SEGUNDA
PARTE DE LA INTRODUCCIÓN
Diferentes
avisos para elevación del alma a
mediante
la oración y los sacramentos
CAPITULO
I
DE
LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN
1.
La oración al llevar nuestro entendimiento hacia las claridades de la luz
divina y al inflamar nuestra voluntad en el fuego del amor celestial, purifica
nuestro entendimiento de sus ignorancias, y nuestra voluntad de sus depravados
afectos; es el agua de bendición que, con su riego, hace reverdecer y florecer
las plantas de nuestros buenos deseos, lava nuestras almas de sus imperfecciones
y apaga en nuestros corazones la sed de las pasiones.
2.
Pero, de un modo particular, te aconsejo la oración mental afectuosa,
especialmente la que versa sobre la vida y pasión de Nuestro Señor.
Contemplándole con frecuencia, en la meditación, toda tu alma se llenará de
Él; aprenderás su manera de conducirse, y tus acciones se conformarán con el
modelo de las suyas. Él es la luz del mundo; es, pues, en Él, por Él y para
Él que hemos de ser ilustrados e iluminados; es el árbol del deseo, a cuya
sombra nos hemos de rehacer; es la fuente viva de Jacob, donde nos hemos de
purificar de todas nuestras fealdades. Finalmente, los niños, a fuerza de
escuchar a sus madres y de balbucir con ellas, aprenden a hablar su lenguaje;
así nosotros, permaneciendo cerca del Salvador, por la meditación, y
observando sus palabras, sus actos y sus afectos, aprenderemos, con su gracia, a
hablar, obrar y a querer como Él.
Conviene
que nos detengamos aquí Filotea, y, créeme, no podemos ir a Dios Padre sino
por esta puerta. Pues así como el cristal de un espejo no podría detener
nuestra imagen si no tuviese detrás de sí una capa de estaño o de plomo, de
la misma manera, la Divinidad no podría ser bien contemplada por nosotros, en
este mundo, si no se hubiese unido a la sagrada Humanidad del Salvador, cuya
vida y muerte son el objeto más proporcionado, apetecible, delicioso y
provechoso, que podemos escoger para nuestras meditaciones ordinarias. No en
vano es llamado, el Salvador, pan bajado del cielo; porque, así como el pan se
ha de comer con toda clase de manjares, de la misma manera el Salvador ha de ser
meditado, considerado y buscado en todas nuestras acciones y oraciones. Muchos
autores, para facilitar la meditación, han distribuido su vida y su muerte en
diversos puntos: los que te aconsejo de un modo particular son San Buenaventura,
Bellintani, Bruno, Capilia, Granada y La Puente.
3.
Emplea, en la oración, una hora cada día, antes de comer; pero, si es
posible, mejor será hacerlas a primeras horas de la mañana, porque, con el
descanso de la noche, tendrás el espíritu menos fatigado y más expedito. No
emplees más de una hora, si el padre espiritual no te dice expresamente otra
cosa.
4.
Si puedes practicar este ejercicio en la iglesia, y tienes allí bastante
quietud para ello, te será cosa fácil y cómoda, porque nadie, ni el padre, ni
la madre, ni el esposo, ni la esposa, ni cualquier otro, podrán impedirte que
estés una hora en la iglesia; en cambio, estando a merced de otros, no podrás,
en tu casa, tener una hora tan libre.
5.
Comienza toda clase de oraciones, ya sean mentales ya vocales, poniéndote en la
presencia de Dios, y cumple esta regla, sin excepción, y verás, en poco
tiempo, el provecho que sacarás de ella.
6.
Si quieres creerme, di el Padrenuestro, el Avemaría y el Credo
en latín; pero, al mismo tiempo, aplícate a entender, en tu lengua, las
palabras que contiene, para que, mientras las rezas en el lenguaje común de la
Iglesia, puedas, al mismo tiempo, saborear el admirable y delicioso sentido de
estas oraciones, que es menester decir fijando el pensamiento y excitando el
afecto sobre el significado de las mismas, y no de corrida, para poder rezar
más, sino procurando decir lo que digas, de corazón, pues un solo
Padrenuestro dicho con sentimiento vale más que muchos rezados de
prisa y con precipitación.
7.
El Rosario es una manera muy útil de orar, con tal que se rece cual conviene.
Para hacerlo así, procura tener algún librito de los que enseñan la
manera de rezarlo. Es también muy provechoso rezar las letanías de Nuestro
Señor, de la Santísima Virgen y de los santos, y todas las otras preces
vocales, que se encuentran en los manuales y Horas aprobadas, pero ten bien
entendido que, si posees el don de la oración mental, para ésta ha de ser el
primer lugar; de manera que, si después de ésta, ya sea por tus ocupaciones,
ya por cualquier otro motivo, no puedes hacer la oración vocal, no te inquietes
por ello y conténtate con decir simplemente, antes o después de la
meditación, la oración dominical, la salutación angélica o el símbolo de
los apóstoles.
8.
Si mientras haces la oración vocal, sientes el corazón inclinado y movido a la
oración interior o mental, no te niegues a entrar en ella, sino deja que ande
tu espíritu con suavidad, y no te preocupe el no haber terminado las oraciones
vocales que te habías propuesto rezar, pues la mental que habrás hecho en su
lugar, es más agradable a Dios y más útil a tu alma. Exceptúo el oficio
eclesiástico, si estuvieses obligado a rezarlo, pues, en este caso, hay que
cumplir con la obligación.
9.
En el caso de transcurrir toda la mañana, sin haber practicado este santo
ejercicio de la oración mental, debido a las muchas ocupaciones o a cualquiera
otra causa (lo cual, en lo posible, es menester procurar que no ocurra), repara
esta falta por la tarde, pero mucho después de la comida, porque si hicieres la
oración en seguida y antes de que estuviese bastante adelantada la digestión,
te invadiría un fuerte sopor, con detrimento de tu salud. Y, si no puedes
hacerlo en todo el día, conviene que repares esta pérdida, multiplicando las
oraciones jaculatorias, leyendo algún libro espiritual, haciendo alguna
penitencia que impida la repetición de esta falta, y con la firme resolución
de volver a tu santa costumbre el día siguiente.
CAPÍTULO
II
BREVE
MÉTODO PARA MEDITAR, Y PRIMERAMENTE DE LA PRESENCIA DE
DIOS, PRIMER PUNTO DE LA PREPARACIÓN
Tal
vez no sabes, Filotea, cómo se ha de hacer la oración mental, porque es una
cosa que, en nuestros tiempos, son, por desgracia, muy pocos los que la saben.
Por esta razón, te presento un método sencillo y breve, confiando en que, con
la lectura de muchos y muy buenos libros que se han escrito acerca de esta
materia, y, sobre todo, por la práctica, serás más ampliamente instruida. Te
indico, en primer lugar, la preparación, que consiste en dos puntos, el primero
de los cuales es ponerte en la presencia de Dios, y el segundo, invocar su
auxilio. Ahora bien, para ponerte en la presencia de Dios, te propongo cuatro
importantes medios, de los cuales podrás servirte en los comienzos.
El
primero consiste en formarse una idea viva y completa de la presencia de Dios,
es decir, pensar que Dios está en todas partes, y que no hay lugar ni cosa en
este mundo donde no esté con su real presencia; de manera que, así como los
pájaros, por dondequiera que vuelan, siempre encuentran aire, así también
nosotros, dondequiera que estemos o vayamos, siempre encontramos a Dios. Todos
conocemos esta verdad, pero no todos la consideramos con atención. Los ciegos,
que no ven al rey, cuando está delante de ellos no dejan de tomar una actitud
respetuosa si alguien les advierte su presencia; pero, a pesar de ello, es
cierto que, no viéndole, fácilmente se olvidan de que está presente y aflojan
en el respeto y reverencia. ¡Ay, FiIotea! Nosotros no vemos a Dios presente, y,
aunque la fe nos lo dice, no viéndole con los ojos, nos olvidamos con
frecuencia de Él y nos portamos como si estuviese muy lejos de nosotros; pues,
aunque sabemos que está presente en todas las cosas, como quiera que no
pensamos en Él, equivale a no saberlo. Por esta causa, es menester que, antes
de la oración, procuremos que en nuestra alma se actúe, reflexionando y
considerando esta presencia de Dios. Este fue el pensamiento de David, cuando
exclamó: «Si subo al cielo, ¡oh Dios mío!, allí estás Tú; si desciendo a
los infiernos, allí te encuentro»; y, en este sentido, hemos de tomar las
palabras de Jacob, el cual, al ver la sagrada escalera, dijo: «¡Oh! ¡Qué
terrible es este lugar! Verdaderamente, Dios está aquí y yo no lo sabía». Al
querer, pues, hacer oración, has de decir de todo corazón a tu corazón: «
¡Oh corazón mío, oh corazón mío! Realmente, Dios está aquí».
El
segundo medio para ponerse en esta sagrada presencia, es pensar que no solamente
Dios está presente en el lugar donde te encuentras, sino que está muy
particularmente en tu corazón y en el fondo de tu espíritu, al cual vivifica y
anima con su presencia, y es allí el corazón de tu corazón y el alma de tu
alma; porque, así como el alma, infundida en el cuerpo, se encuentra presente
en todas las partes del mismo, pero reside en el corazón con una especial
permanencia, así también Dios, que está presente en todas las cosas, mora, de
una manera especial, en nuestro espíritu, por lo cual decía David: «Dios de
mi corazón», y San Pablo escribía que «nosotros vivimos, nos movemos y
estamos en Dios». Al considerar, pues, esta verdad, excitarás en tu corazón
una gran reverencia para con Dios, que está en él íntimamente presente.
El
tercer medio es considerar que nuestro Salvador, en su humanidad, mira desde el
cielo todas las personas del mundo, especialmente los cristianos que son sus
hijos, y todavía de un modo más particular, a los que están en oración,
cuyas acciones y movimientos contempla. Y esto no es una simple imaginación,
sino una verdadera realidad, pues aunque no le veamos, es cierto que Él nos
mira, desde arriba. Así le vio San Esteban, durante su martirio. Podemos, pues,
decir muy bien con la Esposa de los Cantares: «Vedle detrás de la pared,
mirando por las ventanas, a través de las celosías».
El
cuarto medio consiste en servirse de la simple imaginación, representándonos
al Salvador, en su humanidad sagrada, como si estuviese junto a nosotros, tal
como solemos representarnos nuestros amigos, cuando decimos: me parece que estoy
viendo a tal persona, que hace esto y aquello; diría que la veo, y así por el
estilo. Pero si el Santísimo Sacramento estuviese presente en el altar,
entonces esta presencia será real y no puramente imaginaria, porque las
especies y las apariencias del pan serían tan sólo como un velo, detrás del
cual Nuestro Señor realmente presente, nos vería y contemplaría, aunque
nosotros no le viésemos en su propia forma.
Emplearás,
pues, uno de estos cuatro medios para poner tu alma en la presencia de Dios
antes de la oración, y no es menester que uses a la vez de todos ellos, sino
ora uno, ora otro, y aun sencilla y libremente.
CAPITULO
III
DE
LA INVOCACION, SEGUNDO PUNTO
DE LA PREPARACION
La
invocación se hace de esta manera: al sentirse tu alma en la presencia de Dios,
se postra con extremada reverencia, reconociéndose indignísima de estar
delante de una tan soberana Majestad, y reconociendo, no obstante, que esta
misma bondad así lo quiere, le pide la gracia de servirla y adorarla en esta
meditación. Si te parece podrás emplear algunas palabras breves y fervorosas,
como lo son éstas de David: «Oh Dios mío, no me apartes de delante de tu faz
y no me quites tu santo Espíritu. Ilumina tu rostro sobre tu sierva, y
meditaré tus maravillas. Dame inteligencia y consideraré tu ley, y la
guardaré en mi corazón. Yo soy tu sierva; dame el espíritu». También te
será provechoso invocar a tu Ángel de la Guarda y a los santos personajes que
entran en el misterio que meditas: como, en el de la muerte del Señor, podrás
invocar a la Madre de Dios, a San Juan, a la Magdalena y al buen ladrón, para
que te sean comunicados los sentimientos y emociones interiores que ellos
recibieron, y en la meditación de tu muerte, podrás invocar al Ángel de la
Guarda, que estará allí presente, para que te inspire las consideraciones
oportunas, y así en los demás misterios.
CAPÍTULO
IV
DE
LA PROPOSICIÓN DEL MISTERIO,
TERCER PUNTO DE LA PREPARACIÓN
Después
de estos dos puntos ordinarios de la meditación, sigue el tercero, que es
común a toda clase de meditaciones; es el que unos llaman composición de
lugar, y otros lección interior, y no consiste en otra cosa que en proponer a
la imaginación el cuerpo del misterio que se quiere meditar, como si realmente
y de hecho ocurriese en nuestra presencia. Por ejemplo, si quieres considerar a
Nuestro Señor en la cruz, te imaginarás que estás en el monte Calvario y que
ves todo lo que se hizo y se dijo el día de la pasión, o bien te imaginarás
el lugar de la crucifixión tal como lo describen los evangelistas. Lo mismo
digo acerca de la muerte, según ya lo he indicado en la meditación
correspondiente, como también acerca del infierno y de todos los misterios
semejantes, en los cuales se trata de cosas visibles y sensibles: porque, en
cuanto a los demás misterios, tales como la grandeza de Dios, la excelencia de
las virtudes, el fin para el cual hemos sido creados, que son cosas invisibles,
no es posible servirse de esta clase de imaginaciones. Es cierto que se puede
echar mano de cualesquiera semejanzas o comparaciones, para ayudar a la
meditación; pero esto es muy difícil de encontrar, y no quiero tratar contigo
de estas cosas sino de una manera muy sencilla, de suerte que tu espíritu no se
vea forzado a hacer invenciones. '
Ahora
bien, por medio de estas imaginaciones, concentramos nuestro espíritu en los
misterios que queremos meditar, para que no ande divagando de acá para
allá, de la misma manera que enjaulamos un pájaro o sujetamos el halcón con
un cordel, para tenerlo sujeto en la mano. Dirá, no obstante, alguno, que es
mejor usar el simple pensamiento de la f e o una simple aprensión puramente
mental y espiritual en la representación de estos misterios, o bien considerar
que las cosas ocurren en tu espíritu; pero esto es demasiado sutil para los que
comienzan, y, hasta que Dios no te lleve más arriba, te aconsejo, Filotea, que
permanezcas en el humilde valle que te muestro.
CAPITULO
V
DE
LAS CONSIDERACIONES, SEGUNDA
PARTE DE LA MEDITACIÓN
Después.
del acto de la imaginación, sigue el acto del entendimiento, que llamamos
meditación, la cual no es otra cosa que una o varias consideraciones hechas con
el fin de mover los afectos hacia Dios y las cosas divinas: y, en esto, la
meditación se separa del estudio y de los demás pensamientos y
consideraciones, las cuales no se hacen para alcanzar la virtud o el amor de
Dios, sino para otros fines e intenciones: para saber, o disponerse para
escribir o disputar. Teniendo, pues, como he dicho, tu espíritu concentrado
dentro del círculo de la materia que quieres meditar-por medio de la
imaginación si el objeto es sensible, o por la sencilla proposición, si no es
sensible-, comenzarás a hacer consideraciones sobre el mismo, de las cuales
encontrarás ejemplos prácticos en las meditaciones que te he propuesto. Y, si
tu espíritu encuentra suficiente gusto, luz y fruto en una de las
consideraciones, te detendrás en ella, sin pasar adelante, haciendo como las
abejas, que no dejan la flor, mientras encuentran en ella miel que chupar. Pero,
si en alguna de las consideraciones, después de haber ahondado un poco, no te
encuentras a tu sabor, pasarás a otra; pero, en esta labor anda despacio y con
simplicidad, sin apresurarte.
CAPÍTULO
VI
DE
LOS AFECTOS Y PROPÓSITOS,
TERCERA PARTE DE LA MEDITACION
La
meditación produce buenos movimientos en la voluntad o parte afectiva de
nuestra alma, como amor de Dios y del prójimo, deseo del paraíso y de la
gloria, celo de la salvación de las almas, imitación de la vida de Nuestro
Señor, compasión, admiración, gozo, temor de no ser grato a Dios, del juicio,
del infierno, odio al pecado, confianza en la bondad y misericordia de Dios,
confusión por nuestra mala vida pasada: y en estos afectos, nuestro espíritu
se ha de expansionar y extender, en la medida de lo posible. Y, si, en esto,
quieres ser ayudada, torna el primer volumen de las Meditaciones de Dom Andrés
Capilia, y lee el prefacio, donde enseña la manera de explayar los afectos. Lo
mismo encontrarás más extensamente explicado, en el Tratado de la Oración del
Padre Arias.
No
obstante, Filotea, no te has de detener tanto en estos afectos generales, que no
los conviertas en resoluciones especiales y particulares, para corregirte y
enmendarte, Por ejemplo, la primera palabra que Nuestro Señor dijo en la cruz
producirá seguramente en tu alma un buen deseo de imitarle, es decir, de
perdonar a los enemigos y de amarles. Pues bien, te digo que esto es muy poca
cosa, si no añades un propósito especial de esta manera: en adelante no me
enojaré por las palabras injuriosas que aquél o aquélla, el vecino o la
vecina, mi criado o la criada, dicen contra mí, ni tampoco por tales o cuales
desprecios, de que me ha hecho objeto éste o aquél; al contrario, diré tal o
cual cosa, para ganarlos o suavizarlos, y así de los demás afectos. Por este
medio, Filotea, corregirás tus faltas en poco tiempo, mientras que, con solos
los afectos, lo conseguirías tarde y con dificultad.
CAPÍTULO
VII
DE
LA CONCLUSIÓN Y RAMILLETE
ESPIRITUAL
Finalmente,
la meditación se ha de acabar con tres cosas, que se han de hacer con toda la
humildad posible. La primera es la acción de gracias a Dios por los afectos y
propósitos que nos ha inspirado, y por su bondad y misericordia, que hemos
descubierto en el misterio meditado. La segunda es el acto de ofrecimiento, por
el cual ofrecemos a Dios su misma bondad y misericordia, la muerte, la sangre,
las virtudes de su Hijo, y, a la vez nuestros afectos y resoluciones. La tercera
es la súplica, por la cual pedimos a Dios, con insistencia, que nos comunique
las gracias y las virtudes de su Hijo y otorgue su bendición a nuestros afectos
y propósitos, para que podamos fielmente ponerlos en práctica. Después hemos
de pedir por la Iglesia, por nuestros pastores, parientes, amigos y por los
demás, recurriendo, para este fin, a la intercesión de la Madre de Dios, de
los ángeles y de los santos. Finalmente, ya he hecho notar que conviene decir
el Padrenuestro y el Avemaría, que es la plegaria general y
necesaria de todos los fieles.
A
todo esto he añadido que hay que hacer un pequeño ramillete de devoción. He
aquí lo que quiero decir: los que han paseado por un hermoso jardín no salen
de él satisfechos, si no se llevan cuatro o cinco flores, para olerlas y
tenerlas consigo durante todo el día. Por la meditación, hemos de escoger uno,
dos o tres puntos, los que más nos hayan gustado y los que sean más a
propósito para nuestro aprovechamiento, para recordarlos durante todo el día y
olerlos espiritualmente. Y este ramillete se hace en el mismo lugar donde hemos
meditado, sin movernos, o bien paseando solos durante un rato.
CAPÍTULO
VIII
ALGUNOS
AVISOS ÚTILES SOBRE LA
MEDITACIÓN
Conviene,
sobre todo, Fílotea, que, al salir de la meditación conserves las resoluciones
y los propósitos que hubieres hecho para practicarlos con diligencia durante el
día. Este es el gran fruto de la meditación, sin el cual, ésta es, con
frecuencia, no sólo inútil sino perjudicial, porque las virtudes meditadas y
no practicadas hinchan y envalentonan el espíritu, pues nos hacen creer que
somos en realidad, lo que hemos resuelto ser, lo cual es, ciertamente, verdad
cuando las resoluciones son vivas y sólidas; pero no lo son, sino que, al
contrario, son vanas y peligrosas, cuando no se practican. Conviene, pues, por
todos los medios, esforzarse en practicarlas y buscar las ocasiones de ello,
grandes o pequeñas. Por ejemplo, si he resuelto ganar con la dulzura a los que
me han ofendido, procuraré, durante el día, encontrarlos, para saludarlos con
amabilidad, y, si no puedo encontrarlos, hablaré bien de ellos y los
encomendaré a Dios.
Al
salir de esta oración afectiva, has de tener cuidado de no sacudir tu corazón,
para que no derrame el bálsamo que la oración ha vertido en él; quiero decir
que hay que guardar, por espacio de algún tiempo, el silencio y transportar
suavemente el corazón, de la oración a las ocupaciones, conservando, todo el
tiempo que sea posible, el sentimiento y los afectos concebidos. El hombre que
recibe en un recipiente de hermosa porcelana un licor de mucho precio, para
llevarlo a su casa, anda con mucho tiento, sin mirar a los lados, sino que ora
mira enfrente, para no tropezar contra alguna piedra, ora el recipiente, para
evitar que se derrame. Lo mismo has de hacer tú, al salir de la meditación: no
te distraigas enseguida, sino mira sencillamente delante de ti, pero, si
encuentras alguno, con el cual hayas de hablar o al que hayas de escuchar,
hazlo, pues no queda otro remedio, pero de manera que tengas siempre la mirada
puesta en tu corazón, para que el licor de la santa oración no se derrame más
de lo que sea imprescindible.
También
conviene que te acostumbres a saber pasar de la oración a toda clase de
acciones, que tu oficio o profesión, justa y legítimamente, requieran, por
más que parezcan muy ajenas a los afectos que hemos concebido en la oración.
Por ejemplo: un abogado ha de saber pasar de la oración a los pleitos; un
comerciante, al tráfico; la mujer casada, a las obligaciones de su estado y a
las ocupaciones del hogar, con tanta dulzura y tranquilidad, que no, por ello,
se turbe su espíritu, pues ambas cosas son según la voluntad de Dios y en
ambas hay que pensar con espíritu de humildad y devoción.
Te
ocurrirá, alguna vez, que, inmediatamente después de la preparación, tu
afecto se sentirá en seguida movido hacia Dios. Entonces, Filotea, conviene
darle rienda suelta, sin empeñarte en querer seguir el método que te he dado;
porque, si bien, por lo regular, la consideración ha de preceder a los afectos
y a las resoluciones, cuando, empero, el Espíritu Santo te da los afectos antes
de la consideración, no has de detenerte en ésta quieras o no, pues su fin no
es otro que mover los afectos. En una palabra, siempre que se despierten en ti
los afectos, debes admitirlos y hacerles lugar, ya sea antes ya después de
todas las consideraciones. Y, aunque yo he puesto los afectos después de todas
las consideraciones, lo he hecho únicamente para distinguir bien las diferentes
partes de la oración; por otra parte, es una regla general que nunca hay que
cohibir los afectos, sino que es menester dejar que se expansionen los que se
presentan. Digo esto no sólo con respecto a los demás afectos, sino también
con respecto a la acción de gracias, al ofrecimiento ya la plegaria, que pueden
hacerse entre las consideraciones, y que no se han de contener más que los
otros afectos, si bien, después, al terminar la meditación, conviene
repetirlos y continuarlos. Pero, en cuanto a las resoluciones es menester
hacerlas después de los afectos y al fin de toda la meditación, antes de la
conclusión, pues, como quiera que las resoluciones traen a nuestra imaginación
objetos concretos y de orden familiar, nos pondrían en el peligro de
distraernos, si se hiciesen en medio de los afectos.
Entre
los afectos y las resoluciones, es bueno emplear el coloquio, y hablar ora a
Dios, ora a los ángeles, ora a las personas que aparecen en los misterios, a
los santos y a sí mismo, al propio corazón, a los pecadores, como vemos que
lo hizo David en los Salmos, y otros santos, en sus meditaciones y
oraciones.
CAPÍTULO
IX
DE
LAS SEQUEDADES QUE NOS VIENEN
EN LA MEDITACIÓN
Filotea,
si te acontece que no encuentras gusto ni consuelo en la meditación, te conjuro
que no te turbes, sino que, antes bien, abras la puerta a las oraciones vocales:
quéjate de ti misma a Nuestro Señor; confiesa tu indignidad, pídele que te
ayude, besa su imagen, si la tienes en la mano, dile estas palabras de Jacob:
«No, Señor, no te dejaré, si antes no me das tu bendición»; o las de la
Cananea: «Sí, Señor, soy un perro.. pero los perros comen las migajas de la
mesa de sus dueños». Otra vez, toma un libro en la mano y léelo con
atención, hasta que tu espíritu se despierte y vuelva en sí: estimula, alguna
vez tu corazón mediante alguna actitud o movimiento de devoción exterior, como
postrarte en tierra, juntar las manos sobre el pecho, abrazar el crucifijo: todo
ello si estás en algún lugar a solas.
Y,
si después de todo esto, todavía no te sientes consolada, por grande que sea
tu sequedad, no te aflijas, sino sigue en devota actitud, delante de Dios.
¡Cuántos cortesanos hay, que van cien veces al año a la cámara de su
príncipe, sin ninguna esperanza de hablarle, únicamente para ser vistos y
rendirle homenaje! De esta manera, amada Filotea, hemos de ir a la oración,
pura y simplemente para cumplir con nuestro deber y dar testimonio de nuestra
fidelidad. Y, si la divina Majestad se digna hablarnos y conversar con nosotros
con sus santas inspiraciones y consuelos interiores, esto será ciertamente,
para nosotros, un gran honor y motivo de gran gozo, pero, si no quiere hacernos
esta gracia, sino que quiere dejarnos allí, sin decirnos palabra, como si no
nos viese o no estuviésemos en su presencia, no nos hemos de retirar, sino, que
al contrario, hemos de permanecer allí, delante de esta soberana bondad, en
actitud devota y tranquila; y entonces, infaliblemente, Él se complacerá en
nuestra paciencia y tendrá en cuenta nuestra asiduidad y perseverancia, y, otra
vez, cuando volvamos a su presencia, nos hará mercedes y conversará con
nosotros con sus consolaciones, haciéndonos ver la amenidad de la santa
oración. Pero, si no lo hace, estemos, empero, contentos, Filotea, pues harto
honor es estar cerca de Él y en su presencia.
CAPÍTULO
X
LA
ORACIÓN DE LA MAÑANA
Además
de esta oración mental perfecta y ordenada y de las demás oraciones vocales
que has de rezar una vez al día, hay otras cinco clases de oraciones más
breves, que son como efectos y renuevos de la otra oración más completa; de
las cuales la primera es la que se hace por la mañana, como una preparación
general para todas las obras del día. Las harás de esta manera:
1.
Da gracias y adora profundamente a Dios por la merced que te ha hecho de haberte
conservado durante la noche anterior; y, si hubieses cometido algún pecado, le
pedirás perdón.
2.
Considera que el presente día se te ha dado para que, durante el mismo puedas
ganar el día venidero de la eternidad, y haz el firme propósito de emplearlo
con esta intención.
3.
Prevé qué ocupaciones, qué tratos y qué ocasiones puedes encontrar, en este
día de servir a Dios, y qué tentaciones de ofenderle pueden sobrevenir, a
causa de la ira, de la vanidad o de cualquier otro desorden; y, con una santa
resolución, prepárate para emplear bien los recursos que se te ofrezcan de
servir a Dios y de progresar en el camino de la devoción; y, al contrario,
disponte bien para evitar, combatir o vencer lo que pueda presentarse contrario
a tu salvación y a la gloria de Dios. Y no basta hacer esta resolución, sino
que es menester preparar la manera de ejecutarla. Por ejemplo, si preveo que
tendré que tratar alguna cosa con una persona apasionada o irascible, no sólo
propondré no dejarme llevar hasta el trance de ofenderla, sino que procuraré
tener preparadas palabras de amabilidad para prevenirla, o procuraré que esté
presente alguna otra persona, que pueda contenerla. Si preveo que podré visitar
un enfermo, dispondré la hora y los consuelos pertinentes que he de darle; y
así de todas las demás cosas.
4.
Hecho esto, humíllate delante de Dios y reconoce que, por ti misma, no podrás
hacer nada de lo que has resuelto, ya sea para evitar el mal, ya sea para
practicar el bien. Y, como si tuvieses el corazón en las manos, ofrécelo, con
todas tus buenas resoluciones, a la divina Majestad y suplícale que lo tome
bajo su protección y que lo robustezca, para que salga airoso en su servicio,
con estas o semejantes palabras interiores: «Señor, he aquí este pobre y
miserable corazón que, por tu bondad, ha concebido muchos y muy buenos deseos.
Pero, ¡ay!, es demasiado débil e infeliz para realizar el bien que desea, si
no le otorgas tu celestial bendición, la cual, con este fin, yo te pido, ¡oh
Padre de bondad!, por los méritos de la pasión de tu Hijo, a cuyo honor
consagro este día y el resto de mi vida». Invoca a Nuestra Señora, a tu
Ángel de la Guarda y a los Santos, para que te ayuden con su asistencia.
Mas
estos actos, si es posible, se han de hacer breve y fervorosamente, antes de
salir de la habitación, a fin de que, con este ejercicio, quede ya rociado con
las bendiciones de Dios, todo cuanto hagas durante el día. Lo que te ruego,
Filotea, es que jamás dejes este ejercicio.
CAPÍTULO
XI
DE
LA ORACIÓN DE LA NOCHE Y DEL
EXAMEN DE CONCIENCIA
Así
como antes de la comida temporal, haces la comida espiritual, por medio de la
meditación, de la misma manera, antes de la cena, has de hacer una breve cena
o, al menos, una colación, devota y espiritual. Procura, pues, tener un rato
libre antes de la hora de cenar, y, postrado delante de Dios, recogiendo tu
espíritu en la presencia de Cristo crucificado (que te representarás con una
sencilla consideración o mirada interior), aviva en tu corazón el fuego de la
meditación de la mañana, con algunas fervorosas aspiraciones, actos de
humildad y amorosos suspiros inspirados en este divino Salvador de tu alma, o
bien repitiendo los puntos que más hayas saboreado en dicha meditación, o bien
excitándote con alguna otra consideración, como más te plazca.
En
cuanto al examen de conciencia, que siempre has de hacer antes de acostarte,
todos sabemos cómo se ha de practicar.
1.
Demos gracias a Dios por habernos conservado durante el día.
2.
Examinemos cómo nos hemos portado en cada hora, y, para hacerlo con mayor
facilidad, consideremos dónde, con quiénes y en qué ocupaciones nos hemos
empleado.
3.
Si descubrimos que hemos hecho alguna obra buena, demos gracias a Dios; si, al
contrario, hemos hecho algún mal, de pensamiento, palabra u obra, pidamos
perdón a su divina Majestad, con el propósito de confesarnos, en la primera
ocasión, y de enmendarnos con diligencia.
4.
Después de esto, encomendemos a la Providencia divina nuestro cuerpo, nuestra
alma, la Iglesia, los padres, los amigos; pidamos a Nuestra Señora, al Ángel
de la Guarda y a los santos, que velen por nosotros, y, con la bendición de
Dios, vayamos a tomar el descanso, que Él ha querido que nos sea necesario.
Este
ejercicio, lo mismo que el de la mañana, nunca se ha de omitir; porque, con el
de la mañana, abres las ventanas de tu alma al Sol de justicia, y, con el de la
noche, las cierras a las tinieblas del infierno.
CAPÍTULO
XII
EL
RETIRO ESPIRITUAL
En
este punto, amada Filotea, es donde deseo que sigas mi consejo; porque es aquí
donde se encuentra uno de los recursos más seguros para tu aprovechamiento
espiritual.
Pon,
cuantas veces puedas, durante el día, tu espíritu en la presencia de Dios, por
alguna de las cuatro maneras más arriba indicadas; considera lo que hace Dios y
lo que haces tú, y verás cómo sus ojos te miran y están perpetuamente fijos
en ti, con un amor incomparable. i Oh Dios!, dirás, ¿por qué no te miro yo
siempre como Tú me miras a mí? ¿Por qué piensas en mí con tanta frecuencia,
y yo pienso tan poco en Ti? ¿ Dónde estamos, alma mía? Nuestra verdadera
morada es Dios, y ¿dónde nos encontramos?
Así
como los pájaros tienen sus nidos en los árboles, para retirarse a ellos
cuando tienen necesidad, y los ciervos sus escondrijos y sus defensas, donde se
ocultan y se amparan y donde toman el fresco de la sombra en el verano, de la
misma manera, Filotea, nuestros corazones han de escoger, cada día, algún
lugar, en la cima del Calvario, en las llagas de Nuestro Señor o en cualquiera
otro sitio cercano a Él, donde guarecernos en toda clase de ocasiones, donde
rehacernos y recrearnos en medio de las ocupaciones exteriores, y para estar
allí, como en una fortaleza, para defendernos contra las tentaciones.
Bienaventurada el alma que podrá decir con verdad al Señor: «Tú eres mi casa
de refugio, mi firme defensa, mi techo contra la lluvia, mi sombra contra el
calor».
Acuérdate,
pues, Filotea, de hacer siempre muchos retiros en la soledad de tu corazón,
mientras corporalmente te encuentras en medio de las conversaciones y
quehaceres, y esta soledad mental no puede ser, en manera alguna, impedida por
la multitud de los que nos rodean, porque ellos no están alrededor de tu
corazón, sino alrededor de tu cuerpo, de tal manera que tu corazón permanece
solo en la presencia de Dios. Es el ejercicio que practicaba David, en medio de
sus muchas ocupaciones, según lo afirma en muchos pasajes de sus salmos, como
cuando dice: « i Oh Señor!, yo siempre estoy contigo. Veo siempre a mi Dios
delante de mí. Levanto mis ojos a Tí, ¡ oh Dios mío!, que habitas en los
cielos. Mis ojos siempre están puestos en Dios». Además, las conversaciones
no son ordinariamente tan importantes, que no sea posible, de cuando en cuando,
apartar de ellas el corazón, para ponerlo en esta divina soledad.
A
Santa Catalina de Sena, a quien su padre y su madre habían privado de toda
comodidad y ocasión para poder orar y meditar, inspirándole Nuestro Señor que
hiciese un pequeño oratorio en su espíritu, al cual pudiese retirarse
mentalmente, para entregarse a esta santa soledad espiritual, en medio de las
ocupaciones exteriores. Y, desde entonces, cuando el mundo la acometía, no
recibía de ello ninguna molestia, porque, como ella misma decía, se encerraba
en su celda interior, donde se consolaba con su celestial esposo.
Así,
aconsejaba a sus hijos espirituales que edificasen una celda en su corazón y
que se retirasen a ella.
Encierra,
pues, algunas veces tu espíritu en tu corazón, donde, separada de todos, pueda
tu alma comunicarse íntimamente con Dios, para decirle con David: «He estado
en vela y me he hecho semejante al pelícano del desierto. Estoy como el búho o
la lechuza en las hendiduras de la pared o como el ave solitaria en la
techumbre». Estas palabras, aparte de su sentido literal (que demuestra cómo
este gran rey se tomaba algunas horas para vivir en la soledad y entregarse a la
contemplación de las cosas espirituales), nos muestran, en su sentido místico,
tres excelentes lugares de retiro y como tres ermitas, donde podamos ejercitar
nuestra soledad, a imitación de nuestro Salvador, que, en la cima del Calvario,
fue como el pelícano de la soledad, que con su sangre da vida a sus polluelos
muertos; en su Natividad en un establo abandonado, fue como el búho en las
hendiduras de la pared, lamentando y doliéndose de nuestras culpas y pecados,
y, el día de la Ascensión, fue como el ave solitaria que se retira y vuela
hacia el cielo que es como el techo del mundo. El bienaventurado EIzeario, conde
de Arián, en Provenza, habiendo estado mucho tiempo ausente de su devota y
casta Delfina, recibió de ella un propio, que fue a enterarse de su salud, al
cual respondió: «Me encuentro muy bien, amada esposa; si quieres verme,
búscame en la llaga del costado de nuestro dulce Jesús, pues es allí donde yo
habito y allí me encontrarás; en balde me buscarás en otra parte». ¡He
aquí un caballero cristiano de verdad!
CAPÍTULO
XIII
DE
LAS ASPIRACIONES, ORACIONES,
JACULATORIAS
Y BUENOS PENSAMIENTOS
Nos
retiramos en Dios porque aspiramos a Él, y aspiramos a Él para retirarnos en
Él, de manera que la aspiración a Dios y el retiro espiritual son dos cosas
que se completan mutuamente y ambas proceden y nacen de los buenos pensamientos.
Levanta, pues, con frecuencia el corazón a Dios, Filotea, con breves pero
ardientes suspiros de tu alma. Admira su belleza, invoca su auxilio, arrójate,
en espíritu, al pie de la cruz, adora su bondad, pregúntale, con frecuencia,
sobre tu salvación, ofrécele, mil veces al día, tu alma, fija tus ojos
interiores en su dulzura, alárgale la mano, como un niño pequeño a su padre,
para que te conduzca, ponlo sobre tu corazón, como un ramo delicioso, plántalo
en tu alma, como una bandera, y mueve de mil diversas maneras tu corazón, para
entrar en el amor de Dios y excitar en ti una apasionada y tierna estimación a
este divino esposo.
Así
se hacen las oraciones jaculatorias, que el gran San Agustín, aconseja con
tanto encarecimiento a la devota dama Proba. Filotea, nuestro espíritu,
entregándose al trato, a la intimidad y a la familiaridad con Dios, quedará
todo él perfumado de sus perfecciones; y, ciertamente, este ejercicio no es
difícil, porque puede entrelazarse con todos los quehaceres y ocupaciones, sin
estorbarlas en manera alguna, porque, ya en el retiro espiritual, ya en estas
aspiraciones interiores, no se hacen más que pequeñas y breves digresiones,
que, no impiden, sino que ayudan mucho a lograr lo que pretendemos. El caminante
que bebe un sorbo de vino, para alegrar su corazón y refrescar su boca, aunque
para ello se detiene unos momentos, no interrumpe el viaje, sino que toma
fuerzas para llegar más pronto y con más alientos, no deteniéndose sino para
andar mejor.
Muchos
han reunido varias aspiraciones vocales, que, verdaderamente, son muy útiles;
pero, si quieres creerme, no te sujetes a ninguna clase de palabras, sino
pronuncia, con el corazón o con los labios, las que el amor te dicte, ya que
él te inspirará todas cuantas quieras. Es verdad que hay ciertas palabras que,
en este punto, tienen una fuerza especial para satisfacer al corazón-, tales
son las aspiraciones tan abundantemente sembradas en los salmos de David, las
diversas invocaciones del nombre de Jesús y las expresiones amorosas escritas
en el Cantar de los Cantares. Los cánticos espirituales también sirven para
este fin, con tal que se canten con atención.
Finalmente,
así como los que están enamorados con un amor puramente humano y natural,
tienen siempre fijos sus pensamientos en el ser querido, su corazón lleno de
afectos para con él, su boca llena de sus alabanzas y, durante su ausencia, no
pierden coyuntura de manifestar su amor por cartas, y no encuentran árbol en
cuya corteza no graben el nombre del ser amado; de la misma manera, los que aman
a Dios no pueden dejar de pensar en Él, suspirar por Él, aspirar a Él, hablar
de Él, y querrían, si posible fuese, imprimir sobre el pecho de todas las
personas del mundo el santo y sagrado nombre de Jesús. Y a esto les invitan
todas las cosas, y no hay criatura que no les anuncie las alabanzas de su amado,
y, como dice San Agustín, sacándolo de San Antonio, todo cuanto hay en el
mundo les habla un lenguaje mudo, pero muy inteligible, en alabanza de su amor;
todas las cosas les inspiran buenos pensamientos, de los cuales nacen, después,
muchos movimientos y aspiraciones hacia Dios. He aquí algunos ejemplos.
San
Gregorio, obispo de Nacianzo, según refería él mismo a los fieles, mientras
paseaba por la playa miraba cómo las olas se extendían sobre la arena y cómo
dejaban conchas y caracoles marinos, hierbas pequeñas, ostras y otras parecidas
menudencias, que el mar echaba, o, por mejor decir, escupía hacia fuera;
después, otras olas volvían a engullir y a coger de nuevo una parte de
aquello, mientras que las rocas de aquellos contornos permanecían firmes e
inmóviles, por más que las aguas las azotasen fuertemente. Pues bien, acerca
de esto tuvo este hermoso pensamiento, a saber, que los débiles, imitando a las
conchas, a los caracoles y a las hierbas, ora se dejan llevar de la aflicción,
ora de la consolación, hechos juguete de las olas y del vaivén de la fortuna,
mientras que las almas fuertes permanecen firmes e inmóviles a toda clase de
vientos, y estos pensamientos le hicieron repetir estas aspiraciones de David:
« ¡ Oh Señor, sálvame, porque las aguas han entrado hasta mi alma! ¡ Oh
Señor, líbrame del abismo de las aguas! Me he hundido hasta lo más profundo
del mar y la tempestad me ha sumergido». Y es que entonces estaba afligido por
la injusta usurpación que de su obispado había intentado Máximo.
San
Fulgencio obispo de Ruspa, encontrándose en una asamblea general de la nobleza
romana, a la que Teodorico, rey de los godos, arengaba, al ver el esplendor de
tantos magnates, cada uno de los cuales asistía según su categoría, exclamó:
« ¡ Oh Dios, qué hermosa debe ser la Jerusalén celestial, si acá abajo
aparece tan brillante la Roma terrenal! Y, si, en este mundo, andan en medio de
tantos esplendores los amadores de la vanidad, ¡qué gloria debe estar
reservada, en el otro mundo, a los contempladores de la verdad!».
Se
dice que San Anselmo, arzobispo de Canterbery, cuyo nacimiento ha honrado en
gran manera a nuestras montañas, era admirable en esta práctica de los
buenos pensamientos. Una liebre acosada por los perros corrió a refugiarse bajo
el caballo de este santo prelado, que entonces iba de viaje, como a un refugio
que le sugirió el inminente peligro de muerte; y los perros, ladrando
alrededor, no se atrevían a violar la inmunidad del lugar, donde su presa se
había refugiado; espectáculo verdaderamente extraordinario, que causaba risa a
toda la comitiva, mientras el gran Anselmo, llorando y gimiendo, decía: « i
Ah!, vosotros reís, pero el pobre animal no ríe; los enemigos del alma,
perseguida y extraviada por los senderos tortuosos de toda clase de vicios, la
acechaban en el trance de la muerte, para arrebatarla y devorarla, y ella, llena
de miedo, busca por todas partes auxilio y refugio, y, si no lo encuentra, sus
enemigos se burlan y se ríen». Y, dicho esto, se alejó suspirando.
Constantino
el Grande honró a San Antonio, escribiéndole, cosa que dejó admirados a los
religiosos que estaban a su alrededor, a los cuales dijo: « ¿ Por qué os
admiráis de que un rey escriba a un hombre? Admirad más bien que el Dios
eterno haya escrito su ley a los mortales, y más aún que les haya hablado de
tú a tú, en la persona de su Hijo».
San
Francisco al ver a una oveja sola, en medio de un rebaño de cabras: «Mira
-dijo a su compañero-, qué mansa está esta ovejita entre todas las cabras:
También Nuestro Señor andaba manso y humilde entre los fariseos». Y, al ver,
en otra, ocasión, a un corderito devorado por un cerdo: « i Ah,
corderito-exclamó-, cómo me recuerdas al vivo la muerte de mi Salvador!»
Este
gran personaje de nuestros tiempos, Francisco de Borja, cuando todavía era
duque de Gandía e iba de caza, se entretenía en mil devotos pensamientos: «Me
maravillaba -decía después él mismo-, de cómo los halcones vuelven a la
mano, se dejan tapar los ojos y atar a la percha, y los hombres son tan rebeldes
a la voz de Dios».
El
gran San Basilio dice que la rosa entre las espinas sugiere esta reflexión a
los hombres: «Lo más agradable de este mundo, ¡oh mortales!, anda mezclado de
tristeza; nada hay que sea enteramente puro: el dolor siempre acompaña a la
alegría, la viudez al matrimonio, el trabajo a la fertilidad, la ignominia a la
gloria, la injuria a los honores, el tedio a las delicias y la enfermedad a la
salud. La rosa-dice este personaje-, es una flor, pero me causa una gran
tristeza, porque me recuerda el pecado, por el cual la tierra ha sido condenada
a producir espinas».
Una
alma devota, al ver un riachuelo y al contemplar en él el cielo reflejado con
sus estrellas, en una noche serena, decía: « ¡ Oh, Dios mío!, estas mismas
estrellas estarán bajo tus pies, cuando me hayas recibido en tus santos
tabernáculos; y, así como las estrellas se reflejaban en la tierra, así
también los hombres de la tierra están reflejados en el cielo, en la fuente
viva de la caridad divina».
Otro,
al ver la corriente de un río, exclamaba: «Mi alma jamás tendrá reposo hasta
que se haya abismado en el mar de la Divinidad, que es su origen». Y San
Francisco, mientras contemplaba un hermoso riachuelo, en cuya orilla se había
arrodillado, para orar, fue arrebatado en éxtasis y repetía muchas veces estas
palabras: «La gracia de mi Dios se desliza dulce y suavemente como este
pequeño riachuelo».
Otro,
al ver cómo florecían los árboles, suspiraba: « ¿ Por qué soy yo el único
que no florezco en el jardín de la Iglesia?» Otro, al ver los polluelos
cobijados bajo su madre: « ¡ Oh Señor! -decía-, guárdanos bajo la sombra de
tus alas». Otro, al ver el girasol, preguntaba. «¿Cuándo será, mi Dios, que
mi alma seguirá los atractivos de tu bondad?» Y, al contemplar los
pensamientos del jardín, hermosos a la vista, pero sin perfume, decía: « ¡
Ah! así son mis pensamientos, hermosos en la forma, pero sin fruto».
He
aquí, mi Filotea, cómo se sacan los buenos pensamientos y las santas
inspiraciones de ;as cosas que se nos ofrecen, en medio de la variedad de esta
vida mortal. Desgraciados los que alejan a las criaturas del Creador, para
convertirlas en instrumento de pecado; bienaventurados los que se sirven de
ellas para la gloria de su Creador y hacen que su vanidad redunde en honor de la
verdad. «Ciertamente -dice San Gregorio Nacianzeno-, me he acostumbrado a
referir todas las cosas a mi provecho espiritual». Lee el epitafio que
escribió San Jerónimo acerca de Santa Paula, porque es bella cosa ver cómo
todo él está lleno de santas inspiraciones y pensamientos que ella hacía en
todas las ocasiones.
Pues
bien, en este ejercicio del retiro espiritual y de las oraciones jaculatorias
estriba la gran obra de la devoción. Este ejercicio puede suplir el defecto de
todas las demás oraciones, pero su falta no puede ser reparada por ningún otro
medio. Sin él, no se puede practicar bien la vida contemplativa, ni tampoco,
cual conviene, la vida activa; sin él, el descanso es ociosidad, y el trabajo,
estorbo. Por esta causa te recomiendo muy encarecidamente que lo abraces con
todo el corazón, sin apartarte jamás de él.
CAPÍTULO
XIV
DE
LA SANTA MISA Y CÓMO SE HA
DE OÍR
1.
Todavía no te he hablado del sol de las prácticas espírituales, que es el
santísimo, sagrado y muy excelso sacrificio y sacramento de la Misa, centro de
la religión cristiana, corazón de la devoción, alma de la piedad, misterio
inefable, que comprende el abismo de la caridad divina, y por el cual Dios,
uniéndose realmente a nosotros, nos comunica magníficamente sus gracias y
favores.
2.
La oración, hecha en unión de este divino sacrificio, tiene una fuerza
indecible, de suerte, Filotea, que, por él, el alma abunda en celestiales
favores, porque se apoya en su Amado, el cual la llena tanto de perfumes y
suavidades espirituales, que la hace semejante a una columna de humo de leña
aromática, de mirra, de incienso y de todas las esencias olorosas, como se dice
en el Cantar de los Cantares.
3.
Haz, pues, todos los esfuerzos posibles, para asistir todos los días a la santa
Misa, con el fin de ofrecer.. con el sacerdote, el sacrificio de tu Redentor a
Dios, su Padre, por ti y por toda la Iglesia. Los ángeles, como dice San Juan
Crisóstomo, siempre están allí presentes, en gran número, para honrar este
santo misterio; y nosotros, juntándonos a ellos y con la misma intención,
forzosamente hemos de recibir muchas influencias favorables de esta compañía.
Los coros de la Iglesia militante, se unen y se juntan con Nuestro Señor, en
este divino acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de Dios
Padre, y para hacer enteramente nuestra su misericordia. ¡ Qué dicha para el
alma aportar devotamente sus afectos para un bien tan precioso y deseable!
4.
Si forzosamente obligada, no puedes asistir a la celebración de este augusto
sacrificio, con una presencia real, es menester que, a lo menos' lleves allí tu
corazón, para asistir de una manera espiritual. A cualquiera hora de la
mañana ve a la iglesia en espíritu, si no puedes ir de otra
manera; une tu intención a la de todos los cristianos, y, en el lugar donde te
encuentres, haz los mismos actos interiores que harías, si estuvieses realmente
presente a la celebración de la santa Misa en alguna iglesia.
5.
Ahora bien, para oír, real o mentalmente, la santa Misa, cual conviene: 1.º
Desde que llegas, hasta que el
sacerdote ha subido al altar, haz la preparación juntamente con él, la cual
consiste en ponerte en la presencia de Dios, en reconocer tu indignidad y en
pedir perdón por tus pecados, 2º
Desde que el sacerdote sube al
altar hasta el Evangelio, considera la venida y la vida de Nuestro Señor en
este mundo, con una sencilla y general consideración. 3º
Desde el Evangelio hasta
después del Credo, considera la predicación de nuestro Salvador,
promete querer vivir y morir en la fe y en la obediencia de su santa palabra y
en la unión de la santa Iglesia católica. 4º
Desde el Credo hasta el Pater
Noster, aplica
tu corazón a los misterios de la muerte y pasión de nuestro Redentor, que
están actual y esencialmente representados en este sacrificio, el cual,
juntamente con el sacerdote y el pueblo, ofrecerás a Dios Padre, por su honor y
por tu salvación. 5º Desde
el Pater Noster hasta
la comunión, esfuérzate en hacer brotar de tu corazón mil deseos, anhelando
ardientemente por estar para siempre abrazada y unida a nuestro Salvador con un
amor eterno. 6º Desde la comunión hasta el fin, da gracias a su divina
Majestad por su pasión y por el amor que te manifiesta en este santo
sacrificio, conjurándole por éste, que siempre te sea propicio, lo mismo a ti
que a tus padres, a tus amigos y a toda la Iglesia, y, humillándote con todo tu
corazón recibe devotamente la bendición divina que Nuestro Señor te da por
conducto del celebrante.
Pero,
si, durante la Misa, quieres meditar los misterios que hayas escogido para
considerar cada día, no será necesario que te distraigas en hacer actos
particulares, sino que bastará que, al comienzo, dirijas tu intención a querer
adorar a Dios y ofrecerle este sacrificio por el ejercicio de tu meditación u
oración, pues en toda meditación se encuentran estos mismos actos o expresa, o
tácita o virtualmente.
CAPÍTULO
XV
DE
OTROS EJERCICIOS PÚBLICOS
Y EN COMÚN
Además
de esto, Filotea, los domingos y días de fiesta, asistirás al oficio de las
Horas y de las Vísperas, si puedes buenamente; porque estos días están
dedicados a Dios, y han de hacerse más actos en honor y gloria suya, que los
demás días. Si así lo hicieres, sentirás mil dulzuras de devoción, como le
ocurría a San Agustín, el cual afirma en sus confesiones que, al oír los
divinos oficios, en los comienzos de su conversión, se derretía su corazón de
suavidad y se arrasaban sus ojos de lágrimas de piedad. Aparte (para decirlo de
una vez por todas) de que se siente más consuelo en los ejercicios públicos de
la Iglesia, que en los actos particulares, pues Dios ha dispuesto que la
comunidad sea preferible a cualesquiera singularidades.
Entra
de buen grado en las cofradías del lugar donde resides, especialmente en
aquellas cuyos ejercicios producen más fruto de edificación; porque, en esto,
practicarás una especie de obediencia muy agradable a Dios, pues si bien no
está mandado el ingreso en las cofradías, no obstante está muy recomendado
por la Iglesia, la cual, para demostrar que es su deseo el que muchos se alisten
en ellas, concede indulgencias y otros privilegios a los cofrades. Además,
siempre es cosa muy caritativa concurrir y cooperar a los buenos intentos de
otros. Y, aunque pueda darse el caso de que alguno haga, en particular, los
mismos actos de piedad que, en las cofradías, se hacen en común, y aunque
encuentre más gusto en hacerlos privadamente, Dios, empero, es más glorificado
en la unión de nuestras buenas obras con las de nuestros hermanos.
Lo
mismo digo de toda clase de preces y devociones públicas, a las cuales, en la
medida de lo posible, hemos de aportar nuestro buen ejemplo, para la
edificación del prójimo, y nuestro celo por la gloria de Dios y por las
intenciones de la comunidad.
CAPÍTULO
XVI
QUE
ES MENESTER HONRAR E
INVOCAR A LOS SANTOS
Puesto
que, con mucha frecuencia, nos envía Dios sus inspiraciones, por medio de sus
ángeles, también nosotros hemos de hacer llegar a Él nuestras aspiraciones
por el mismo camino. Las almas santas de los difuntos, que están en el paraíso
con los ángeles, y que, como dice Nuestro Señor, son iguales y semejantes a
los ángeles, desempeñan el mismo oficio: el de inspirarnos y el de suspirar
por nosotros con sus santas oraciones. Filotea, unamos nuestros corazones a
estos celestiales espíritus y almas bienaventuradas, y, así como los pequeños
ruiseñores aprenden a cantar de los que son mayores, de la misma manera, por la
sagrada amistad que entablaremos con los santos, sabremos orar y cantar mejor
las divinas alabanzas: «Cantaré salmos -decía David-en presencia de los
ángeles>.
Honra,
venera y reverencia, de un modo especial, a la sagrada y gloriosa Virgen María:
ella es la Madre de nuestro Padre, que está en los cielos y, por consiguiente,
es nuestra gran Madre. Acudamos, pues, a ella y, como hijitos suyos, lancémonos
a su regazo con una perfecta confianza; en todo momento y en todas las
ocasiones, acudamos a esta Madre, invoquemos su amor maternal, procuremos imitar
sus virtudes y tengamos para con ella un verdadero corazón de hijo.
Familiarízate
mucho con los ángeles; contémplalos con frecuencia, invisiblemente presentes
en tu vida, y, sobre todo, estima y venera el de la diócesis a la cual
perteneces, a los de las personas con quienes convives, y, especialmente, al
tuyo; suplícales con frecuencia, alábales siempre y sírvete de su ayuda y
auxilio en todos los negocios, espirituales y temporales, para que cooperen a
tus intenciones .
El
gran Pedro Fabro, primer sacerdote, primer predicador, primer lector de
teología de la Compañía de Jesús y primer compañero de San Ignacio,
fundador de la misma, al regresar de Alemanía, donde había prestado grandes
servicios a la gloria de Nuestro Señor, pasó por esta diócesis, lugar de su
nacimiento, y contó que, habiendo atravesado muchas regiones de herejes, había
recibido mil consuelos, por haber saludado, al llegar a cada parroquia, a sus
ángeles protectores, y había experimentado sensiblemente que éstos le habían
sido propicios, en su defensa contra las asechanzas de los herejes y le habían
ayudado a amansar a muchas almas y a hacerles dóciles a la doctrina de
salvación. Y decía esto con tanto entusiasmo, que una señora, entonces joven,
que se lo oyó referir, le explicaba hace sólo cuatro años, es decir, sesenta
años después, muy emocionada. El año pasado, tuve el consuelo de consagrar un
altar en el mismo lugar donde Dios hizo nacer a este santo varón, en el pueblo
de Villaret, dentro de nuestras más escarpadas montañas.
Elige
algunos santos particulares, cuya vida puedas saborear e imitar mejor, y en cuya
intercesión tengas una especial confianza; el santo de tu nombre te ha sido
señalado ya desde el Bautismo.
CAPITULO
XVII
COMO
SE HA DE ESCUCHAR Y LEER
LA PALABRA DE DIOS
Seas
devota de la palabra de Dios. Tanto si la escuchas en las conversaciones
familiares con tus amigos espirituales, como si la escuchas en el sermón, hazlo
siempre con atención y reverencia; saca de ella provecho, y no permitas que
caiga en tierra, sino recíbela en tu corazón, como un bálsamo precioso, a
imitación de la Santísima Virgen, que guardaba cuidadosamente en el suyo todas
las palabras que se decían en alabanza de su Hijo. Y recuerda que Nuestro
Señor recoge las palabras que nosotros le dirigimos en nuestras plegarias, a
proporción de como nosotros recogemos las que Él nos dice por medio de la
predicación.
Ten
siempre cerca de ti, algún libro de devoción, como lo son los de San
Buenaventura, Gerson, Dionisio, Cartusiano, Luis de Blo,is, Granada, Estella,
Arias, Pinelli, La Puente, Ávila, el Combate espiritual,
las Confesiones
de San Agustín, las cartas
de San Jerónimo, y otros semejantes; y cada día lee un fragmento, con gran
devoción, como si leyeses cartas enviadas a ti por los santos, desde el cielo,
para enseñarte el camino y alentarte a llegar a él.
Lee
también las historias y las vidas de los santos, en las cuales, como en un
espejo, contemplarás la imagen de la vida cristiana, y ajusta sus actos a tu
aprovechamiento, según tu profesión. Porque, aunque muchos actos de los santos
no son absolutamente imitables por los que viven en medio del mundo, todos,
empero, pueden ser seguidos de cerca o de lejos. La soledad de San Pablo, primer
ermitaño, puede ser imitada en tus retiros espirituales o reales, de los cuales
hablaremos y hemos tratado más arriba; la extremada pobreza de San Francisco
puede ser imitada mediante las prácticas de pobreza que indicaremos después, y
así de las demás virtudes. Es verdad que hay ciertas historias que dan más
luz que otras, para la dirección de nuestra conducta, como la vida de Santa
Teresa de Jesús, la cual es admirable en este aspecto; las vidas de los
primeros jesuitas, la de San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán; la de San
Luis, la de San Bernardo, las Crónicas de San Francisco, y otras semejantes.
Otras hay, en las cuales se encuentra más materia de admiración que de
imitación, como la de Santa María Egipciaca, la de San Simeón Estilita, las
de las dos santas Catalinas, de Sena y de Génova, de Santa Agueda, y otras por
el estilo, que no dejan, no obstante, de producir, en general, un grato gusto de
santo amor de Dios.
CAPÍTULO
XVIII
COMO
SE HAN DE RECIBIR LAS
INSPIRACIONES
Entendemos
por inspiraciones todos los atractivos, movimientos, reconvenciones y
remordimientos interiores, luces y conocimientos que recibimos de Dios, el cual
previene nuestro corazón con sus bendiciones, con cuidado y amor paternal, para
despertarnos, excitarnos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor
celestial, a los buenos propósitos, en una palabra, a todo lo que nos encamina
hacia nuestro bien eterno. Es lo que el Esposo entiende por llamar a la puerta y
hablar al corazón de la Esposa, despertarla cuando duerme, llamarla y
reclamarla cuando está ausente, invitarla a gustar la miel y a coger las
manzanas y las flores de su jardín y a cantar y hacer resonar su dulce voz en
sus oídos.
Para
ajustar perfectamente un casamiento, se requieren tres actos de parte de la
doncella que quiere casarse: porque, primeramente, se le propone el partido; en
segundo lugar acepta la propuesta, y finalmente, consiente. Asimismo, Dios,
cuando quiere hacer en nosotros, por nosotros y con nosotros un acto de gran
caridad, primero nos lo propone por medio de sus inspiraciones; después
nosotros lo aceptamos, y, por último, consentimos en él; porque, así como
para descender hasta el pecado, hay que pasar por tres grados; la tentación, la
delectación y el consentimiento, de la misma manera, hay tres para subir hasta
la virtud: la inspiración, que es contraria a la tentación; la delectación en
la inspiración, que es contraria al deleite en la tentación, y el
consentimiento en la inspiración, que es contrario al consentimiento en la
tentación.
Aunque
la inspiración se prolongase durante todo el tiempo de nuestra vida no
seríamos, sin embargo, agradables a Dios, si no nos deleitásemos en ella; al
contrario: su divina Majestad ::>e ofendería, como se ofendió contra los
israelitas, con los cuales, como Él mismo nos lo dice, estuvo por espacio de
cuarenta años exhortándoles a que se convirtiesen, sin que jamás hubiesen
querido saber nada de ello, por lo que juró, en su ira, que no entrarían en el
lugar de su reposo. Así, el galán que hubiese estado, durante mucho tiempo,
haciendo la corte a una doncella, quedaría después muy ofendido, si ella no
quisiera saber nada del casamiento.
El
placer que encontramos en las inspiraciones nos acerca mucho a la gloria de
Dios, con lo que ya comenzamos a ser agradables a la divina Majestad, pues,
aunque esta complacencia no sea un verdadero consentimiento, es una cierta
disposición. Y, si es muy buena señal y cosa muy útil complacerse en oír la
palabra de Dios, que es como una inspiración interior, es también cosa buena y
agradable a Dios complacerse en la inspiración interior; ésta es aquella
complacencia de la cual habla la Esposa, cuando dice: «Mi alma se ha derretido
de gozo, cuando ha hallado a mi muy amado». Así, el galán está muy contento
de la damisela a quien sirve, cuando ve que es correspondido y que ella se
complace en su servicio.
Finalmente,
es el consentimiento el que perfecciona el acto virtuoso, porque, si estando
inspirados y habiéndonos complacido en la inspiración, no obstante negamos a
Dios el consentimiento, somos en gran manera desagradecidos y hacemos gran
agravio a su divina Majestad, pues entonces parece que es mayor el desprecio.
Esto es lo que ocurrió a la Esposa, pues, aunque la voz del amado estremeció
su corazón de santa alegría, no obstante no le abrió la puerta, sino que se
excusó con un frívolo pretexto, lo cual dio lugar a que
el Esposo se indignase justamente y, pasando de largo, la dejase. Así el
galán, que, después de haber suspirado mucho por una joven y de haberle
prestado agradables servicios, se viese al fin rechazado y despreciado, tendría
muchos más motivos de disgusto que si su requerimiento no hubiese sido aceptado
y correspondido. Resuélvete, pues, Filotea, a aceptar con todo el afecto todas
las inspiraciones que a Dios pluguiere enviarte, y, cuando las sientas,
recíbelas como mensajeras del Rey celestial, que desea desposarse contigo.
Escucha de buen grado sus propuestas; considera el amor con que te las ha
inspirado y fomenta la santa inspiración. Consiente, pero con un consentimiento
pleno, amoroso y constante, a la santa inspiración, porque, de esta manera,
Dios, a quien no puedes obligar, se tendrá por muy obligado a tu afecto. Pero
antes de consentir en las inspiraciones de cosas importantes y extraordinarias,
aconséjate, para no ser engañada, con tu confesor, a fin de que 61 examine si
la inspiración es falsa o verdadera; pues ocurre que el enemigo, cuando ve un
alma pronta en dar consentimiento a las inspiraciones, le sugiere, con
frecuencia, cosas falsas, para engañarla, lo cual nunca podrá lograr mientras
ella obedezca con humildad al director.
Una
vez dado el consentimiento, es menester procurar, con mucha diligencia, llevar a
la práctica y ejecutar la inspiración, en lo cual consiste la perfección de
la verdadera virtud; porque tener el consentimiento en el corazón sin
realizarlo, sería lo mismo que plantar una viña sin querer que diese fruto.
Ahora
bien, para ello es muy útil el «ejercicio del cristiano» de la mañana y el
retiro espiritual, de que hemos hablado más arriba, pues, de esta manera, nos
preparamos para hacer el bien, con una preparación, no sólo general, sino,
además, particular.
CAPÍTULO
XIX
DE
LA SANTA CONFESIÓN
Nuestro
Salvador ha dejado a su Iglesia el sacramento de la Penitencia y la confesión
para que en él nos purifiquemos de nuestras iniquidades, siempre que por ellas
seamos mancillados. No permitas, pues, Filotea, que tu corazón permanezca mucho
tiempo manchado por el pecado, pues tienes un remedio tan a mano y tan fácil.
La leona que se ha acercado al leopardo, corre presto a lavarse, para sacar de
sí el mal olor que este contacto ha dejado en ella, a fin de que, cuando llegue
el león no se sienta, por ello, ofendido e irritado; el alma que ha consentido
en el pecado ha de tener horror de sí misma y ha de lavarse cuanto antes, por
el respeto que debe a la divina Majestad, que le está mirando. ¿Por qué pues,
hemos de morir de muerte espiritual, teniendo, como tenemos, un remedio tan
excelente?
Confiésate
devota y humildemente cada ocho días, aunque la conciencia no te acuse de
ningún pecado mortal; de esta manera, en la confesión, no sólo recibirás la
absolución de los pecados veniales que confieses, sino también una gran fuerza
para evitarlos en adelante, una gran luz para saberlos conocer bien y una gracia
abundante para reparar todas las pérdidas por ellos ocasionados. Practicarás
la virtud de la humildad, de ¡a obediencia, de la simplicidad y de la caridad,
y, en este solo acto de la confesión, practicarás más virtudes que en otro
alguno.
Ten
siempre un verdadero disgusto por los pecados confesados, por pequeños que sean,
y haz un firme propósito de enmendarte en adelante. Muchos confiesan los
pecados veniales por costumbre y como por cumplimiento, sin pensar para nada en
su enmienda, por lo que andan, durante toda su vida, bajo el peso de los mismos,
y, de esta manera, pierden muchos bienes y muchas ventajas espirituales. Luego,
si confiesas que has mentido aunque sea sin daño de nadie, o que has dicho
alguna palabra descompuesta, o que has jugado demasiado, arrepiéntete y haz el
propósito de enmendarte; porque es un abuso confesar un pecado mortal o venial
sin querer purificarse de él, pues la confesión no ha sido instituida más que
para esto.
No
hagas tan sólo ciertas acusaciones superfluas, que muchos hacen por rutina: no
he amado a Dios como debía; no he rezado con la debida devoción; no he amado
al prójimo cual conviene; no he recibido los sacramentos con la reverencia que
se requiere, y otras cosas parecidas. La razón es, porque, diciendo esto, nada
dices, en concreto, que pueda dar a conocer a tu confesor el estado de tu
conciencia, pues todos los santos del cielo y todos los hombres de la tierra
podrían decir lo mismo, si se confesaran. Examina, pues, de qué cosas, en
particular, hayas de acusarte, y, cuando las hubieres descubierto, acúsate de
las faltas cometidas, con sencillez e ingenuidad. Te acusas, por ejemplo, de que
no has amado al prójimo como debías; ¿lo haces porque has encontrado un pobre
necesitado, al cual podías socorrer y consolar, y no has hecho caso de él?
Pues bien, acúsate de esta particularidad y di: he visto un pobre necesitado, y
no lo he socorrido como podía, por negligencia, o por dureza de corazón, o por
menosprecio, según conozcas cuál sea el motivo del pecado. Asimismo, - no te
acuses, en general, de no haberte encomendado a Dios con la devoción que
debías; sino que, si has tenido distracciones voluntarias o no has tenido
cuidado en elegir el lugar, el tiempo y la compostura requerida para estar
atento en la oración, acúsate de ello sencillamente, según sea la falta, sin
andar con vaguedades, que nada importan en la confesión.
No
te limites a decir los pecados veniales en cuanto al hecho; antes bien, acúsate
del motivo que te ha inducido a cometerlos. No te contentes con decir que has
mentido sin dañar a nadie; di si lo has hecho por vanagloria, para excusarte o
alabarte, en broma o por terquedad. Si has pecado en las diversiones, di si te
has dejado llevar del placer en la conversación, y así de otras cosas. Di si
has persistido mucho en la falta, pues, generalmente, la duración acrecienta el
pecado, porque es mucha la diferencia entre una vanidad pasajera, que se habrá
colado en nuestro espíritu por espacio de un cuarto de hora, y aquella en la
cual se habrá recreado nuestro corazón, durante uno, dos o tres días. Por lo
tanto, conviene decir el hecho, el motivo y la duración de los pecados, pues,
aunque, ordinariamente, no tenemos la obligación de ser tan meticulosos en la
declaración de los pecados veniales, ni nadie está obligado a confesarlos, no
obstante, los que quieren purificar bien sus almas, para llegar más fácilmente
a la santa devoción, han de ser muy diligentes en dar a conocer al médico
espiritual el mal, por pequeño que sea, del cual desean ser curados.
No
dejes de decir nada de lo que sea conveniente para dar a conocer la calidad de
la ofensa, como el motivo por el cual te has puesto airada o por el cual has
permitido que alguna persona perseverase en su vicio. Por ejemplo, un hombre que
me es antipático me dice en broma, alguna ligereza; yo lo llevo a mal y me
pongo airada; en cambio, si otro, con quien simpatizo, me dice algo peor, lo
recibiré bien. No me olvidaré, pues, de decir: he pronunciado algunas palabras
airadas contra una persona, porque me ha enojado por una cosa que me ha dicho,
mas no por la clase de palabras, sino porque me es antipática. Y, si es
necesario particularizar las frases que hubieses dicho, para explicarte mejor,
harás bien en decirlas, porque, acusándote ingenuamente, no sólo descubres
los pecados cometidos, sino también las malas inclinaciones, las costumbres,
los hábitos y las demás raíces del pecado, con lo que el padre espiritual
adquiere un conocimiento más perfecto del corazón que trata y de los remedios
que necesita. Conviene, empero, en cuanto sea posible, no descubrir la persona
que haya cooperado a tu pecado.
Vigila
sobre una infinidad de pecados que, con mucha frecuencia, viven y se enseñorean
insensiblemente de la conciencia, porque así los confesarás mejor y te
purificarás de ellos; con este objeto, lee atentamente los capítulos vi,
xxvII, XXVIII,
XXIX, XXXV y XXXVI de la tercera
parte y el capítulo vIII
de la cuarta parte.
No
cambies fácilmente de confesor, sino, una vez hayas elegido uno, continúa
dándole cuenta de conciencia, los días destinados a ello, confesándole
ingenua y francamente los pecados que hubieres cometido, y, de vez en cuando,
por ejemplo cada mes, o cada dos meses, dale también cuenta del estado de tus
inclinaciones, aunque no te hayan inducido a pecado, como si te sientes
atormentado por la tristeza o por el tedio, o si te dejas dominar por la
alegría, por los deseos de adquirir riquezas o por otras parecidas
inclinaciones.
CAPÍTULO
XX
DE
LA COMUNIÓN FRECUENTE
Se
cuenta de Mitrídates, rey del Ponto, que, habiendo inventado el «mitrídato»,
de tal manera reforzó con él su cuerpo, que como hubiese intentado más tarde
suicidarse, para no caer en la servidumbre de los romanos, nunca pudo lograrlo.
El Salvador ha instituido el augustísimo sacramento de la Eucaristía, que
contiene realmente su carne y su sangre, para que quien le coma viva
eternamente; por esta causa, el que usa de él con frecuencia y con devoción,
de tal manera robustece la salud y la vida de su alma, que es casi imposible que
sea envenenado por ninguna clase de malos efectos. Es imposible alimentarse de
esta carne y vivir con afectos de muerte. Porque, así como los hombres del
paraíso terrenal podían no morir, por la fuerza de aquel fruto de vida
que Dios había puesto allí, de la misma manera pueden no morir
espiritualmente, por la virtud de este sacramento de vida. Si los frutos más
tiernos y más sujetos a la corrupción, como las cerezas, los albaricoques y
las fresas, fácilmente se conservan todo el año confitados con azúcar y con
miel, no es de maravillar que nuestros corazones, aunque flacos y miserables,
sean preservados de la corrupción del pecado, cuando están azucarados y
dulcificados con la carne y la sangre del Rijo de Dios. ¡Oh Filotea! los
cristianos que serán condenados no sabrán qué responder, cuando el imparcial
Juez les haga ver que, por su culpa, han muerto espiritualmente, siendo así que
era una cosa muy sencilla conservar IP vida y la salud, con sólo comer su
Cuerpo, que Él les había dado con este fin: «Miserables -les dirá-, ¿por
qué habéis muerto, habiéndoos mandado comer del fruto y del manjar de vida?»
«En
cuanto a recibir la comunión eucarística todos los días, ni lo alabo ni la
repruebo; en cuanto a comulgar a lo menos todos los domingos, lo aconsejo y
exhorto a todos a que lo hagan, con tal que el alma esté libre de todo afecto
al pecado». Así habla San Agustín, por lo cual no alabo ni vitupero
absolutamente el que se comulgue diariamente, sino que lo dejo a la discreción
del padre espiritual de cada uno, ya que, siendo menester las disposiciones
debidas para la comunión frecuente, no es posible dar un consejo general; y,
como que estas disposiciones pueden encontrarse en muchas almas, no sería
acertado aconsejar de una manera absoluta el alejamiento y la abstención de la
comunión diaria, pues es una cuestión que se ha de resolver teniendo en cuenta
el estado interior de cada uno en particular. Sería imprudente aconsejar a
todos indistintamente esta práctica; pero seria igualmente imprudente censurar
a los que la siguen, sobre todo si obran aconsejados por algún digno director.
Fue muy graciosa le respuesta de Santa Catalina de Sena, a la cual, mientras
hablaba de la comunión frecuente, le opusieron que San Agustín no alababa ni
vituperaba el comulgar cada día: «Pues bien-replicó ella-, puesto que San
Agustín no lo reprueba, os ruego que tampoco lo reprobéis vosotros, y esto me
basta».
Filotea,
has visto cómo San Agustín exhorta y aconseja que no se deje de comulgar cada
domingo; hazlo siempre que te sea posible. Puesto que, como creo, no tienes
ningún afecto al pecado mortal, ni tampoco al pecado venial, ya estás en la
verdadera disposición que San Agustín exige, y aún en una disposición más
excelente, pues ni siquiera tienes afecto al pecado; por lo tanto, cuando le
parezca bien a tu padre espiritual, podrás comulgar, con provecho, más de una
vez cada semana.
Es
posible, empero, que sobrevengan algunos impedimentos,. no precisamente de tu
parte, sino de parte de aquellos con quienes convives, impedimentos que, en
alguna ocasión, pueden aconsejar a un. director prudente el que te diga que no
comulgues con tanta frecuencia. Por ejemplo, si estás sujeto a alguien, y las
personas a las cuales debes obediencia y sujeción están tan poco instruidas, o
están tan pegadas a su parecer,
que se inquietan o enojan al ver que comulgas con tanta frecuencia, quizás,
bien consideradas todas las cosas será mejor condescender un poco con su
debilidad y comulgar menos. Pero esto únicamente se entiende del caso en el
cual la dificultad no pueda ser superada de otra manera. Mas, como quiera que
esto no se puede precisar de una manera general, será conveniente atenerse, en
cada caso a lo que diga el padre espiritual. Lo que puedo asegurarte es que no
pueden distar mucho unas de las otras las comuniones de los que quieren servir
devotamente a Dios.
Si
eres prudente, no habrá ni padre, ni esposa, ni marido, que te impida comulgar
frecuentemente; porque el ir a comulgar no será ningún estorbo para el
cumplimiento de los deberes propios de tu condición; más aún, como que,
comulgando, serás cada día más dulce y más amable con ellos y no les
negarás ningún servicio, no habrá por qué temer que se opongan a la
práctica de este ejercicio, que no les acarreará ninguna molestia, a no ser
que obren movidos por un espíritu en extremo quisquilloso e incomprensivo; en
este caso, el director, como ya te lo he dicho, te aconsejará cierta
condescendencia.
Es
conveniente, ahora, decir cuatro palabras a los casados. En la Ley antigua, no
era cosa bien vista que los acreedores exigiesen el pago de las deudas en día
festivo, pero aquella Ley nunca reprobó que los deudores cumpliesen sus
obligaciones y pagasen a los que lo exigían. En cuanto a los derechos
conyugales, si bien es de alabar la moderación, no es pecado hacer uso de los
mismos los días de comunión, y el pagarlos no sólo no es reprobable, sino que
es justo y meritorio. Así, pues, nadie que tenga obligación de comulgar se ha
de privar de la comunión a causa de las relaciones conyugales. En la primitiva
Iglesia, los cristianos comulgaban cada día, aunque estuviesen casados y
tuviesen fruto de bendición; por esto te he dicho que la comunión frecuente no
ocasiona ninguna molestia ni a los padres, ni a las esposas, ni a los maridos
con tal que el alma que comulga sea prudente y discreta. En cuanto a las
enfermedades corporales, ninguna puede ser legítimo obstáculo para esta santa
participación, a no ser que provocase con mucha frecuencia el vómito.
Para
comulgar con frecuencia basta con estar libre de pecado mortal y tener un recto
deseo de hacerlo. Siempre, empero, es mejor que pidas el parecer al padre
espiritual.
CAPÍTULO
XXI
COMO
SE HA DE COMULGAR
La
noche anterior, comienza a prepararte para la Sagrada Comunión, con muchas
aspiraciones y deseos amorosos, y acuéstate a la hora conveniente, para que
puedas levantarte temprano. Y, si, durante la noche te despiertas, llena
enseguida tu corazón o tu boca de palabras olorosas, con las cuales sea tu alma
perfumada para recibir al Esposo, el cual, en vela, mientras tú duermes, se
prepara para traerte mil gracias y favores, si tú, por tu parte, estás en
disposición de recibirlos. Por la mañana, levántate con gran alegría, por la
bienaventuranza que esperas, y una vez confesada, ve con gran confianza, mas
también con gran humildad, a recibir este pan celestial, que te alimenta para
la inmortalidad. Y, después que hubieres dicho estas palabras: «Señor, yo no
soy digna», no muevas más la cabeza ni los labios, ni para rezar ni para
suspirar, sino que, abriendo con suavidad la boca y levantando lo necesario la
cabeza, para que el sacerdote pueda ver lo que hace, recibe, llena de fe, de
esperanza y de caridad, a Aquel, en el cual, por el cual y para el cual, crees,
esperas y amas. ¡Oh Filotea! imagínate que, así como la abeja, después de
haber chupado de las flores el rocío del cielo y el néctar más exquisito de
la tierra, y, después de haberlo convertido en miel, lo lleva a su panal, de la
misma manera, el sacerdote, después de haber tomado del altar el Salvador del
mundo, verdadero Hijo de Dios, que, como rocío, desciende del cielo, y
verdadero Hijo de la Virgen, que, corno una flor, ha brotado de la tierra de
nuestra humanidad, lo pone, como manjar de suavidad, en tu boca y en tu
corazón. Una vez lo hayas recibido, mueve tu corazón a rendir homenaje a este
Rey Salvador; habla con Él de tus interioridades, contémplalo dentro de ti,
donde ha entrado para tu felicidad; finalmente, hazle tan buena acogida como
puedas y pórtate de manera que, en todos los actos, se conozca que Dios está
en ti.
Pero,
cuando no puedas tener el gozo de comulgar realmente en la santa Misa, comulga,
a lo menos, de corazón y en espíritu, uniéndote, con fervoroso deseo, a esta
carne vivificadora del Salvador.
Tu
gran anhelo, en la comunión, ha de ser avanzar, robustecerte y consolarte en el
amor de Dios, ya que por amor, debes recibir al que, sólo por amor, se da a ti.
No, el Salvador no puede ser considerado en una acción ni más amorosa ni más
tierna que ésta, en la cual podemos afirmar que se anonada y convierte en
manjar, para penetrar en nuestras almas y unirse íntimamente al corazón y al
cuerpo de sus fieles.
Si
los mundanos te preguntan por qué comulgas con tanta frecuencia, diles que lo
haces para aprender a amar a Dios, para purificarte de tus imperfecciones, para
consolarte en sus aflicciones, para apoyarte en tus debilidades. Diles que son
dos las clases de personas que han de comulgar con frecuencia: las perfectas,
porque, estando bien dispuestas, faltarían, si no se acercasen al manantial y a
la fuente de perfección, y las imperfectas, precisamente para que puedan
aspirar a ella; las fuertes, para no enflaquecer, y las débiles, para
robustecerse; las enfermas, para sanar, y las que gozan de salud, para no caer
enfermas; y tú, como imperfecta, débil y enferma, tienes necesidad de unirte,
con frecuencia, con tu perfección, con tu fuerza y con tu médico. Diles que
los que no están muy atareados han de comulgar con frecuencia, porque tienen
tiempo para ello, y que los que tienen mucho trabajo también, porque lo
necesitan, pues los que trabajan mucho y andan cargados de penas, han de tomar
manjares sólidos y frecuentes. Diles que recibes el Santísimo Sacramento para
aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo que no se hace con
frecuencia.
Filotea, comulga mucho, tanto cuanto puedas, con el parecer de tu padre espiritual; y, créeme, las liebres de nuestras montañas, en invierno, se vuelven blancas porque no ven ni comen más que nieve; y tú, a fuerza de adorar y comer la belleza, la bondad y la pureza misma, en este divino Sacramento, llegarás a ser toda hermosa, toda buena y toda pura.