San Roberto Belarmino. SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ
CAPÍTULO XII
La sexta palabra dicha
por Nuestro Seńor en la Cruz es mencionada por San Juan como ligada de
alguna manera a la quinta palabra. Pues tan pronto como Nuestro Seńor
había dicho “Tengo sed”, y había probado el vinagre que le había sido ofrecido,
San Juan ańade: “Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está
cumplido"”[243]. Y
en verdad nada puede ser ańadido a estas sencillas palabras: “Todo está
cumplido”, excepto que la obra de la Pasión estaba ahora perfeccionada y
completada. Dios Padre había impuesto dos tareas a su Hijo: la primera predicar
el Evangelio, la otra sufrir por la humanidad. En cuanto a la primera ya había
dicho Cristo: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que
me encomendaste realizar”[244].
Nuestro Seńor dijo estas palabras luego de que había concluido el largo
discurso de despedida a sus discípulos en las Última Cena. Ahí había cumplido
la primera obra que su Padre Celestial le había impuesto. La segunda tarea,
beber la amarga copa de su cáliz, faltaba aún. Había aludido a esto cuando
preguntó a los dos hijo de Zebedeo “żPodéis beber la copa que yo voy a
beber?”[245]; y también:
“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz”[246]; y en otro lugar: “El cáliz que me ha dado
el Padre żno lo voy a beber?”[247].
Sobre esta tarea, Cristo al momento de su muerte podía entonces exclamar: “Todo
está cumplido, pues he apurado el cáliz del sufrimiento hasta lo último, nada
nuevo me espera ahora sino morir”. E inclinado la cabeza, expiró[248].
Pero como ni Nuestro
Seńor, ni San Juan, quienes fueron concisos en lo que dijeron, han
explicado qué fue lo cumplido, tenemos la oportunidad de aplicar la palabra con
gran razón y ventaja a diversos misterios. San Agustín, en su comentario sobre
este pasaje, refiere la palabra al cumplimiento de todas las profecías que se
referían al Seńor. “Luego de que Jesús supiera que todas las cosas estaban
ahora cumplidas, para que sea cumplida la Escritura, dijo: tengo sed”, y
“Cuando había tomado el vinagre, dijo: "Todo está cumplido"”[249], lo que significa que
lo que quedaba todavía por cumplir había sido cumplido, y por tanto podemos
concluir que Nuestro Seńor quería manifestar que todo lo que había sido
predicho por los profetas en relación a su Vida y Muerte había sido hecho y
cumplido. En verdad, todas las predicciones habían sido verificadas. Su
concepción: “He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo”[250]. Su nacimiento en
Belén: “Más tu, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá,
de ti me ha de salir aquel que ha de dominar Israel”[251]. La aparición de una nueva estrella: “De
Jacob nacerá una estrella”[252].
La adoración de los Reyes: “Los reyes de Tarsis y las islas le ofrecerán dones,
los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes”[253]. La predicación del Evangelio: “El
espíritu del Seńor está sobre mí, porque el Seńor me ungió, me envió
para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, anunciar
la remisión de los cautivos y la libertad a los encarcelados”[254]. Sus milagros: “El mismo Dios vendrá y les
salvará. Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos
de los sordos. Entonces el cojo saltará como el ciervo y la lengua de los mudos
será desatada”[255]. El
cabalgar sobre un asno: “Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, vendrá
pobre y sentado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna”[256]. Y toda la Pasión había sido gráficamente
predicha por David en los Salmos, por Isaías, Jeremías, Zacarías, y otros. Este
es el significado de lo que Nuestro Seńor decía cuando estaba a punto de
comenzar su Pasión: “Miren, subimos a Jerusalén y va a cumplirse todo lo que
escribieron los profetas sobre el Hijo del hombre”[257]. De las cosas que debían cumplirse, ahora
dice: “Todo está cumplido”, todo está terminado, para que lo que los profetas
predijeron sea ahora encontrado como verdad.
En segundo lugar, San
Juan Crisóstomo dice que la palabra “Todo está cumplido” manifiesta que el
poder que había sido dado a los hombres y demonios sobre la persona de Cristo
les había sido quitado con la muerte de Cristo. Cuando Nuestro Seńor dijo
a los Sumos Sacerdotes y maestros del Templo “esta es su hora y el poder de las
tinieblas”[258], aludía a
este poder. Todo el periodo de tiempo durante el cual, con el permiso de Dios,
los malvados tuvieron poder sobre Cristo, fue concluido cuando exclamó “Todo
está cumplido”, pues la peregrinación del Hijo de Dios entre los hombres, que
había predicho Baruc, vino a su fin: “Este es nuestro Dios y ningún otro será
tenido en cuenta ante él. Él penetró los caminos de la sabiduría y la dio a
Jacob, su siervo, y a Israel, su amado. Después fue vista en la tierra y
conversó con los hombres”[259].
Y junto con su peregrinaje, aquella condición de su vida mortal fue terminada,
aquella por la que sentía hambre y sed, dormía y se fatigaba, fue sujeto de
afrentas y flagelos, heridas y a la muerte. Y así cuando Cristo en la Cruz
exclamó “Todo está cumplido, e inclinando la cabeza, expiró”, concluyó el
camino del que había dicho: “Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el
mundo y voy al Padre”[260].
Esa laboriosa peregrinación fue terminada, sobre lo que había dicho Jeremías:
“Esperanza de Israel, salvador en tiempo de la tribulación, żpor qué estás
en esta tierra como un extrańo o como un viajero que pasa?”[261]. La sujeción de su naturaleza humana a la
muerte fue terminada, el poder de sus enemigos sobre Él fue acabado.
En tercer lugar concluyó
el mayor de todos los sacrificios. En comparación al real y verdadero
Sacrificio todos los sacrificios de la Antigua Ley son tenidos como meras
sombras y figuras. San León dice: “Has atraído todas las cosas hacia ti,
Seńor, pues cuando el velo del Templo fue rasgado, el Santo de los Santos
se apartó de los sacerdotes indignos: las figuras se convirtieron en verdades,
las profecías se manifestaron, la Ley se convirtió en el Evangelio”. Y un poco
más adelante, dice: “Al cesar la variedad de sacrificios en los que las
víctimas era ofrecidas, la única oblación de tu Cuerpo y Sangre cubre por las
diferencias de las víctimas”[262].
Pues en este único Sacrificio de Cristo, el sacerdote es el Dios-Hombre, el
altar es la Cruz, la víctima es el cordero de Dios, el fuego para el holocausto
es la caridad, el fruto del sacrificio es la redención del mundo. El sacerdote,
digo, era el Hombre-Dios. No hay nadie mayor: “Tu eres sacerdote para siempre,
de acuerdo al rito de Melquisedec”[263],
y con justicia de acuerdo al rito de Melquisedec, porque leemos en la Escritura
que Melquisedec no tenía padre o madre o genealogía, y Cristo no tenía Padre en
la tierra, o madre en el cielo, y no tenía genealogía, pues “żQuien
contará su generación?”[264];
“De mi seno, antes del lucero, te engendré”[265]; “y su salida desde el principio, desde
los días de la eternidad”[266].
El altar fue la Cruz. Y así como previamente al tiempo en que Cristo sufrió
sobre ella era el signo de la más grande ignominia, así ahora se ha dignificado
y ennoblecido, y en el último día aparecerá en el cielo más brillante que el
sol. La Iglesia aplica a la Cruz las palabras del Evangelista: “Entonces
aparecerá la seńal del Hijo del hombre en el cielo”[267], pues ella canta: “Esta seńal de la
Cruz aparecerá en el cielo cuando el Seńor venga a juzgar”. San Juan
Crisóstomo confirma esta opinión, y observa que cuando “el sol sea oscurecido,
y la luna no de su luz”[268],
la Cruz se verá más brillante que el sol en su esplendor al medio día. La
víctima fue el cordero de Dios, todo inocente e inmaculado, de quien Isaías
dice: “Como oveja será llevado al matadero, como cordero, delante del que lo
trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca”[269], y de quien su Precursor había dicho: “He
aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo”[270]; y San Pedro:
“Sabiendo que han sido redimidos, no con oro, ni con plata, sino con la
preciosa sangre de Cristo, como cordero inmaculado y sin mancilla”[271]. Es llamado también en
el Apocalipsis “el cordero que fue muerto desde el principio del mundo”[272], porque el mérito de
su sacrificio fue previsto por Dios y fue en beneficio de aquellos que vivieron
antes de la venida de Cristo. El fuego que consume el holocausto y completa el
sacrifico es el inmenso amor que, como en hoguera ardiente, ardió en el Corazón
del Hijo de Dios, y el cual las muchas aguas de su Pasión no pudieron
extinguir. Finalmente, el fruto del Sacrificio fue la expiación de los pecados
para todos los hijo de Adán, o en otras palabras, la reconciliación del mundo
entero con Dios. San Juan en su primera Carta, dice: “Él es propiciación por
nuestros pecados, y no tan solo por los nuestros, sino también por los de todo
el mundo”[273] y esta es
sólo otra manera de expresar la idea de San Juan Bautista: “He ahí el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo”[274]. żUna dificultad surge aquí. Como pudo Cristo ser
al mismo tiempo sacerdote y víctima, puesto que era deber del sacerdote matar a
la víctima? Ahora bien, Cristo no se mató a sí mismo, ni podía hacerlo, pues si
lo hubiese hecho habría cometido un sacrilegio y no ofrecido un sacrificio. Es
verdad que Cristo no se mató a sí mismo, aún así ofreció un sacrificio real,
porque pronta y alegremente se ofreció a sí mismo a la muerte por la gloria de
Dios y la salvación de los hombres. Pues ni los soldados hubiesen podido
aprehenderlo, ni los clavos traspasado sus manos y pies, ni la muerte, aunque
estuviese clavado a la Cruz, hubiese tenido ningún poder sobre Él si el mismo
no lo hubiese querido así. En consecuencia, con gran verdad dijo Isaías: “Él se
ofreció porque él mismo lo quiso”[275];
y Nuestro Seńor: “Yo doy mi vida; no me la quita ninguno, yo la doy por mí
mismo”[276]. Y aún más
claramente San Pablo: “Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como
ofrenda y sacrificio de suave aroma”[277].
Por tanto, de manera maravillosa fue dispuesto que todo el mal, todo el pecado,
todo el crimen cometido al poner a muerte a Cristo fuese cometido por Judas y
los judíos, por Pilato y los soldados. Ellos no ofrecieron ningún sacrificio,
sino que fueron culpables del sacrilegio, y merecían ser llamados no sacerdotes
sino miserables sacrílegos. Y toda la virtud, toda la santidad, toda la
obediencia de Cristo, que se ofreció a sí mismo como víctima a Dios al soportar
pacientemente la muerte, incluso muerte de Cruz, para poder apaciguar la ira de
su Padre, reconciliar a la humanidad con Dios, satisfacer la justicia Divina, y
salvar la raza caída de Adán. San León expresa de manera hermosa este pensamiento
en pocas palabras: “Permitió que las manos impuras de los miserables se vuelvan
contra Él, y se convirtieran en cooperadores con el Redentor en el momento en
que cometían un abominable pecado”.
En cuarto lugar, por la
muerte de Cristo la gran lucha entre Él mismo y el príncipe del mundo llegó a
su fin. Al aludir a esta lucha, el Seńor hizo uso de estas palabras: “El
juicio del mundo comienza ahora; ahora será expulsado fuera el príncipe de este
mundo. cuando sea alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo”[278]. La lucha fue
judicial, no militar. La lucha fue entre dos demandantes, no dos ejércitos
rivales. Satanás disputó con Cristo la posesión del mundo, el dominio sobre la
humanidad. Por largo tiempo el demonio se había lanzado ilegítimamente a
poseerlo, porque había vencido al primer hombre, y había hecho a él y a todos
sus descendientes esclavos suyos. Por esta razón, San Pablo llama a los
demonios “principados y potestades, gobernadores de estas tinieblas del mundo”[279]. Y como dijimos antes,
incluso Cristo llama al demonio “príncipe de este mundo”. Ahora el demonio no
solamente quiso ser príncipe, sino incluso el dios de este mundo, y así exclama
el Salmo: “Porque todos los dioses de las naciones son demonios, pero el
Seńor hizo los cielos”[280].
Satanás era adorado en los ídolos de los gentiles, y era rendido culto en sus
sacrificios de corderos y terneros. Por otro lado, el Hijo de Dios, como
verdadero y legítimo heredero del universo, demandó el principado de este mundo
para Él. Esta fue la disputa decidida en la Cruz, y el juicio fue pronunciado
en favor del Seńor Jesús, porque en la Cruz expió plenamente los pecados
del primer hombre y de todos sus hijos. Pues la obediencia mostrada al Padre
Eterno por su Hijo fue mayor que la desobediencia de un siervo a su Seńor,
y la humildad con la que murió el Hijo de Dios en la Cruz redundó más para el
honor del Padre que el orgullo de un siervo sirvió para su injuria. Así Dios,
por los méritos de su Hijo, fue reconciliado con la humanidad, y la humanidad
fue arrancada del poder del demonio, y “nos trasladó al reino de su Hijo muy
amado”[281].
Hay otra razón que San
León aduce, y la daremos en sus propias palabras. “Si nuestro orgulloso y cruel
enemigo hubiese podido conocer el plan que la misericordia de Dios había
adoptado, habría reprimido las pasiones de los judíos, y no los habría incitado
con odio injusto, por lo que pudiese perder su poder sobre los cautivos al
atacar infructuosamente la libertad de Aquel que nada le debía”. Esta es una
razón de muchísimo peso. Puesto que es justo que el demonio perdiera toda su
autoridad sobre todos aquellos que por el pecado se habían hecho esclavos
suyos, porque se había atrevido a poner sus manos sobre Cristo, quien no era su
esclavo, quien nunca había pecado, y a quien sin embargo había perseguido a
muerte. Ahora, si tal es el estado del caso, si la batalla ha terminado, si el
Hijo de Dios ha ganado la victoria, y si “quiere que todos los hombres se
salven”[282], żcómo
es que tantos en esta vida están bajo el poder del demonio, y sufren los
tormentos del infierno en la próxima? Lo respondo en una palabra: lo quieren.
Cristo salió victorioso de la contienda, luego de otorgar dos indecibles
favores a la raza humana. Primero el abrir a los justos las puertas del cielo,
que habían estado cerradas desde la caída de Adán hasta aquel día, y en el día
de su victoria, dijo al ladrón que había sido justificado por los méritos de su
sangre, a través de la fe, la esperanza, y la caridad: “Este día estarás
conmigo en el Paraíso”[283],
y la Iglesia en su exultación, clama: “Tu, habiendo vencido al aguijón de la
muerte, abriste a los creyentes el Reino de los Cielos”. El segundo, la
institución de los Sacramentos, que tienen el poder de perdonar los pecados y
conferir la gracia. Envía a los predicadores de su Palabra a todas las partes
del mundo a proclamar: “Aquel que cree, y sea bautizado, será salvado”[284]. Y así nuestro victorioso
Seńor ha abierto el camino a todos para adquirir la gloriosa libertad de
los hijos de Dios, y si hay algunos que no quieren entrar en este camino,
mueren por su propia culpa, y no por la falta de poder o la falta de querer de
su Redentor.
En quinto lugar, la
palabra “Todo está cumplido” puede ser con justicia aplicada a la conclusión
del edificio, esto es, la Iglesia. Cristo nuestro Seńor usa esta misma
palabra en referencia a un edificio: “Hic homo coepit aedificare et non potuit
consummare”, “Este hombre empezó a edificar y no ha podido acabar”[285]. Los Padres
enseńan que la fundación de la Iglesia fue hecha cuando Cristo fue
bautizado, y el edificio completado cuando murió. Epifanio, en su tercer libro
contra los herejes, y San Agustín en el último libro de la Ciudad de Dios,
muestran que Eva, que fue hecha a partir de una costilla de Adán mientras
dormía, tipifica a la Iglesia, que fue hecha del costado de Cristo mientras
dormía en la muerte. Y resaltan que no sin razón el libro del Génesis usa la
palabra "construyó", y no "formó". San Agustín[286] prueba que el edificio
de la Iglesia comenzó con el bautismo de Cristo, con las palabras del Salmista:
“Dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la redondez de la
tierra”[287]. El reino de
Cristo, que es la Iglesia, comenzó con el bautismo que recibió de manos de San
Juan, por la que consagró las aguas e instituyó ese sacramento que es la puerta
de la Iglesia, y cuando la voz de su Padre fue claramente escuchada en los
cielos: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”[288]. Desde ese momento nuestro Seńor
empezó a predicar y a reunir discípulos, quienes fueron los primeros hijos de
la Iglesia. Y todos los sacramentos derivan su eficacia de la Pasión de Cristo,
aunque el costado de Nuestro Seńor fue abierto después de su muerte, y
sangre y agua, que tipifican los dos sacramentos principales de la Iglesia,
fluyeron. El fluir de la sangre y el agua del costado de Cristo luego de su
muerte fue una seńal de los sacramentos, no de su institución. Podemos
concluir entonces que la edificación de la Iglesia fue completada cuando Cristo
dijo: “Todo está cumplido”, porque nada quedó luego más que la muerte, que
sucedió inmediatamente, y cumplió el precio de nuestra redención.
[243] Jn 19,30.
[244] Jn 17,4.
[245] Mt 20,22.
[246] Lc 22,42.
[247] Jn 18,11.
[248] Jn 19,30.
[249] Jn 19,28.30.
[250] Is 7,14.
[251] Miq 5,2.
[252] Nm 24,17.
[253] Sal 71,10.
[254] Is 61,1.
[255] Is 35,4.5.6.
[256] Za 9,9.
[257] Lc 18,31.
[258] Lc 22,53.
[259] Ba 3,36-38.
[260] Jn 16,28.
[261] Jer 14,8.
[262] Serm. 8. De Pass. Dom.
[263] Sal 109,4.
[264] Is 53,8.
[265] Sal 109,3.
[266] Miq 5,2.
[267] Mt 24,30.
[268] Mt 24,29.
[269] Is 53,7.
[270] Jn 1,29.
[271] 1Pe 1,18-19.
[272] Ap 13,8.
[273] 1Jn 2,2.
[274] Jn 1,29.
[275] Is 53,7.
[276] Jn 10,17.18.
[277] Ef 5,2.
[278] Jn 12,31-32.
[279] Ef 6,12.
[280] Sal 95,5.
[281] Col 1,13.
[282] 1Tim 2,4.
[283] Lc 23,43.
[284] Mc 16,16.
[285] Lc 14,30.
[286] "De Civit." l. 27,
c. 8.
[287] Sal 71,8. [288] Mt 3,17.
Cualquiera que con
atención reflexione sobre la sexta palabra ha de obtener muchas ventajas de sus
reflexiones. San Agustín saca una lección muy útil del hecho de que la palabra
“Todo está cumplido” muestra el cumplimiento de todas las profecías que hacen
referencia a Nuestro Seńor. Puesto que estamos seguros por lo que pasó que
las profecías relacionadas a Nuestro Seńor fueron verdaderas, así nosotros
deberíamos tener la misma certeza de que otras cosas que los mismos Profetas
han profetizado y que aún no han sucedido son igualmente ciertas. Los Profetas
hablaron no de lo que quisieron, sino bajo inspiración del Espíritu Santo, y
como el Espíritu Santo es Dios, quien no puede engańar o extraviar,
nosotros deberíamos estar muy confiados de que todo lo que predijeron sucederá,
si es que no ha sucedido ya. “Pues hasta ahora, decía San Agustín, todo ha sido
realizado, por lo que ha de cumplirse con certeza sucederá. Tengamos un temor
reverente en el Día del Juicio, pues el Seńor vendrá. Él, que vino como un
humilde bebé, vendrá de nuevo como un Dios poderoso”. Nosotros tenemos más
razones que los santos del Antiguo Testamento para nunca flaquear en nuestra
fe, o en lo que creemos que vendrá. Aquellos que vivieron antes de la venida de
Cristo estaban obligados a creer, sin prueba alguna, muchas cosas de las que
nosotros ya tenemos abundantes testimonios, y por todo aquello que ya ha sido
cumplido podemos deducir fácilmente que las otras profecías también se
cumplirán. Los contemporáneos de Noé habían escuchado acerca del Diluvio
Universal, no solo a través de los labios del profeta de Dios, sino también al mirarlo
trabajando tan diligentemente en la construcción del Arca; y aún así, como
nunca antes había habido un diluvio o algo similar a ello, no se convencieron,
y en consecuencia la ira Divina los tomó desprevenidos. Así como nosotros
sabemos que la profecía de Noé se cumplió, no deberíamos tener ninguna
dificultad en creer que el mundo y todo lo que ahora estimamos tanto será un
día destruido por el fuego. Sin embargo, aún hay algunos pocos que poseen una
fe tan viva en todo esto como para desprenderse ellos mismos de las cosas
perecibles, y fijar sus corazones en los gozos de arriba, que son reales y
eternos.
Los terrores del Último
Día han sido profetizados por Cristo mismo, por lo que es totalmente
inexcusable que alguien no pueda convencerse de que, así como algunas profecías
han sido ya cumplidas, otras también lo serán. Estas son las palabras de
Cristo: “Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre.
Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban
mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el Arca, y no se dieron cuenta
hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida
del Hijo de hombre. Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro
Seńor”[289]. Y San
Pedro dijo: “El Día del Seńor llegará como un ladrón; en aquel día, los
cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se
disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá”[290]. Pero algunos argumentarán que todas éstas
cosas están sumamente lejanas. Concedamos que efectivamente están aún lejanas,
y si lo están, el día de la muerte ciertamente no está muy lejano: su hora es
incierta, lo que sí es cierto es que en el juicio particular cada uno deberá
rendir cuenta sobre cada palabra vana. Y si esto por cada palabra vana
żqué sobre las palabras pecaminosas, y las blasfemias, que son tan
comunes? Y si tenemos que rendir cuenta sobre cada palabra vana żQué de
las acciones, de los robos, adulterios, fraudes, asesinatos, injusticias, y otros
pecados mortales? Por lo tanto el cumplimiento de algunas profecías nos harán
aún más culpables si es que no creemos que las otras profecías se cumplirán. Ni
es suficiente solamente creer, a menos que nuestra fe eficazmente mueva nuestra
voluntad a hacer o evitar aquello que nuestro entendimiento nos enseńa que
debe ser hecho o evitado. Si un arquitecto opina que una casa está a punto de
desplomarse, y sus habitantes creen en las palabras del arquitecto, pero aún
así no abandonan la casa y terminan sepultados en sus ruinas, żQué dirá la
gente de ésa fe? Ellos dirán con el Apóstol: “Profesan conocer a Dios, mas con
sus obras le niegan”[291].
O, żQué se diría si un doctor le ordena a su paciente no tomar vino, y el
paciente lo asume como un buen consejo, pero aún así continua tomando vino, y
se molesta si es que no se lo dan? żNo deberíamos decir que ése paciente
estaba loco y que en realidad no confiaba en su doctor? ˇQuisiera que no
hubieran tantos cristianos que profesan creer en los juicios de Dios y en otras
cosas, y con su conducta contradicen sus palabras!
[290] 2Pe 3,10
[291]
Tit 1,16.
Otra ventaja puede ser
sacada de la segunda interpretación que dimos a la palabra “todo está
cumplido”. Junto con San Juan Crisóstomo dijimos que por su muerte Cristo
concluyó su estadía laboriosa entre nosotros. Nadie puede negar que su vida
mortal fue sumamente dura, pero su misma dureza fue compensada por su cortedad,
su fruto, su gloria, y su honor. Duró treintitrés ańos. żQué es una
labor de treintitrés ańos comparado a un descanso eterno? Nuestro
Seńor trabajó con hambre y sed, en medio de muchas penalidades, de
insultos innumerables, de golpes, heridas, de la muerte misma. Pero ahora bebe
de la fuente de la alegría, y su alegría será eterna. Fue humillado, y por un
corto tiempo fue “oprobio de los hombres y desecho del pueblo”[292], pero “Dios le exaltó, y le otorgó el
Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, toda rodilla se
doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos”[293]. Por otro lado, los pérfidos judíos se
regocijaron durante una hora por Cristo y sus sufrimientos. Judas por una hora
disfrutó el precio de su avaricia: unas pocas monedas de plata. Pilato por una
hora se glorificó porque no había perdido la amistad de Tiberio, y había vuelto
a ganar la de Herodes. Pero por casi dos mil ańos han estado sufriendo los
tormentos del infierno, y sus gritos de desesperanza será escuchados por
siempre y para siempre.
Desde su miseria, todos
los siervos de la Cruz pueden aprender cuán bueno y fructuoso es ser humildes,
dóciles, pacientes, cargar su Cruz en esta vida, seguir a Cristo como su guía,
y de ninguna manera envidiar a aquellos que parecen estar alegres en este
mundo. Las vidas de Cristo y de sus apóstoles y mártires son una verdadero
comentario a las palabras del Seńor de seńores. “Bienaventurados los
pobres, bienaventurados los mansos, bienaventurados los que lloran,
bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
Reino de los Cielos”[294]
Y por otro lado “ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido vuestro
consuelo. Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre.
Ay de los que reís ahora, porque tendréis aflicción y llanto”[295].
Aunque ni las palabras,
ni la vida y muerte de Cristo son entendidas o seguidas por el mundo, aún quien
sea que desee dejar los afanes del mundo y entrar en su corazón y meditar
seriamente y decirse a sí mismo: “Escucharé lo que Dios me va a hablar”[296], e importuna a su
Divino Seńor con humilde plegaria y lamento de espíritu, entenderá sin
dificultad toda la verdad, y la verdad lo hará libre de todos sus errores, y lo
que antes parecía imposible será entonces fácil.
[292]
Sal 21,7.
[293]
Fil 2,9-10.
[294]
Mt 5,3.10.
[295]
Lc 6,24.25.
[296]
Sal 84,9
El tercer fruto a ser
recogido por la consideración de la sexta palabra es que debemos aprender a ser
sacerdotes espirituales, “para ofrecer a Dios sacrificios espirituales”[297], como nos dice San
Pedro, o como advierte San Pablo, “ofrecer” nuestros “cuerpos como una víctima
viva, santa, agradable a Dios”, nuestro “culto racional”[298]. Pues si esta palabra “todo está cumplido”
nos muestra que el Sacrificio de nuestro Sumo Sacerdote ha sido cumplido en la
Cruz, es justo y propio que los discípulos de un Dios crucificado, deseosos,
hasta donde puedan, de imitar a su Seńor, se ofrezcan ellos mismos como un
sacrificio a Dios, de acuerdo a su debilidad y pobreza. Ciertamente, San Pedro
dice que todos los cristianos son sacerdotes, no estrictamente como aquellos que
son ordenados por obispos en la Santa Iglesia Católica para ofrecer el
Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, sino sacerdotes espirituales para
ofrecer víctimas espirituales, no tales como leemos en el Antiguo Testamento,
ovejas y bueyes, tórtolas y palomas, o la Víctima del Nuevo Testamento, el
Cuerpo de Cristo en la Sagrada Eucaristía, sino víctimas místicas que pueden
ser ofrecidas por todos, como la oración y la alabanza y las obras buenas y los
ayunos y las obras de misericordia, como dice San Pablo: “ofrezcamos siempre un
sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de los labios que confiesan
su Nombre”[299]. En su
Carta a los Romanos, el mismo Apóstol nos dice, resaltándolo de manera
especial, que ofrezcamos a Dios el sacrificio místico de nuestros cuerpos tras
los sacrificios de la Antigua Ley, que eran regulados por cuatro decretos. El
primero era que la víctima debía ser algo consagrado a Dios, por lo que era
ilegítimo darle algún uso profano. El segundo era que la víctima debía ser una
creatura viviente, como una oveja, una cabra o un ternero. El tercero, que
debía ser sagrado, es decir, limpio, pues los judíos consideraban algunos
animales limpios y otros no. Ovejas, bueyes, cabras, tórtolas, gorriones y
palomas eran limpios, mientras que el caballo, el león, el zorro, el águila, el
cuervo, entre otros, no eran limpios. El cuarto, que la víctima debía ser
quemada, y despedir un olor de suavidad. Todas estas cosas enumera el Apóstol.
“Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis
vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, tal será
vuestro culto espiritual”[300].
Como entiendo al Apóstol, no nos está exhortando a ofrecer un sacrificio
estrictamente hablando, como si quisiese que nuestros cuerpos fuesen muertos y
quemados, como los cuerpos de las ovejas al ser ofrecidas en sacrificio, sino
ofrecer un sacrificio místico y razonable, un sacrificio que es similar, pero
no igual, espiritual y no corporal. El Apóstol por tanto nos exhorta a la
imitación de Cristo ya que Él ofreció en la Cruz para beneficio nuestro el
Sacrificio de su Cuerpo en una muerte real y verdadera, para que, por honor
suyo, ofrezcamos nuestros cuerpos como víctimas vivas, santas y perfectas, una
víctima que es agradable a Dios, y que es de manera espiritual muerta y
quemada.
Daremos ahora algunas
palabras de explicación en relación a los cuatro decretos que regulan los
sacrificios judíos. En primer lugar, nuestros cuerpos deben ser víctimas
consagradas a Dios, que debemos usar para el honor de Dios. Pues no debemos
mirar a nuestros cuerpos como propiedad nuestra, sino como propiedad de Dios, a
quien estamos consagrados por el Bautismo, y que nos ha comprado en gran
precio, como dice el Apóstol a los Corintios. Ni seamos tampoco meras víctimas,
sino víctimas vivas por la vida de la gracia y el Espíritu Santo. Pues aquellos
muertos por el pecado no son víctimas de Dios, sino del demonio, que mata
nuestras almas y se regocija en su destrucción. Nuestro Dios, que siempre fue y
es la fuente de la vida, no le habría ofrecido a Él fétidos despojos que no son
aptos para nada sino para ser arrojados a las bestias. En segundo lugar,
debemos tener mucho cuidado en preservar esta vida de nuestras almas para que
podamos ofrecer nuestro “culto espiritual”. Ni es suficiente para la víctima
estar viva. Debe ser también santa. Un “sacrificio viviente” y “santo”, dice
San Pablo. La oblación de víctimas limpias fue un sacrificio santo. Como hemos
dicho antes, algunos cuadrúpedos eran limpios, como las ovejas, cabras y
bueyes, y algunas aves eran limpias, como las tórtolas, gorriones y palomas. La
primera clase de animales significan la vida activa, la última la
contemplativa. Consecuentemente, si aquellos que llevan una vida activa entre
los fieles desean ofrecerse a sí mismos como víctimas santas a Dios, deben
imitar la simplicidad y la mansedumbre del cordero, que no conoce venganza, la
laboriosidad y la seriedad del buey, que no busca reposo, ni corre vanamente de
aquí para allá, sino soporta su carga y arrastra su arado y trabaja asiduamente
en el cultivo de la tierra, y finalmente, la agilidad de la cabra al trepar las
montańas y su rapidez en detectar objetos desde lejos. No deben descansar
satisfechos con solo ser mansos, ni realizando ciertas tareas. Deben alzar sus
corazones por la oración frecuente y contemplar las cosas que están arriba.
Pues żcómo pueden realizar sus acciones por la gloria de Dios y hacerlas
ascender como incienso de sacrificio ante Él, si raramente o nunca piensan en
Dios, ni lo buscan, y no están por medio de la meditación ardiendo con su Amor?
La vida activa del cristiano no debe estar completamente separada de la
contemplativa, así como la contemplativa no debe estar enteramente separada de
la activa. Aquellos que no siguen el ejemplo de los bueyes y corderos y cabras
en su trabajo continuo y útil por su Seńor, sino que desean y buscan su
propia comodidad temporal, no pueden ofrecer a Dios una víctima santa. Se parecen
más a bestias feroces y carnívoras, como lobos, perros, osos, y cuervos, que
hacen de su estómago un dios, y siguen las huellas del “león rugiente” que
“ronda buscando a quién devorar”[301].
Aquellos cristianos que siguen una vida contemplativa y buscan ofrecerse como
víctimas vivas y santas a Dios deben imitar la soledad de la tórtola, la pureza
de la paloma, la prudencia del gorrión. La soledad de la tórtola es aplicable
principalmente a los monjes y ermitańos, que no tienen comunicación con el
mundo y están enteramente dedicados a la contemplación de Dios y cantando sus
alabanzas. La pureza y la fecundidad de la paloma es necesaria para los obispos
y sacerdotes, que se relacionan con los hombres y han de engendrar y criar
hijos espirituales, y será difícil para ellos imitar tal pureza y fecundidad a
menos que frecuentemente vuelen hacia su país celestial por la contemplación, y
por la caridad condescender a socorrer las necesidades de los hombres. Hay el
peligro de que se abandonen enteramente a la contemplación y no engendren hijos
espirituales, o de volverse tan llenos de trabajo que se contaminen con deseos
mundanos, y mientras están ansiosos por salvar las almas de los demás, se
conviertan ellos --que Dios lo impida-- en náufragos. La prudencia del gorrión
es necesaria tanto para los contemplativos como para aquellos que se entregan a
las tareas activas del ministerio. Hay tanto gorriones de cerca como gorriones
de casa. Los gorriones de cerca muestran mucho cuidado en evitar las redes y
las trampas puestas para ellos, y los gorriones de casa, que viven próximos al
hombre, nunca se convierten en amigos del hombre, y con dificultad son
capturados. Así los cristianos, y de manera especial los sacerdotes y monjes,
deben imitar la prudencia del gorrión para evitar caer en las redes y trampas
puestas para ellos por el diablo, y cuando tratan con hombres, lo hacen solo
para beneficio del prójimo, evitando cualquier familiaridad con él,
especialmente con las mujeres, escapando de conversaciones vanas, declinando
invitaciones, y no estando presentes en actuaciones o teatros.
El último decreto en
relación a los sacrificios era que la víctima fuera no sólo viva y santa, sino
también agradable, esto es, dar un suavísimo olor, de acuerdo a lo que dice la
Escritura: “Y el Seńor aspiró un suave aroma”[302], y “Cristo se entregó por nosotros como
oblación y víctima de suave aroma”[303].
Era necesario que la víctima, para poder desprender este aroma tan agradable a
Dios, esté tanto muerta como quemada. Esto tiene lugar en el sacrificio místico
y razonable del cual estamos hablando, cuando la concupiscencia de la carne es
completamente subyugada y abrasada por el fuego de la caridad. Nada más eficaz,
veloz y perfecto para mortificar la concupiscencia de la carne que un sincero
amor de Dios. Pues Él es el Rey y Seńor de todos los afectos de nuestro
corazón, y todos nuestros afectos son gobernados por Él y dependen de Él, sea
aquellos de temor o esperanza, de deseo u odio, o ira, o cualquier otra
inquietud de mente. Ahora bien, el amor rinde nada más que un amor más fuerte,
y consecuentemente, cuando el amor Divino posee completamente el corazón del
hombre y lo enciende en llamas, todos los deseos carnales se rinden a él, y
siendo completamente subyugados, no nos ocasionan ninguna inquietud. Y por
tanto, ardientes aspiraciones y oraciones fervorosas ascienden de nuestros
corazones como incienso ante el trono de Dios. Este es el sacrificio que Dios
pide de nosotros, y al que el Apóstol nos exhorta a estar los más prontamente
preparados para ofrecer.
San Pablo usa un
argumento muy fuerte para persuadirnos de ello, así como es en sí mismo duro y
lleno de dificultad. Su argumento es expresado en estas palabras: “Os exhorto,
pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos
como una víctima viva”[304].
En el texto griego encontramos la palabra "misericordias" usada en
vez de "misericordia". żQué y cuántas son las misericordias de
Dios por las que el Apóstol nos exhorta? En primer lugar está la creación, por
la que fuimos hechos algo mientras que antes éramos nada. En segundo lugar,
aunque Dios Todopoderoso no tenía necesidad de nuestro servicio, nos ha hecho
siervos suyos, porque desea que hagamos algo por lo que pueda recompensarnos.
En tercer lugar, nos hizo a su imagen, y nos hizo capaces de conocerlo y
amarlo. En cuarto lugar, nos hizo, a través de Cristo, sus hijos adoptivos y
coherederos de su Hijo Unigénito. En quinto lugar, nos hizo miembros de su
Esposa, de aquella Iglesia de la cual Él es la Cabeza. Por último, se ofreció a
sí mismo en la Cruz, “como oblación y víctima de suave aroma”[305], para redimirnos de la esclavitud y
lavarnos de nuestra iniquidad, “para que pueda presentar a Él una Iglesia
gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga”[306]. Estas son las misericordias de Dios por
las que el Apóstol nos exhorta, como si dijera: “el Seńor ha derramado
tantas gracias sobre ustedes, que ni las merecen, ni las han pedido, ży
aún tienen como cosa difícil el ofrecerse a sí mismos a Dios como víctimas
vivas, santas y razonables? En verdad, lejos de ser difícil, debería parecer,
para cualquiera que atentamente considera todas las circunstancias, fácil y
ligero y agradable y placentero servir a tan buen Dios con nuestro corazón
entero a través de todo tiempo, y tras el ejemplo de Cristo, ofrecernos a
nosotros enteramente a Él como una víctima, una oblación, y un holocausto en
olor de suavidad.
[297] 1Pe 2,5.
[298] Rom 12,1.
[299] Hb 13,15.
[300] Rom 12,1.
[301] 1Pe 5,8.
[302] Gén 8,21.
[303]
Ef 5,2.
[304]
Rom 12,1.
[305]
Ef 5,2.
[306]
Ef 5,27.
Un cuarto fruto puede
ser cosechado de una cuarta explicación de la palabra “todo está cumplido”.
Pues si es verdad, como muy ciertamente es, que Dios por los méritos de Cristo
nos ha librado de la servidumbre del diablo, y nos ha colocado en el reino de
su amado Hijo, preguntemos, y no desistamos en nuestra indagación hasta que hayamos
encontrado alguna razón, por qué tanta gente prefiere la esclavitud del enemigo
de la humanidad, en vez del servicio a Cristo, nuestro amabilísimo Seńor,
y escoger el arder para siempre en las llamas del infierno con Satanás, en vez
de reinar felicísimos en la gloria eterna con Nuestro Seńor Jesucristo. La
única razón que hallo es que el servicio a Cristo empieza con la Cruz. Es
necesario crucificar la carne con sus vicios y concupiscencias. Esta trago
amargo, este cáliz de hiel, naturalmente produce nausea en el hombre frágil, y
es muchas veces la única razón por la cual el preferiría ser esclavo de sus
pasiones que ser Seńor de ellas por tal remedio. Un hombre sin razón,
ciertamente, o más aún no un hombre sino una bestia, pues un hombre despojado
de su razón es tal, puede ser gobernado por sus deseos y apetitos. Pero como el
hombre es dotado de razón, ciertamente sabe o debería saber que aquel que es
mandado crucificar su carne con sus vicios y concupiscencias debe insistir en
guardar este precepto, particularmente al ser asistido por la gracia de Dios
para hacer tal, y que Nuestro Seńor, como buen doctor, prepara de tal
manera esta amarga poción en orden a que pueda ser bebida sin dificultad. Más
aún, si alguno de nosotros individualmente fuera la primera persona a la que
estas palabras fuesen dirigidas “Toma tu cruz y sígueme”, tal vez tendríamos
una excusa para dudar y desconfiar de nuestras fuerzas, y no atrevernos a poner
nuestras manos sobre una cruz que consideramos incapaces de cargar. Pero como
no solamente hombres, sino incluso nińos de tierna edad han valientemente
tomado la Cruz de Cristo, la han cargado pacientemente, y han crucificado su
carne con sus vicios y concupiscencias, żpor qué habremos de temer?
żPor qué habremos de dudar? San Agustín fue vencido por este argumento, y
de una vez dominó sus concupiscencias carnales que por ańos había
considerado inconquistables. Puso delante de los ojos de su alma a tantos
hombres y mujeres que habían llevado vidas castas, y se dijo a sí mismo:
“żPor qué no puedes hacer lo que tantos de ambos sexos han hecho confiando
no en su propia fuerza, sino en el Seńor su Dios?”. Lo que ha sido dicho
de la concupiscencia de la carne, puede ser dicho con igual fuerza de la
concupiscencia de los ojos, que es la avaricia y el orgullo de la vida. No hay
vicio que con la asistencia de Dios no pueda ser superado, y no hay razón para
temer que Dios se rehusará a ayudarnos. San León dice: “Dios Todopoderoso
insiste con justicia que guardemos sus mandamientos pues el nos previene con su
gracia”. Miserables y locas y necias son, pues, aquellas almas que prefieren
llevar cinco yugos de bueyes bajo el mando de Satanás, y con trabajo y pena ser
esclavos de sus sentidos, y finalmente ser torturados para siempre con su
líder, el diablo, en las llamas del infierno, que someterse al yugo de Cristo,
que es dulce y ligero, y hallar descanso para sus almas en esta vida, y en la
próxima vida una corona eterna con su Rey en interminable gloria.
Un quinto fruto puede
ser recogido de esta palabra, pues podemos aplicarla a la edificación de la
Iglesia que fue perfeccionada en la Cruz, como otra Eva formada de la costilla
de otro Adán. Y este misterio debería enseńarnos a amar la Cruz, honrar la
Cruz, y estar estrechamente unidos a la Cruz. żPues quién no ama el lugar
de nacimiento de su madre? Todos los fieles tienen una extraordinaria
veneración por el sagrado hogar de Loreto, porque es el lugar de nacimiento de
la Virgen Madre de Dios, y ahí en su vientre virginal Ella concibió a
Jesucristo Nuestro Seńor, como el ángel anunció a San José: “Porque lo
engendrado en Ella es del Espíritu Santo”[307]. Así la Santa Iglesia Católica Romana,
consiente del lugar de su nacimiento, tiene a la Cruz plantada en todo lugar, y
en todo lugar exhibida. Somos enseńados a hacerla sobre nosotros mismos,
la vemos en las iglesias y casas. La Iglesia no confiere ningún sacramento sin
la Cruz, no bendice nada sin el signo de la Cruz, y nosotros, los hijos de la
Iglesia, manifestamos nuestro amor a la Cruz cuando pacientemente sobrellevamos
las adversidades por amor a nuestro Dios crucificado. Esto es gloriarse en la Cruz.
Esto es hacer lo que dijo el Apóstol: “Ellos marcharon de la presencia del
Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el
Nombre de Jesús”[308].
San Pablo simplemente nos da a entender lo que el quiere decir por glorificarse
en la Cruz cuando dice: “Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que
la tribulación engendra la paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud
probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”[309]. Y nuevamente en su
Carta a los Gálatas: “Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro
Seńor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un
crucificado para el mundo”[310].
Esto es ciertamente el triunfo de la Cruz, cuando el mundo con sus pompas y
placeres está muerto para el alma cristiana que ama a Cristo crucificado, y el
alma está muerta para el mundo al amar las tribulaciones y el desprecio que el
mundo odia, y odiando los placeres de la carne, y el aplauso vacío de hombres a
los que ama el mundo. De esta manera el verdadero siervo de Dios rinde tan
perfectamente que también puede decirse de él: “está concluido”.
[307] Mt 1,20.
[308] Hch 5,41.
[309] Rom. 5,3-5.
[310] Gál 6,14.
El último fruto en ser
cosechado de la consideración de esta palabra ha de ser recogido de la
perseverancia que Nuestro Seńor exhibió en la Cruz. Somos enseńados
por esta palabra “todo está cumplido” cómo Nuestro Seńor perfeccionó tanto
la obra de su Pasión desde el principio hasta el fin que nada le faltaba: “Las
obras de Dios son perfectas”[311].
Y como Dios Padre completó la obra de la creación en el sexto día y descansó el
séptimo, así el Hijo de Dios completó la obra de nuestra redención en el sexto
día y descansó en el sueńo de la muerte el séptimo. En vano los judíos lo
provocaban: “Si Él es el Rey de Israel que baje de la Cruz y creeremos en Él”[312]. Con mayor verdad
exclamaba San Bernardo: “Porque es el Rey de Israel, no abandonará el emblema
de su realeza. No nos dará una excusa para fallar en nuestra perseverancia, que
sola es coronada: no hará torpes las lenguas de los predicadores, ni mudos los
labios de aquellos que consuelan a los débiles, ni vacías las palabras de
aquellos cuyo deber es decir a todos: no abandonen su cruz, pues sin duda cada
alma individual hubiera respondido si pudiese: He abandonado mi cruz, porque
Cristo desertó primero de la suya”. Cristo perseveró en su Cruz incluso hasta
su muerte, para perfeccionar tanto su obra que nada le faltase, y dejarnos
ejemplo de perseverancia en todo sentido digno de nuestra admiración. Es fácil
ciertamente permanecer en lugares que nos acomodan, o perseverar en tareas que
nos agradan, pero es muy difícil quedarse en el puesto de uno cuando hay tanto
dolor a ser aliviado, o continuar en una ocupación en la que hay tanta ansiedad
ligada a ella. Pero si pudiésemos entender la razón que indujo a Nuestro
Seńor a perseverar en la Cruz, deberíamos estar completamente convencidos
que tenemos que cargar nuestra cruz con constancia, y de ser necesario,
cargarla con coraje incluso hasta nuestra muerte. Si fijamos los ojos solamente
en la Cruz no podemos sino llenarnos de horror a la vista de tal instrumento de
muerte. Pero si fijamos nuestros ojos en Él que nos exhorta a cargar la Cruz, y
en el lugar al que la Cruz nos llevará, y en el fruto que la Cruz produce en
nosotros, entonces, en vez de aparecer llena de dificultades y obstáculos, será
fácil y agradable perseverar en llevarla, e incluso permanecer con constancia
clavada en ella.
żEntonces por qué
Cristo perseveró tanto colgado de su Cruz incluso hasta la muerte sin un
lamento o una murmuración? La primera razón es el amor que tenía por su Padre:
“La copa que me ha dado el Padre, żno la he de beber?”[313]. Cristo amó a su Padre y el Padre amó a su
Hijo Unigénito con un amor igualmente inefable. Y cuando vio el cáliz del
sufrimiento ofrecido a Él por su todo-bueno y todo-amoroso Padre en tal manera
que Él no pudo concluir sino que era ofrecido a Él por la mejor de las razones,
no nos ha de maravillar que tomara hasta los residuos con la mayor prontitud.
El Padre había hecho una fiesta de bodas para su Hijo, y le había dado por
Esposa la Iglesia, ciertamente desfigurada y deformada, pero que Él había de
limpiar amorosamente en el bańo de su preciosa Sangre y hacerla hermosa,
“sin mancha ni arruga”[314].
Cristo por su lado amó carińosamente a la Esposa dada a Él por su Padre, y
no dudó en derramar su Sangre para hacerla hermosa y atractiva. Si Jacob sudó
por siete ańos alimentando a los rebańos de Labán, sufrió el calor y
el frío y la falta de sueńo para poder casarse con Raquel, y si estos
siete ańos de trabajos pasaron tan rápidamente que “parecieron sino pocos
días dada la grandeza de su amor”[315],
y otros siete ańos parecieron igualmente cortos, no debe sorprendernos que
el Hijo de Dios deseó ser colgado de la Cruz por tres horas por su Esposa, la
Iglesia, que había de ser madre de tantos miles de santos y de tantos hijos de
Dios. Más aún, al beber al amargo cáliz de su Pasión, Cristo estaba llevado no
sólo por su Amor al Padre y a su Esposa, sino también por la exaltada gloria y
la ilimitada y eterna alegría que iba a asegurar por medio de su Cruz. “Se
humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por lo
cual Dios lo exaltó, y le dio el Nombre que está sobre todo nombre: para que al
Nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, y en los
abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Seńor para gloria de
Dios Padre”[316].
Al ejemplo que Cristo
nos ha puesto, ańadamos también el ejemplo que los Apóstoles manifiestan
para que imitemos. San Pablo en su Carta a los Romanos, luego de enumerar sus
propias cruces y las de sus compańeros, pregunta: “żQuién nos
separará del amor de Cristo? żLa tribulación? żLa angustia? żLa
persecución? żEl hambre? żLa desnudez? żLos peligros? żLa
espada? Como dice la Escritura: por Tu causa somos muertos todo el día,
tratados como ovejas destinadas al matadero”. Y contesta su propia pregunta:
“Pero en todo esto vencemos gracias a Aquel que nos amó”[317]. No debemos preocuparnos del sufrimiento
que las cruces significan si deseamos permanecer firmes en sobrellevarlas, sino
alentarnos a nosotros mismos por el amor de aquel Dios que tanto nos amó que
entregó a su único Hijo por nuestro rescate; o incluso manteniendo fijos
nuestros ojos en Aquel Hijo de Dios que nos amó y “se dio a sí mismo por nosotros”[318]. En su Carta a los
Corintios, el mismo Apóstol dice: “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de
gozo en todas nuestras tribulaciones”[319].
żCuándo surgió esta consolación y este gozo que lo hace, por así decirlo,
impasible en toda aflicción? Él nos da la respuesta: “la leve tribulación de un
momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna”[320]. Por tanto la
contemplación de la corona que lo aguardaba, y el pensamiento que siempre
guardó ante él, valía por todos las pruebas de esta vida momentánea y trivial.
“żQué persecución --clama San Cipriano-- puede prevalecer ante tales
pensamientos?”[321]. Como
segundo modelo tomaremos la conducta de San Andrés, que no miró la cruz en la
que iba a ser colgado por dos días como una horca, sino que la abrazó como a un
amigo, y cuando los espectadores de su ejecución querían bajarlo, de ninguna
manera lo consentía, pues deseaba permanecer unido a la cruz incluso hasta su
muerte. Y ésta no es la acción de una persona loca o necia, sino de un apóstol
iluminado y de un hombre lleno del Espíritu Santo.
Todos los cristianos
pueden aprender del ejemplo de Cristo y sus apóstoles cómo comportarse cuando
no pueden descender de su cruz, esto es, cuando no se pueden liberar de alguna
aflicción particular o no pueden sufrir sin pecar. En primer lugar, la vida de
cada religioso ligado por los votos de pobreza, castidad y obediencia, es
comparada al martirio del cual no debe huir. Si un esposo está casado a una
esposa irascible, áspera y mal humorada, o una esposa está casada a un hombre
cuyo temperamento y carácter no es en lo más mínimo menos difícil de tratar,
como San Agustín, en sus “Confesiones”, nos asegura era la disposición de su
padre, el esposo de Santa Mónica, entonces la cruz debe ser valientemente
cargada, pues la unión es indisoluble. Los esclavos que han perdido su
libertad, prisioneros condenados a servicio perpetuo, enfermos que sufren de
una enfermedad incurable, los pobres que son tentados a asegurar el alivio
momentáneo robando, todos y cada uno han de dirigir sus pensamientos, no a la
cruz que cargan, sino a Aquel que ha puesto la cruz sobre ellos, si desean
perseverar cargándola con paz interior, y desean ganarse la inmensa recompensa
que es prometida a ellos en el cielo cuando sus sufrimientos acaben. Sin duda
es Dios quien nos aflige con las cruces, y Él es nuestro amadísimo Padre, y sin
su participación ni la tristeza ni la alegría pueden tener lugar en nosotros.
Sin duda, también, cualquier cosa que nos pase por voluntad suya es lo mejor
para nosotros, y ha de ser tan agradable para nosotros como para llevarnos a
decir con Cristo: “El Cáliz que me ha dado el Padre żno lo voy a beber?”[322]; y con el Apóstol:
“Pero en todo eso vencemos gracias a Aquel que nos amo”[323]. En consecuencia, aquellos que no pueden
dejar de lado su cruz sin pecar deben considerar, no su presente sufrimiento,
sino la corona que les aguarda, y cuya posesión más que compensará todas las
aflicciones, todos los dolores de esta vida. “Porque estimo que los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con lo gloria que se ha de
manifestar en nosotros”[324],
fue lo que dijo San Pablo de sí mismo, y el juicio que hizo sobre Moisés fue:
“prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar el efímero goce
del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto, el oprobio
de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa”[325].
Para consolación de
aquellos que son forzados a cargar la pesada carga de la cruz a lo largo de
muchos ańos, no estará fuera de lugar relatar brevemente la historia de
dos almas que no perseveraron, y encontraron esperándolos una cruz más pesada y
eterna. Cuando Judas el traidor empezó a reflexionar sobre lo detestable y
enorme de su traición, se sintió incapaz de soportar la vergüenza y la
confusión de encontrarse nuevamente con alguno de los apóstoles o discípulos de
Cristo, y se colgó a sí mismo con una soga. Lejos de escapar de la vergüenza
que temía, solo cambió una cruz por otra más pesada. Pues su confusión será aún
mayor cuando, el día del Juicio Final, tendrá que pararse delante de todos los
ángeles y hombres, no sólo como el traidor convicto de su Seńor, sino como
un asesino de sí mismo. Que necedad fue de su parte evitar una breve vergüenza
delante del entonces pequeńo rebańo de Cristo, quienes hubieran sido
mansos y buenos con él, como su Seńor, y lo hubiesen confiado a la
misericordia de su Redentor, y no tener que sufrir la infamia y la ignominia
que ha de sufrir cuando esté delante a la vista de todas las creaturas como un
traidor a su Dios y un suicida. El otro ejemplo es tomada del panegírico de San
Basilio sobre los cuarenta mártires. En la persecución del emperador Licinio,
cuarenta soldados fueron condenados a muerte por su firme creencia en Cristo.
Fueron ordenados ser expuestos desnudos durante la noche en un lago congelado,
y ganar su corona por la lenta agonía de ser congelados a muerte. Al lado del
lago congelado se tenía preparado un bańo caliente, al cual cualquiera que
negara su fe tenía la libertad de introducirse. Treintinueve de los mártires
dirigieron sus pensamientos a la felicidad eterna que los esperaba, sin
importarles su sufrimiento actual, que pronto acabaría, perseverando con
facilidad en su fe, mereciendo recibir de las manos de Jesucristo su corona de
gloria eterna. Pero uno ponderó y consideró sus tormentos, no pudo perseverar,
y se lanzó al bańo caliente. Mientras la sangre empezó correr nuevamente a
través de sus miembros congelados, expiró su alma, que, marcada con la desgracia
de ser un traidor a su Dios, descendió directamente a los eternos tormentos del
infierno. Buscando evadir la muerte, este infeliz desdichado la halló,
cambiando una transitoria y comparativamente ligera cruz por una insoportable y
eterna. Los imitadores de estos dos hombres miserables pueden ser hallados
entre aquellos que abandonan su vida religiosa, que alejan de sí el yugo que es
suave y la carga que es ligera, y cuando menos lo esperan, se encuentran atados
como esclavos del yugo más pesado de sus numerosos apetitos que nunca
satisfacen, y aplastados bajo la vejante carga de innumerables pecados.
Aquellos que se niegan a cargar la Cruz de Cristo están obligados a cargar las
ataduras y cadenas de Satanás.
[311] Dt 32,24.
[312] Mt 27,42.
[313] Jn 18,11.
[314] Ef 5,27.
[315] Gén 29,20.
[316] Flp 2,8-11.
[317] Rom 8,35-37.
[318] Tit 2,14.
[319] 2Cor 7,4.
[320] 2Cor 4,17.
[321] Cyprian., Lib. de Exhort. Martyr.
[322] Jn 18,11.
[323] Rom 8,37.
[324] Rom 8,18.
[325] Hb 11,25-26. Volver al Inicio del Documento
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