jn 1,5). Por ello,
Ignacio, con los ojos de Dios, vio nuevas todas las cosas, bañadas por el
amor divino. Luego, a la entrada de Roma, en la Storta, la luz se hizo amor.
Ignacio se vio en Cristo unido al Padre, hijo en el Hijo. Y sus últimos
años, con los ojos de la carne gastados por las lágrimas, Ignacio se ha
abierto plenamente a la luz de Dios. En su interior ha vivido la habitual
facilidad de encontrarse con Dios a cualquier hora. Ha entrado en la
familiaridad con Dios, en la comunión del amor. Desde esta luz Ignacio ha
discernido en la Iglesia su misión y la de la Compañía. Ha visto cumplida la
palabra: "Que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento
perfecto y sensibilidad para todo, a fin de discernir lo mejor" (Flp
1,9-10).
Sólo le quedaba a Ignacio romper el delgado velo de esta vida, gastada en el
amor ad maiorem Dei gloriam, para llegar al final de su peregrinación: ver a
Dios cara a cara. El viernes, 31 de julio, en la mañana se rasgó el velo e
Ignacio traspasó el umbral de este mundo al Padre, terminando la "carrera"
por los caminos de su peregrinación.