La Lectura espiritual: crecer en sabiduría ante Dios y ante los hombres
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José María Iraburu
infocatolica.com
–O sea que usted es partidario de la lectura espiritual.
–Si no lo fuera, no dedicaría tanto tiempo a escribir.
La dietética espiritual, es decir, la alimentación de la mente y del
corazón por las lecturas y otros medios de comunicación debe ser considerada
con una atención máxima. Tantas veces atiborramos y cebamos el alma
con una cantidad abrumadora de imágenes y noticias de las criaturas, y la
dejamos ayuna del conocimiento y de la memoria del Creador. Puede parecernos
normal tener atención y tiempo para leer los diarios y aguantar informativos
de la televisión, y no tenerlo para abrir la mente a la Biblia y a otros
medios que nos comunican conocimientos naturales o sobrenaturales
grandiosos, mucho más valiosos que los que nos da el mundo,
incomparablemente más bellos y urgentes. Pero esto es a-normal, ha de
considerarse un mal muy grave, aunque sea un fenómeno mayoritario.
Muchos podrán considerar normal tener más interés por la dietética corporal,
hoy tan presente en los medios informativos, que por la dietética
espiritual. Ésta se centra en el cultivo del alma, y aquella en la del
cuerpo. Y según la orientación cultural y religiosa de una persona, de un
pueblo, se prestará más o menos atención a lo primero o a lo segundo. Pero
es evidente que el cultivo del alma, unido al del cuerpo, ha de tener
siempre la primacía. En fin, es obvio que un exceso de información deja al
hombre sin formación personal; y que la vana curiosidad es uno de los
impedimentos principales para que la persona crezca en sabiduría y gracia
ante Dios y ante los hombres. Y con esto, hablando entre cristianos, entro
ya en el primer punto, La lectura espiritual.
* * *
Lectura es palabra que significa la acción de leer, o
bien los mismos escritos que se leen. Yo hablo aquí de la primera
acepción. Y mis consideraciones no tratan principalmente de la lectura
del estudioso, orientada a la investigación o a la docencia. Trato más
bien de las notas que deben caracterizar la lectura religiosa del pueblo
cristiano, y que vienen a ser aquéllas que los maestros espirituales han
atribuído a la lectio divina monástica, o a lo que, a partir del
Renacimiento, por influjo de autores espirituales como Baltasar Álvarez
(+1580) o Bartolomeo Ricci (+1613), vendría a llamarse lectura
espiritual.
La lectura debe ser asidua en el cristiano, si quiere
permanecer y crecer en la verdad de Cristo, esa verdad que nos ayuda a
transfigurarnos en Él, y que nos hace libres de las mentiras del
mundo y de su príncipe. Eso ha sido así siempre, y por las
circunstancias del mundo, hoy tan paganizado, y de la Iglesia, se hace aún
más necesaria.
Judíos y cristianos han sabido siempre que el hombre «vive de toda
palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4). Así como por la
palabra humana el hombre transmite a otros su espíritu, así el Padre
celestial ha querido comunicar a los hombres su Espíritu divino por medio de
su Palabra encarnada, Jesucristo. Por eso leer la Biblia y otros
libros santos es uno de los rasgos fundamentales de la vida espiritual
cristiana. El creyente, según sus posibilidades personales y
circunstanciales, ha de alimentar asiduamente su fe con la Palabra divina. Y
la razón es muy clara: «el justo vive de la fe»; «la fe es por la
predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 1,17; 10,17).
El creyente, pues, privado de la vivificante Palabra divina, se va
muriendo, como una planta que no recibe el riego del agua que necesita.
Ésta es la realidad, y se comprende bien que así sea. Si el cristiano ha de
vivir como un «extranjero» entre los pensamientos y caminos del mundo (1Pe
2,11), que son para él engañosos y sofocantes, necesita absolutamente formar
su mente y estimular su corazón leyendo o escuchando asiduamente «los
pensamientos y caminos» de Dios, enseñados por Jesucristo, tan diferentes
de los vigentes en el mundo (Is 55,8). Y palabra de Cristo es no solo la
Escritura sagrada, sino, en un sentido más amplio, todos los buenos libros
cristianos, así como las predicaciones y conferencias. De este modo, por
esos medios, el cristiano recibe lo que continuamente pide en el Padre
nuestro: «el pan de cada día».
La Iglesia Madre siempre ha alimentado a sus hijos con la Palabra
divina. Además de la Catequesis fundamental, en la liturgia de la
Palabra, parte primera de la Eucaristía, en la lectura continua de la
Escritura y de los Padres, que se practica secularmente en las Horas
litúrgicas, en las predicaciones, conferencias y retiros, siempre ha
alimentado a los fieles con este maná celestial. Así es como los hijos de
Dios y de la Iglesia crecen sanos y fuertes, alimentados por la Palabra
divina, que es pan de vida.
Por lo que se refiere a la lectura cristiana privada, ésta en la antigüedad
se practica sobre todo en los ámbitos monásticos, y sólo se generaliza entre
los buenos laicos cuando la alfabetización es más frecuente y los libros,
gracias a la imprenta, se hacen más asequibles. Por eso, a partir del
Renacimiento, la exhortación a la lectura espiritual es un tema habitual
entre los maestros de la espiritualidad cristiana.
Los monjes comprendieron esto muy pronto, de modo que
lectura, oración y trabajo fueron desde el principio las coordenadas
fundamentales de la vida monástica.
San Pacomio (+346) quiere que sus monjes vivan en la rumia permanente de las
palabras de vida eterna; y por eso prescribe: «todos en el monasterio
aprenderán a leer y a saber de memoria algo de las Escrituras: al menos el
Nuevo Testamento y el Salterio» (Preceptos 140). De San Jerónimo (+420) se
decía: «siempre leyendo, dedicado a los libros, no descansa ni de día ni de
noche» (Sulpicio Severo, Diálogos I, 9). San Benito (+547), establece en sus
monasterios ratos de lectura cada día, y más el domingo (Regla 48 y 73). El
monje benedictino es un lector asiduo, siempre a la escucha de la Palabra
divina. Guillermo de San Teodorico (+1148) dirá de San Bernardo (+1153) que
se ocupaba «incesantemente en orar, leer o meditar» (Vita Bernardi 4,24).
Pero los monjes entendieron muy pronto que también los laicos habían de
practicar la lectura espiritual, en cuanto ello les fuera posible. San
Juan Crisóstomo (+407) les exhorta: «vosotros pensáis que la lectura de las
divinas Escrituras es únicamente asunto de monjes, cuando la verdad es que
vosotros tenéis mucha más necesidad que ellos de hacerla» (Hom. in Matth.
2,5). En sentido semejante se expresan San Jerónimo, San Gregorio Magno
(+604: Ep. 4,31; 11,78), San Cesáreo de Arlés (+542: Sermón 6,2; 8,1). Y el
obispo San Epifanio (+403), en tiempos en que los libros eran pocos y caros,
afirma que «la compra de libros cristianos es necesaria para quienes tienen
dinero» (Apophtegmata 8).
Los libros, por supuesto, han de ser verdaderos, buenos, ortodoxos.
En el comienzo de la Iglesia, en medio de muchos errores y herejías, los
fieles cristianos pudieron permanecer en la verdad evangélica porque
«perseveraban en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42). Y así
ha sido siempre. Ellos, los apóstoles, recibieron de Cristo el encargo de
«predicar» (Mc 3,14; Hch 6,4), y por eso ellos, y sus sucesores, los
obispos, tienen sin duda, como dice el Vaticano II, la primacía docente en
el pueblo cristiano (LG 25, CD 12, PO 4). En este sentido, al escoger las
lecturas, deben ser elegidos aquellos libros que comunican la doctrina
apostólica, esto es, la fe de la Iglesia, y los libros que disienten del
Magisterio apostólico deben ser rechazados, aunque parecieran estar
escritos por ángeles (Gal 1,8-9). En realidad, tienen al diablo, padre de la
mentira, como autor principal.
La lectura principal de los cristianos es siempre la sagrada
Escritura. Por eso en la antigüedad la lectio divina era expresión
sinónima de sacra pagina Y con ella, por supuesto, otros libros santos,
«recibidos» en la vida de la Iglesia. Ya desde antiguo se integran en la
vida espiritual de los fieles, al menos en los que pueden leer o bien
escuchar, vidas de santos, Actas de los mártires, comentarios a la Biblia,
y en general escritos espirituales de los santos Padres. Así se comprueba,
por ejemplo, en la Regla de San Benito (cp. 73).Jean-Pierre de Caussade S.J.
(+1751) aconseja «no leer sino libros escogidos, sólidos y llenos de piedad»
(Lettre 31), y dejar a un lado, como decía San Pablo, las «novedades» vanas
y las «charlatanerías irreverentes» (2Tim 4,3; 1Tim 6,20), hoy tan
abrumadoramente frecuentes.
Los santos eligieron siempre sus lecturas según estos criterios. En 1526,
cuando San Ignacio de Loyola (+1556) estudiaba en Alcalá, estando en Europa
las ideas cristianas en plena ebullición, era notable la tendencia
renacentista a la amplitud de lecturas y a estar al día en todo. A él le
aconsejaron varios, y su propio confesor Miona, que leyera el Enchiridion
militis christiani de Erasmo. Pero San Ignacio contestaba que él no lo
quería leer, «porque oía a algunos predicadores y personas de autoridad
reprender ya entonces a este autor; y respondía a los que se lo
recomendaban, que algunos libros habría, de cuyos autores nadie dijese mal,
y que ésos quería leer» (Luis González de Cámara: MHSI 56, Fontes Narrativi
I, 595).
Incluso entre los libros ortodoxos, los cristianos deben elegir sobre todo
los más estimulantes para su vida espiritual. Y es que, en palabras de San
Bernardo, «aunque toda ciencia fundada en la verdad sea buena, dada la
brevedad del tiempo, hemos de darnos a obrar nuestra salvación con temor y
temblor, y, por tanto y sobre todo, hemos de procurar aprender lo que más
rectamente conduce a la salvación» (Serm. sobre Cantares 36,2). Y Santa
Teresa de Jesús (+1582) confiesa que siempre ha preferido leer el Evangelio,
que no otros «libros muy bien concertados. En especial, si no era el autor
muy muy aprobado, no lo había gana de leer» (Camino Esc. 35,4). Ella
recomienda siempre los autores que más le habían aprovechado: Jerónimo,
Gregorio Magno, Agustín, Osuna, Bernardino de Laredo. Y muchos otros
maestros de la vida espiritual han aconsejado igualmente la lectura de
ciertos autores concretos, e incluso han compuesto listas de los libros que,
según el género y condición de las personas, estiman más convenientes.
Humberto de Romans (+1277), por ejemplo, al proponer una serie de libros
recomendables a los novicios, aconseja: «Al comienzo, que lean libros útiles
y claros, más bien que los difíciles y oscuros, y ante todo aquéllos que son
más capaces de iluminarles, encenderles y afirmarles» (De officiis ordinis,
c. 5, n. 18). Una de las funciones importantes de la dirección espiritual,
concretamente, ha sido siempre la orientación de las lecturas. Si no se
guiara a los niños cuando comen, se alimentarían mal, a base de pasteles y
caramelos. ¡Es lo que tantas veces ha sucedido y sucede en las lecturas
cristianas!
Hoy las buenas lecturas son más necesarias que nunca, sobre todo
allí donde se difunden muchos errores dentro de la Iglesia. El Bto.
Juan Pablo II denunciaba que «se han esparcido a manos llenas ideas
contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han
propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral»
(6-II-1981). Y el Card. Ratzinger, en 2005, un mes antes de ser elegido
Papa, en el Via Crucis rezado en el Coliseo, decía que a veces en los campos
de la Iglesia «hay más cizaña que trigo». Así es sobre todo en algunas
Iglesia locales del Occidente rico. Por eso mismo, un cristiano que, por
ejemplo, ha de sufrir del párroco, de los catequistas, del capellán de las
monjas, de sus propios familiares, continuas falsificaciones de la fe
católica, debe confirmar su fe con especial esfuerzo procurándose buenas
lecturas, por su propio bien y para poder ayudar mejor a sus hermanos.
Nunca la Iglesia ha tenido un «corpus doctrinal» tan amplio y
coherente como en el tiempo actual. Y nunca sus enseñanzas han sido
tan asequibles a los fieles, sea en los mismos deocumentos del Magisterio,
sea en obras católicas académicas o de divulgación sobre todos los temas
habidos y por haber. Si abundan los errores, también abundan en la Iglesia
providencialmente muchas enseñanzas perfectamente ortodoxas sobre todas las
cuestiones de la fe y de la moral cristianas, comenzando por el actual
Catecismo de la Iglesia Católica. Nadie, pues, que sepa leer puede hoy
autorizarse a «estar confuso» en cuestiones de la doctrina católica, y menos
si son centrales, por pésimo que sea el ambiente de Iglesia en el que le
haya puesto Dios en su providencia.
Nunca la vana curiosidad sea la que oriente la elección de las
lecturas. Nunca la elección venga decidida por el sentimiento, y no
por razón-voluntad, es decir, en un cristiano, por fe-caridad. Nunca se lea
para estar al último grito, al último aullido, para conocer lo que más se
está leyendo, lo que más se está vendiendo: best seller, o simplemente por
el orgullo o la vanidad de saber más.Ya lo dice San Pablo, «la ciencia
hincha, sólo la caridad edifica» (1Cor 8,1). Nunca se deje tampoco al azar
la elección de las lecturas: es una cuestión muy importante. Hay que
discernir, y más aún hay que pedir a Dios que en su providencia nos dé a
leer lo que más nos conviene en nuestra situación personal.
Ciertamente la salvación es en primer lugar un conocimiento, una gnosis
salvífica, una fe. Pero esa fe no salva si no es «fe operante por la
caridad» (Gal 5,6; cf. Sant 2,14-26; Ef 4,15). Y en definitiva, como dice
Santo Tomás, «es más valioso amar a Dios que conocerle» (STh I,82, 3 in c).
Por eso hay que leer sobre todo aquello que más acreciente en nosotros la fe
y el amor al Señor y a los hombres.
San Jerónimo (+420) dice que hay que «leer no como tarea, sino para alegrar
e instruir el alma» (Ep. ad Demetriadem 130). Y San Bernardo quiere que se
lea «a fin de aprender con más ardor lo que más vivamente puede movernos al
amor; para no aprender por vanagloria, o por curiosidad, o por algo
semejante, sino sólo para tu propia edificación o la del prójimo. Porque hay
quienes quieren saber con el único fin de saber, y esto es torpe
curiosidad» (Serm. Cantares 36,3). La vana curiosidad se opone totalmente
al conocimiento de la verdad, y lleva al hombre a perderse en indagaciones
vanas o perniciosas (Santo Tomás, STh II-II, 167: cf. 35, 4 ad3m) .
Lectura y oración son dos formas de escuchar a Dios, y se
ayudan mutuamente. Así el concilio Vaticano II enseña que «a la lectura de
la sagrada Escritura debe acompañar la oración, para que se realice el
diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios
escuchamos cuando leemos sus palabras”» (DV 25). Lo mismo decía San Cipriano
(+258): «Permanece en la oración y la lectura; así hablas con Dios, y Dios
está contigo» (Ep. ad Donatum, I,15). Y San Jerónimo: «Orando, hablas al
Esposo; leyendo, Él te habla» (Ep. ad Eustochium 22,25). Según él, la
lectura espiritual es un modo de «tender las velas» al soplo del Espíritu
Santo (In Ez. lib. 12). Leer los libros buenos y santos es escuchar a
Cristo, Palabra de Dios, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25; cf. Lc
10,16).
Incluso los métodos propuestos para orar y para leer han sido muchas veces
semejantes. Podemos verlo, por ejemplo, en el modo clásico propuesto por
Hugo de San Víctor (+1141): «al comienzo, la lectura suministra materia para
conocer la verdad, la meditación capta, la oración eleva, la acción ordena,
la contemplación exulta» (Eruditio didascalica V, 9; cf. De meditandi
artificio).
Con la ayuda de algún libro, durante «dieciocho años», hace oración Santa
Teresa de Jesús: «jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro… Y
muchas veces en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco,
otras mucho, conforme a la merced que el Señor me hacía» (Vida 4,9).
El P. Alonso Rodríguez S.J. (+1616) explica el modo de unir oración y
lectura: «Se ha de notar que para que esta lección sea provechosa, no ha de
ser apresurada ni corrida, como quien lee historia, sino muy sosegada y
atenta… Y es bueno, cuando hallamos algún paso devoto, detenernos en él un
poco más y hacer allí una como estación, pensando lo que se ha leído,
procurando de mover y aficionar la voluntad, al modo que lo hacemos en la
[oración de] meditación, aunque en la meditación se hace eso más despacio,
deteniéndonos más en las cosas y rumiándolas y digiriéndolas más; pero
también se debe hacer esto en su modo en la lección espiritual. Y así lo
aconsejan los Santos [cita a San Bernardo, San Efrén, San Juan Crisóstomo y
San Agustín], y dicen que la lección espiritual ha de ser como el beber de
la gallina, que bebe un poco y luego levanta la cabeza, y torna a beber otro
poco y torna a levantar la cabeza» (Ejercicio de perfecc. I,5,28).
No son necesarios muchos libros para alimentar la vida espiritual.
En la lectura cristiana se ha de preferir la calidad a la cantidad, y la
profundidad a la extensión. Los maestros antiguos, al tratar de la
asimilación verdadera de las lecturas, empleaban términos como ruminatio, o
bien masticatio: una buena digestión exige una masticación cuidadosa de lo
ingerido. La lectura extensiva, apresurada, superficial, más perjudica que
ayuda, pues distrae y envanece sin aprovechar. San Ignacio de Loyola
(+1556) dice que «no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el
sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios 2).
Puede darse en la lectura espiritual, como señala Juan Gerson (+1429), algo
insano, como «un estómago asqueado, al que le gusta comer de muchas cosas y
digerir poco» (De libris legendis a monacho). Y San Francisco de Sales:
«Leed poco cada vez, pero con atención y devoción» (Oeuvres 21,142).
De hecho, San Ignacio de Loyola, enseñaba en esta cuestión partiendo de su
experiencia personal. Él no leía muchos libros, pues tanto la oración como
la acción le ocupaban mucho tiempo; y en su habitación solía tener sólo dos,
que siempre releía sin cansarse, el Nuevo Testamento y la Imitación de
Cristo (L. González de Cámara: ob. cit. 584 y 659). San Francisco de Sales
(+1622) se atenía siempre al Combate espiritual de Lorenzo Scupoli (+1610):
«es mi libro preferido, y lo llevo en mi bolsillo hace lo menos dieciocho
años, sin que nunca lo haya releído sin provecho» (Oeuvres 13, 304). Más
recientemente, Santa Teresa del Niño Jesús (+1897) procedía de modo
semejante. De ella se cuenta que, «ya carmelita, un día que pasaba por
delante de una biblioteca, dijo sonriendo a su hermana Celina: “¡Qué triste
me sentiría si hubiese leído todos esos libros! Hubiera perdido un tiempo
precioso que he empleado simplemente en amar a Dios”» (Proceso apostólico
930). Y Charles de Foucauld (+1916) declaraba: «Desde hace diez años, puede
decirse que no he leído más que dos libros: Santa Teresa y San Juan
Crisóstomo. El segundo apenas lo he comenzado; el primero lo he leído y
releído diez veces» (Lett. à l’Abbé Huvelin 8-III-1898).
Y adviértase que no pocos de estos santos de pocas lecturas fueron
los hombres más influyentes de su tiempo. No viviron ellos como
anacoretas alejados del mundo y sin influjo visible sobre él, ni tampoco
como teólogos dedicados al estudio y la enseñanza. San Bernardo, San
Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola o San Francisco de Sales, por
ejemplo, con lecturas muy elegidas e intensas, no se dedicaron a leer
mucho, pero en medio de las mayores turbulencias ideológicas, fueron ellos,
y no tanto los grandes teólogos eruditos, quienes supieron en su tiempo
orientar al pueblo cristiano, con seguridad y valentía, hacia el verdadero
norte evangélico.
Incluso una cierta pobreza voluntaria de ciencia puede darse en
ciertas vocaciones especiales. Efectivamente, en el polo opuesto de
la vana curiosidad de saber, que es un espíritu ávido de riquezas mentales,
está la pobreza de ciencia, que es una modalidad especial de la pobreza
evangélica. Es una vocación particular, sin duda, como lo fue, por ejemplo,
en San Francisco de Asís (+1226), que dispone en su Regla:
«Los que no saben letras que no cuiden de aprenderlas, mas miren que sobre
todas las cosas deben desear el espíritu del Señor y su santa operación»
(II, cp.X). Y es que él consideraba que «son tantos los que por propia
voluntad procuran adquirir ciencia, que pueden llamarse bienaventurados los
que por amor de Dios se hacen ignorantes» (Espejo de perfecc. IV; cf. mi
primer libro Pobreza y pastoral, Verbo divino, Estella 1968, 2ª ed.
265-276).
Lectura y conversión deben ir unidas. Leemos para irnos
configurando más y más a Jesucristo no sólo en la voluntad, para obedecerle,
sino también en el entendimiento, para que nuestro pensamiento se
identifique cada vez más con el suyo, y lo miremos todo por sus ojos. Hay
que leer, sencillamente, para convertirse y practicar lo leído.
Dice el apóstol Santiago: «Recibid con docilidad la Palabra que, plantada en
vosotros, puede salvar vuestras almas. Hacéos realizadores de la Palabra, y
no sólo oyentes, engañándoos a vosotros mismos» (1,21-22). San Juan de la
Cruz (+1591), ante la tentación de una cierta gula espiritual, advertía lo
mismo: «muchos no se acaban de hartar de oir consejos y aprender preceptos
espirituales y tener y leer muchos libros que traten de eso, y se les va más
en esto el tiempo que en obrar la mortificación y perfección de la pobreza
interior de espíritu que deben» (1Noche 3,1).
Y atención a esto: la doctrina espiritual cristiana no se
entiende siquiera sino en la medida en que esa verdad se va viviendo en la
vida personal –por ejemplo, en lo referente a la pobreza–. En ese sentido
añade Santiago a las palabras anteriores: «si alguno se contenta con oir la
Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un
espejo; se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el
que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene
firme, no como oyente olvidadizo sino como realizador de ella, ése,
practicándola, será feliz» (1,23-25). Los cristianos hemos de ser oyentes y
realizadores de la Palabra divina, Jesucristo.
San Benito elogiaba la fuerza santificante de la lectura bien hecha: «Para
el que corre hacia la perfección de la vida, están las doctrinas de los
santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la
perfección. Porque ¿qué página o sentencia de autoridad divina del Antiguo o
del Nuevo Testamento no es rectísima norma de vida humana? ¿O qué libro de
los santos Padres católicos no nos exhorta con insistencia a que corramos
por el camino derecho hacia nuestro Creador? Y también las Colaciones de
los Padres, sus Instituciones y Vidas, como asimismo la Regla de nuestro
Padre San Basilio ¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtudes
(instrumenta virtutum) para monjes obedientes y de vida santa? Para
nosotros, en cambio, tibios, relajados y negligentes, son motivo de sonrojo
y confusión» (Regla 73,2-7).
Los libros buenos, leídos en serio, las Vidas de santos, por ejemplo,
denuncian con elocuencia la mediocridad o maldad de nuestras vidas,
estimulándonos con gran fuerza hacia la perfección. En fin, leamos libros
cristianos santos y santificantes, con intención de que nos vayan
transformando la mente y la vida. Como dice el padre Diego Alvarez de Paz
S.J. (+1620), «la lectio consiste en meditar las Escrituras sagradas o los
textos de los santos, no sólo para saber, sino para aprovechar
espiritualmente y, conociendo así la voluntad de Dios, realizarla en la
actividad» (De vita spirit. et ejus partibus, lib. II, p.4, c.31).
La situación actual de la lectura espiritual habrá de ser evaluada,
por tanto, considerando lo ya dicho. Y pienso yo que pueden
arriesgarse con prudencia las siguientes apreciaciones.
–Hoy se hace poca lectura espiritual. Muchos cristianos están
cebados en las informaciones y noticias del mundo visible, hoy tan
sobreabundantes. La dieta de lecturas espirituales suele ser muy precaria,
incluso entre cristianos practicantes y activos en el apostolado. Y esto es
bastante grave, pues hoy, más que nunca, el influjo del mundo –pensamientos
y costumbres– sobre las personas es muy intenso, a través de los medios de
comunicación social.
–El alimento que en las lecturas cristianas se recibe a veces es malo,
pues en las publicaciones católicas se viene mezclando, también más que
nunca, la cizaña con el trigo. El control de calidad de los alimentos que se
lleva en los mercados es hay mucho más estricto que el que se practica en
las librerías religiosas. Hoy, además, la lectura cristiana raras veces
suele ser asesorada, y por otra parte no hay apenas libros de uso común, es
decir, de lectura tradicional entre los fieles, como los ha habido siempre.
Por eso fácilmente la lectura queda sujeta a la moda, al capricho personal
o a la oferta circunstancial, no siempre buena, de editoriales y librerías.
–Ha crecido en la lectura la curiosidad, y ha disminuído la devoción.
Se distancian así con frecuencia lectura y oración.
–Los lectores tienden a dispersarse entre muchas obras, olvidando
el «non multum, sed multa».
–Los libros cristianos no se toman tanto como «instrumenta virtutum»,
es decir, como reglas ordenadas a la transformación personal, sino más bien
como estímulos superficiales: unos más entre tantos otros.
Esta situación nos hace ver la necesidad de evangelizar los modos de
leer, los libros que se leen y la librerías religiosas que los
distribuyen.
José María Iraburu, sacerdote