TERCERA
PARTE DE LA INTRODUCCIÓN
Muchos
avisos sobre el ejercicio de las virtudes
CAPÍTULO
I
DE
LA ELECCIÓN QUE CONVIENE HACER
EN CUANTO
AL
EJERCICIO DE LAS VIRTUDES
El
rey de las abejas nunca penetra en los campos si no va rodeado de su pequeño
pueblo, y la caridad nunca entra en un corazón si no lleva consigo todo el
séquito de las demás virtudes, a las que ejercita y hace trabajar, como un
capitán a sus soldados; pero no las pone en acción ni súbitamente, ni de la
misma manera, ni siempre, ni en todas partes. El justo es «como el árbol
plantado junto a la corriente de las aguas' que lleva su fruto a su tiempo»,
porque la caridad, al rociar una alma, produce en ella las obras de virtud, y
cada una a su debido tiempo. «La música -dice el Proverbio-, es inoportuna en
un duelo». Muchos padecen de un defecto, a saber, que cuando emprenden la
práctica de una virtud particular, se obstinan en hacer actos de la misma en
toda clase de ocasiones, y, como aquellos antiguos filósofos, quieren o siempre
reír o siempre llorar; y aun se conducen peor cuando censuran o critican a los
que no practican siempre aquellas mismas virtudes tal como ellos lo hacen. «Hay
que alegrarse con los que están alegres y llorar con los que lloran», dice el
Apóstol, y «la caridad es paciente, benigna», generosa, prudente,
condescendiente.
Hay,
no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi universal, que no han
de hacer sus actos aisladamente, sino que han de derramar sus cualidades sobre
los actos de las demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones de
practicar la fortaleza, la magnanimidad, la magnificencia; pero la dulzura, la
templanza, la honestidad y la humildad son unas virtudes que han de informar
todas las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más excelentes que éstas: el
uso, empero, de éstas es más necesario. El azúcar es más excelente que la
sal; pero el uso de la sal es más frecuente y más general. Por esta causa, es
conveniente tener siempre dispuesta una buena provisión de esas virtudes
generales, pues es menester servirse de ellas casi continuamente.
Entre
los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que cuadre mejor con nuestro
cargo, y no el que es más conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho
placer en las asperezas de las mortificaciones corporales, para gozar más
fácilmente de las dulzuras espirituales, pero mayor era el deber de obediencia
a sus superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era
Entre
las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares, hemos de preferir
las más excelentes a las más vistosas. Los cometas nos parecen, por lo
regular, mayores que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni en
grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos parecen mayores
únicamente porque están más cerca de nosotros, y en un medio más denso,
comparado con el de las estrellas. De la misma manera, hay ciertas virtudes que,
por estar más cerca de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así,
materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el vulgo, el cual tiene
en más la limosna material que la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo,
la disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura, la benignidad,
la molestia y otras mortificaciones del corazón, que, no obstante, son mucho
más excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no las más
apreciadas; las más excelentes y no las más vistosas, las más buenas y no las
de más relumbrón.
Es
muy útil que cada uno elija un ejercicio particular de alguna virtud, no para
olvidar las demás, sino para tener el espíritu más ajustadamente ordenado y
ocupado. Una hermosa doncella, más resplandeciente que el sol, regiamente
adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San Juan, obispo de
Alejandría, y le dijo: «Yo soy la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por
amiga, te conduciré a su presencia». Entendió el santo cue era la
misericordia con los pobres lo que Dios le recomendaba, y, en adelante, se
consagró totalmente al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes,
se le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino, deseando hacer algún
particular servicio a Dios, y no sintiéndose bastante fuerte ni para emprender
la vida solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro, cogió en su casa
a un pobre todo él lleno de lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la
mortificación, y para practicarlo más dignamente, hizo voto de honrarle,
tratarle y servirle como un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y
Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran San Antonio, el cual
les dijo: «Guardaos, hijos míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca
vuestro fin, si el ángel no os encuentra juntos, correréis gran peligro de
perder vuestras coronas».
El
rey San Luis visitaba, como por voto, los
hospitales, y servía a los
enfermos con sus propias manos. San Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a
la que llamaba su dama; Santo Domingo se entregó a la predicación, de la cual
tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con
delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran Abralián, y, como éste
hospedó al Rey de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías practicaba
la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran
princesa, amaba mucho la propia abyección; Santa Catalina de Génova habiendo
quedado viuda, se consagró al servicio del hospital. Cuenta Casiano que una
devota doncella, que deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia,
acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le envió una pobre viuda
malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando siempre
a esta devota joven, le dio ocasión de practicar dignamente la dulzura y la
condescendencia.
Así,
entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de los enfermos, otros
a socorrer a los pobres, otros a enseñar la doctrina cristiana a los niños,
otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a cuidar de las iglesias
y a adornar los altares, y otros a fomentar la concordia y la paz entre los
hombres. Imitan, en esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos,
combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata para hacer toda
clase de flores; así, estas almas piadosas que emprenden algún ejercicio
particular de devoción, se sirven de él, como de un fondo, para su bordado
espiritual, sobre el cual practican la variedad de todas las demás virtudes, y
tienen, de esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados, porque
los relacionan con su ejercicio principal, y así hacen que sea más hermosa su
alma, con su vistoso
tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas bien bordada.
Cuando
somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la medida de lo posible,
emprender la práctica de la virtud contraria, haciendo que todas las demás
cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no dejaremos de avanzar en
todas las virtudes.
Si
me siento combatido por el orgullo o por la ira, será menester que, en todas
las cosas, me incline y me doblegue del lado de la humildad y de la mansedumbre,
y que, hacia este fin, enderece los demás ejercicios de la oración, de los
sacramentos, de la prudencia, de la constancia, de la sobriedad. Porque así
como los jabalíes para afilar sus defensas, las frotan y afirman con los demás
dientes, los cuales, a su vez, quedan con ello muy finos y cortantes, así el
hombre virtuoso, después de haber cometido la empresa de perfeccionarse en la
virtud que le es más necesaria para su defensa, la ha de pulir y limar con el
ejercicio de las demás virtudes, las cuales, a la vez afilan aquélla, se hacen
ellas mismas más excelentes y perfectas, como le ocurrió a Job, que, al
practicar, de un modo especial, la paciencia, contra las tentaciones que le
acometieron, se hizo santo y virtuoso en toda suerte de virtudes. Y aún ha
ocurrido que, como dice San Gregorío Nacianceno, por un solo acto de virtud,
practicado con perfección, una persona ha llegado a la cumbre de la santidad, y
pone como ejemplo Rahab, el cual, por haber practicado de una manera perfecta la
hospitalidad, llegó a una gloria suprema; pero esto se entiende de cuando el
acto se hace de una manera excelente, con gran fervor y caridad.
CAPÍTULO
II
CONTINUACIÓN
DEL MISMO RAZONAMIENTO SOBRE
LA
ELECCIÓN DE LAS
VIRTUDES
Dice
muy bien San Agustín que los que comienzan a ejercitarse en la devoción
cometen ciertas faltas, que, si atendemos al rigor de las leyes de la
perfección, han de ser castigadas, pero que, no obstante, son loables por el
buen presagio que revelan de una futura excelencia en la piedad, para la cual
incluso sirven de disposición. Aquel servil y vulgar temor que engendran los
excesivos escrúpulos en las almas recién salidas del camino del pecado, es una
virtud recomendable en los que comienzan, y augurio seguro de una futura pureza
de conciencia; pero este mismo temor sería vituperable en los que están muy
adelantados, en cuyo corazón ha de reinar el amor, que, poco a poco, aleja esta
clase de temor servil.
San
Bernardo era, al principio, muy riguroso y muy áspero con los que se acogían a
su dirección, a los cuales decía, sin preámbulos, que habían de dejar el
cuerpo e ir a él solamente con el espíritu. Cuando oía sus confesiones,
reprendía con una severidad extraordinaria toda suerte de faltas, por pequeñas
que fuesen, y de tal manera movía a los pobres principiantes hacia la
perfección, que, a fuerza de empujarlos, más bien los alejaba de ella; porque
perdían el ánimo y el aliento al sentirse con tanta violencia arrastrados por
una subida tan alta y tan empinada. Como ves, Filotea, era el celo ardentísimo
de una perfecta pureza lo que inducía a aquel gran santo a seguir este método,
y aquel celo era una gran virtud, pero virtud que no dejaba de ser reprensible.
Por esto, el mismo Dios, por medio de una sagrada aparición, le corrigió, y
derramó sobre su alma un espíritu dulce, suave, amable y delicado, merced al
cual, fue todo otro, se acusó de haber sido tan exigente y severo, y llegó a
ser tan afable y condescendiente con cada uno, que se hizo «todo» a todos para
ganarlos a todos.
San
Jerónimo, después de haber referido que Santa Paula, su amada hija espiritual,
era, no sólo excesiva, sino pertinaz en sus mortificaciones, de suerte que no
quería someterse a la orden en contra que su obispo, San Epifanio, le había
dado en este punto, y que, además de esto, de tal manera se dejaba dominar por
la tristeza, cuando moría alguno de los suyos, que siempre estaba en peligro de
muerte, añade: «Dirán que, en lugar de escribir las alabanzas de esta santa,
escribo las censuras y vituperios. Pongo por testigo a Jesús, a quien ella ha
servido, y al cual yo quiero servir, que no miento, ni por exceso ni por
defecto, sino que escribo ingenuamente lo que ella es, como un cristiano debe
escribir de una cristiana, es decir, que escribo la historia, y no un
panegírico, y que sus vicios son las virtudes de los demás». Quiere decir que
las imperfecciones y los defectos de Santa Paula, serían virtudes en un alma
menos perfecta, como, en efecto, hay actos que son considerados como
imperfecciones en los que son perfectos, los cuales actos serían tenidos como
grandes perfecciones en los que son imperfectos. Es muy buena señal, en un
enfermo, la hinchazón de las piernas durante su convalecencia, porque ella
revela que la naturaleza, al ser reforzada, elimina los malos humores, que en
ella están de más; pero esta misma señal sería mala, en quien no estuviese
enfermo, porque denotarla que la naturaleza no tiene la fuerza suficiente para
hacer desaparecer y resolver los humores. Filotea, hemos de tener buen concepto
de aquellos que practican las virtudes, aunque sea con imperfecciones, pues los
mismos santos las practicaron, con frecuencia, de esta manera; pero, en cuanto a
nosotros, hemos de tener cuidado de practicarlas, no sólo con fidelidad, sino
también con prudencia, y, con este objeto, hemos de observar con todo rigor la
advertencia del Sabio: «no estribes en tu propia prudencia», sino en la de
aquellos que Dios nos ha dado por directores.
Hay
muchas cosas que se toman por virtudes y que no lo son en manera alguna. Acerca
de ellas quiero decirte cuatro palabras: tales son los éxtasis, los
arrobamientos, las insensibilidades, las uniones deificadas, las elevaciones,
las transformaciones y otras perfecciones por el estilo, de que tratan algunos
libros, los cuales ofrecen elevar al alma hasta la contemplación puramente
intelectual, a la aplicación esencial del espíritu y a la vida supereminente.
Pues bien, Filotea, estas perfecciones no son virtudes, sino más bien
recompensas que Dios otorga por las virtudes, o, mejor aún, una muestra de los
goces de la vida futura, que alguna vez se concede a los hombres, para hacerles
desear su total posesión, que sólo se encuentra en el cielo. Por lo mismo, no
hay que aspirar a estas gracias, pues no son, en manera alguna, necesarias para
servir bien y amar a Dios, lo cual ha de ser nuestro único anhelo. Además, con
mucha frecuencia, son gracias que no podemos alcanzar con nuestro esfuerzo y
trabajo, ya que más bien son pasiones que acciones, que podemos recibir, pero
no producir en nosotros. Añado que no nos hemos de proponer otra cosa que
llegar a ser personas de bien, devotas, hombres piadosos, mujeres piadosas; en
esto, pues, hemos de trabajar; y si Dios quiere elevarnos a estas perfecciones
angélicas, también seremos buenos ángeles; pero, entretanto, ejercitémonos
sencilla, humilde y devotamente en las pequeñas virtudes, cuya adquisición ha
propuesto Nuestro Señor a nuestro esfuerzo y trabajo; como la paciencia, la
bondad, la mortificación del corazón, la humildad, la obediencia, la pobreza,
la castidad, la amabilidad con el prójimo, el sufrir sus imperfecciones, la
diligencia, el santo fervor.
Dejemos,
pues, de buen grado, las sublimidades a las almas muy encumbradas: nosotros no
merecemos un lugar tan alto en el servicio de Dios; dichosos seremos, si le
servimos en la cocina, en la despensa, de lacayos, de mozos de cuerda, de
camareros; es cosa de su incumbencia, si le parece bien llamarnos a su cámara y
a su consejo privado. Sí, Filotea, porque este Rey de la gloria, no recompensa
a sus servidores según la dignidad del cargo que ocupan, sino según el amor y
la humildad con que los desempeñan. Saúl, mientras iba en busca de los asnos
de su padre, encontró el reino de Israel; Rebeca, mientras daba de beber a los
camellos de Abrahán, llegó a ser esposa de su hijo; Rut, cogiendo espigas,
detrás de los segadores de Booz, y recostándose a sus pies, fue llamada a su
lado y fue hecha esposa suya. Ciertamente, las pretensiones muy elevadas de
cosas extraordinarias están, en gran manera, expuestas a ilusiones, engaños y
falsedades, y ocurre algunas veces que los que se imaginan ser ángeles, no son
ni siquiera hombres de bien, y que, en realidad, hay más grandeza en las
palabras y en los términos que emplean, que en el sentimiento y en las obras.
No obstante, nada hemos de despreciar ni censurar temerariamente, sino que, sin
dejar de bendecir a Dios por el encumbramiento de los demás, permanezcamos
humildemente en nuestro camino, más bajo, pero más seguro, menos excelente,
pero más de acuerdo con nuestra insuficiencia y pequeñez, y, si perseveramos
humilde y fielmente en él, Dios nos levantará a grandezas más sublimes.
CAPÍTULO
III
DE
LA PACIENCIA
«Es
menester que tengáis paciencia, para que, cumpliendo la voluntad,, de Dios,
alcancéis su promesa», dice el Apóstol. Sí, porque, como había dicho el
Salvador, «en vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas». Este es el gran
bien del hombre, Filotea: poseer su alma; y, conforme es más perfecta nuestra
paciencia, más perfectamente también poseemos nuestras almas. Recuerda, con
frecuencia, que Nuestro Señor nos ha salvado sufriendo y aguantando, y que,
así mismo, nosotros hemos de conseguir nuestra salvación con los sufrimientos
y aflicciones, aguantando las injurias, contradicciones y penas, con toda la
suavidad que nos sea posible.
No
limites tu paciencia a tal o cual clase de injurias y de aflicciones, sino
extiéndela universalmente a todas las que Dios te envíe o permita que te
sobrevengan. Algunos hay que sólo quieren sufrir las tribulaciones que son
honrosas, como, por ejemplo, ser heridos o caer prisioneros en la guerra, ser
maltratados a causa de su fe, empobrecerse por algún pleito después de haberlo
ganado; mas éstos no aman la tribulación, sino la honra que acarrea. El
verdadero paciente y siervo de Dios, de la misma manera sufre las tribulaciones
vinculadas a la ignominia, que las honrosas. Ser despreciado, reprendido y
acusado por los malos, no es sino dulzura para un hombre de carácter; pero ser
reprendido, acusado y maltratado por las personas de bien, por los amigos, por
los padres, he aquí donde está el mérito. Es más digna de estima la
mansedumbre con que San Carlos Borromeo soportó, durante mucho tiempo, las
públicas reprensiones que un gran pecador, de una Orden extremadamente
reformada, lanzaba contra él desde los púlpitos, que la paciencia con que
toleró los ataques de todos los demás. Porque, así como las picaduras de
abejas escuecen más que las de las moscas, así el daño que recibimos de las
personas buenas y la contradicción de que éstas nos hacen objeto, son más
insoportables que las de los demás, y ocurre, con frecuencia, que dos hombres
de bien, llenos de buena intención, con motivo de diversidad de opiniones, se
causan mutuamente grandes contradicciones y persecuciones.
Seas
paciente, no sólo en lo más grande y principal de las aflicciones que te
sobrevengan, sino también en lo accesorio y accidental que de ellas se deriva.
Muchos querrían soportar algún mal, pero sin sentir la molestia. «Poco me
importaría, dice uno, haberme empobrecido, si no fuese porque esto me privará
de servir a mis amigos, de educar a mis hijos y de vivir de una manera honrosa,
según quisiera». Y otro dirá: «Yo no me apuraría, si no fuese porque el
mundo creerá que esto ha ocurrido por mi culpa». Otro fácilmente se
conformaría con paciencia, que hablasen mal de él, con tal que nadie creyese
al calumniador. Otros quisieran sufrir algunas molestias del mal, pero no todas;
no se impacientan, dicen, porque están enfermos, sino porque no tienen recursos
para hacerse cuidar, o bien por las molestias que causan a los que les rodean.
Mas yo digo, Filotea, que hay que tener paciencia, no sólo para estar enfermo,
sino también para tener la enfermedad que Dios quiere, donde quiere, entre las
personas que quiere y con las incomodidades que quiere, y así de todas las
otras tribulaciones.
Cuando
te sobrevenga algún mal, procura combatirlo, según la voluntad de Dios, porque
obrar de otra manera sería tentar a su divina Majestad; pero, después, espera
con entera resignación el resultado que Dios permita. Si Él quiere que los
remedios venzan al mal, le darás las gracias con humildad; pero, si le
place que el mal sea más fuerte que los remedios, bendícelo también con
paciencia. Soy del parecer de San Gregorio: si eres acusada justamente, por
alguna culpa que hayas cometido, humíllate mucho, reconócete merecedora de la
acusación que contra ti se ha hecho. Si la acusación es falsa, excúsate con
dulzura, negando que seas culpable, porque te obliga a ello la reverencia a la
verdad y la edificación del prójimo; pero, si después de tu verdadera y
legítima excusa, persiste la acusación, no te perturbes en manera alguna, ni
te esfuerces en hacer aceptar tus razones, porque, una vez hayas cumplido tu
deber con la verdad, has de cumplirlo con la humildad.
Quéjate
tan poco como puedas de las injurias que te hagan, porque es cosa cierta que,
ordinariamente, el que suele quejarse peca, porque el amor propio siempre
exagera las injurias; pero, sobre todo, no te lamentes en presencia de personas
inclinadas a indignarse y a pensar mal. Y, si fuese conveniente desahogarte con
alguien, ya para poner remedio a la ofensa, ya para calmar tu espíritu, hazlo
con almas tranquilas y que amen mucho a Dios, porque de otra manera, en lugar de
dar descanso a tu corazón, provocarán mayores inquietudes; en lugar de
arrancar la espina que te hiere, la clavarán más fuertemente en tu pie.
Muchos,
cuando están enfermos, o cuando han sido afligidos o agraviados por alguien, se
guardan mucho de quejarse y de mostrarse resentidos, porque les parece (y es
cierto) que esto denota evidentemente una gran falta de energía y de
generosidad; pero desean, en gran manera, y buscan, con mil rodeos, que todos
les compadezcan, que tengan mucha lástima de ellos y que se les considere, no
solamente afligidos, sino también pacientes y animosos. Claro está que esto es
paciencia, pero es una paciencia falsa, la cual bien considerada, no es más que
una muy delicada y muy fina ambición y vanidad: «Estos tienen gloria -dice el
Apóstol---, pero no delante de Dios». El verdadero paciente no se queja del
mal, ni desea que le compadezcan; habla de él con ingenuidad, verdad y
sencillez, sin lamentarse, sin quejarse, sin exagerar, y, si le compadecen, lo
tolera pacientemente, a no ser que le compadezcan de un mal que no tiene;
porque, entonces, declara modesta-rente que no padece mal, y, si lo tiene,
permanece con aire tranquilo entre la verdad y la paciencia, reconociéndolo,
pero sin quejarse.
En
las contradicciones que sobrevendrán en el ejercicio de la devoción (porque no
faltarán), acuérdate de las palabras de Nuestro Señor: «La mujer, cuando
está de parto padece grandes angustias; pero, al ver a su hijo nacido, las
olvida, porque ha dado un hombre al mundo>. Tú has concebido en tu alma al
más digno hijo del mundo, que es Jesucristo. Antes de que se forme del todo,
forzosamente sentirás angustias: pero ten valor, porque, una vez pasados estos
sufrimientos, te -quedará el gozo eterno de haber dado a luz un tal hombre; Él
permanecerá enteramente formado en tu corazón y en tus obras por la imitación
de su vida.
Cuando
estés enferma, ofrece todos tus dolores, penas, y angustias al servicio de
Nuestro Señor, y suplícale que los una a los tormentos que sufrió por
ti. Obedece al médico: toma los medicamentos, los alimentos y los otros
remedios por amor de Dios y acuérdate de la hiel que tomó por amor nuestro.
Desea curarte para servirle; pero no rehúses agravarte para obedecerle, y
disponte a morir, si así le place, para alabarle y gozarle. Acuérdate de que
las abejas, cuando fabrican la miel, viven y se alimentan de cosas muy amargas y
que, de la misma manera, nosotros nunca podemos hacer actos de mayor dulzura y
paciencia, ni arreglar mejor la miel de las más excelentes virtudes, que
comiendo el pan de amargura y viviendo de angustias. Y, así como la miel
extraída de la flor del tomillo, hierba pequeña y amarga, es la mejor de
todas, así la virtud, que se ejercita en las amarguras de las más viles, bajas
y abyectas tribulaciones, es la más excelente de todas.
Contempla,
con frecuencia, con los ojos interiores, a Jesucristo crucificado, despojado,
blasfemado, calumniado, abandonado, y, finalmente, saturado de toda clase de
angustias, de tristezas y de trabajos, y considera que todos tus sufrimientos,
ni en calidad, ni en cantidad, no pueden, en manera alguna, compararse con los
suyos, y que jamás padecerás tú por Él cosa alguna, que equivalga a lo que
Él ha sufrido por ti. Considera las penas que sufrieron los mártires y las que
sufren tantas personas, más graves, sin comparación, que las que a ti te
afligen, y di: « ¡ Ah, Señor!, mis trabajos son consuelos y mis penas son
rosas, comparadas con las de aquellas personas que viven en una muerte continua,
sin socorro, sin asistencia, sin alivio, cargadas de aflicciones infinitamente
mayores».
CAPÍTULO
IV
DE
LA HUMILDAD EXTERIOR
«Pide
prestado -dijo Eliseo a una pobre viuda- y toma muchas jarras vacías y
llénalas de aceite». Para recibir la gracia de Dios en nuestros corazones, es
menester tenerlos vacíos de nuestra propia gloria. El cernícalo, chillando y
mirando de prisa las aves, las espanta, por una propiedad y virtud secreta que
tiene; por esto las palomas lo aprecian más que a todas las otras aves y viven
seguras cerca de él. Así la humildad ahuyenta a Satanás, y, por esto, todos
los santos, y, particularmente el Rey de los santos y su Madre, siempre han
honrado y amado esta digna virtud más que ninguna otra entre todas las virtudes
morales.
Dicen
que es vana la gloria que el hombre se da a sí mismo, o porque no está en
nosotros, o porque está en nosotros, pero no es nuestra; o porque está en
nosotros y es nuestra, pero no merece la pena de que nos gloriemos de ella. La
nobleza del linaje, el favor de los magnates, el aura popular, son cosas que no
están en nosotros, sino en nuestros antepasados. Algunos se muestran orgullosos
y arrogantes, porque cabalgan sobre un bravo corcel, o porque llevan un penacho
de plumas en su sombrero, o porque visten lujosamente; mas, ¿quién no ve que
esto es una locura? Porque, si en estas cosas hay gloria, ésta pertenece al
caballo, al ave o al sastre; y ¿qué mezquindad no supone tomar prestada la
estima a un caballo, a unas plumas o a unos adornos? Otros presumen y se
contemplan por unos bigotes muy afilados, por una barba bien cortada, por unos
cabellos ondulados, porque tienen las manos finas, porque saben bailar, jugar y
cantar; pero, ¿no supone mucha pobreza de carácter el querer aumentar el
propio valer y acrecentar la propia reputación con cosas tan frívolas y vanas?
Otros, por un poco de ciencia que poseen, quieren ser honrados y respetados de
todos, como si todos hubiesen de ir a su escuela y tenerlos por maestros; por
esto les llaman pedantes. Otros se pavonean, al considerar su hermosura, y creen
que todo el mundo les hace la corte. Todo esto es extremadamente vano, necio e
impertinente, y la gloria, que estas cosas tan frívolas reportan, se llama
vana, estúpida, frívola.
El
bien verdadero se conoce como el verdadero bálsamo; el bálsamo se prueba
echándolo al agua; si va al fondo y queda debajo, señal es de que es más fino
y de más precio. Así, para conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio,
generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad, a la
modestia y a la sumisión, porque entonces son verdaderos bienes; pero, si
sobrenadan y quieren aparecer, serán bienes tanto menos verdaderos, cuanto más
aparentes. Las perlas que se forman o se crían en medio de los vientos y del
ruido de los truenos sólo tienen la corteza de perlas y están vacías de
substancia; así también las virtudes y las buenas cualidades de los hombres,
forjadas y alimentadas en el orgullo, en la soberbia y en la vanidad, no tienen
sino una apariencia de bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.
Los
honores, las categorías y las dignidades son -como el azafrán, que se hace
mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se contempla
pierde el honor de la belleza; la hermosura, para ser graciosa, ha de ser
descuidada; la ciencia nos deshonra, cuando nos hincha y cuando degenera en
pedantería. Si somos exigentes en lo que se refiere a las categorías, a las
procedencias, a los títulos, además de exponer nuestras cualidades al examen,
a la discusión y a la contradicción, las envilecemos y las hacemos
despreciables, porque el honor, que es una gran cosa cuando es recibido como un
don, degenera cuando es exigido, buscado o mendigado. Cuando el pavo real se
hincha, para verse, y levanta sus hermosas plumas, se eriza, y muestra por todas
partes lo que tiene de poco honroso; las flores, que plantadas en tierra son
bellas, se marchitan si son manoseadas. Y, así como aquellos que huelen la
mandrágora de lejos y como de paso, perciben mucha suavidad, pero si la huelen
de cerca y durante mucho rato, e adormecen y enferman, así los honores
comunican un dulce consuelo al que los huele a distancia y a la ligera, sin
entretenerse ni pararse en ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos
son en gran manera dignos de censura y vituperio.
El
deseo y el amor de la virtud comienza a hacernos virtuosos; pero el deseo y el
amor de los honores comienza a hacernos despreciables y vituperables. Los
espíritus nobles no se entretienen en estas pequeñeces de lugares, de honores,
de reverencias; tienen otras cosas en qué ocuparse; esto es propio de
espíritus frívolos. El que puede tener perlas no se carga de conchas, y los
que aspiran a la virtud no se desviven por los honores. Claro está que todos
pueden permanecer en su categoría y mantenerse en ella, sin faltar a la
humildad; pero esto se ha de hacer con descuido y sin exigencias, porque, así
como los que vienen del Perú, además de oro y plata traen monos y papagayos,
porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la
virtud, han de mantenerse en la categoría y en los honores que les
corresponden, con tal, empero, que esto no sea a costa de demasiados cuidados y
atenciones, ni nos llene de turbaciones o inquietudes, ni sea causa de
disensiones o riñas. No hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de
ciertas circunstancias particulares de las que pueden seguirse notables
consecuencias, porque, en esto, es menester que cada uno conserve lo que le
pertenece, pero con una prudencia y discreción que esté hermanada con la
caridad y la cortesía.
CAPÍTULO
V
DE
LA HUMILDAD MÁS INTERIOR
Pero
tú, Filotea, deseas que te conduzca más adelante por el camino de la humildad,
pues todo lo que te he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora, pues,
iremos más allá. Muchos no quieren ni se atreven a pensar y a considerar las
gracias que Dios les ha hecho en particular, temerosos de sentir vanagloria y
complacencia, en lo cual,
ciertamente, se engañan, porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el
verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de sus
beneficios; cuanto más los conozcamos, más le amaremos; y como que los
beneficios particulares mueven más que los comunes, deben ser considerados con
más atención.
A
la verdad, nada Puede humillarnos tanto delante de la misericordia de Dios como
la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de
su justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha
hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como
pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en
sus gracias. No hemos de temer que lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros
nos hinche, mientras tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay
en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan los mulos de ser animales pesados
y mal olientes, por el hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y
perfumados del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que no hayamos recibido? Y,
si lo hemos recibido, ¿por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la
consideración viva de las gracias recibidas nos humilla, pues el conocimiento
engendra el reconocimiento. Pero, si, al recordar las gracias que Dios nos ha
hecho, nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será acudir a la
consideración del nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones, de
nuestras miserias. Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con
nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando ha estado con
nosotros no es según nuestra manera de ser ni de nuestra propia cosecha; mucho
nos alegraremos ciertamente de poseerlo, pero no glorificaremos por ello más
que a Dios, porque Él es el único autor. Así la Santísima Virgen confiesa
que Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce únicamente para
humillarse y glorificar a Dios:«Mi alma, dice, glorifica al Señor, porque ha
hecho en mí cosas grandes».
Decimos
muchas veces que no somos nada, que somos la misma miseria y el desecho del
mundo, pero mucho nos dolería que alguien hiciese suyas nuestras palabras y
anduviese diciendo de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien
huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos busquen: fingimos que
queremos ser los últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa,
pero con el fin de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no toma
el aire de tal y no dice muchas palabras humildes, porque no sólo desea ocultar
las otras virtudes, sino también y principalmente desea ocultarse ella misma,
y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar al prójimo, haría actos
de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente desconocida y a
cubierto.
He
aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos palabras de humildad, o
digámoslas con un verdadero sentimiento interior, de acuerdo con lo que
pronunciamos exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es humillando
nuestro corazón; no aparentemos que deseamos ser los últimos, si no lo
queremos ser de verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna
excepción, únicamente añado que, a veces, exige la cortesía que demos la
preferencia a aquellos que evidentemente no la tendrían, pero esto no es ni
doblez ni falsa humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar
preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es posible darlo todo
entero, no es ningún mal darles su comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras
de honor o de respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son, con
tal que el corazón de aquel que las pronuncia tenga intención de honrar y
respetar a aquel a quien las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen
con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al decirlas, cuando la costumbre
lo requiere. Es verdad que, además de esto, quisiera yo que nuestras palabras
se ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos, para practicar
siempre, en todo, la humildad y el candor del corazón. El hombre humilde
preferirá que otro diga de él que es miserable, que no es nada, que no vale
nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo menos, cuando sepa que lo dicen,
procurará no desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado; porque, puesto
que él así lo cree firmemente, está contento de que los demás sean del mismo
parecer.
Muchos
dicen que dejan la oración mental para los perfectos, porque no son dignos de
ella; otros dicen que no se atreven a comulgar con frecuencia, porque no se
sienten lo bastante puros; otros añaden que a causa de su miseria y fragilidad,
temen deshonrar la devoción si la practican; otros se niegan a emplear sus
talentos en el servicio de Dios, porque, según afirman, conocen su flaqueza y
tienen miedo de ensoberbecerse si son instrumentos de algún bien, y temen
quedarse a obscuras, mientras iluminan a los demás. Todas estas cosas no son
sino artificios y una especie de humildad no solamente falsa, sino además,
maligna, con la cual pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las cosas de
Dios, o, a lo menos, cubrir, con la capa de humildad el amor propio que hay en
su parecer, en su carácter y en su indolencia. «Pide al Señor una señal de
lo alto de los cielos o de lo profundo del mar», dijo el Profeta al desdichado
Acaz, y él respondió: «No la pediré ni tentaré al Señor». *¡Oh, el
malvado! Finge una gran reverencia a Dios, y, con el pretexto de humildad, se
excusa de aspirar a la gracia, a la cual le invita la divina bondad. Pero,
¿quién no ve que, cuando Dios quiere hacernos mercedes, es orgulloso el
rehusarlas?; ¿que los dones de Dios nos obligan a aceptarlos y que la humildad
consiste en obedecer y en seguir tan de cerca, como es posible, sus deseos? Pues
bien, el deseo de Dios es que seamos perfectos, uniéndonos a Él e imitándole
cuanto podamos. El orgulloso que se fía de sí mismo, tiene mucha razón cuando
no quiere emprender nada; pero el humilde es tanto más animoso, cuanto más
impotente se reconoce, y, cuanto más miserable se considera, tanto más
valiente es, porque tiene puesta toda su confianza en Dios, que se complace en
hacer resplandecer su omnipotencia en nuestra debilidad y levantar su
misericordia sobre el pedestal de nuestra miseria. Conviene, pues, que nos
atrevamos humilde y santamente a hacer todo lo que aquellos que dirigen a
nuestra alma creen conforme con nuestro aprovechamiento.
Pensar
que sabemos lo que ignoramos, es una necedad evidente; querer sentar plaza de
sabios, en lo que no conocemos, es una vanidad intolerable; en cuanto a mí, no
quisiera hacer el sabio en lo que sé, ni tampoco hacer el ignorante. Cuando la
caridad lo exige, se ha de comunicar sinceramente y con dulzura al prójimo, no
sólo lo que necesita para su instrucción, sino también lo que le es útil
para su consuelo; porque la humildad que esconde y encubre las virtudes, para
conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la caridad lo exige, para
aumentarlas, engrandecerlas y perfeccionarlas. En esto, se parece a aquel árbol
de la isla de Tilos, que, por la noche, oprime y mantiene cerradas sus bellas
flores rojas, y no las abre hasta que sale el sol, de manera que los habitantes
de aquella región dicen que estas flores duermen de noche. Asimismo, la
humildad cubre y oculta todas nuestras virtudes y perfecciones humanas, y nunca
las deja entrever, si no es obligada por la caridad, la cual, siendo, como es,
una virtud no humana, sino celestial, no moral, sino divina, es el verdadero sol
de todas las virtudes, sobre las cuales siempre ha de dominar, por lo que la
humildad que daña a la caridad es indudablemente falsa.
Yo
no quiero ni hacer el necio ni hacer el sabio, porque si la humildad me impide
hacer el sabio, la simplicidad y la sinceridad me impiden hacer el necio; y, si
la vanidad es contraria a la humildad, el artificio, la afectación y la
ficción son contrarias a la simplicidad y a la sinceridad. Y, si algunos
siervos de Dios se han fingido locos, para hacerse más abyectos a los ojos del
mundo, es menester admirarles, pero no imitarles, pues ellos han tenido motivos
para llegar a estos excesos, los cuales son tan particulares y extraordinarios,
que nadie ha de sacar de ello consecuencias para sí. Y, en cuanto a David, si
bien danzó y saltó delante del Arca de la Alianza algo más de lo que
convenía a su condición, no lo hizo porque quisiera parecer loco, sino que,
sencillamente, y sin artificio, hizo aquellos movimientos exteriores, en
consonancia con la extraordinaria y desmesurada alegría que sentía en su
corazón. Es verdad que, cuando Micol, su esposa, se lo echó en cara, como si
fuese una locura, él no se afligió al verse humillado, sino que, perseverando
en la ingenua y verdadera demostración de su gozo, dio testimonio de que estaba
contento de recibir un poco de oprobio por su Dios. Por lo tanto, te digo que,
si por los actos de una verdadera e ingenua devoción, te tienen por vil,
abyecta o loca, la humildad hará que te alegres de este feliz oprobio, la causa
del cual no serás tú, sino los que te lo infieran.
CAPÍTULO
VI
QUE
LA HUMILDAD HACE QUE AMEMOS
NUESTRA PROPIA ABYECCIÓN
Voy
más lejos, Filotea, y te digo que, en todo y por todo, ames tu propia
abyección. Pero me dirás: ¿qué significa esto: ama tu propia abyección? En
latín, abyección quiere decir humildad, y humildad quiere decir abyección, de
manera que, cuando Nuestra Señora, en su sagrado cántico, dice: «porque el
Señor ha visto la humildad de su sierva, todas las generaciones me llamarán
bienaventurada », quiere decir que el Señor ha visto de buen grado su
abyección, vileza y bajeza, para colmarla de gracias y favores. Con todo hay
mucha diferencia entre la virtud de la humildad y la abyección, porque la
abyección es la pequeñez, la bajeza y la vileza que hay entre nosotros, sin
que nosotros pensemos en ello; pero la virtud de la humildad es el verdadero
conocimiento y voluntario reconocimiento de nuestra abyección. Ahora bien, el
punto más encumbrado de esta humildad consiste, no sólo en reconocer
voluntariamente nuestra abyección, sino en amarla y en complacernos en ella, y
no por falta de ánimos y de generosidad, sino para más ensalzar a la divina
Majestad y más amar al prójimo en comparación con nosotros mismos. Esta es la
cosa a la cual te exhorto, y, para que lo entiendas mejor, sepas que entre los
males que padecemos unos son abyectos y otros honrosos. Muchos se conforman con
los honrosos, pero nadie quiere acomodarse a los abyectos. He aquí un devoto
ermitaño harapiento y tiritando de frío: todos honran su hábito deshecho y
compadecen su austeridad; pero si se trata de un pobre obrero, de un pobre
joven, de una pobre muchacha, son despreciados, objeto de burla; su pobreza es
abyecta. Un religioso recibe resignadamente una áspera reprensión de su
superior, o un hijo la recibe de su padre: todo el mundo llamará a esto
mortificación, obediencia y prudencia; un caballero o una dama sufrirán lo
mismo de parte de otra persona, y, aunque la soporten por amor de Dios, todos
les motejarán de cobardía y poquedad de espíritu. Una persona tiene un
cáncer en un brazo y otra en la cara: aquélla sólo tiene el mal, pero ésta,
además del mal, padece el menosprecio, el desdén y la abyección. Pues bien,
te digo ahora que no sólo hemos de apreciar el mal, lo cual se hace con la
virtud de la paciencia, sino también la abyección, lo cual se hace con la
virtud de la humildad.
También
hay virtudes abyectas y virtudes honrosas: la paciencia, la mansedumbre, la
simplicidad y la humildad son virtudes que los mundanos tienen por viles y
abyectas; al contrario, tienen en mucha estima la prudencia, el valor, la
liberalidad. Y, aun entre los actos de una misma virtud, unos son objeto de
desprecio y otros de honra: dar limosna y perdonar las injurias son actos de
caridad; el primero es honrado por todos, y el segundo despreciable a los ojos
del mundo. Un joven noble o una doncella que no se entreguen al desorden de una
pandilla desenfrenada en el hablar, en el jugar, en el bailar, en el beber, en
el vestir, serán criticados o censurados por los demás y su modestia será
calificada de hipocresía o afectación: pues bien, amar esto es amar la propia
abyección. He aquí otra manera de amarla: vamos a visitar a los enfermos; si
soy enviado al más miserable, esto será para mi un motivo de abyección,
según el mundo, y, por esto mismo la amaré; si me envían a visitar a los de
categoría, será una abyección según el espíritu, porque en ello no hay
tanta virtud ni mérito ' y por lo tanto, amaré esta abyección. El que cae en
medio de la calle, además del daño que se hace, es objeto de burla; es
menester querer esta abyección. Hay faltas en las cuales no se encuentra otro
mal que la abyección; la humildad no nos exige que las cometamos expresamente,
pero exige que no nos inquietemos cuando las hayamos cometido: tales son ciertas
ligerezas, faltas de educación, descuidos, las cuales hay que evitar, por
razones de buena educación y de prudencia, antes de que se cometan; pero una
vez cometidas, hay que aceptar la abyección que de ellas proviene, y hay que
aceptarla de buen grado, para practicar la santa virtud de la humildad. Más
aún: si me he dejado llevar de la ira o de la disolución, hasta decir palabras
inconvenientes, que han redundado en ofensa de Dios o del prójimo, me
arrepentiré vivamente y estaré afligido de la ofensa, la cual procuraré
reparar de la mejor manera que me sea posible; pero no dejaré de aceptar la
abyección y el desprecio que de ello me sobrevengan, y, si una cosa pudiese
separarse de la otra, rechazaría enérgicamente el pecado y me quedaría
humildemente con la abyección.
Pero,
aunque amemos la abyección que proviene del mal, es menester que, con recursos
apropiados y legítimos, pongamos remedio al mal que la ha causado, sobre todo
cuando el mal acarrea consecuencias. Si tengo en el rostro algún mal
repugnante, procuraré su curación, pero sin olvidar la abyección que trae
consigo. Si he hecho alguna cosa que no of ende a nadie, no me disculparé de
ella, porque, aunque esta cosa sea algún defecto, no es permanente, y no
podría excusarme de ella sino por la abyección que de la misma procede y esto
es lo que la humildad no puede permitir; mas, si, por descuido o por dejadez, he
ofendido o escandalizado a alguno, repararé la ofensa con alguna excusa,
verdadera, porque el mal es permanente y la caridad obliga a borrarlo. Por lo
demás, suele ocurrir, alguna vez, que la caridad exija que pongamos remedio a
la abyección, por el bien del prójimo, al cual es necesaria nuestra
reputación; mas en este caso, una vez quitada nuestra abyección de los ojos
del prójimo para evitar el escándalo, conviene guardarla y ocultarla dentro
del corazón, para que se edifique de ello.
Pero
tú, Filotea, quieres saber cuáles son las mejores abyecciones. Te digo
claramente que las más provechosas al alma y las más agradables a Dios son las
que nos vienen al azar o por la condición de nuestra vida, porque éstas no son
escogidas por nosotros, sino que se reciben tal como las envía Dios, cuya
elección siempre es mejor que la nuestra. Y, si hay que escoger, las más
grandes son las mejores, y son más grandes las contrarías a nuestras
inclinaciones, con tal que cuadren con nuestra profesión, porque, digámoslo de
una vez para siempre, nuestra elección echa a perder y disminuye casi todas
nuestras virtudes. ¡Ah! ¿Quién nos hará la gracia de que podamos decir con
aquel gran rey: «He preferido ser abyecto en la casa del Señor a habitar en
los palacios de los pecadores?». Nadie puede decirlo, amada Filotea, fuera de
Aquel que, para ensalzarnos, vivió y murió de manera que fue «el oprobío de
los hombres y la abyección de la plebe».
Te
he dicho muchas cosas que te parecerán duras cuando las consideres; pero,
créeme: cuando las practiques, serán para ti más agradables que el azúcar y
la miel.
CAPÍTULO
VII
COMO
SE HA DE CONSERVAR EL BUEN
NOMBRE PRACTICANDO,
A
LA VEZ, LA
HUMILDAD
La
alabanza, el honor y la gloria no se tributan a un hombre por una simple virtud,
sino por una virtud excelente. Porque, por la alabanza, queremos persuadir a los
demás que aprecien la excelencia de alguien; por el honor, significamos que le
apreciamos nosotros mismos, y la gloria, a mi modo de ver, no es otra cosa que
cierto resplandor de la reputación, que irradia del conjunto de muchas
alabanzas y honores; de manera que las alabanzas y los honores son como las
piedras preciosas, de cuyo conjunto Irradia la gloria como un brillo. Ahora
bien, la humildad, que no puede sufrir que nosotros nos creamos más encumbrados
o que hemos de ser preferidos a los otros, tampoco puede permitir que busquemos
la alabanza, el honor y la gloria, que se deben a la sola excelencia. Con todo,
la humildad está conforme con la advertencia del Sabio, el cual nos dice que
«tengamos cuidado de nuestra fama», porque el buen nombre es la estima, no de
excelencia alguna, sino de una simple y común probidad e integridad de vida,
cuyo conocimiento en nosotros no impide la humildad como tampoco impide que
deseemos la reputación de ello. Es verdad que la humildad despreciaría la
buena fama, si la caridad no tuviese necesidad de ella; mas, porque ella es uno
de los fundamentos de la sociedad humana, y porque, sin ella, no sólo somos
inútiles sino también perjudiciales al público, por este motivo, a causa del
escándalo que aquel recibiría, exige la caridad, y la humildad admite, que
deseemos y conservemos cuidadosamente la buena fama.
Además,
así como las hojas de los árboles, que de suyo no son muy apreciables, no
obstante sirven mucho, no sólo para embellecerlos, sino también para conservar
los frutos mientras son tiernos; de la misma manera, la buena fama, que, de suyo
no es cosa muy deseable, no deja de ser muy útil, no solamente para el ornato
de nuestra vida, sino también para la conservación de nuestras virtudes,
especialmente de las virtudes todavía tiernas y débiles: la obligación de
conservar nuestra reputación y de ser tales cuales se nos reputa, nos obliga a
un esfuerzo generoso, a una firme y dulce violencia. Conservemos nuestras
virtudes, mi querida Filotea, porque son agradables a Dios, grande y soberano
objeto de nuestras acciones; mas, así como los que quieren guardar los frutos
no se contentan con confitarlos, sino que los ponen en recipientes propios para
la conservación de los mismos, de la misma manera, aunque el amor divino sea el
principal conservador de nuestras virtudes, podemos, no obstante, emplear el
buen nombre, como muy útil y propicio para dicha conservación.
No
es menester, empero, que seamos demasiado celosos, exactos y puntillosos en esta
conservación, porque los que son demasiado delicados y sensibles en lo tocante
a su reputación, se parecen a los que toman medicamentos para toda clase de
pequeñas molestias: éstos, al querer conservar su salud, lo pierden todo, y
aquellos, queriendo conservar tan delicadamente la reputación, la pierden
completamente, ya
que con este desasosiego se
vuelven extraños, quejumbrosos, insoportables, y provocan la malicia de los
murmuradores.
El
disimular y el despreciar la injuria y la calumnia es ordinariamente un remedio
mucho más saludable que el resentimiento, la contestación y la venganza: el
desprecio esfuma aquellas ofensas; pero el que se enoja, parece que las
confiesa. Los cocodrilos no dañan sino a los que los temen, y la maledicencia,
únicamente a los que la llevan a mal.
El
temor excesivo de perder la fama arguye una gran desconfianza del fundamento de
la misma, que es la verdad de una vida buena. Los pueblos que, sobre los grandes
ríos, sólo tienen puentes de madera, temen que se los lleve la corriente, al
sobrevenir cualquiera inundación; pero los que tienen los puentes de piedra,
sólo temen las inundaciones extraordinarias. Asimismo los que tienen una alma
sólidamente cristiana desprecian, ordinariamente, los desbordamientos de las
lenguas injuriosas; pero los que se sienten débiles, se inquietan por cualquier
cosa. Es cierto, Filotea, que el que quiere tener buena reputación delante de
todos, la pierde totalmente, y merece perder el honor el que quiere recibirlo de
los que están verdaderamente infamados y deshonrados por los vicios.
La
reputación es como una señal que da a, conocer donde habita la virtud; la
virtud, por lo tanto, ha de ser, en todo y por todo, preferida. Por esto, si
alguien te dice: eres un hipócrita, porque practicas la devoción, o bien te
tiene por persona apocada, porque has perdonado una injuria, ríete de todo
esto. Porque, aparte de que estos juicios los hacen personas necias y
estúpidas, aunque hubieses de perder la fama no deberías dejar la virtud ni
desviarte de su camino, porque se ha de preferir el fruto a las hojas, es decir
el bien interior y espiritual a todos los bienes exteriores. Hemos de ser
celosos, pero no idólatras de nuestro buen nombre, y, si no conviene ofender el
ojo de los buenos, tampoco hay que desear contentar el de los malos. La barba es
un adorno en el rostro del hombre, y los cabellos en la cabeza de la mujer; si
se arranca del todo el pelo de la cara y el cabello de la cabeza, difícilmente
volverán a aparecer; pero, si tan sólo se corta el cabello y se afeita la
barba, pronto el pelo volverá a crecer y saldrá más fuerte y más áspero. De
la misma manera, aunque la fama sea cortada, o del todo afeitada, por la lengua
de los maldicientes, que, como dice David, «es una navaja afilada», no es
menester inquietarse, porque pronto volverá a salir, no sólo tan bella como
antes, sino mucho más fuerte. Pero, si nuestros vicios, nuestras felonías,
nuestra mala vida, nos quitan la reputación, será difícil que jamás vuelva,
porque ha sido arrancada de raíz. Y la raíz de la buena fama es la bondad y la
probidad, la cual, mientras permanece en nosotros, puede reproducir siempre el
honor que le es debido.
Es
menester dejar aquella mala conversación, aquella práctica inútil, aquella
amistad frívola, esta loca familiaridad, si esto perjudica a la buena fama,
porque vale más ésta que todas cualesquiera vanas complacencias; pero, si, a
causa del ejercicio de la piedad, del adelanto en la perfección y de la marcha
hacia el bien eterno, murmuran, reprenden o calumnian, dejemos que los mastines
ladren contra la luna, porque, si pueden levantar algún concepto desfavorable a
nuestra reputación y, de esta manera, cortar a rape los cabellos y la barba de
nuestra fama, pronto renacerá ésta, y la navaja de la maledicencia servirá a
nuestro honor, como a la viña sirve la podadera, por la cual aquélla crece y
ve multiplicados sus frutos.
Tengamos
siempre los ojos fijos en Jesucristo crucificado; caminemos en su servicio, con
confianza y simplicidad, pero prudente y discretamente: Él será el protector
de nuestra reputación, y, si permite, que nos sea arrebatada, será para
procurarnos otra mejor o para hacernos avanzar en la santa humildad, una sola
onza de la cual vale más que cien libras de honor. Si se nos recrimina
injustamente, opongamos tranquilamente la verdad a la calumnia; si ésta
persiste, perseveremos nosotros en la humildad; dejando de esta manera nuestra
reputación, juntamente con nuestra alma, en manos de Dios, no podremos
asegurarla mejor. Sirvamos a Dios «con buena o mala fama» a ejemplo de San
Pablo, para que podamos decir con David: « ¡ Oh Dios mío !, por Ti he
soportado el oprobio, y la confusión ha cubierto mí faz». Exceptúo, no
obstante, ciertos crímenes tan horribles e infames, cuya calumnia nadie debe
tolerar, cuando justamente puede disiparse, y también se han de exceptuar
ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de muchos,
pues, en estos casos, como enseñan los teólogos, se ha de procurar, con
sosiego, la reparación de la injuria recibida.
CAPITULO
VIII
DE
LA AMABILIDAD PARA CON EL
PRÓJIMO
Y
DE LOS REMEDIOS CONTRA
LA IRA
Él
santo Crisma, que, por tradición apostólica, emplea la Iglesia en las
confirmaciones y bendiciones, está compuesto de aceite de olivo mezclado con
bálsamo, y representa las dos virtudes más apreciadas que resplandecen en la
sagrada persona de Nuestro Señor, y que Él nos recomendó singularmente, como
si, por ellas, nuestro corazón hubiese de estar especialmente consagrado a su
servicio y aplicado a su imitación: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde
de corazón». La humildad nos perfecciona con respecto a Dios, y la amabilidad
con respecto al prójimo. El bálsamo, que, como he dicho, queda siempre debajo
de todos los demás licores, representa la humildad, y el aceite de oliva, que
siempre queda encima, representa la dulzura y la benignidad, que sobrepuja todas
las cosas y predomina entre las demás virtudes, como flor que es de la caridad,
la cual, según San Bernardo, es perfecta cuando no sólo es paciente, sino
también amorosa y benigna. Pero procura , Filotea, que este crisma místico,
compuesto de amabilidad y de humildad, esté dentro de tu corazón; porque es
uno de los grandes artificios del enemigo ha cer que muchos se complazcan en las
palabras y en los modales exteriores de estas dos virtudes, y que, dejando de
examinar sus afectos interiores, se imaginen que son humildes y amorosos, sin
que lo sean en realidad, lo cual se conoce, porque, a pesar de su ceremoniosa
humildad y dulzura dulzura, a la menor palabra molesta que se les diga, a la
menor injuria que reciban, se yerguen con una arrogancia sin igual. Se dice que
los que han tomado el preservativo, vulgarmente llamado «gracia de San Pablo»,
no se hinchan, aunque sean mordidos o picados por la víbora, con tal que la
«gracia» sea de buena calidad. De la misma manera, cuando la humildad y la
dulzura son buenas y verdaderas, nos inmunizan contra la hinchazón y contra el
ardor que las injurias suelen provocar en nuestros corazones. Y, si después de
haber sido picados o mordidos por los maldicientes o por los enemigos, nos
sentimos alterados, hinchados o despechados, señal es de que nuestra humildad y
amabilidad no son verdaderas y francas, sino artificiosas y aparentes.
Aquel
santo e ilustre patriarca José, cuando envió a sus hermanos de Egipto a la
casa de su, padre, sólo les hizo esta advertencia: «No os enojéis por el
camino». Lo mismo te digo, Filotea: esta miserable vida no es más que un
camino hacia la bienaventuranza; no nos enojemos, pues, los unos con los otros,
en este camino; andemos siempre agrupados con nuestros hermanos y compañeros,
dulcemente, pacíficamente, amigablemente. Advierte que te digo con toda
claridad y sin excepción alguna, que, a ser posible, no te enojes nunca, ni
tomes pretexto alguno, sea cual fuere, para abrir la puerta de tu corazón a la
ira, porque dice Santiago, sin ambages ni reservas, que «la ira del hombre no
obra la justicia de Dios».
Es
menester, ciertamente, oponerse al mal y reprimir los vicios de los que están
bajo nuestro cuidado, con constancia y con tesón, pero dulce y suavemente. Nada
sosiega tanto al elefante airado como la vista de un corderito, ni nada para con
más facilidad el golpe de los cañonazos como la lana. La corrección que
procede de la pasión, aunque vaya acompañada de la razón, nunca es tan bien
recibida como la que no tiene otro origen que la razón sola; porque el alma
racional, por estar naturalmente sujeta a la razón, sólo se sujeta a la
pasión por la tiranía, por lo cual, cuando la razón anda acompañada
de la pasión, se hace odiosa, pues su justo dominio queda envilecido al
asociarse con la tiranía. Los príncipes honran y consuelan infinitamente a los
Pueblos cuando los visitan en son de paz, pero cuando llegan al frente de los
ejércitos, aunque sea para el bien público, su presencia siempre es
desagradable y dañosa, porque, por más que se esfuercen en hacer observar
exactamente' la disciplina militar entre los soldados, nunca pueden, empero,
evitar algún desorden, por el que los hombres de bien son atropellados. Así,
cuando reina la razón y ejecuta serenamente los castigos, las correcciones y
las reprensiones, aunque lo haga con rigor y exactitud, todos la aprecian y la
aprueban; pero cuando va acompañada de la ira, de la cólera y M enojo, que,
como dice San Agustín, son sus soldados, se hace más espantosa que amable, su
propio corazón queda siempre pisoteado y maltratado: «Vale más, dice el mismo
santo escribiendo a Profuturo, cerrar las puertas a la ira justa y equitativa,
que abrírselas, por insignificante que sea, porque, una vez ha entrado, es
difícil hacerla salir, ya que entra como pequeño retoño y, en un momento,
crece y se convierte en tronco». Si el enojo puede llegar a la noche y el sol
se pone sobre nuestra ira (cosa que el Apóstol prohíbe), se convierte en odio,
y casi no hay manera de deshacerse de ella, porque se alimenta de mil
persuasiones falsas, ya que jamás el hombre airado cree que sea injusta su ira.
Es,
pues, mejor esforzarse a saber vivir sin ira que querer emplearla con
moderación y prudencia, y, cuando, por imperfección o debilidad, nos vemos
sorprendidos por la misma, es preferible rechazarla enseguida a querer pactar
con ella, pues por poco cumplimiento que se le dé, se hace dueña
de la plaza, y hace como la serpiente, que, con facilidad, logra meter todo el
cuerpo allí donde ha podido meter la cabeza. Pero me dirás: ¿cómo la
rechazaré? Es preciso, Filotea, que,
al advertir el primer resentimiento, reúnas tus fuerzas con presteza, pero sin
brusquedad ni ímpetu, sino dulce y seriamente a la vez; porque, así como en
'los senados y en los parlamentos, meten más ruido los oficiales gritando: «
¡ Silencio! », que aquellos a los cuales quieren hacer callar, de la misma
manera, al querer reprimir nuestra ira con impetuosidad, se causa en nuestro
corazón más turbación de la que ella hubiera causado, y, entretanto, el
corazón, turbado de esta manera, no puede ser dueño de sí mismo.
Después
de este suave esfuerzo, practica el consejo que San Agustín, cuando ya era
viejo, daba al joven obispo Auxilio: «Haz, le decía, lo que un hombre ha de
hacer; que si te ocurre lo que el hombre de Dios dice en el salmo: mi ojo he
ha turbado con gran cólera, acudas a Dios y exclames: ¡Señor, ten
misericordia de mí, para que extienda su mano y reprima tu enojo». Quiero
decir que cuando nos veamos agitados por la cólera, invoquemos el auxilio de
Dios, a imitación, de los Apóstoles cuando se vieron en peligro de zozobrar,
por el viento y la tempestad, en medio de las olas; pues Él mandará a nuestras
pasiones que se calmen, y se seguirá una gran bonanza. Pero te advierto que la
oración que se hace contra la ira impetuosa del momento, ha de ser suave y
tranquila, jamás violenta; cosa que es menester observar en cualesquiera
remedios que se empleen contra este mal. Después, enseguida que te des cuenta
de que has cometido un acto de cólera, repara la falta con un acto de dulzura,
hecho inmediatamente con respecto a aquella persona contra la cual te hayas
irritado. Porque, así como es un excelente remedio contra la mentira,
retractarse enseguida, así también es un buen remedio contra la cólera
repararla inmediatamente, con un acto de amabilidad; porque, como suele decirse,
las heridas se curan con más facilidad cuando están frescas.
Además,
cuando te sientas sosegada y libre de cualquier motivo de ira, haz gran
provisión de dulzura y de bondad, diciendo todas las palabras y haciendo todas
las cosas, grandes y pequeñas, de la manera más suave que te sea posible,
recordando que la Esposa, en el Cantar de los Cantares, no sólo tiene la miel
en sus labios y en la punta de la lengua, sino también debajo de la lengua, es
decir, en el pecho, y no solamente tiene miel, sino también leche, porque
además de tener palabras dulces con el prójimo, conviene tener dulce todo el
pecho, es decir, todo el interior de nuestra alma. Y es menester tener, no
solamente la dulzura de la miel, que es aromática y olorosa, es decir, la
suavidad en el trato con los extraños, sino también la dulzura de la leche con
los familiares y con los más cercanos a nosotros, contra lo cual faltan en gran
manera aquellos que en la calle parecen ángeles, y en casa parecen demonios.
CAPÍTULO
IX
DE
LA DULZURA CON NOSOTROS MISMOS
Una
de las mejores prácticas de la dulzura, en la cual nos deberíamos ejercitar,
es aquella cuyo objeto somos nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos
contra nosotros ni, contra nuestras imperfecciones, pues si bien la razón
quiere que, cuando cometemos faltas, sintamos descontento y aflicción,
conviene, no obstante, que evitemos un descontento agrio, malhumorado,
despechado y colérico. En esto cometen una gran falta muchos que, después de
haberse encolerizado, se enojan de haberse enojado, se desazonan de haberse
desazonado, y sienten despecho de haberlo sentido; porque, por este camino,
tienen el corazón amargado y lleno de malestar, y si bien parece que el segundo
enfado ha de destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de paso a
un nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión se presente; aparte de que estos
disgustos, despechos y asperezas contra sí mismo, tiende hacia el orgullo y no
tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y se impacienta al
vernos imperfectos.
Por
lo tanto, el disgusto por nuestras faltas ha de ser tranquilo, sereno y firme;
porque, así como un juez castiga mejor a los malos dictando sus sentencias,
según razón y con ánimo tranquilo, que dictándolas con impetuosidad y
pasión, pues entonces no castiga las faltas por lo que éstas son, sino por lo
que es él mismo; así nosotros nos castigamos mejor con arrepentimientos
tranquilos y constantes, que con arrepentimientos violentos, agrios y
coléricos, pues los arrepentimientos violentos no son proporcionados a la
gravedad de nuestras culpas, sino a nuestras inclinaciones. Por ejemplo, el que
ama la castidad se revolverá con mayor amargura contra la más leve falta
cometida en esta materia, y, en cambio, se reirá de una grave murmuración en
la que hubiere incurrido. Al contrario, el que detesta la maledicencia se
atormentará por haber murmurado levemente, y no hará caso de una falta grave
contra la castidad, y así de las demás faltas; y ello no es debido a otra cosa
sino a que el juicio que forman en su conciencia no es obra de la razón, sino
de la pasión.
Créeme,
Filotea, así como las reprensiones de un padre, hechas dulce y cordialmente,
tienen más eficacia para corregir que los enfados y los enojos; así también,
cuando nuestro corazón ha cometido alguna falta, si le reprendemos con
advertencias dulces y tranquilas, llenas más de compasión que de pasión
contra él, y le animamos a enmendarse, el arrepentimiento que concebirá
entrará mucho más adentro y le penetrará mejor que no lo haría un
arrepentimiento despechado, airado y tempestuoso.
En
cuanto a mí, si, por ejemplo, tuviese en grande estima, el no caer en el vicio
de la vanidad, y, no obstante, hubiese caído en una gran falta, no quisiera
reprender a mi corazón de esta manera: « ¡Qué miserable y abominable eres,
porque después de tantas resoluciones, te has dejado vencer por la vanidad!
Muere de vergüenza; no levantes los ojos al cielo, ciego, desvergonzado,
traidor y desleal a tu Dios», y otras cosas parecidas, sino que preferiría
corregirle de una manera razonable y por el camino de la compasión: «Ánimo,
pobre corazón mío. He aquí que hemos caído en el precipicio que tanto
habíamos querido evitar. ¡Ah!, levantémonos y salgamos de él para siempre;
acudamos a la misericordia de Dios y confiemos en que ella nos ayudará, para
ser más resueltos en adelante, y emprendamos el camino de la humildad. ¡Valor!
seamos, desde hoy, más vigilantes; Dios nos ayudará y podremos hacer muchas
cosas». Y, sobre esta reprensión, quisiera levantar un sólido y firme
propósito de no caer más en falta y de emplear los recursos convenientes
según los consejos del director.
Pero,
si alguno advierte que su corazón no se conmueve con estas suaves correcciones,
podrá echar mano de los reproches y de la reprensión dura y severa, para
excitarlo a una profunda confusión, con tal que, después de haberlo amonestado
y fustigado enérgicamente, acabe aliviándole, conduciendo su pesar y su
cólera a una tierna y santa confianza en Dios, a imitación de aquel gran
arrepentido, que, al ver a su alma afligida, la alentaba de esta manera: «¿Por
qué te entristeces, alma mía, y por qué te conturbas? Espera en Dios, que yo
todavía le alabaré como la salud de mí rostro y mi verdadero Díos».
Luego,
cuando tu corazón caiga, levántalo con toda suavidad, y humíllate mucho
delante de Dios por el conocimiento de tu miseria, sin maravillarte de tu
caída, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad esté enferma, ni que la
debilidad esté débil, ni que la miseria sea miserable. Detesta, pues, con
todas tus fuerzas, las ofensas que Dios ha recibido de ti, y, con gran aliento y
confianza en su misericordia, emprende de nuevo el camino de la virtud, del que
te habías alejado.
CAPÍTULO
X
QUE
ES MENESTER TRATAR LOS NEGOCIOS CON CUIDADO,
PERO
SIN AFÁN NI
INQUIETUD
El
cuidado y la diligencia que hemos de poner en nuestros asuntos son cosas muy
diferentes de la preocupación, de la inquietud y del afán. Los ángeles tienen
cuidado de nuestra salvación y nos la procuran con diligencia, mas no por ello
sienten inquietud, desasosiego, ni ansia; porque el cuidado y la diligencia son
propios de su caridad, pero la inquietud, el desasosiego y el afán serían del
todo contrarios a su felicidad, pues el cuidado y la tranquilidad, y la paz del
espíritu, pero no el afán, ni la inquietud, ni mucho menos la obsesión. Seas,
pues, Filotea, cuidadosa y diligente en todos los asuntos que tuvieres a tu
cargo, porque Dios te los ha confiado y quiere que los trates cual conviene;
pero, si te es posible, no andes solícita ni ansiosa, es decir, no los
emprendas con inquietud, angustia y afán. No te apresures en tu cometido,
porque toda precipitación turba la razón y el juicio, y nos impide también
hacer las cosas por las cuales nos afanamos.
Cuando
Nuestro Señor reprende a Santa Marta, le dice: «Marta, Marta, andas muy
solícita y te turbas por muchas cosas». ¿Ves? Si hubiese sido simplemente
cuidadosa, no se hubiera perturbado; pero, como que andaba preocupada e
inquieta, se precipita y se turba, por lo que Nuestro Señor la reprende. Los
ríos que se deslizan suavemente por la llanura, conducen grandes navíos y
ricas mercancías, y las lluvias que caen suavemente en los campos, los fecundan
y los llenan de hierbas y de mieses; pero los torrentes y los ríos que corren
tumultuosamente por la tierra, arruinan sus cercanías y son inútiles para el
tráfico, de la misma manera que las lluvias violentas y tempestuosas llevan la
desolación a los campos y a las praderas. Jamás trabajo alguno, hecho con
impetuosidad y con prisas, ha llegado a feliz término; es menester apresurarse
lentamente, como lo dice el viejo adagio: «El que corre, afirmaba Salomón,
está en peligro de chocar y tropezar». Siempre obramos de prisa, cuando
obramos bien. Los moscardones meten mucho ruido y andan más afanosos que las
abejas, pero sólo fabrican cera y no miel. Así los que se afanan con un afán
torturador y con una inquietud ruidosa, nunca hacen mucho bien.
Las
moscas no nos molestan por su fuerza sino por su multitud. De la misma manera
los grandes quehaceres no turban tanto como los pequeños, cuando éstos son muy
numerosos. Recibe con paz todo el trabajo que venga sobre ti, y procura atender
a él ordenadamente, haciendo unas cosas después de las otras; pero si quieres
hacerlas todas a un tiempo y con desorden, tendrás que hacer esfuerzos que
fatigarán y agotarán tu espíritu, y, por lo regular, quedarás deshecha por
la angustia, y sin ningún provecho.
Y,
en todos tus negocios, estriba únicamente en la providencia de Dios, pues sólo
por ella tendrán éxito tus designios; trabaja, empero, por tu parte,
suavemente, para cooperar con la Providencia, y después, cree que, si confías
en Dios, el resultado que obtengas siempre será el más provechoso para ti, ya
te parezca bueno, ya malo, según tu particular juicio.
Haz
como los niños, que dan una de sus manos a su padre, y, con la otra, cogen
fresas o moras junto a los cercados; asimismo, mientras vas reuniendo y
manejando los bienes de este mundo con una de tus manos, coge siempre, con la
otra, la mano del Padre celestial, y vuélvete de vez en cuando hacia Él, para
ver si está contento de tu trabajo o de tus ocupaciones, y, sobre todo,
guárdate de soltarle la mano y de sustraerte a su protección, pensando que
cogerás y allegarás más, porque, si Él te abandonase, no darías un paso sin
caer de bruces en tierra. Quiero decir, Filotea, que cuando estés en medio de
las ocupaciones naturales y quehaceres comunes, que no exigen una atención
demasiado fuerte ni absorbente, pienses más en Dios que en el trabajo, y,
cuando éste sea de tanta importancia que exija toda tu atención para ser bien
hecho, fija, de vez en cuando, la vista en Dios, como lo hacen los que navegan
por el mar, los cuales, para ir al lugar que desean, miran más al cielo que
abajo por donde andan remando. Así Dios trabajará contigo, en ti y por ti, y
tu trabajo irá acompañado de consuelo.
CAPÍTULO
XI
DE
LA OBEDIENCIA
Sólo
la caridad nos eleva hasta la perfección, pero la obediencia, la castidad y la
pobreza son los tres grandes medios para alcanzarla. La obediencia consagra
nuestro corazón, la castidad nuestro cuerpo y la pobreza nuestros bienes, al
amor y al servicio de Dios; son las tres ramas de la cruz espiritual, pero las
tres fundadas en la cuarta, que es la humildad. Nada diré de estas tres
virtudes consideradas como objeto del voto solemne, porque esto sólo
corresponde a los religiosos, ni tampoco en cuanto son materia del voto simple,
porque, aunque el voto confiere muchas gracias y gran mérito a todas las
virtudes, no obstante, para que nos hagan perfectos, no se requiere el voto, con
tal que se practiquen. Porque, si bien haciendo voto de estas virtudes, sobre
todo, si el voto es solemne, llevan al hombre al estado de perfección, con
todo, para conducirlo a ésta, basta que sean observadas, pues existe mucha
diferencia entre el estado de perfección y la perfección, ya que todos los
religiosos y todos los obispos se hallan en este estado, y, no obstante, no
todos son perfectos, como harto lo muestra la experiencia. Esforcémonos, pues,
Filotea, en practicar estas tres virtudes, cada uno según su vocación, porque,
aunque no puedan constituirnos en estado de perfección, nos darán, sin
embargo, la perfección misma; todos estamos obligados a la práctica de estas
tres virtudes, aunque no todos debamos practicarlas de la misma manera..
hay
dos clases de obediencia: una obligatoria, y otra voluntaria. En cuanto a la
obligatoria, es necesario que obedezcas humildemente a tus superiores
eclesiásticos, como al Papa, a los obispos, al párroco y a todos los que de
ellos tienen autoridad delegada; has de obedecer también a tus superiores
políticos, es decir: a tu príncipe o gobierno y a los magistrados que hayan
designado para tu región; finalmente, has de obedecer a tus superiores
domésticos, es decir: a tu padre, a tu madre, a tu maestro, a tu maestra. Ahora
bien, esta obediencia se llama necesaria, porque nadie puede eximirse del deber
de obedecer a dichos superiores, investidos por Dios de autoridad, para mandar y
gobernar a cada uno, según el cargo que tienen sobre nosotros. Cumple, pues,
sus mandatos, porque esto es necesariamente obligatorio, y, para ser perfecta,
sigue también sus consejos y aun sus deseos e inclinaciones, mientras la
caridad y la prudencia te lo permitan. Obedece, cuando te mandan alguna cosa
agradable, como comer, tener recreación, porque, aunque te parezca que no hay
gran virtud en estos casos, sin embargo, sería vicioso desobedecer; obedece en
las cosas indiferentes, como en llevar éste o aquél vestido, ir a éste o
aquél camino, en cantar o callar, y ésta será ya una obediencia muy
recomendable; obedece en cosas difíciles, ásperas y duras, y esto será una
obediencia perfecta. Finalmente, obedece con dulzura, sin réplica, pronto y sin
dilación, con alegría y sin malhumor; y, sobre todo, obedece amorosamente, por
amor a Aquel que, por nuestro amor, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte
de cruz», y el cual, como dice San Bernardo, prefirió perder la vida que la
obediencia.
Para
aprender a obedecer con facilidad a tus superiores, condesciende de buen grado
con tus iguales, cediendo a su parecer en lo que no sea malo, sin ser
disputadora ni terca; acomódate suavemente a los deseos de tus inferiores,
tanto cuanto la razón te lo permita, sin ejercer sobre ellos tu autoridad de
una manera imperiosa, siempre que sean buenos.
Es
una equivocación creer que si una persona fuese religiosa obedecería
fácilmente, cuando es difícil y rebelde en prestar obediencia a los que Dios
ha puesto sobre nosotros.
Llamamos
obediencia voluntaria a aquella a la cual nos obligamos por nuestra propia
elección y que por nadie nos ha sido impuesta. Nadie escoge voluntariamente a
su príncipe o a su obispo, a su padre o a su madre, y, con frecuencia, tampoco
al esposo, pero es de libre elección el confesor, el director. Pues bien, tanto
si, al escogerlo, se hace voto de obedecerle (como se cuenta de Santa Teresa, la
cual, además del voto solemne de obediencia debido al superior de su orden, se
obligó, con voto simple, a obedecer al padre Gracián, como si se le obedece
sin voto, siempre esta obediencia se llama voluntaria, por razón de su
fundamento, que depende de nuestra voluntad y elección.
Es
menester obedecer a todos los superiores, pero a cada uno en aquello de lo cual
tiene cargo sobre nosotros; de la misma manera que, en lo que concierne a la
policía y a las cosas públicas, hay que obedecer a los príncipes; a los
prelados, en todo lo que se refiere a la disciplina eclesiástica; en las cosas
domésticas, al padre, a la madre, al marido; en el gobierno particular del
alma, al director y al confesor particular.
Haz
que tu padre espiritual te ordene los actos de piedad que has de practicar,
porque así saldrán mejorados y será doble su gracia y su bondad: una, por
razón de si mismos, por ser actos piadosos; otra, por razón de la obediencia,
que los habrá dispuesto, y por la cual habrán sido hechos. Bienaventurados los
obedientes, porque jamás permitirá Dios que se extravíen.
CAPÍTULO
XII
DE
LA NECESIDAD DE LA CASTIDAD
La
castidad es el lirio de las virtudes; ella hace a los hombres iguales a los
ángeles; nada es bello sino por la pureza, y la pureza de los hombres es la
castidad. La castidad se llama honestidad, y su profesión, honra; también se
llama integridad, y su contrario, corrupción; resumiendo, ella tiene la gloria
particular de ser la bella y blanca virtud del alma y del cuerpo.
Nunca
es lícito permitirse cualquier placer impúdico de nuestro cuerpo, sea cual
fuere.
El
corazón casto es como la madreperla, que no puede recibir ninguna gota de agua
que no baje del cielo.
Por
el primer grado de esta virtud, guárdate, Filotea, de admitir ninguna clase de
delectación, que esté prohibida y vedada. Por el segundo grado, huye, cuanto
te sea posible, de las delectaciones inútiles y superfluas, aunque sean
lícitas y estén permitidas. Por el tercero, no pongas afecto en los placeres y
deleites.
Las
vírgenes necesitan una castidad en extremo simple y delicada, para alejar de su
corazón toda suerte de pensamientos curiosos y para despreciar, con desdén
absoluto, toda clase de placeres inmundos, los cuales, ciertamente, no merecen
ser deseados por los hombres, puesto que los jumentos y los cerdos son más
capaces de ellos. Guárdense, pues, mucho, las almas puras, de poner jamás en
duda que la castidad es incomparablemente mejor que todo cuanto le es
incompatible, porque, como dice San Jerónimo, el enemigo, empuja con violencia
a las vírgenes al deseo de probar las delectaciones, representándoselas como
infinitamente más agradables y sabrosas de lo que son, cosa que, con
frecuencia, las perturba en gran manera, porque, como añade este Santo Padre,
creen que es más delicioso lo que desconocen. Porque, así como la mariposa al
ver la llama, anda revoloteando curiosamente en torno de ella, para ver si es
tan deliciosa como hermosa, y empujada por esta ilusión, no cesa, hasta que
perece en la primera prueba, de' mismo modo, los jóvenes, de tal manera se
dejan cautivar por la falsa y necia afición al placer de las llamas
voluptuosas, que, después de muchos pensamientos curiosos, acaban por perderse
y arruinarse en ellas, y, en esto, son más necios que las mariposas, puesto que
éstas tienen algún motivo para creer que el fuego es delicioso, porque es tan
bello, mientras que ellos, sabiendo que lo que buscan es extremadamente
deshonesto, no por ello dejan de tener en más estima la loca y brutal
delectación.
Ves,
pues, que la castidad es necesaria. «Procurad la paz con todos, dice el
Apóstol, y la santidad, sin la cual nadie verá a Dios». Ahora bien, por la
santidad entiende la castidad, como dice San Jerónimo y hace notar San
Crisóstomo. No, Filotea, «nadie verá a Dios sin la castidad, nadie habitará
en su santo tabernáculo, si, no es limpio de corazón»; y, como dice el mismo
Salvador, «los perros y los impúdicos serán ahuyentados», y «
bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
CAPÍTULO
XIII
AVISOS
PARA CONSERVAR LA CASTIDAD
Seas
extremadamente pronta en alejarte de todos los senderos y de todos los
incentivos de la impureza, porque este mal obra insensiblemente, Y, de comienzos
muy insignificantes, va a parar a grandes catástrofes; siempre es más fácil
huir que curarse.
Los
cuerpos humanos son corno los vasos de cristal, que no se pueden llevar de
manera que f roten los unos con los otros, sin peligro de que se rompan, y como
la fruta, que, por entera y sazonada que esté, se avería, si toca la una con
la otra. La misma agua, por fresca que sea dentro de un vaso, no puede conservar
la frescura durante mucho tiempo, si es tocada por algún animal de la tierra.
No permitas jamás, Filotea, que nadie te toque, ni para bromear ni para
acariciarte, porque, aunque, por casualidad, se pudiera conservar la castidad en
medio de estas acciones, antes ligeras que maliciosas, no obstante, la frescura
y la flor de la castidad reciben de ellas detrimento y pérdida; pero dejarse
tocar deshonestamente es la ruina completa de la castidad.
La
castidad brota del corazón como de un manantial, pero se refiere al cuerpo como
a su materia; por esto se pierde por todos los sentidos del cuerpo y por los
pensamientos y deseos del corazón. Es impúdico mirar, oír, hablar, oler,
tocar cosas deshonestas, cuando el corazón se entretiene y se complace en
ellas. San Pablo dice sin ambajes: «La fornicación ni siquiera se nombre entre
nosotros». Las abejas no solamente no quieren tocar las cosas podridas, sino
que huyen y aborrecen en extremo toda suerte de malos olores que de ellas
emanan. La sagrada Esposa, en el Cantar de los Cantares, tiene las manos que
destilan mirra, licor que preserva de la corrupción; sus labios están
protegidos por una cinta carmesí, símbolo del pudor en las palabras; sus ojos
son de paloma, a causa de su nitidez; sus orejas llevan pendientes de oro,
señal de pureza; su nariz está siempre entre los cedros del Líbano, madera
incorruptible. Tal ha de ser el alma devota: casta, pura, honesta de manos, de
labios, de oídos, de ojos y de todo su cuerpo.
A-este
propósito, te repito las palabras que el antiguo padre Juan Casiano refiere
como salidas de labios del gran San Basilio, el cual, hablando de sí mismo,
dijo un día: «Yo no sé lo que son las mujeres y, no obstante, no soy
virgen». Ciertamente, la castidad puede perderse de tantas maneras cuantas son
las clases de lascivias y de impurezas, las cuales, según sean grandes o
pequeñas, unas debilitan, otras hieren y otras dan muerte al instante. Hay
ciertas familiaridades y pasiones indiscretas, frívolas y sensuales, las
cuales, propiamente hablando, no violan la castidad y, no obstante, la
debilitan, la enflaquecen y empañan su hermosa blancura. Hay otras libertades y
pasiones, no sólo indiscretas, sino viciosas; no sólo frívolas, sino
deshonestas; no sólo sensuales, sino carnales, y de éstas, la castidad sale, a
lo menos, malparada y comprometida. Digo «a lo menos», porque muere y sucumbe
del todo, cuando las ligerezas y la lascivia producen en la carne el último
efecto del placer voluptuoso, pues entonces la castidad sucumbe más indigna,
vi¡ y desgraciadamente que cuando perece por la fornicación, el adulterio o el
incesto, porque estas últimas especies de vileza son tan sólo pecado, mientras
que las demás, como dice Tertuliano en su libro De
pudicitia, son monstruos de
iniquidad y de pecado. Ahora bien, Casiano no cree, ni yo tampoco, que San
Basilio se refiera a un tal desorden, cuando se acusa de no ser virgen, porque,
sin duda, se refiere tan sólo a los malos y voluptuosos pensamientos, los
cuales, aunque no hubiesen maculado su cuerpo, podían, no obstante, haber
contaminado el corazón, de cuya castidad las almas santas son en extremo
celosas,
No
trates, en manera alguna, con personas impúdicas, sobre todo si, además, son
desvergonzadas, como suelen serlo casi siempre; porque así como los machos
cabríos, al lamer los almendros dulces, los convierten en amargos, así
también estas almas malolientes y estos corazones infectos no hablan con
persona alguna, del mismo o de diferente sexo, a cuyo pudor no causen algún
detrimento: tienen el veneno en los ojos y en el aliento, como el basilisco. Al
contrario, trata con personas castas y virtuosas; piensa y lee con frecuencia
las cosas sagradas, porque «la palabra de Dios es casta» y hace castos a los
que se dan a ella, por lo que David la compara con el topacio, piedra preciosa
que tiene la propiedad de adormecer el ardor de la concupiscencia.
Procura
estar siempre cerca de Jesucristo crucificado, espiritualmente por la
meditación, y realmente por la sagrada Comunión, porque, así como los que
duermen sobre la hierba llamada agnus-castus, se hacen castos y honestos, de la
misma manera, si tu corazón descansa sobre Nuestro Señor, que es el verdadero
Cordero casto e inmaculado, verás presto tu alma y tu corazón purificado de
toda mancha y lubricidad.
CAPÍTULO
XIV
DE
LA POBREZA DE ESPÍRITU PRACTICADA EN MEDIO DE LAS RIQUEZAS
«
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los
cielos» ; luego, desgraciados los ricos de espíritu, porque de ellos es la
desgracia del infierno. Es rico de espíritu aquel que tiene las riquezas en su
espíritu o su espíritu en las riquezas; aquel es pobre de espíritu, que no
tiene las riquezas en su espíritu ni su espíritu en las riquezas. Los halcones
construyen sus nidos en forma de pelota y sólo dejan en ellos una abertura en
la parte superior; los dejan en la orilla, junto al mar, y los hacen tan fuertes
e impenetrables, que, aunque se los lleven las olas, nunca puede entrar en ellos
el agua, sino que siempre flotan, y permanecen en medio del mar, sobre el mar y
como señores del mar. Tu corazón, querida Filotea, ha de ser como estos nidos,
abierto solamente al cielo e impenetrable a las riquezas y a las cosas
perecederas; si posees alguna de estas cosas, guarda tu corazón libre de todo
afecto a ellas; haz que siempre se mantenga por encima de todo y que, en medio
de las riquezas, permanezca sin riquezas y sea señor de las riquezas. No, no
pongas este espíritu celestial en las riquezas de la tierra; haz que se
conserve siempre superior, sobre ellas y no debajo de ellas.
Hay
mucha diferencia entre poseer venenos y ser envenenados. Así todos los
farmacéuticos tienen venenos, para servirse de ellos en diversas ocasiones,
pero no, por ello, están envenenados, porque no tienen el veneno en su cuerpo,
sino en sus tiendas. De la propia manera puedes tú tener riquezas sin ser
emponzoñada por ellas; así ocurrirá si las tienes en tu bolsillo o en tu
casa, pero no en tu corazón. Ser rico de hecho y, a la vez, pobre de espíritu,
he aquí la gran felicidad del cristiano, porque, de esta manera, goza de las
ventajas de la riqueza en este mundo y del mérito de la pobreza en el otro.
¡Ali
Filotea! Jamás confesará nadie que es avaro; todos quieren ser tenidos por
libres de esta bajeza y vileza del corazón. Unos dan por excusa la pesada carga
de los hijos; otros dicen que la prudencia exige allegar recursos; nunca hay
bastante, y siempre se descubren necesidades para tener más; aun los más
avaros no sólo no confiesan que lo son, pero ni siquiera lo creen en su
conciencia; porque la avaricia es una fiebre prodigiosa, que se vuelve más
insensible cuanto es más violenta y ardorosa. Moisés vió, que el fuego
sagrado quemaba una zarza y no la consumía; el fuego profano de la avaricia
quema y devora al avariento, pero no le consume; al contrario, el avaro, en
medio de los ardores y calores más excesivos, se gloria de sentir el fresco
más agradable del mundo y cree que su sed insaciable es una sed enteramente
natural y ligera.
Si
durante mucho tiempo, apeteces, con ardor e inquietud, los bienes que no posees,
aunque andes diciendo que no los quieres poseer injustamente, no por ello dejas
de ser avaro de verdad. El que ardorosamente, durante mucho tiempo y con
inquietud, desea beber, aunque sólo quiera beber agua, da pruebas de que tiene
calentura.
¡
Filotea ! No sé si es un deseo justo el desear poseer justamente lo que otros
justamente poseen; pues parece que, con este deseo, lo que quisiéramos sería
acomodarnos mediante la incomodidad del prójimo. Cuando alguno posee un bien
justamente, ¿no es más justo que él lo guarde justamente, que desear nosotros
poseerlo aunque sea con justicia? ¿Por qué, pues, hacemos recaer nuestros
deseos sobre el bien de los demás, para privarles de él? Ciertamente, aunque
fuese justo este deseo, no sería caritativo, porque nosotros no
quisiéramos que nadie desease, aunque fuese justamente, lo que justamente
queremos conservar. Tal fue el pecado de Acab, el cual quiso poseer, sin
injusticia, la viña de Nabot, quien, más justamente todavía, deseaba
conservarla; la deseó con ardor, durante mucho tiempo, y con afán, con lo cual
ofendió a Dios.
Antes
de desear los bienes del prójimo, amada Filotea, aguarda que comience a querer
desprenderse de ellos, pues entonces su deseo hará que el tuyo no sólo sea
justo, sino también conforme a la caridad. Y digo esto, porque deseo que
te
preocupes
de acrecentar tus bienes y caudales, con tal que lo hagas, no sólo según
justicia, sino también con dulzura y caridad.
Si
sientes gran afecto a los bienes que posees, si te traen muy atareada y pones en
ellos el corazón, esclavizando a ellos tu pensamiento y temiendo perderlos, con
un miedo intenso e impaciente, ello es debido a que padeces todavía cierta
fiebre; porque los calenturientos suelen beber el agua que les dan con una
avidez, con una especie de atención y presteza, que no tienen los que están
sanos; no es posible complacerse mucho en una cosa, sin ponerle mucho afecto. Si
te acontece que, al perder alguno de tus bienes, sientes que tu corazón queda
muy desolado y afligido, créeme, Filotea, ello es debido a que le tenías mucha
afición, porque no hay señal mayor del afecto a una cosa perdida que la
aflicción causada por su pérdida.
No
desees, pues, con un deseo completo y formal el bien que no posees; no
introduzcas muy adentro de tu corazón el que ya tienes; no te aflijas por las
pérdidas que puedan sobrevenir, y entonces tendrás motivos para creer que,
siendo rica de hecho, no lo eres de afecto, sino que eres pobre de espíritu, y,
por lo tanto, bienaventurada, porque «tuyo es el reino de los cielos».
CAPÍTULO
XV
CÓMO
HA DE PRACTICAR LA POBREZA
REAL EL QUE ES RICO DE HECHO
El
pintor Parrasio pintó al pueblo ateniense de una manera muy ingeniosa,
representándolo con un carácter diverso y variable, colérico, injusto,
inconstante, cortés, clemente, misericordioso, altivo, glorioso, humilde,
valiente y pusilánime y todo esto en un conjunto; pero yo, amada Filotea,
quisiera poner juntas en tu corazón la riqueza y la pobreza, un gran cuidado y
un gran desprecio de las cosas temporales.
Has
de tener mucho más interés del que tienen los mundanos en hacer que tus bienes
sean útiles y fructuosos. Dime: los jardineros de los grandes príncipes ¿no
son mucho más solícitos y diligentes en cultivar y embellecer los jardines que
tienen bajo su cuidado, que si fuesen de su propiedad? ¿Por qué esto? Sin
duda, porque consideran aquellos jardines como jardines de príncipes y de
reyes, a los cuales desean hacerse gratos por estos servicios. Ahora bien,
Filotea, los bienes que tenemos no son nuestros: Dios nos los ha dado y quiere
que los hagamos útiles y fructuosos, por lo que le prestamos un servicio
agradable cuando tenemos este cuidado.
Pero
conviene que sea un cuidado más grande y más sólido que el que tienen los
mundanos de sus bienes, porque éstos sólo trabajan por amor de sí mismos, y
nosotros hemos de trabajar por amor de Dios; ahora bien, así como el amor de
sí mismo es un amor violento, turbulento e inquieto, así también el cuidado
que produce está lleno de turbación, de tristeza y de inquietud; y, así como
el amor de Dios es dulce, apacible y tranquilo, así la solicitud que de él se
deriva, aunque se trate de los bienes de la tierra, es amable, dulce y graciosa.
Tengamos, pues, este cuidado amable de la conservación, y aun del aumento, de
nuestros bienes temporales, cuando se ofrezca ocasión justa para ello y en
cuanto lo exija nuestra condición, ya que Dios quiere que así lo hagamos por
su amor.
Pero
procura que el amor propio no te engañe, porque, a veces, de tal manera remeda
el amor de Dios, que se corre el riesgo de creer que ambos son una misma cosa.
Ahora bien, para impedir que te engañe y que este cuidado de los bienes
temporales degenere en avaricia, además de lo que te he dicho en el capítulo
precedente, es menester practicar con mucha frecuencia la pobreza real y
efectiva, en medio de todos los bienes y riquezas que Dios nos haya dado.
Despréndete
siempre de alguna parte de tus haberes, dándolos de corazón a los pobres;
porque dar de lo que se posee es empobrecerse algún tanto, y, cuanto más des,
más pobre serás. Es cierto que Dios te lo devolverá, no sólo en el otro
mundo, sino también en éste, porque nada ayuda tanto a prosperar como la
limosna; siempre serás pobre de ello. ¡ Oh! ¡Santa y rica pobreza la que nace
de la limosna!
Ama
a los pobres y a la pobreza, porque, mediante este amor, llegarás a ser
verdaderamente pobre, porque, como dice la Escritura, nosotros nos volvemos como
las cosas que amamos. El amor hace iguales a los amantes. ¿Quién es débil
-dice San Pablo-, que yo no lo sea con él?» Y hubiera podido decir: «¿Quién
es pobre, que yo no lo sea con él?» porque el amor le hacía ser como aquellos
a quienes amaba. Si, pues, amas a los pobres, serás verdaderamente amante de su
pobreza, y pobre como ellos. Ahora bien, si amas a los pobres, has de andar con
frecuencia entre ellos; complácete en hablarles; no te desdeñes de que se
acerquen a ti en las iglesias, en las calles y en todas partes. Seas con ellos
pobre de palabra, hablándoles como una amiga, pero seas rica de manos,
dándoles de tus bienes, ya que eres poseedora de riquezas.
¿Quieres
hacer más, Filotea? No te contentes con ser pobre con los pobres, sino procura
ser más pobre que los pobres, ¿De qué manera? «El siervo es menos que su
señor». Hazte, pues, sierva de los pobres. Sírveles en el lecho cuando están
enfermos, con tus propias manos; seas su cocinera a costa tuya; seas su
costurera y su lavandera. ¡Oh, Fílotea! este servicio es más glorioso que una
realeza.
Nunca
he admirado lo bastante el fervor con que este consejo fue practicado por San
Luis, uno de los grandes reyes que ha habido en el mundo -gran rey, digo; rey de
toda clase de grandezas- Servía con frecuencia a los pobres, a quienes
sustentaba, y, casi todos los días, hacía sentar tres a su mesa; con
frecuencia comía de sus sobras, con un amor sin igual. Cuando visitaba los
hospitales (cosa que hacía muy a menudo), solía servir a los que padecían los
males más horribles, como a los leprosos, a los cancerosos y a otros
semejantes, y les servía con la cabeza descubierta y de rodillas, respetando,
en su persona, al Salvador del mundo, y amándolos con un afecto tan tierno como
el de una dulce madre para con su hijo. Santa Isabel, hija del rey de Hungría,
estaba ordinariamente entre los pobres ' y, a veces, se complacía en aparecer
en medio de sus damas vestida como una mujer pobre, y les decía: «Si fuese
pobre, vestiría así». ¡Ah, amada Fílotea! ¡Qué pobres eran este príncipe
y esta princesa, en medio de sus riquezas, y que ricos en su pobreza!
«Bienaventurados
los que son pobres de esta manera, porque de ellos es el reino de los cielos».
«Tenía hambre, y vosotros me disteis de comer; tenía frío, y vosotros me
cubristeis; tomad posesión del reino que os ha sido preparado desde la
creación del mundo», dirá el Rey de los pobres y Rey de los reyes en su gran
juicio.
Nadie
hay que, alguna vez, no tenga alguna privación o alguna falta de comodidades. A
veces acontece que llega un huésped, al que quisiéramos y deberíamos
agasajar, y no hay manera de hacerlo en aquel momento; que tenemos los buenos
trajes en otra parte, y nos hacen falta para acudir a donde hay que ir por
compromiso; que todos los vinos de la bodega se han echado a perder y están
agrios: los únicos que tenemos son malos y recientes; que estamos en el campo,
en una mala choza, sin cama ni habitación, ni mesa, ni servicio. Finalmente,
por rica que sea una persona, es muy fácil que, con frecuencia, le falte alguna
cosa necesaria; ésta es, pues, la manera de ser pobre en las cosas que nos
faltan. Filotea, alégrate de estas ocasiones, acéptalas de buen grado y
súfrelas gozosamente.
Cuando
te sobrevengan contratiempos, que te empobrezcan poco a poco, como tempestades,
fuego, inundaciones, esterilidades, hurtos, pleitos, ¡ah!, entonces tienes
buena coyuntura para practicar la pobreza, recibiendo con dulzura estas
disminuciones de intereses y adaptándote con paciencia y constancia a este
empobrecimiento. Esaú se presentó a su padre con las manos cubiertas de pelo,
y Jacob hizo lo mismo; mas, como quiera que el pelo que estaba en las manos de
Jacob no era de su propia piel, sino de los guantes, se le podía arrancar, sin
incomodarle ni martirizarle; por el contrario, como la piel de las manos de
Esaú era naturalmente peluda, si le hubiesen querido arrancar el pelo, le
hubieran causado dolor; él hubiera gritado y se hubiera enardecido para
defenderse. Cuando tenemos nuestros bienes en el corazón, si el mal tiempo, o
los ladrones, o algún tramposo nos arrebata una parte de ellos, ¡qué quejas,
qué turbaciones, qué impaciencias no sentimos! Pero, cuando nuestros bienes no
nos preocupan más de lo que Dios quiere, y no los tenemos en el corazón, si
acontece que nos los arrancan ' no perdemos, por ello el juicio ni la
tranquilidad. Es la misma diferencia que existe entre las bestias y el hombre en
cuanto al vestir: el ropaje de las bestias está adherido a la carne; el de los
hombres es tan sólo postizo, y pueden quitárselo o ponérselo, según les
plazca.
CAPÍTULO
XVI
MANERA
DE PRACTICAR LA POBREZA DE
ESPÍRITU
EN
MEDIO DE LA POBREZA
REAL
Pero,
si eres realmente pobre, queridísima Filotea, por Dios, procura serlo también
de espíritu; haz de la necesidad virtud, y emplea esta piedra preciosa de la
pobreza en lo que ella vale: su brillo no es conocido en este mundo, a pesar de
que es extremadamente hermoso y rico.
Ten
paciencia, pues andas en buena compañía: Nuestro Señor, Nuestra Señora, los
Apóstoles y otros muchos santos y santas que fueron pobres, y aun 'pudiendo ser
ricos, menospreciaron el serlo. ¡Cuántos grandes del mundo, viniendo las
mayores contradicciones, han ido, con diligencia no igualada, a buscar la santa
pobreza en los claustros y en los hospitales! Mucho se han afanado para
encontrarla, como lo atestiguan San Alejo, Santa Paula, San Paulino, Santa
Ángela y tantos otros. Mas, he aquí Filotea, que la pobreza, más amable
contigo, se presenta en tu casa; la has encontrado sin buscarla y sin trabajo;
abrázala, pues, como a una amiga muy querida de Jesucristo, que nació, vivió
y murió en la pobreza, la cual fue su alimento durante toda su vida.
Tu
pobreza, Filotea, tiene dos grandes ventajas, merced á las cuales pueden
acrecentarse en gran manera tus méritos. La primera es que no te ha sobrevenido
por propia elección, sino por la sola voluntad de Dios, que te ha hecho pobre,
sin cooperación alguna por parte de tu voluntad. Ahora bien, lo que recibimos
puramente de la voluntad de Dios siempre le es más agradable, con tal que lo
aceptemos de corazón y por amor a su voluntad divina: donde hay menos de
nuestra parte, hay más de parte de Dios. La simple y pura aceptación de la
voluntad de Dios, purifica extraordinariamente el sufrimiento.
La
segunda ventaja de esta pobreza es el ser una pobreza verdaderamente pobre. Una
pobreza alabada, halagada, socorrida y ayudada, participa de la riqueza; a lo
menos no es enteramente pobre; pero una pobreza despreciada, rechazada,
vilipendiada y abandonada, es pobre de verdad. Ahora bien, tal suele ser
ordinariamente la pobreza de los seglares, porque, puesto que no son pobres por
propia elección, sino por necesidad, no se hace gran caso de ella; y, porque se
hace poco caso, su pobreza es más pobre que la de los religiosos, aunque ésta
tenga, bajo otro concepto, una muy grande excelencia y sea mucho más
recomendable, por razón del voto y de la intención por la cual ha sido
escogida.
No
te quejes, pues, amada Filotea, de tu pobreza, porque sólo nos quejamos de lo
que nos desagrada, y si te desagrada la pobreza, no eres pobre de espíritu,
sino rica de afecto.
No
te desconsueles si no te ves socorrida cual convendría, pues precisamente en
esto consiste la excelencia de la pobreza. Querer ser pobre sin ninguna
incomodidad, supone una ambición muy grande, porque esto es querer el honor de
la pobreza y la comodidad de las riquezas.
No
te avergüences de ser pobre ni de pedir limosna por caridad; recibe la que te
den, con humildad, y acepta, con dulzura, las repulsas. Acuérdate con
frecuencia del viaje de la Santísima Virgen a Egipto, llevando allí a su
querido Hijo y de los muchos desprecios, pobreza y miseria que hubo de soportar.
Si vives como ella, serás muy rica en medio de tu pobreza.
CAPÍTULO
XVII
DE
LA AMISTAD Y, EN PRIMER LUGAR,
DE LA QUE ES MALA Y FRÍVOLA
El
amor ocupa el primer lugar entre las pasiones del alma; es el rey de todos los
movimientos del corazón; transforma en sí mismo todas las demás cosas y nos
hace tales cuales son los objetos amados. Ten, pues, gran cuidado, Filotea, en
que tu amor no sea malo, porque, enseguida, serías tú mala con-lo él. Ahora
bien, la amistad es el más peligroso de todos los amores, porque los demás
pueden darse sin comunicación alguna; pero en cuanto a la amistad, por estribar
esencialmente en aquélla, es imposible tenerla con una persona sin participar
de sus cualidades.
No
todo amor es amistad, porque puede el hombre amar sin ser amado, y, entonces,
hay amor, pero no amistad, ya que la amistad es un amor mutuo, y sin amor mutuo
no puede existir; además, no basta que sea mutuo, sino que es menester que las
partes que se aman conozcan su recíproco afecto, porque, si. lo ignoran, habrá
amor, mas no amistad; en tercer lugar, es también necesario que exista alguna
clase de comunicación que sea el fundamento de la amistad.
Según
sea la diversidad de trato, la amistad es también diversa, y el trato es
diverso, según sean los bienes que los amigos se comunican mutuamente; si son
bienes falsos y vanos, la amistad es falsa y vana; si son bienes verdaderos, la
amistad es verdadera, y, cuanto más excelentes sean los bienes, más excelente
será la amistad. Porque, así como la miel es más excelente cuando es chupada
de las flores más exquisitas, así el amor fundado en la más exquisita
comunicación es también el más excelente; y así como la miel de Heraclea del
Ponto es venenosa y vuelve locos a los que la comen, porque está sacada del
acónito, que abunda en aquella región, de la misma manera, la amistad fundada
en la comunicación de bienes falsos y viciosos, es del todo falsa y mala.
La
comunicación de los placeres carnales es una mutua inclinación y un cebo
brutal, que no merece el nombre de amistad entre los hombres, más de lo que
merece entre los jumentos y caballos.
La
amistad fundada en la comunicación de los placeres sensuales es grosera e
indigna del nombre de amistad, como lo es también la que se funda en virtudes
frívolas y vanas, porque estas virtudes dependen también de los sentidos.
Llamo placeres sensuales a los que se refieren inmediata y principalmente a los
sentidos externos, como el placer de contemplar la belleza, de oír una dulce
voz, de tocar, y otros semejantes. Entiendo por virtudes frívolas ciertas
habilidades y cualidades vanas, que los espíritus débiles llaman virtudes y
perfecciones. Si oyes hablar a la mayor parte de las doncellas, de las mujeres y
de los jóvenes, advertirás que no se recatan de decir: aquel joven es muy
virtuoso, posee muchas perfecciones porque baila bien, juega bien a toda clase
de juegos, viste bien, es galante, tiene hermosas facciones, y los charlatanes
tienen por más virtuosos a los que son más chistosos. Ahora bien, como que
todo esto sólo mira a los sentidos, también las amistades que de aquí nacen
se llaman sensuales, vanas y frívolas, y más merecen el nombre de vanidad que
el de amistad. Tales son ordinariamente las amistades de la gente moza, que se
enamora de unos bigotes, de unos cabellos, de unas miradas, de un vestido, del
porte, de la verbosidad: amistades propias de la edad de los enamorados, cuya
virtud está en ciernes y cuyo juicio está en capullo. Por lo mismo, estas
amistades no son más que pasajeras, y se derriten, como la nieve al sol.
CAPÍTULO
XVIII
LOS
AMORÍOS
Cuando
estas amistades frívolas se entablan entre personas de diferente sexo y sin
mirar al matrimonio, se llaman amoríos, porque, no siendo abortos, o mejor
dicho, fantasmas de la amistad, no pueden llevar el nombre de amistad ni de
amor, a causa de su incomparable vanidad e imperfección. Por ellas, pues, los
corazones de los hombres y de las mujeres quedan aprisionados, esclavos y
encadenados los unos con los otros, con vanos y locos afectos, fundados en estas
frívolas comunicaciones y placeres ruines de que acabamos de hablar. Y aunque
estos necios amores acaban, ordinariamente, por fundirse y precipitarse en
carnalidades y lascivias feas, no es, empero, éste el primer intento de los que
se entretienen en ellos; de lo contrario ya poseerían amoríos, sino
manifiestas torpezas. En algunos casos, podrán pasar aun muchos años, sin que,
entre los tocados de esta locura, ocurra alguna cosa, directamente contraria a
la castidad del cuerpo, porque se contentan únicamente con desahogar su
corazón con deseos, anhelos, suspiros, galanterías y otras necesidades y
vanidades parecidas, y esto con diversas pretensiones.
Unos
no intentan otra cosa que satisfacer a su corazón, dando y recibiendo amor,
guiados en esto por su inclinación amorosa, y éstos cuando escogen sus amores,
sólo tienen en cuenta si son o no de su agrado y según sus instintos, de
manera que, al encontrarse con una persona que les place, sin examinar el
interior y el comportamiento de la misma, dan comienzo a este cambio de
amoríos, y se enredan en la miserable red de la cual a duras penas podrán
salir. Otros obran movidos por la vanidad, pues creen que es una cosa muy
gloriosa cautivar y ligar los corazones con el amor; y éstos, como que andan en
pos de la gloria, ponen sus trampas y tienden sus redes en lugares de
relumbrón, distinguidos, raros e ilustres. A otros les guía la inclinación
amorosa y, a la vez, la vanidad, pues, aunque su corazón se inclina al amor, no
se entregan a éste si, al mismo tiempo, no pueden lograr alguna ventaja
gloriosa.
Tales
amistades son todas malas, locas y vanas: malas, porque conducen y acaban, al
fin, en el pecado de la carne, y roban el amor y, por consiguiente, el corazón,
a Dios, a la esposa y al marido, a los cuales se deben; locas, porque carecen de
fundamento y de motivo; vanas porque no producen ningún provecho, ni honor ni
contento. Al contrario, malbaratan el tiempo, son un estorbo para el honor, y no
dan otro placer que el de un desazonado querer y esperar, sin saber lo que se
pretende ni lo que se quiere. Porque a estos desdichados y débiles espíritus
les parece que siempre hay un no sé qué envidiable en las manifestaciones de
amor que se les hacen, y no saben precisar en qué consiste; y, así, su deseo
nunca se ve saciado, sino que siempre anda en desasosiego su corazón, con
perpetuas desconfianzas, celos e inquietudes.
San
Gregorio Nacianceno, escribiendo contra las mujeres vanas, dice maravillas en
esta materia. He aquí una muestra, dirigida a las mujeres, pero, aplicable
también a los hombres: «Tu natural belleza basta para tu marido; pero, si es
para varios hombres, como una red para una bandada de pájaros, ¿qué
ocurrirá? Aquél te será agradable, a quien haya sido agradable tu belleza, y
le devolverás mirada por mirada; en seguida acudirán las sonrisas y las
palabritas de amor, encubiertas al principio, mas pronto te familiarizarás con
ellas, y pasarás a la galantería manifiesta. Guárdate bien, lengua mía, de
decir lo que ocurrirá después, pero quiero añadir otra verdad: nada de cuanto
los jóvenes y las muchachas dicen o hacen, en medio de estas necias
complacencias, está exento de grandes aguijones. En todo este fárrago de
amoríos, unos se embrollan con otros, y unos atraen a otros, como el hierro
atraído por un imán arrastra consigo, consecutivamente, a otros hierros».
¡Oh!
¡Y qué bien habla este gran obispo! ¿Qué piensas hacer? Dar amor, ¿no es
verdad? Pero nadie da voluntariamente amor sin que, a la vez, lo reciba; en este
juego, el que coge es cogido. La hierba aproxis recibe y toma el fuego en cuanto
lo ve; lo mismo hacen nuestros corazones: en cuanto ven una alma inflamada de
amor, al instante son abrasados por ella. Yo quiero recibir amor, dirá alguno,
pero no quiero ir tan lejos. ¡Ah!, te engañas: este fuego del amor es mas vivo
y penetrante de lo que te imaginas; procurarás no recibir más que una chispa,
y quedarás maravillada al ver, en un momento, abrasado tu corazón reducidas a
ceniza todas tus resoluciones y a humo tu buen nombre. Exclama el Sabio:
«¿quién tendrá compasión de un fascinador mordido por una serpiente?» Y yo
exclamo con él: ¡Oh!, locos e insensatos, ¿queréis fascinar el amor, para
poderlo manejar a vuestro sabor? Queréis jugar con él, y él os picará y
morderá traidoramente, y ¿sabéis lo que dirán de ello? Todo el mundo se
burlará de vosotros y se reirá de vuestra pretensión de querer encantar el
amor y de haber querido, con necia presunción, introducir en vosotros una
peligrosa serpiente que os ha echado a perder y ha perdido vuestra alma y
vuestro honor.
¡
Dios mío, qué ceguera es ésta, jugar así al fiado, sobre prendas tan
livianas, con el principal tesoro de nuestra alma! Sí, Filotea, puesto que Dios
no quiere al hombre, sí no es por el alma; ni el alma, si no es por la
voluntad; ni la voluntad, si no es por el amor. ¡ Ah, Señor! Nuestro amor no
llega, ni de mucho, al grado que requiere; quiero decir que nos falta
infinitamente para tener el que se necesita para amar a Dios, y, no
obstante, miserables de nosotros, lo prodigamos y lo, malbaratamos en cosas
vanas, vacías y frívolas, como si nos sobrase. ¡Ah!, este gran Dios, que se
había reservado el amor de nuestras almas, en reconocimiento de su creación,
conservación y redención, exigirá una cuenta muy estrecha por estas locas
sustracciones que de él le hacemos; porque si, con tanto rigor, ha de examinar
las palabras ociosas, ¿qué no hará con las amistades vanas, inconvenientes,
locas y perniciosas?
El
nogal es muy dañoso a las viñas y a los campos en los cuales está plantado,
pues, siendo tan grande, absorbe todo el jugo de la tierra, la cual se hace
impotente para alimentar a las otras plantas; su follaje es tan tupido, que hace
una sombra muy grande y muy espesa, bajo la cual son atraídos los viandantes,
quienes, para coger el fruto, destrozan y pisotean cuanto hay alrededor. Estos
amoríos causan los mismos daños al alma, pues la absorben de tal manera y
atraen tan fuertemente sus movimientos, que no puede, después, llegar a hacer
ninguna obra buena: las hojas, es decir, las conversaciones, los juegos, los
requiebros son tan frecuentes, que malbaratan todo el tiempo, y, finalmente, son
causa de tantas tentaciones, distracciones, sospechas y otras consecuencias, que
todo el corazón queda pisoteado y deshecho. Resumiendo, estos amoríos
ahuyentan, no sólo el amor celestial, sino también el temor de Dios, enervan
el espíritu, debilitan la reputación: son, en una palabra, el juguete de las
cortes, pero la peste de los corazones.
CAPÍTULO
XIX
DE
LA VERDADERA AMISTAD
¡
Oh, Filotea!, ama a todo el mundo con amor de caridad, pero no tengas amistad
sino con aquellos que pueden comunicar contigo cosas virtuosas; y cuanto más
exquisitas sean las virtudes, más perfecta será la amistad. Si la
comunicación tiene por objeto las ciencias, tu amistad es, ciertamente, muy
loable; y lo es todavía más, si la comunicación se refiere a las virtudes de
la prudencia, discreción, fortaleza y justicia. Pero, si vuestra mutua y
recíproca comunicación es acerca de la caridad, de la devoción, de la
perfección cristiana, ¡oh Dios mío!, qué preciosa será esta amistad. Será
excelente, porque vendrá de Dios; excelente, porque tenderá a Dios; excelente,
porque durará eternamente en Dios. ¡Qué bueno es amar en la tierra como se
ama en el cielo y aprender a amarse los unos a los otros, en este mundo, de la
misma manera que nos amaremos eternamente en el otro!
No
hablo ahora del simple amor de caridad, porque esta virtud hemos de tenerla con
respecto a todos los hombres; sino que hablo de la amistad espiritual, por la
que dos, o tres o más almas se comunican su devoción, sus afectos
espirituales, y forman como un solo espíritu. Con cuánta razón pueden cantar
estas bienaventuradas almas: « i Oh, cuán bueno y agradable es el que los
hermanos vivan unidos!» Sí, porque el bálsamo delicioso de la devoción
destila de un corazón a otro por una continua participación, de suerte que se
puede afirmar que Dios hace mover-sobre esta amistad su bendición y la vida por
los siglos de los siglos.
Me
parece que todas las demás amistades no son sino sombras, en comparación de
aquélla, y que sus lazos no son más que cadenas de vidrio, en comparación con
este gran vínculo de la santa devoción, todo él de oro.
No
quieras trabar otra clase de amistades, se entiende de las amistades buscadas
por ti; porque claro está que no se pueden dejar ni despreciar las amistades
que la naturaleza y los deberes preexistentes nos obligan a cultivar: con los
padres, los parientes, los bienhechores, los vecinos y otros; hablo de las que
tú misma escoges.
Quizás
muchos te dirán que no hay que tener ninguna clase de particular afecto y
amistad, porque esto ocupa el corazón, distrae el espíritu y engendra
envidias; pero se equivocan en sus consejos. Por haber leído en los escritos de
muchos santos y en devotos autores, que las amistades particulares y los afectos
extraordinarios son infinitamente perjudiciales a los religiosos, creen que lo
mismo se ha de entender con respecto a todo el mundo; pero, acerca de esto, hay
mucho que decir. Porque, considerando que, en un monasterio bien ordenado, el
fin común a todos es encaminarse a la verdadera devoción, será fácil de
entender que no son necesarias estas particulares comunicaciones, por temor de
que, al buscar en particular lo que es común, no se pase de las
particularidades a las parcialidades; pero, en lo que atañe a los que viven
entre los mundanos y abrazan la verdadera virtud, necesitan unirse unos con
otros con una santa y sagrada amistad, ya que, merced a ésta, se alientan,
ayudan y estimulan mutuamente a obrar bien. Y, así como los que andan por la
llanura no necesitan darse la mano, pero los que andan por caminos escabrosos y
resbaladizos se cogen los unos a los otros, para caminar con más seguridad; de
la misma manera, los que viven en las comunidades religiosas no tienen necesidad
de amistades particulares, pero los que están en el mundo necesitan de ellas
para apoyarse y socorrerse los unos a los otros, en medio de los parajes
difíciles que han de atravesar. En el mundo, no todos conspiran al mismo fin,
ni todos tienen el mismo espíritu; se impone, pues, la separación y la
amistad, según las aspiraciones de cada uno; y esta separación crea,
ciertamente, una parcialidad, pero una parcialidad santa, que no produce otra
división que la del bien y el mal, la de los corderos y los cabritos, la de las
abejas y los moscardones, separaciones de todo punto necesarias.,
A
la verdad, no me atrevería a negar que Nuestro Señor amó con más particular
y más dulce amistad a San Juan, a Lázaro, a Marta y a Magdalena, pues la
Escritura da testimonio de ello. Sabemos que San Pedro amó tiernamente a San
Marcos y a Santa Petronila; como San Pablo, a Timoteo y a Santa Tecla. San
Gregorio Nacianceno se gloria cien veces de la amistad incomparable que profesó
al gran San Basilio, y la describe de esta manera: «Parecía que en nosotros no
había más que una sola alma en dos cuerpos». Y, aunque no hemos de creer a
los que afirman que todas las cosas están en todas las cosas, hemos de creer,
empero, que nosotros éramos dos en cada uno de nosotros, el uno en el otro; los
dos teníamos una sola aspiración: cultivar la virtud y ajustar los designios
de nuestra vida a las esperanzas venideras, saliendo así de esta tierra mortal
antes de morir en ella. San Agustín atestigua que San Ambrosio amaba a Santa
Mónica únicamente por las virtudes que veía en ella, y que ella,
recíprocamente, le amaba como a un ángel de Dios.
Pero me equivoco al entretenerte en una cosa tan clara. San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio, San Bernardo y todos los más grandes siervos de Dios, han tenido amistades muy particulares, sin menoscabo de su perfección. San Pablo, al censurar los vicios de los gentiles, les acusa de que son personas sin afecto; es decir, que no tienen ninguna amistad. Y Santo Tomás, como todos los buenos filósofos, afirma que la amistad es una virtud: y nótese que habla de la amistad particular, pues, como él mismo dice, la verdadera amistad no puede extenderse a muchas personas. Luego la perfección no consiste en no tener amistades, sino en tenerlas únicamente buenas, santas y sagradas.
CAPÍTULO
XX
DE
LA DIFERENCIA ENTRE LA AMISTAD VERDADERA Y LAS AMISTADES FALSAS
He
aquí, pues, la gran advertencia, Filotea. La miel de Heraelea, que es tan
venenosa, es parecida a la otra ' que es tan saludable: es un gran peligro tomar
la una por la otra, o tomarlas mezcladas, porque la bondad de la una no impide
el daño de la otra. Es menester andar muy alerta para no ser engañado por
estas amistades, tanto más cuando se entablan entre personas de diferente sexo,
sea cual fuere el pretexto, pues Satanás engaña, con frecuencia, a los que
aman. Se comienza por el amor virtuoso, pero, si no se es muy discreto, pronto
se mezclará el amor frívolo, después el amor sensual, después el amor
carnal. Si no se anda con mucho cuidado, también hay peligro en el amor
espiritual, aunque en éste, es más difícil ser engañado, porque su pureza y
blancura ponen más de manifiesto las fealdades que Satanás quiere mezclar; por
esta causa, cuando lo intenta, lo hace con más disimulo, y procura introducir
las impurezas casi insensiblemente.
La
amistad mundana se distingue de la santa y virtuosa, como la miel de Heraclea se
distingue de la otra; la miel de Heraclea es más dulce al paladar que la miel
ordinaria, a causa del acónito, que le da un exceso de dulzura, y la amistad
mundana suele producir una serie de palabras almibaradas, una sarta de frases
apasionadas y de alabanzas inspiradas en la belleza, en la gracia y en las dotes
sensuales; en cambio, la amistad sagrada usa de un lenguaje sencillo y franco,
sólo alaba la virtud y la gracia de Dios, único fundamento sobre el cual
estriba. La miel de Heraclea, una vez engullida, produce vértigos, y la falsa
amistad provoca trastornos en el espíritu, que hacen titubear a la persona en
la castidad y devoción, induciéndola a miradas afectadas, halagadoras e
inmoderadas, a caricias sensuales, a suspiros desordenados, a ligeras quejas de
no sentirse amada, a suaves, pero rebuscadas y cautivadoras exterioridades, a la
galantería, a los besos y a otras familiaridades e intimidades indecorosas,
presagios ciertos e indudables de una próxima ruina de la honestidad; al
contrario, la amistad santa tiene los ojos simples y castos, sus caricias son
puras y francas, sólo suspira por el cielo, sus intimidades son para el
espíritu, únicamente se queja cuando Dios no es amado, señales infalibles de
la honestidad. La miel de Heraclea perturba la vista, y esta amistad mundana
perturba el juicio hasta el extremo de que los que están tocados de ella creen
que obran bien cuando obran mal, y tienen por razones sólidas sus excusas, sus
pretextos y sus palabras; temen la luz y aman las tinieblas; pero la amistad
santa tiene los ojos claros y no se esconde, sino que gusta de aparecer ante las
personas de bien. Finalmente, la miel de Heraclea llena la boca de amargura; de
la misma manera, las falsas amistades se convierten y acaban en palabras y en
demandas carnales y malolientes, y, si no son aceptadas, en injurias, calumnias,
imposturas, tristezas, confusiones y celos, que degeneran, muchas veces, en
embrutecimiento y locura; pero la amistad casta siempre es honesta, cortés y
amable por igual, y nunca se muda, si no es en una más perfecta y pura unión
de espíritu, imagen de la amistad bienaventurada que se vive en los cielos.
Dice
San Gregorio Nacianceno que el pavo real, cuando chilla y abre la rueda con las
plumas extendidas, excita mucho la lubricidad de las parejas que le oyen. Cuando
un hombre comienza a pavonearse, a engalanarse, a halagar, a silbar y a murmurar
a los oídos de una mujer, sin miras al santo matrimonio, ¡oh! indudablemente
no pretende otra cosa más que provocarla a alguna acción impúdica; y la
mujer, si es honrada, tapará sus orejas, para no oír el grito de este pavo
real ni la voz del fascinador que quiere encantarla; porque, si le escucha, ¡oh
Dios mío, qué mal augurio de la futura pérdida del corazón!
El
joven que hace ademanes, gestos y caricias, o bien dice palabras en las cuales
no quisiera ser sorprendido por su padre, madre, esposa o confesor, da, con
ello, pruebas de que se trata de otra cosa que del honor y de la conciencia. La
Santísima Virgen se turbó al ver un ángel en forma humana, porque estaba sola
y le tributaba muy grandes elogios, aunque celestiales. ¡Oh Salvador del
mundo!, la pureza teme a un ángel en figura humana, y ¿por qué, pues, la
impureza no temerá a un hombre, aunque sea en figura de ángel, cuando le
dirige alabanzas sensuales y humanas?
CAPÍTULO
XXI
ADVERTENCIA
Y REMEDIOS CONTRA LAS
MALAS AMISTADES
Mas
¿qué remedios hay contra la peste y podredumbre de locos amores, necedades e
impurezas? Enseguida que sientas sus primeros síntomas, vuélvete del otro
lado, y, con una absoluta detestación de estas vanidades, corre a la cruz del
Salvador y toma su corona de espinas, para cercar con ella tu corazón, a fin de
que estas pequeñas zorras no se le acerquen. Guárdate bien de dar beligerancia
a este enemigo; no digas: «le escucharé, pero nada haré de cuanto me diga; le
escucharé, pero le negaré el corazón». ¡Ah Filotea!, por Dios, sé muy
rigurosa en tales ocasiones; el corazón y el oído se complacen mutuamente, y,
así como es imposible detener un torrente que ha empezado a precipitarse por la
vertiente de una montaña, así también es difícil impedir que el amor que se
ha deslizado por el oído, no penetre en el corazón. Según Alemeón, las
cabras respiran por el oído; Aristóteles lo niega, y yo no sé lo que en ello
hay de verdad; pero una cosa sé, y es que nuestro corazón alienta por los
oídos, y que, así como aspira y exhala sus pensamientos por la lengua, así
también respira por los oídos, por los cuales recibe los pensamientos de los
demás. Guardemos, pues, con mucho cuidado, nuestros oídos del aire de las
palabras necias; porque, de lo contrario, nuestro corazón quedará, con
frecuencia, apestado. No escuches ninguna clase de proposiciones, sea cual sea
el pretexto con que te sean hechas; solamente en este caso, no hay peligro de
que seas descortés y huraña.
Recuerda
que has consagrado tu corazón a Dios, y que, habiéndole sacrificado tu amor,
sería un sacrilegio robarle una sola brizna; al contrario, sacrifícaselo de
nuevo, con mil resoluciones y protestas, y permaneciendo en medio de éstas como
un ciervo en su refugio, acude a Dios; Él te socorrerá, y su amor tomará el
tuyo bajo su protección, para que viva únicamente por Él.
Pero,
si ya has quedado cogida en las redes de estos locos amores, ¡Dios mío, que
dificultad en desprenderte de ellas! Ponte delante de su divina Majestad;
reconoce, en su presencia, la grandeza de tu miseria, tu flaqueza y tu vanidad;
después, con el mayor esfuerzo de tu corazón que te sea posible, detesta estos
amores comenzados; abjura la vana profesión que de ellos hubieres hecho;
renuncia a todas las promesas recibidas, y, con una muy grande y decidida
voluntad recoge tu corazón y resuelve nunca más expansionarte con estos juegos
y entretenimientos de amor.
Si
puedes alejarte de la ocasión, te lo aprobaré infinito, porque así como los
que han sido mordidos de la serpiente no pueden fácilmente curarse en presencia
de los que, en otra ocasión, han sido picados por el mismo animal, así la
persona que ha sido mordida por el amor, difícilmente curará de esta pasión,
mientras esté cerca de la otra que haya recibido la misma mordedura. El cambio
de lugar es el gran sedante para calmar los ardores y las inquietudes, así de]
amor como del dolor. El jovencito del cual habla San Ambrosio, en el
libro segundo de La Penitencia, después de haber hecho un largo viaje se
sintió completamente libre de los locos amores que había tenido, y quedó tan
trocado, que, al encontrarle su loca enamorada y al decirle: «¿No me conoces?
Soy la misma», respondió él: «Sí, ciertamente, pero yo no soy el mismo»;
la ausencia había producido, en él, esta mudanza. Y San Agustín afirma que,
para calmar el dolor que sintió a la muerte de su amigo, salió de Tagaste,
donde éste había muerto, y se fue a Cartago.
Mas
¿qué ha de hacer el que no puede ausentarse? Es menester que rompa
absolutamente con toda conversación particular, con todo trato secreto, con las
miradas dulces, con las sonrisas y, en general, con toda clase de comunicación
y cebo que puedan alimentar este fuego maloliente y humeante; o, en último
extremo, si es imprescindible hablar con el cómplice, que sea para declarar,
con una atrevida, breve y severa protesta, el eterno divorcio que se ha jurado.
A todos los que han caído en estas redes les digo a veces: «Cortad, rasgad,
romped»; no es caso de entretenerse en descoser estas locas amistades, es
menester rasgarlas; no es caso de deshacer los nudos, es menester romperlos o
cortarlos; por otra parte, se trata de unas cuerdas y ataduras que no tienen
valor alguno. No se ha de remendar un amor que es tan contrario al amor de Dios.
Pero,
después que haya roto las cadenas de esta infamante esclavitud, ¿quedará
todavía en mí algún resabio de ella? ¿ Las marcas y los trazos de los
hierros dejarán también señales en mis pies, es decir, en mis afectos? De
ninguna manera, Filotea, si concibes el aborrecimiento que tu mal merece;
porque, supuesto que dejase rastro en ti, no serías agitada por ningún
movimiento que no fuese el de un gran horror al amor infamante y a todo cuanto
de él se deriva. y permanecerías libre de todo otro afecto hacia el objeto
abandonado, que no fuese una purísima caridad para con Dios. Pero, si por la
imperfección de tu arrepentimiento, quedan todavía en ti algunas malas
inclinaciones, procura a tu alma una soledad mental, según lo que te he
enseñado más arriba, y recógete en ella cuanto puedas, y, con mil reiterados
impulsos de tu espíritu, renuncia a todas tus inclinaciones; abjúralas con
todas tus fuerzas; lee, más de lo que sueles, libros santos; confiésate y
comulga con más frecuencia que de ordinario; trata humilde e ingenuamente con
tu director acerca de todas las sugestiones y tentaciones que te sobrevengan en
ese punto, si te es posible, o, a lo menos, con alguna alma fiel y prudente, y
no dudes de que Dios te librará de toda pasión, mientras perseveres fiel a
estos ejercicios.
«¡Ah!
-me dirás- pero, ¿no será una ingratitud romper tan despiadadamente una
amistad?» ¡Oh! ¡Dichosa ingratitud la que nos hace agradables a Dios! No, por
Dios, Filotea, esto no será ingratitud, sino un gran beneficio que harás al
amante, porque, al romper tus lazos, rompes los suyos, pues eran comunes a
ambos, y, aunque, de momento, no se dé, cuenta del beneficio, no tardará en
reconocerlo, y como tú cantará en acción de gracias: « ¡ Oh Señor!, has
roto mis ataduras; yo te inmolaré la hostia de alabanza e invocaré tu santo
Nombre».
CAPÍTULO
XXII
ALGUNAS
OTRAS ADVERTENCIAS SOBRE
LAS AMISTADES
La
amistad requiere una gran comunicación entre los amigos; de lo contrario, no
puede nacer ni subsistir. Por esta causa, ocurre que, con la comunicación
propia de la amistad, se deslizan y pasan insensiblemente de corazón a corazón
otras comunicaciones, por una mutua infusión y recíproco cambio de afectos, de
tendencias e impresiones. Pero, de un modo particular, ocurre esto cuando
tenemos en grande aprecio a aquel a quien amamos, porque, entonces, de tal
manera abrimos el corazón a la amistad, que, con ella, fácilmente entran todas
sus inclinaciones y afectos, tanto si son buenos como si son malos. Es cierto
que las abejas que hacen la miel de Heraclea no buscan sino la miel, pero con la
miel chupan insensiblemente las cualidades venenosas del acónito, entre el cual
hacen su cosecha. Pues bien, Filotea, en este punto, es menester practicar las
palabras que el Salvador de nuestras almas solía decir, como nos lo enseñan
los antiguos: «Sed buenos cambistas y buenos negociantes de moneda», es decir,
no aceptéis la moneda falsa junto a la buena, ni el oro de baja ley con el oro
fino; separemos lo precioso de lo ruin, porque nadie hay que no tenga alguna
imperfección. Y ¿qué razón hay para recibir mezcladas las taras y las
imperfecciones del amigo, junto con su amistad? Ciertamente, es menester amarle,
a pesar de su imperfección, pero sin amar ni recibir ésta, porque la amistad
supone la comunicación del bien, mas no la del mal. Así como los que extraen
las arenas del río, las dejan en la ribera después de haber separado el oro,
para llevárselo, de la misma manera los que gozan de la comunicación de alguna
buena amistad, han de separar de ella la arena de las imperfecciones, y
no dejarla penetrar en el alma. Cuenta San Gregorio, que muchos amaban y
admiraban tanto a San Basilio, que se dejaban llevar hasta el extremo de
imitarle aun en sus imperfecciones exteriores «en su hablar lento, en su
espíritu abstracto y pensativo, en la forma de su barba y en su porte». Y
conocemos a maridos, esposas, hijas, amigos que, por tener en grande estima a
sus amigos, a sus padres, a sus maridos, a sus esposas, adquieren, por
condescendencia o por imitación, mil pequeños defectos, con el trato amistoso
que sostienen. Ahora bien, esto en manera alguna se ha de hacer, pues cada uno
harto y demasiado tiene con sus malas inclinaciones, sin necesidad de echar
sobre sí las de los demás; y la amistad, no sólo no exige esto, sino que, al
contrario, nos obliga a ayudarnos los unos a los otros, para librarnos
mutuamente de toda clase de imperfecciones. Es indudable que se han de soportar
pacientemente, en el amigo, sus imperfecciones, pero no nos hemos de inclinar a
ellas ni mucho menos trasladarlas a nosotros.
Y
no hablo sino de las imperfecciones, porque, en cuanto a los pecados, ni los
hemos de admitir, ni los hemos de soportar en el amigo. Es una amistad débil o
mala, ver al amigo en peligro y no socorrerle, verle morir de una apostema y no
atreverse a clavarle el bisturí de la corrección para salvarle. La verdadera y
viva amistad, no puede conservarse entre los pecados. Se dice de la salamandra
que apaga el fuego sobre el cual se acuesta, y el pecado destruye la amistad,
porque no puede subsistir si no es sobre la verdadera virtud. j Cuánto menos,
pues, hay que pecar por motivos de amistad! El amigo es enemigo, cuando quiere
inducirnos al pecado, y merece perder la amistad, cuando pretende perder y
condenar al amigo; y una de las señales más seguras de la falsa amistad es
verla sostenida con una persona viciada por el pecado, sea cual sea éste. Si la
persona a quien amamos es viciosa es sin duda nuestra amistad, porque, no
pudiendo referirse a la virtud verdadera, forzosamente ha de tomar pie de alguna
virtud frívola o de alguna cualidad sensual.
La
sociedad formada entre comerciantes con miras al provecho temporal, no tiene
más que la apariencia de verdadera amistad, porque se inspira, no en el amor a
las personas, sino en el amor al lucro.
Finalmente,
estas dos divinas afirmaciones son dos grandes columnas para asegurar bien la
vida cristiana. Una es del Sabio: «El que teme a Dios siempre tendrá buena
amistad»; la otra es de Santiago Apóstol: «La amistad de este mundo es
enemiga de Dios».
CAPÍTULO
XXIII
DE
LOS EJERCICIOS DE LA MORTIFICACIÓN
EXTERIOR
Los
que entienden en cosas rústicas y campestres aseguran que si se escribe una
palabra sobre una almendra bien entera, y después se encierra ésta de nuevo en
la cáscara, bien colocada y cerrada con todo cuidado, y se planta de esta
manera, todo el fruto que el árbol producirá después, llevará igualmente
escrito y grabado el mismo nombre, En cuanto a mí, Filotea, nunca he podido
aprobar el método de aquellos que, para reformar al hombre, empiezan por el
exterior, por el porte, por los vestidos, por los cabellos.
Muy
al contrario, me parece que es menester comenzar por el interior: «Convertios a
Mí de todo corazón», nos dice Dios: «Hijo mío, dame tu corazón»; porque
así, siendo el corazón la fuente de los actos, son éstos lo que aquél es. El
divino Esposo, al convidar al alma, le dice: «Ponme un sello sobre tu corazón,
como un sello como sobre tu brazo». Sí, ciertamente, pues cualquiera persona
que tenga a Jesucristo en su corazón, lo tiene también en todas sus acciones
exteriores.
Por
esto, amada Filotea, he querido, ante todo, grabar y escribir en tu corazón
este santo y sagrado: VIVA JESÚS, bien convencido de que, después de esto, tu
vida, que proviene de tu corazón, como el almendro de la almendra, producirá
todos los actos, que son sus frutos, escritos y grabados con el mismo nombre de
salvación, y que, tal como vivirá Jesús en tu corazón, vivirá también en
todas tus exterioridades, y se manifestará en tus ojos, en tu boca, en tus
manos y aun en tus cabellos, y podrás decir santamente, a imitación de San
Pablo: «Vivo yo, mas no soy yo quien vivo, sino que Jesucristo vive en mí».
En una palabra: el que ha ganado el corazón del hombre ha ganado a todo el
hombre. Pero este mismo corazón, por el cual queremos comenzar, requiere que se
le instruya acerca de cómo ha de regular su manera de conducirse y su porte
exterior, a fin de que, no sólo se vea en él la santa devoción, sino también
una gran prudencia y discreción. Con este fin, voy a hacerte algunas
advertencias.
Si
puedes soportar el ayuno, harás bien en ayunar algunos días, además de los
prescritos por la Iglesia; porque, aparte del efecto ordinario del ayuno, que es
elevar el espíritu, refrenar la carne, practicar la virtud y alcanzar una mayor
recompensa en el cielo, es un gran bien conservar el propio dominio sobre la
glotonería, y tener el instinto sexual y el cuerpo sujetos a la ley del
espíritu, y, aunque no sean muchos los ayunos, no obstante el enemigo nos teme
más cuando conoce que sabemos ayunar. Los miércoles, viernes y sábados son
los días en los cuales los antiguos cristianos más se ejercitaban en la
abstinencia; escoge, pues, algunos de estos días para ayunar, según te lo
aconsejen tu devoción y la discreción de tu director.
De
buen grado diré aquello que San Jerónimo decía a la buena dama Leta: «Mucho
me desagradan los ayunos largos e inmoderados, sobre todo en aquellos que se
hallan en edad todavía tierna. He aprendido, por experiencia, que el potro,
cuando está cansado de andar, busca la manera de escabullirse»; es decir, el
joven debilitado por el exceso en los ayunos, fácilmente degenera en la
molicie. En dos ocasiones corren mal los ciervos: cuando están demasiado
cargados de grasa y cuando están demasiado flacos. Nosotros estamos muy
expuestos a las tentaciones, cuando nuestro cuerpo está demasiado nutrido y
cuando está demasiado débil, porque lo primero lo vuelve insolente a causa de
su vigor, y lo segundo lo vuelve desesperado a causa de su flaqueza; y, así
como nosotros a duras penas podemos llevar el cuerpo cuando está demasiado
grueso, tampoco él puede llevarnos a nosotros cuando está demasiado flaco. La
falta de esta moderación en los ayunos, disciplinas, cilicios y austeridades
inutiliza para el servicio de la caridad los mejores años de muchos, como
sucedió al mismo San Bernardo, que, después, se arrepintió de haber sido
demasiado austero; y, en el mismo grado en que han maltratado el cuerpo en los
comienzos, se ven obligados a halagarlo después. ¿No sería mejor darle un
trato justo y proporcionado a las cargas y trabajos a que esté obligado por su
condición?
El
ayuno y el trabajo rinden y abaten la carne. Si el trabajo que haces te es muy
necesario o es muy útil para la gloria de Dios, prefiero que sufras la
penalidad del trabajo que la del ayuno; éste es el sentir de la Iglesia, la
cual, por consideración a los trabajos útiles al servicio de Dios y del
prójimo, exime a los que los hacen aun del ayuno de precepto. Uno se mortifica
ayunando, otro sirviendo a los enfermos, visitando a los presos, confesando,
predicando, asistiendo a los desolados, orando y con otros ejercicios
semejantes; esta mortificación vale más que aquélla, porque, además de
refrenar, como ella, produce frutos mucho más deseables. Por lo tanto, en
general, es preferible guardar las fuerzas corporales más de lo necesario, que
agotarlas más de lo que conviene, pues podemos abatirlas siempre que queremos,
mas no repararlas siempre que es necesario.
Me
parece que hemos de sentir mucha reverencia por el aviso que nuestro Salvador y
Redentor Jesús dio a sus discípulos: «Comed lo que os pongan delante». Creo
que es mayor virtud comer, sin elegir lo que te presenten y por el mismo orden
que te lo den, ya sea de tu agrado, ya no lo sea, que escoger siempre lo peor.
Porque, aunque esta manera de vivir parece más austera, no obstante la otra
exige más resignación, pues, por ella, no sólo se renuncia al propio gusto,
sino también a escoger, y, ciertamente, no es pequeña austeridad doblegar
siempre el propio gusto al gusto de los demás y tenerlo sujeto a las
circunstancias, tanto más cuanto que esta clase de mortificación no es
aparatosa, ni molesta para nadie, y muy apropiada a la vida social. Rechazar
unos manjares para tomar otros, picar y gustarlo todo, no encontrar nunca cosa
alguna bien hecha ni limpia, quejarse a cada momento.... todo esto delata un
corazón goloso y demasiado atento a los platos y a los manjares. Más dice en
favor de San Bernardo que bebiese, sin darse cuenta, aceite en lugar de agua o
vino, que si, a sabiendas, hubiese bebido agua de ajenjos; porque era señal de
que no pensaba en lo que bebía. Y, en este descuido de lo que se ha de comer o
beber, consiste la práctica perfecta de esta sagrada advertencia: «Comed lo
que os pongan delante>. No obstante, exceptúo los manjares que perjudican a
la salud o que ponen enfermizo al espíritu, como son, para muchos, los manjares
calientes o picantes, alcohólicos o flatulentos, y exceptúo también algunas
ocasiones en las cuales la naturaleza necesita ser recreada o alentada, para
poder soportar algún trabajo para la gloria de Dios.
Una
constante y moderada sobriedad vale más que las abstinencias violentas, hechas
de tarde en tarde y con treguas de gran relajación.
La
disciplina posee una virtud maravillosa para despertar el deseo de la devoción,
si se toma de una manera moderada. El cilicio refrena poderosamente el cuerpo,
pero su uso no es indicado para los casados ni para las complexiones delicadas,
ni para los que han de soportar grandes calamidades. Es verdad que, en los días
más indicados para la penitencia, se puede hacer uso de él, pero siempre con
el consejo de un confesor discreto.
Es
menester emplear la noche en dormir, tanto como sea necesario, para poder velar
muy útilmente de día, cada uno según su complexión. Y, como quiera que la
Sagrada Escritura, en muchos lugares, el ejemplo de los santos y la razón
natural nos recomiendan, en gran manera, el madrugar, por ser este tiempo el
mejor y el más fructuoso de nuestro día, y el mismo Nuestro Señor es llamado
sol naciente, y la Santísima Virgen alba del día, creo que es una virtud
acostarse temprano, por la noche, para poder despertarse y levantarse muy de
mañana. Ciertamente, esta hora es la más agradable, la más dulce y la menos
embarazosa; aun los pájaros, en ella, nos invitan a despertarnos y a alabar a
Dios: así, pues, el madrugar es útil a la salud y a la santidad.
Balaán
iba, montado en su asna, al encuentro de Balac. Mas, como que no obraba con
rectitud de intención, le esperó en el camino el ángel con una espada para
matarle. La asna, que veía al ángel, se detuvo pertinazmente por tres veces;
Balaán no cesaba de golpearla cruelmente a bastonazos, para obligarla a andar,
hasta que, a la tercera vez, la asna, agachándose, con Balaán montado encima,
le habló, por un milagro, y le dijo: «¿ Qué te he hecho yo? ¿Por qué me
has golpeado ya tres veces?» Y enseguida se le abrieron a Balaán los ojos, y
vio al ángel el cual le dijo: «¿Por qué has pegado a tu asna? Si ella no
hubiese retrocedido delante de mí, yo te hubiera muerto y hubiera salvado a
ella». Entonces dijo Balaán al ángel: «Señor, he pecado, porque no sabía
que te hubieses puesto frente a mí, en el camino». ¿Lo ves Filotea? Balaán
es la causa del mal, pega y da de bastonazos a la pobre asna, que no tiene
ninguna culpa.
Así
ocurre, con frecuencia, en nuestras cosas: porque tal esposa ve a su marido o a
su hijo enfermo, acude, al instante, al ayuno, al cilicio, a la disciplina, como
lo hizo David en semejante ocasión. ¡Ah querida amiga! tú azotas a la pobre
asna, castigas tu cuerpo, y él no es responsable de tu mal, ni de que Dios
tenga la espada desenvainada contra ti; castiga tu corazón, que es idólatra de
este esposo, y que tolera mil defectos en el hijo y le induce al orgullo, a la
vanidad y a la ambición. Tal hombre ve que, con frecuencia, cae en la bajeza
del pecado de lujuria: el remordimiento interior se pone delante de su
conciencia, con la espada en la mano, para atravesarlo con un santo temor; y, al
momento, reaccionando en su corazón, exclama: « ¡ Ah carne envilecida! ¡Ah
cuerpo desleal! ¡ Cómo me habéis hecho traición! » y he aquí que,
enseguida, comienza a mortificar a esta carne con ayunos inmoderados, con
disciplinas excesivas, con cilicios insoportables. ¡Ah pobre alma! Si tu carne
pudiese hablar, como la burra de Balaán, te diría: ¿ Por qué me pegas,
miserable? Es sobre ti, alma mía, que Dios descarga su ira; eres tú la
criminal. ¿Por qué me induces a malas conversaciones? ¿Por qué aplicas mis
ojos, mis manos, mis labios a las deshonestidades? ¿Por qué me perturbas con
imaginaciones perversas? Ten pensamientos buenos, y yo no tendré movimientos
malos; trata con personas honestas, y yo no seré excitada por su
concupiscencia. ¡Ah! eres tú la que me arrojas al fuego, y, después, quieres
que no arda; tiras pavesas a los ojos, y no quieres que se inflamen». Y Dios te
dice, indudablemente, en estas ocasiones: «Castiga, rompe, acuchilla, despoja
principalmente tu corazón, ya que es contra él que se ha encendido mi enojo».
Es cierto que para curar la comezón no es tan necesario lavarse y bañarse como
purificar la sangre y refrescar el hígado; así también, para curar nuestros
defectos, bueno es mortificar la carne, pero, ante todo, es necesario purificar
nuestros afectos y refrescar nuestros corazones. Ahora bien, en todo y por todas
partes, de ninguna manera se han de emprender austeridades corporales sin el
consejo de nuestro guía.
CAPÍTULO
XXIV
DE
LAS CONVERSACIONES Y
DE LA SOLEDAD
En
la devoción de los seglares, de la cual vamos tratando, el buscar las
conversaciones y el huir de ellas son dos extremos censurables. El rehuirlas
implica desdén y menosprecio del prójimo, y el buscarlas es cosa que se
resiente de ociosidad e inutilidad. Hemos de amar al prójimo como a nosotros
mismos: para demostrar que le amamos, es menester no huir de su compañía, y,
para probar que nos amamos a nosotros mismos, hemos de permanecer con nosotros,
cuando con nosotros nos encontremos. Ahora bien, estamos con nosotros, cuando
estamos solos. «Piensa en ti, dice San Bernardo, y después en los demás». Y
así, si nada te impele a hacer una visita o a recibirla en tu casa, quédate
sola contigo misma y conversa con tu corazón; pero, si viene a ti alguna visita
o algún motivo justificado te convida a hacerla, hazla en nombre de Dios,
Filotea; trata con el prójimo de buen grado y ponle buena cara.
Llamamos
malas conversaciones a las que se tienen con mala intención, o bien, cuando los
que toman parte en ellas son viciosos, indiscretos y disolutos; y de éstos hay
que huir, como las abejas huyen de los enjambres de tábanos o abejorros.
Porque, así como los que han sido mordidos por perros rabiosos, tienen el
sudor, la saliva y el aliento peligrosos, sobre todo para los niños y para las
personas de complexión débil, de la misma manera, nadie puede tratar con estos
viciosos e incontinentes sin riesgo y peligro, sobre todo cuando se tiene una
devoción todavía tierna y delicada.
Hay
conversaciones que sólo sirven para recreación, las cuales se tienen
únicamente para distraerse de las ocupaciones serias; en cuanto a éstas, así
como, por una parte, no es menester entregarse a ellas, así también, por otra,
se les puede conceder el ocio destinado a la recreación.
Otras
conversaciones tienen por finalidad el buen trato; tales son las mutuas visitas
y ciertas reuniones que se tienen para honrar al prójimo. En cuanto a éstas,
así como no hay que ser demasiado meticuloso en practicarlas, tampoco hay que
ser desatento, despreciándolas, sino que cada uno ha de cumplir en ello, con
modestia, su deber, para evitar así la rusticidad como la frivolidad.
Quedan
ahora las conversaciones útiles, como las que se entablan entre las personas
devotas y virtuosas. ¡Oh Filotea!, siempre te hará mucho bien tener con
frecuencia estas conversaciones. La viña plantada entre olivos produce racimos
oleosos, a los que se pega el gusto del olivo: el alma que, con frecuencia, se
encuentra entre personas de virtud, forzosamente ha de participar de sus
cualidades. Los abejorros solos no pueden hacer miel, pero con las abejas, se
ayudan mutuamente a hacerla: el conversar con almas devotas es una gran ventaja
para excitarnos mucho a la devoción.
En
toda conversación , la ingenuidad, la simplicidad, la dulzura y la modestia son
siempre preferidas. Hay personas que no hacen un solo ademán ni un solo
movimiento si no es con tanto artificio que se hacen enojosos a todo el mundo;
y, así como aquel que no quisiera andar sino contando los pasos, ni hablar sino
cantando, sería a todos
antipático, así los que toman un aire fingido y todo lo hacen a compás,
importunan en gran manera en la conversación, y, en esta clase de personas,
siempre hay algún aspecto de presunción. Hemos de procurar habitualmente que,
en nuestra conversación, predomine siempre una jovialidad moderada. San
Romualdo y San Antonio son muy alabados, porque a pesar de sus austeridades
tenían siempre el rostro y las palabras llenas de regocijo, de gracia y de
cortesía. Procura estar siempre alegre con los que están alegres, y repito con
el Apóstol: «Está siempre gozosa, pero en Nuestro Señor, y que todos los
hombres vean tu modestia». Para alegrarte en Nuestro Señor, es menester que el
objeto de tu gozo no sólo sea lícito, sino también honesto. Te lo digo,
porque hay cosas que, no obstante ser lícitas, no son honestas; y, para que
vean tu modestia, guárdate de las insolencias, que siempre son reprensibles:
hacer caer a uno, ensuciar a otro, pellizcar a un tercero, hacer daño a un
tonto, son bromas y goces necios e insolentes.
Empero,
además de la soledad mental, a la cual puedes retirarte siempre, en medio del
bullicio de las conversaciones, como he dicho más arriba, has de amar la
soledad local y real, no para irte al desierto como Santa- María Egipciaca, San
Pablo, San Antonio, Arsenio y otros padres solitarios, sino para estar un poco
en tu habitación, en tu jardín o en otro lugar, donde puedas, a tu sabor,
recoger tu espíritu en tu corazón, y recrear tu alma con buenas reflexiones y
santos pensamientos o con un rato de buena lectura, a ejemplo de aquel obispo
Nacianceno, que, hablando de sí mismo, dice: «Paseaba conmigo mismo al
atardecer, durante algún tiempo, por la orilla del mar, porque tenía la
costumbre de tomar esta recreación, para distraerme y librarme un poco de los
enojos de cada día», y enseguida discurre acerca del buen pensamiento que tuvo
y que he referido en otro lugar,. Y toma también por modelo a San Ambrosio,
hablando del cual, dice San Agustín que con frecuencia, cuando entraba en su
habitación (pues tenía siempre la puerta abierta para todo el mundo), lo
encontraba leyendo, y, después de haber esperado un rato se iba sin decirle
nada para no estorbarle, y pensando que no había de robar aquel poco tiempo que
quedaba a este gran pastor para robuster y recrear su espíritu, después del
trasiego de tantas ocupaciones. También, un día, habiendo contado los
Apóstoles a Nuestro Señor que habían predicado y trabajado mucho, les dijo:
«Venid a la soledad y descansad un poco».
CAPITULO
XXV
DE
LA DECENCIA EN LOS VESTIDOS
Quiere
San Pablo que las mujeres devotas (lo mismo se diga de los hombres) vistan con
decoro y se adornen con decencia y sobriedad. Ahora bien, la decencia en el
vestir y en el ornato depende de la materia de la forma y de la limpieza. En
cuanto a la limpieza, ha de ser siempre la misma en nuestros vestidos, en los
cuales, en la medida de lo posible, no hemos de tolerar ninguna mancha ni
dejadez. La limpieza exterior es, en alguna manera, el reflejo de la honestidad
interior. El mismo Dios exige la decencia corporal en los que se acercan a los
altares y en los que tienen principalmente a su cargo la devoción.
En
cuanto a la materia y a la forma de los vestidos, la decencia se ha de juzgar
según las diversas circunstancias de tiempo, de edad, de condición, de
compañías, de ocasiones. Ordinariamente, acostumbrados a vestir mejor los
días festivos, según la importancia de la solemnidad que se celebra; en tiempo
de penitencia, como en Cuaresma, se viste con más sencillez; en las bodas se
llevan trajes nupciales, y en los actos fúnebres se emplean ropas de luto;
delante de los príncipes es menester un mayor realce, el cual disminuye entre
los propios familiares. La mujer casada puede y debe adornarse delante de su
marido; si hace lo mismo cuando está lejos de él, entonces cabe preguntar a
qué ojos quiere complacer con este cuidado singular. A las doncellas se les
permite un mayor acicalamiento, porque pueden lícitamente pretender agradar a
muchos, aunque no sea más que para conquistar uno solo, para el santo
matrimonio. Tampoco es reprobable que las viudas que quieren casarse de nuevo se
adornen discretamente, con tal que no se muestren frívolas, pues habiendo sido
ya madres de familia y habiendo pasado por las tristezas de la viudez, se
considera que su espíritu es más maduro y sensato. Mas, en cuanto a las
verdaderas viudas que lo son no sólo de cuerpo sino también de corazón,
ningún adorno es más adecuado que la humildad, la modestia y la devoción,
pues, si quieren dar amor a los hombres, no son verdaderas viudas, y, si no se
lo quieren dar, ¿a qué tantos atavíos? El que no desea huéspedes, ha de
sacar el rótulo de su casa. Nos reímos siempre de los viejos cuando quieren
presumir, y ¿por qué? Por que esto es una necedad, únicamente tolerable en la
juventud.
Seas
correcta, Filotea; que no haya en ti dejadez ni desaliño: sería despreciar a
aquellos con los cuales convives, presentarte delante de ellos con vestidos
ofensivos; pero guárdate de la afectación, de las vanidades, curiosidades y
frivolidades. En cuanto te sea posible, inclínate siempre del lado de la
sencillez y de la modestia, que, sin duda, es el mejor adorno de la belleza y lo
que mejor encubre la fealdad. San Pedro avisa, de un modo particular, a las
doncellas que no lleven los cabellos encrespados, rizados y ondulados. Los
hombres que son tan débiles de complacerse en estas frivolidades, son llamados,
en todas partes, hermafroditas, y las mujeres que se envanecen por ello, son
tenidas por ligeras en la castidad; si la guardan, a lo menos no se echa de ver,
en medio de tantas trivialidades y bagatelas. Dicen que lo hacen sin pensar mal,
mas yo digo que el demonio siempre piensa mal. Quisiera que mi devoto o mi
devota anduviesen siempre mejor vestidos, pero que, a la vez, fuesen los menos
pomposos y afectados, y como dice el proverbio, estuviesen adornados de gracia,
de modestia y dignidad. Dice brevemente San Luis que cada uno ha de vestir
según su estado, de manera que los discretos y buenos no puedan decir: «Es
demasiado», ni los jóvenes: «Es demasiado poco». Y, si los jóvenes no
quieren contentarse con la decencia, hay que inclinarse al parecer de los
prudentes.
CAPÍTULO
XXVI
DEL
HABLAR, Y PRIMERAMENTE CÓMO
HAY QUE HABLAR CON DIOS
Los
médicos conocen muy bien el estado de salud o de enfermedad de un hombre por el
examen de la lengua; asimismo nuestras palabras son el mejor indicio de las
cualidades de nuestras almas: «Por tus palabras -dice el Salvador-, serás
justificado, y por tus palabras serás condenado». Ponemos instintivamente la
mano sobre el dolor que sentimos, y la lengua sobre el amor que tenemos.
Luego,
si estás enamorada de Dios, Filotea, con frecuencia hablarás de Dios, en las
conversaciones familiares con los de tu casa, con los amigos y con los vecinos,
porque «la boca del justo meditará la sabiduría, y su lengua hablará
juiciosamente». Y, así como las abejas, con su diminuta boca, no gustan otra
cosa sino la miel, de la misma manera tu lengua siempre estará llena de la miel
de su Dios, y no sentirá suavidad mayor que la de dejar escapar por los labios
las alabanzas y las bendiciones de su santo Nombre, como se cuenta de San
Francisco, el cual, cuando pronunciaba el santo Nombre del Señor, se chupaba y
lamía los labios, como para saborear la mayor dulzura del mundo.
Pero
habla siempre de Dios como de Dios, es decir, con reverencia y devoción, sin
querer sentar plaza de sabia ni de predicadora, sino con espíritu de dulzura,
de caridad y de humildad, destilando como sepas (tal como se dice de la Esposa
del Cantar de los Cantares) la deliciosa miel de la devoción, gota a gota, ora
en el oído de uno, ora en el oído de otro, rogando a Dios, en el retiro de tu
alma, que se digne hacer caer este santo rocío hasta el fondo del corazón de
aquellos que te escuchan.
Sobre
todo, este oficio angélico se ha de desempeñar con dulzura, no a guisa de
corrección, sino en forma de inspiración, porque es una maravilla ver cuán
poderoso cebo es, para ganar los corazones, la suavidad y la amable proposición
de alguna cosa buena.
Nunca,
pues, hables de Dios ni de la devoción como por compromiso y pasatiempo, sino
siempre con atención y devoción; y te digo esto para librarte de una notoria
vanidad que se echa de ver en muchos que profesan la devoción, los cuales, en
toda ocasión, dicen palabras santas y fervorosas, como por rutina y sin pensar
en ello, y, después de haberlas dicho, creen que son lo que las palabras dan a
entender, lo cual no es verdad.
CAPÍTULO
XXVII
DE
LA HONESTIDAD EN LAS PALABRAS
Y
DEL RESPETO DEBIDO A LAS
PERSONAS
Dice
Santiago: «El que no peca en las palabras, es varón perfecto». Procura tener
mucho cuidado en no decir ninguna palabra deshonesta, pues, aunque tú no la
digas con mala intención, lis que la oyen pueden tornarla en tal sentido. La
palabra deshonesta, al caer en un corazón débil, se extiende y dilata como una
gota de aceite sobre la tela, y, a veces, de tal manera se apodera del corazón,
que lo llena de mil pensamientos y tentaciones impuras. Porque, así como el
veneno del cuerpo entra por la boca, de la misma manera el del corazón entra
por el oído, y la lengua que lo produce es homicida, ya que, aunque, por
casualidad, el veneno que ha escupido no produzca tal efecto, por haber
encontrado los corazones de los oyentes provistos de algún contraveneno, no es,
empero, por falta de malicia, si no causa la muerte. Y que nadie me diga que no
piensa cosa alguna mala, porque Nuestro Señor, que conoce los corazones de los
hombres, ha dicho que «de la abundancia del corazón habla la boca»; y si
nosotros no pensamos mal, piensa mal el enemigo, y siempre se sirve
disimuladamente de estas malas palabras para atravesar el corazón de alguno. Se
dice que los que han comido de la hierba llamada angélica tienen siempre el
aliento suave y agradable, y que los que tienen la honestidad y la caridad en su
corazón pronuncian siempre palabras limpias, corteses y honestas. En cuanto a
las indecencias y torpezas, el Apóstol quiere que ni tan sólo se nombren, y
nos asegura que nada corrompe tanto las buenas costumbres como las malas
conversaciones. Si las palabras deshonestas se dicen de una manera encubierta,
con afectación y sutilidad, son infinitamente más venenosas, porque, cuanto
más puntiagudo es un dardo, más fácilmente se clava en el cuerpo; de la misma
manera, cuanto más aguda es una palabra, tanto más penetra en los corazones. Y
los hombres que creen que son graciosos, porque emplean tales palabras en las
conversaciones, no saben cuál es el fin de éstas. Las conversaciones han de
ser como los enjambres de las abejas, reunidas para hacer la miel en suave y
virtuoso consorcio, y no como un montón de avispas, que se reúnen para ir a
chupar en algún estercolero. Si algún necio te dice palabras indecorosas, dale
a entender que tus oídos se sienten ofendidos, ya sea retirándote, ya de
alguna otra manera, según lo dicte tu prudencia.
Uno
de los peores defectos que puede tener una persona es ser burlón: Dios aborrece
en gran manera este vicio y, a veces, lo castiga extraordinariamente. Nada hay
más contrario a la caridad, y mucho más a la devoción, que el despreciar y el
pisotear al prójimo. Ahora bien, la burla y la mofa siempre suponen este
menosprecio; por esto, es un pecado muy grave, tanto que tienen razón los
doctores cuando dicen que la mofa es la peor ofensa que, de palabra, se puede
inferir al prójimo, pues las demás ofensas andan acompañadas de alguna estima
de aquel que es ofendido, pero ésta se hace con desprecio y rebajamiento.
En
cuanto a los juegos de palabras que algunos se dicen mutuamente, con cierta
modesta alegría y buen humor, pertenecen a la virtud que los griegos llamaban
eutrapelía, y que nosotros podemos llamar pasatiempo; por ellos el hombre se
recrea honesta y agradablemente, a base de ocasiones divertidas que nos ofrecen
las imerfecciones humanas. únicamente hay que evitar pasar de este buen humor a
la mofa; pues la mofa provoca la risa con desprecio y rebajamiento del prójimo;
mas la gracia y el buen humor provocan la risa con una ingenua libertad,
confianza y franca familiaridad, unida a la gentileza de alguna palabra. San
Luis, cuando, después de comer, querían los religiosos hablarle de cosas
elevadas, respondía: «Ahora no es tiempo de razonar, sino de recrearse con
alguna palabra graciosa o con alguna ocurrencia: que cada uno diga honestamente
lo que le plazca»; lo cual decía en obsequio de los nobles que estaban con él
para gozar de su benevolencia. Pero procuremos, Filotea, pasar de tal manera el
tiempo por recreación, que conservemos la eternidad por devoción.
CAPÍTULO
XXVIII
DE
LOS JUICIOS TEMERARIOS
«No
juzguéis y no seréis juzgados -dice el Salvador de nuestras almas-; no
condenéis y no seréis condenados». No, dice el santo Apóstol, «no juzguéis
antes de tiempo, hasta que el Señor venga, el cual revelará el secreto de las
tinieblas y manifestará los consejos de los corazones». ¡Oh! ¡Cuánto
desagradan a Dios los juicios temerarios! Los juicios de los hijos de los
hombres son temerarios, porque ellos no son jueces los unos de los otros, y, al
juzgar, usurpan el oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque la
principal malicia del pecado depende de la intención y del designio del
corazón, que, para nosotros, es el secreto de las tinieblas; son temerarios,
porque cada uno tiene harto trabajo en juzgarse a sí mismo, sin que necesite
ocuparse en juzgar al prójimo. Para no ser juzgados, es menester también no
juzgar a los demás, y que nos juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro
Señor nos prohíbe una de estas cosas, el Apóstol afirma la otra, diciendo:
«Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados». Mas, ¡ay!, que
hacemos todo lo contrario; porque no cesamos de hacer lo que nos está
prohibido, juzgando al prójimo a diestro y siniestro, y nunca hacemos lo que
nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros mismos.
Según
sean las causas de los juicios temerarios, han de ser los remedios. Hay
corazones agrios, amargos y ásperos de natural, que agrían y amargan todo lo
que reciben, y, como dice el profeta, «convierten el juicio en ajenjos», no
juzgando jamás al prójimo si no es con todo rigor y dureza; éstos tienen
mucha necesidad de caer en las manos de un buen médico espiritual, pues esta
amargura de corazón es muy difícil de vencer, por lo mismo que es algo
contranatural; y, aunque esta amargura no sea pecado, sino solamente una
imperfección; es, no obstante, peligrosa, porque hace que entre y reine en el
alma el juicio temerario y la maledicencia. Algunos hay que juzgan
temerariamente, no por amargura sino por orgullo, y les parece que, a medida que
rebajan el honor de los demás, encumbran el propio; espíritus arrogantes y
presuntuosos, se admiran a sí mismos y suben tan alto en su propia estima, que
todo lo demás les parece pequeño y bajo: «Yo no soy como los demás
hombres», decía aquel necio fariseo.
Algunos
no tienen este orgullo manifiesto, sino solamente sienten como una complacencia
en considerar el mal del prójimo, para saborear y hacer saborear más
dulcemente el bien contrario del cual se creen dotados; y esta complacencia es
tan secreta e imperceptible, que si no se tiene muy buena la vista, no se
descubre, y los mismos que la sienten no la conocen, si no se la muestran.
Otros, queriendo adularse y excusarse consigo mismos y atenuar los
remordimientos de su conciencia, se apresuran a pensar que los demás padecen
del vicio al cual ellos se han entregado, o de otro mayor, y les parece que la
multitud de criminales hacen su pecado menos censurable. Otros se entregan al
juicio temerario por el solo placer que hallan en adivinar y filosofar acerca de
las costumbres y humor de las demás personas, a manera de ejercicio ingenioso,
y, si por desgracia aciertan alguna vez en sus juicios, la audacia y el prurito
de continuar crece tanto, que harto trabajo hay en corregirles. Otros juzgan por
pasión, y siempre piensan bien del que aman, y mal del que aborrecen, fuera del
caso sorprendente y, no obstante, verdadero, en que el exceso de amor induce a
juzgar mal al que amamos: efecto monstruoso, procedente de un amor impuro,
imperfecto, desequilibrado y enfermo, que son los celos, los cuales, como todo
el mundo sabe, por una sencilla mirada, por la sonrisa más insignificante del
mundo, condenan a las personas de perfidia y de adulterio. Finalmente, el temor,
la ambición y otras parecidas flaquezas de espíritu contribuyen, con
frecuencia, al nacimiento de la sospecha y del juicio temerario.
Mas,
¿qué remedios hay? Los que beben el jugo de la hierba ofiusa
de Etiopía, por todas partes
ven serpientes y cosas espantosas; los que han bebido orgullo, envidia,
ambición, odio, nada ven que no les parezca malo o digno de condenación;
aquellos, para curarse, han de beber vino de palmera, y yo digo lo mismo de
éstos: bebed cuanto podáis el vino sagrado de la caridad; él os liberará de
estos malos humores, que os hacen hacer estos juicios torcidos. Tan lejos está
la caridad de ir en busca del mal, que teme encontrarlo, y cuando lo encuentra,
vuelve el rostro hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos para no
verlo, al primer rumor que percibe, y después, con una santa simplicidad, cree
que no era el mal, sino alguna sombra o fantasma del mal; porque, si, por
fuerza, se ve obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja al instante, y
procura olvidarse aun de su figura.
La
caridad es la mejor medicina contra las enfermedades, y de un modo especial
contra ésta. Todas las cosas parecen amarillas a los ojos de los que padecen
ictericia, y dicen que, para curarse de este mal, hay que llevar la celidonia
debajo de la planta de los pies. El vicio del juicio temerario es una especie de
ictericia espiritual, que hace que todas las cosas parezcan malas a los ojos de
los que están atacados de ella; pero el que quiera curar de esta dolencia ha de
aplicar este remedio, no a los ojos ni al entendimiento; sino a los afectos, que
son los pies del alma: si tus afectos son dulces, tu juicio será dulce; y si
tus afectos son caritativos, tu juicio será caritativo.
He
aquí tres ejemplos admirables. Isaac había dicho que Rebeca era su hermana.
Abimelec vio que jugaba con ella y que la acariciaba tiernamente, y juzgó
enseguida que era su mujer: un ojo maligno hubiera creído que era su concubina,
o que, si era su hermana, se trataba de un incesto; pero Abimelec tomó el
partido más conforme con la caridad que podía tomar en aquellas
circunstancias. Es necesario, Filotea, que siempre obres de esta manera, en
cuanto te sea posible, y, si una acción tiene mil aspectos, es menester mirarla
bajo el punto de vista mejor. Nuestra Señora estaba encinta, y San José lo
veía claramente; mas, como quiera que, por otra parte, sabía que era toda
pura, toda santa, toda angelical, no pudo creer que hubiese concebido contra sus
deberes, y se decidió a alejarse de ella y a dejar el juicio a Dios. Aunque los
indicios fueron muy poderosos para hacerle formar un mal concepto acerca de
aquella virgen, jamás quiso juzgarla. ¿Por qué? Porque, como dice el
Espíritu de Dios, era justo: el hombre justo, cuando no puede juzgar ni el acto
ni la intención de aquel a quien, por otra parte, conoce como hombre de bien,
no quiere en ningún caso juzgarle, sino que lo aparta de su mente y se remite
al juicio de Dios. El Salvador crucificado, como no pudiese excusar el pecado de
los que le crucificaban, atenuó, a lo menos, su malicia, alegando su
ignorancia. Cuando nosotros no podamos excusar el pecado, hagámoslo, a lo
menos, digno de compasión, atribuyéndolo a la causa más excusable que pueda
tener, tal como la ignorancia o la flaqueza.
Pero,
¿nunca podemos juzgar mal al prójimo? No, ciertamente; jamás. Es Dios,
Filotea, quien juzga a los criminales con justicia. Es verdad que, para hacerse
oír de ellos, se sirve de la voz de los magistrados: éstos son sus ministros y
sus intérpretes, y, como oráculos suyos, no pueden decir sino lo que Él les
enseña, y, si por seguir sus propias pasiones, lo hacen de otra manera,
entonces son ellos los que de verdad juzgan y, por consiguiente, serán
juzgados, porque está prohibido a los hombres, en calidad de tales, juzgar a
los demás.
Ver
o conocer una cosa no es juzgarla, porque el juicio, a lo menos según la frase
de la Escritura, supone alguna dificultad grande o pequeña, verdadera o
aparente, que es necesario vencer; por esto nos dice que «l os que no creen
están ya juzgados», porque ya no cabe duda acerca de su condenación. No es
malo, pues, dudar del prójimo, porque no está prohibido dudar sino juzgar; no
está, empero, permitido dudar ni sospechar, sino en la medida en que obliguen a
ello los argumentos o las razones; de lo contrario, las sospechas son
temerarias. Si algún ojo malicioso hubiese visto a Jacob cuando besaba a Raquel
junto al pozo, o hubiese visto a Rebeca cuando aceptaba los brazaletes y los
pendientes de Eliezer, hombre desconocido en aquella región, hubiera pensado
mal de aquellos dos modelos de castidad, pero sin razón ni fundamento; porque,
cuando una acción es de suyo indiferente en sí misma, es una sospecha
temeraria sacar de ella malas consecuencias, a no ser que sean muchas las
circunstancias que den fuerza al argumento. También es un juicio temerario
sacar consecuencias de un solo acto para desacreditar a una persona; mas esto lo
explicaré después con más claridad.
Finalmente,
los que andan con mucho tiento en las cosas que atañen a la conciencia no
suelen ser esclavos del juicio temerario; porque, así como las abejas, al ver
la niebla o el cielo cubierto, se retiran a sus colmenas para fabricar la miel,
de la misma manera los pensamientos de las almas buenas no se paran en los
objetos embrollados ni en las acciones nebulosas de los prójimos, sino que,
para evitar el dar con ellas, se recogen dentro de su corazón, para formar en
él los buenos propósitos de su propia enmienda. Es propio de las almas
inútiles el ocuparse en el examen de las vidas ajenas.
Exceptúo
a los que tienen cargo de los demás, así en la familia como en el Estado;
porque una buena parte de los deberes de su conciencia consiste en mirar y en
velar por los demás. Cumplan, pues, con su cometido amorosamente, y, hecho
esto, velen por sí mismos en esta materia.
CAPÍTULO
XXIX
DE
LA MALEDICENCIA
El
juicio temerario produce inquietud, desprecio del prójimo, orgullo y
complacencia en sí mismo y cien otros efectos por demás perniciosos, entre los
cuales ocupa el primer lugar la maledicencia, como la peste de las
conversaciones. ¡ Ah! ¡Que no tenga yo uno de los carbones del altar santo
para tocar con él los labios de los hombres, a fin de borrar su iniquidad y
purificarlos de su pecado, a imitación del serafín que purificó la boca de
Isaías! El que lograse quitar la maledicencia del mundo, quitaría de él una
gran parte de los pecados y de la iniquidad.
El
que arrebata injustamente la buena fama a su prójimo, además de cometer un
pecado, está obligado a la debida reparación, aunque de diversa manera, según
la diversidad de la maledicencia; porque nadie puede entrar en el cielo con los
bienes ajenos, y, entre todos los bienes exteriores, la buena fama es el mejor.
La maledicencia es una especie de homicidio, porque tenemos tres vidas: la
espiritual, que estriba en la gracia de Dios; la corporal, que radica en
el alma, y la civil, que consiste en la buena fama. El pecado nos quita la
primera; la muerte, la segunda, y la maledicencia, la tercera. Pero el
maldiciente, con un solo golpe de su lengua, comete, ordinariamente, tres
homicidios: mata su alma y la del que le escucha, con muerte espiritual, y de
muerte civil a aquel de quien murmura; porque, como dice San Bernardo, el que
murmura y el que escucha al murmurador, tienen en sí mismos al demonio: el uno
en su lengua, y el otro en sus oídos. David, hablando de los maldicientes, dice
que «tienen la lengua afilada como las serpientes». Ahora bien, la serpiente,
como dice Aristóteles, tiene la lengua dividida en dos, y con dos puntas. Tal
es la lengua del maldiciente, que, de un solo golpe, pincha y emponzoña el
oído del que la escucha y la buena fama de aquel de quien se ocupa.
Te
conjuro, pues, amada Filotea, que no hables nunca mal de nadie, ni directa ni
indirectamente: guárdate de atribuir falsos crímenes y pecados al prójimo, de
descubrir los que son secretos, de exagerar los ya conocidos, de interpretar mal
una buena obra, de negar el bien que tú sabes que existe en alguno, de
disimularlo maliciosamente, de disminuirlo con tus palabras; porque, de
cualquiera de estas maneras, ofenderías mucho a Dios, sobre todo acusando
falsamente o negando la verdad, en perjuicio del prójimo, ya que entonces
sería doble el pecado: mentir y dañar, a la vez, al prójimo.
Los
que, para murmurar, empiezan con preámbulos honrosos o echan mano de cumplidos
e ironías, son los más finos y los más virulentos de los detractores. Conste,
dicen, que le aprecio, y que, por lo demás, es un perfecto caballero; pero en
honor de la verdad, es menester decir que ha obrado mal al cometer tal perfidia.
Es una muchacha muy virtuosa, pero se ha dejado sorprender; y otras semejantes
maneras de hablar. ¿No ves aquí el artificio? El que quiere disparar el arco,
acerca la flecha hacia sí tanto cuanto puede, pero lo hace únicamente para
dispararla con más fuerza. De la misma manera, parece que estos murmuradores
atraen hacia sí la maledicencia, para dispararla más velozmente y para que
así penetre más en los corazones de los oyentes. La detracción hecha en forma
de ironía es la más cruel de todas; porque, así como la cicuta no es, de
suyo, un veneno muy activo, sino bastante lento y que fácilmente se puede
contrarrestar, pero mezclada con vino no es ya remediable, así también la
murmuración, que de suyo, entraría por una oreja y saldría por la otra, como
suele decirse, queda impresa en la mente de los que la escuchan, cuando se
presenta envuelta en un dicho agudo y chistoso. «Tienen, dice David, el veneno
del áspid en sus labios»; porque el áspid pica de una manera casi
imperceptible, y su veneno causa, al principio, una comezón agradable, con la
que se dilatan el corazón y las entrañas, y reciben el veneno, contra el cual
ya no es posible, entonces, combatir.
No
digas: «Fulano es un borracho», aunque le hayas visto embriagado: ni «es un
adúltero», por haberle sorprendido en este pecado; ni: «es un incestuoso»,
porque haya caído en esta desgracia; ya que un solo acto no basta para
calificar una cosa. El sol se detuvo una vez en favor de la victoria de Josué,
y se obscureció, en otra ocasión, en favor de la del Salvador; nadie,
empero, dirá que el sol esté inmóvil ni que es oscuro. Noé se embriagó una
vez y otra Lot; éste, además, cometió un grave incesto. Sin embargo, ni ambos
fueron bebedores ni el último fue incestuoso. No fue San Pedro sanguinario,
porque una vez derramó sangre, ni blasfemó por haber, en una ocasión,
blasfemado. Para recibir un calificativo basado en un vicio o en una virtud, se
requiere cierta continuación y hábito, por lo que es una falsedad llamar a un
hombre colérico o ladrón, por haberle visto encolerizado o hurtando una sola
vez.
Aunque
un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se corre el riesgo de mentir
cuando se le llama tal. Simón el leproso llamaba pecadora a Magdalena, porque
lo había sido antes; sin embargo, mentía, porque ya no lo era, sino una muy
santa penitente; por esto Nuestro Señor salió en su defensa. Aquel necio
fariseo tenía al publicano por gran pecador, tal vez por injusto, adúltero o
ladrón; pero se equivocaba totalmente, porque, en aquel mismo momento, quedaba
justificado. ¡Ah! puesto que la bondad de Dios es tan grande, que basta un
momento para pedir y recibir la gracia, ¿qué certeza podemos tener de que un
hombre que ayer era pecador, todavía lo sea hoy? El día precedente no ha de
juzgar al día presente, ni el día presente al precedente; sólo el último es
el que a todos juzga. Nunca, pues, podemos decir que un hombre es malo, sin
riesgo de mentir, y, supuesto que falte, lo único que podemos decir es que ha
cometido una mala acción; que ha vivido mal en tal época; que obra
mal ahora; pero del día de ayer no se puede deducir ninguna consecuencia para
el día de hoy, y mucho menos aún para el día de mañana.
Aunque
es necesario ser extremadamente delicado en no murmurar del prójimo, es
menester, empero, guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, para
evitar la maledicencia, alaban y hablan bien del vicio. Si se trata de una
persona verdaderamente murmuradora, no digas, por disculparla, que es abierta y
franca; de una persona manifiestamente vana, no digas que es generosa y
correcta; a las familiaridades peligrosas, no las llames simplicidades o
ingenuidades; no disimules la desobediencia con el nombre de celo, ni la
arrogancia con el nombre de franqueza, ni la lascivia con el nombre de amistad.
No, amada Filotea; por el deseo de huir del vicio de la maledicencia, no se han
de favorecer, adular, ni fomentar los otros vicios, sino que hay que llamar
sinceramente mal al mal, y condenar las cosas que son dignas de reprobación.
Haciéndolo así, glorificaremos a Dios, con tal que lo hagamos bajo las
siguientes condiciones:
Para
condenar loablemente los vicios de los demás, ha de exigirlo la utilidad de
aquel de quien se habla, o de aquellos a los cuales se habla. Se cuentan, por
ejemplo, en presencia de las jóvenes, las familiaridades indiscretas de
aquellos y de aquéllas, que son evidentemente peligrosas; de la disolución de
uno o de una en las palabras y ademanes, que son manifiestamente contrarios a la
honestidad: si no condeno francamente este mal, más aún: si quiero excusarlo,
esas tiernas almas que escuchan tomarán de ello ocasión para relajarse en
alguna cosa semejante; su utilidad, pues, exige que, con toda libertad,
recrimine estas cosas al instante, a no ser que pueda esperar otra ocasión,
para cumplir este deber con menos daño de aquellos de quienes se habla.
Además
de lo dicho, es menester que me corresponda a mí hablar acerca de aquel punto,
por ejemplo, si soy uno de los principales de la reunión, de manera que, si no
hablo, parecerá que apruebo el vicio; pues, si soy de los últimos, no me
corresponde a mí iniciar la censura. Pero, ante todo, es necesario que sea
absolutamente exacto en las palabras, de manera que no diga una palabra de más.
Por ejemplo, si recrimino, por demasiado indiscreta y peligrosa, la amistad de
aquel joven con aquella muchacha, por Dios, Filotea, conviene que sostenga la
balanza en el punto medio para no aumentar un solo ápice la cosa. Si sólo hay
una débil apariencia, no diré nada; si tan sólo una simple imprudencia, nada
añadiré; si no hay ni imprudencia ni verdadera apariencia de mal, sino
únicamente un simple pretexto para murmurar, efecto tan sólo de la malicia, o
bien no diré nada, o diré esto mismo. Mi lengua, mientras habla del prójimo,
es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre
los nervios y los tendones: es menester que el golpe que yo dé sea tan exacto,
que no diga ni más ni menos de lo que es. Sobre todo es menester que, mientras
recriminas el vicio, procures la mayor benignidad con la persona en el cual
existe.
Es
verdad que de los pecadores infames, públicos y notorios, se puede hablar
libremente, con tal que se haga con espíritu de caridad y de compasión y no
con arrogancia y presunción, ni para complacerse en el mal ajeno, porque esto
sería propio de un corazón abyecto y vil. Exceptúo, entre todos, a los
enemigos declarados de Dios y de la Iglesia, porque a éstos es menester
desacreditarlos cuanto se pueda; tales son las sectas heréticas y cismáticas y
sus jefes; es un acto de caridad gritar contra el lobo, dondequiera que sea,
cuando se encuentra entre las ovejas.
Todos
se toman la libertad de juzgar libremente y de censurar a los príncipes, y de
hablar mal de naciones enteras, según la diversidad de afectos que cada uno
siente por ellas. Filotea, no cometas esta falta, que, además de la ofensa de
Dios, podría dar lugar a mil clases de disputas.
Cuando
oyes que se habla mal de alguno, duda de la acusación, si buenamente puedes; si
no puedes dudar, excusa, a lo menos, la intención del acusado, y, si tampoco es
esto posible, da muestras de compasión por él, desvía la conversación, y los
que no caen en pecado, lo deben todo a la gracia de Dios. Procura, con suavidad,
que el maldiciente reflexione, y di alguna cosa buena de la persona ofendida, si
la sabes.
CAPÍTULO
XXX
ALGUNOS
OTROS AVISOS ACERCA DEL
HABLAR
Que
tu manera de hablar sea dulce, franca, sincera, espontánea, ingenua y fiel.
Guárdate de la doblez, del artificio y de la ficción; aunque no siempre es
oportuno decir toda clase de verdades, nunca, empero, está permitido faltar a
la verdad. Acostúmbrate a no mentir nunca a sabiendas, ni para excusarte, ni
por otro cualquier motivo, y acuérdate de que Dios es el Dios de la verdad. Si
dices mentiras por descuido, y puedes retractarlas al momento, mediante alguna
explicación o reparación, retráctalas; una razón verdadera tiene más gracia
y fuerza, para excusar, que una mentira.
Aunque,
en alguna ocasión, se puede, con discreción y prudencia, disimular y encubrir
la verdad con algún artificio de palabras, únicamente se ha de hacer en cosas
de importancia y cuando claramente lo exigen la gloria y el servicio de Dios;
fuera de este caso, los artificios son muy peligrosos, porque, como dice la
Sagrada Escritura, el Espíritu Santo no habita en un espíritu fingido y doble.
No existe delicadeza tan buena y tan deseable como la simplicidad. La prudencia
mundana y los artificios carnales pertenecen a los hijos de este siglo; pero los
hijos de Dios caminan rectamente y tienen el corazón sin dobleces. «Quien anda
con simplicidad -dice el Sabio- anda seguro». La mentira, la doblez y el
disimulo suponen siempre un espíritu flaco y envilecido.
San
Agustín había dicho en el libro de sus Confesiones, que
su alma y la de su amigo no eran más que una sola alma, y que esta vida era
para él horrible después de la muerte de aquél, porque no quería vivir a
medias, pero que, por este motivo no quería morir, a saber, por temor de que su
amigo muriese del todo. Estas palabras le parecieron después demasiado
artificiosas y afectadas, por lo que se desdice de ellas en el libro de sus Retractaciones,
llamándolas necedad. ¿No ves, amada Filotea, cuán delicada es esta
hermosa alma, en lo que atañe a la afectación en las palabras? Ciertamente, es
un gran adorno de la vida cristiana la fidelidad, la franqueza y la sinceridad
en el hablar. «Yo dije: tendré cuidado en mis caminos, para no pecar con mi
lengua... ¡Ah Señor!, pon guardia en mi boca, y una puerta que cierre mis
labios», decía David.
Es
una advertencia del rey San Luis, que a nadie se contradiga, fuera del caso en
que el consentir sea pecado o acarree un gran mal, con el fin de evitar disputas
y discordias. Ahora bien, cuando conviene contradecir a alguno y oponer la
propia opinión a la de otro, es menester emplear mucha dulzura y flexibilidad,
y no querer violentar el ánimo del contrario, pues nada se gana tomando las
cosas con aspereza. El hablar poco, tan recomendado por los sabios antiguos, no
significa que se hayan de decir pocas palabras, sino que no hay que decir muchas
inútiles; porque, en cuanto al hablar, no se mira la cantidad, sino la calidad.
Y me parece que se han de evitar los dos extremos, ya que el querer sentar plaza
de sabio y de severo, negándose, al efecto a tomar parte en los pasatiempos
familiares, como son las conversaciones, parece que arguye falta de confianza o
desdén; como el hablar y el bromear continuamente, sin dar a los demás tiempo
y oportunidad de hablar cuando quieren, es propio de personas livianas y
ligeras.
A
San Luis no le parecía bien que, en presencia de los demás, se hablase
secretamente y con misterio, particularmente en la mesa, para no dar motivo de
sospecha de que se hablaba mal de alguno. «Aquel -decía--que está en la mesa
con buena compañía, y quiere decir alguna cosa jocosa y divertida, debe
decirla de manera que la oiga todo el mundo, si es cosa de importancia, debe
callarla, sin hablar de ella».
CAPÍTULO
XXXI
DE
LOS PASATIEMPOS Y RECREACIONES,
Y, EN PRIMER LUGAR,
DE
LAS QUE SON LÍCITAS
Y LAUDABLES
Es
necesario dar, de vez en cuando, cierta expansión a nuestro espíritu y
también a nuestro cuerpo, con alguna clase de recreación. Como dice Casiano,
un día un cazador encontró a San Juan Evangelista, el cual llevaba una perdiz
en la mano y la acariciaba por pura recreación. Preguntóle el cazador por qué,
siendo un hombre tan calificado, empleaba el tiempo en una cosa tan baja y
despreciable, y San Juan le respondió: «¿Por qué no llevas siempre el
arco en tensión?» -«Por temor, replicó el cazador, de que, si permanece
siempre encorvado, no pierda la fuerza cuando tenga que hacer uso de él».«No
te maravilles, pues, dijo el Apóstol, si, alguna vez, aflojo en el rigor y en
la tentación de mi espíritu para recrearme un poco y entregarme luego, más
vivamente, a la contemplación». Es, indudablemente, un vicio el ser tan
riguroso, huraño y salvaje, que no se quiera tomar para sí, ni permitir a los
demás, ninguna clase de recreación.
Tomar
el aire, pasear, entretenerse en alegres y amigables conversaciones, tocar el
laúd o algún otro instrumento, cantar, ir de caza, son pasatiempos tan
honestos, que, para usar bien de ellos, no se requiere otra prudencia que la
ordinaria, la cual da a todas las cosas la importancia, el tiempo, el lugar y la
medida.
Los
juegos en los cuales la ganancia sirve de premio y de recompensa a la habilidad
y a la industria del cuerpo o del espíritu, como ocurre en el juego de pelota,
balón, el mallo, el juego de la sortija, el ajedrez, las damas, son
recreaciones de suyo buenas y lícitas. Conviene tan sólo guardarse del exceso,
ya en el tiempo que en ellos se emplea, ya en las apuestas que se hacen; porque,
si se emplea en ello demasiado tiempo, ya no es recreación, sino ocupación, y
entonces no se da esparcimiento al ánimo ni al cuerpo, sino que se le aturde y
agota. Después de seis horas de jugar al ajedrez, se siente gran pesadez de
cuerpo y fatiga de espíritu; jugar mucho tiempo a la pelota no es recrear el
cuerpo, sino cansarlo. Ahora bien, si la apuesta, es decir, lo que se juega, es
demasiado crecida, los afectos de los jugadores se desordenan, aparte de que es
injusto exponer grandes cantidades a la habilidad y al ingenio tan poco
importantes y tan inútiles como lo son las habilidades del juego.
Pero
sobre todo, Filotea, procura no aficionarte a todas estas cosas; porque, por
honesta que sea una recreación, es vicio el poner en ella el corazón y el
afecto. No niego que se haya de jugar con gusto mientras se juega, porque lo
contrario ya no sería recreación; lo que sí digo es que no hemos de poner el
afecto en el juego, de tal manera que lo deseemos, nos dejemos dominar por él
y lo esperemos con excesivas ansias.
CAPÍTULO
XXXII
DE
LOS JUEGOS PROHIBIDOS
Los
juegos de los dados, de los naipes y otros semejantes, en los cuales la
ganancia depende únicamente del azar, no sólo son recreaciones peligrosas,
como los bailes, sino también sencillamente y naturalmente malas y
vituperables; por esto están prohibidos por las leyes, así civiles como
eclesiásticas. Pero dirás: «¿Qué mal hay en ellos?» En estos juegos la
ganancia no es fruto de la inteligencia, sino de la suerte, que muchas veces
favorece al que no lo merece ni por su habilidad ni por su ingenio: en esto,
pues, la razón sale ofendida. «Pero nosotros ya hemos convenido en
ello>>, replicarás. Esto sirve para demostrar que el que gana no hace
injuria a los demás, pero de aquí no se sigue que el pacto no esté fuera de
razón, y también el juego; porque el lucro, que ha de ser el precio de la
habilidad, se convierte en el precio de la suerte, la cual no vale nada, pues,
de ninguna manera, depende de nosotros.
Además,
estos juegos llevan el nombre de recreación, y para esto se han inventado; sin
embargo, no lo son, sino más bien ocupaciones violentas. Porque, ¿no es,
acaso, ocupación, tener el espíritu oprimido y tenso por una continua
atención, y agitado por constantes inquietudes, aprensiones y zozobras?
¿Existe una atención más triste, más sombría y más melancólica que la de
los jugadores? Por esto, durante el juego, no se puede hablar, ni reír, ni
toser, pues enseguida se encolerizan.
Finalmente,
en el juego, no hay más goce que el del lucro, y ¿no es inicuo un goce que no
se puede lograr de otra manera, sino a costa de la pérdida y del disgusto del
compañero? Esta alegría es, en verdad, infame. Por estos tres motivos están
prohibidos estos juegos. El gran rey San Luis, al enterarse de que su hermano el
conde de Anjou y Don Gautier de Nemours estaban jugando, se levantó de la cama
a pesar de que estaba enfermo, y, con paso vacilante, se dirigió a su estancia,
y cogió las mesas, los dados y parte del dinero, y lo arrojó al mar por la
ventana mostrándose muy enojado. La santa y casta doncella Sara, hablando a
Dios de su inocencia, le dijo: «Tú sabes, ¡oh Señor!, que nunca he tenido
trato con jugadores».
CAPÍTULO
XXXIII
DE
LOS BAILES Y PASATIEMPOS QUE
SON PELIGROSOS
Las
danzas y los bailes son cosas, de suyo, indiferentes, pero, atendiendo a la
manera ordinaria de practicar este ejercicio, resulta muy resbaladizo e
inclinado hacia el lado del mal, y por consiguiente, está lleno de daño y de
peligro. Se baila de noche, y es muy fácil que, en medio de la oscuridad y de
las tinieblas, una cosa por sí misma susceptible de mal, resbale en accidentes
tenebrosos y viciosos. Se vela mucho, y después se pierde la madrugada del día
siguiente, y, por lo mismo, la oportunidad de servir a Dios; en una palabra,
siempre es una locura cambiar el día por la noche, la luz por las tinieblas,
las buenas obras por las liviandades. Al baile todos llevan, a porfía, vanidad,
y la vanidad es una gran disposición para los afectos malos y para los amores
peligrosos y vituperables pues todas estas cosas suelen ser fruto de las danzas.
Filotea,
te digo de los bailes lo que los médicos dicen de los hongos: los mejores no
valen nada; y yo te digo que los mejores bailes nada tienen de buenos. Si, no
obstante, has de comer hongos, mira que estén bien condimentados; si, en alguna
ocasión, de la cual no puedas excusarte, te ves obligada a ir al baile,
procura, en tu danza, la mayor decencia. Mas, ¿cómo lograrla? Con modestia,
con dignidad y con buena intención. Come pocos y no con mucha frecuencia, dicen
los médicos, hablando de los hongos, porque, por bien preparados que estén, la
cantidad los hace venenosos; baila poco y con poca frecuencia, Filotea, porque,
de lo contrario, caerás en el peligro de aficionarte.
Los
hongos, según Plinio, por ser muy esponjosos y estar llenos de poros, absorben
fácilmente los gérmenes infectos que están a su alrededor, de manera que,
cuando están cerca de las serpientes, reciben su veneno. Los bailes, las danzas
y otras parecidas reuniones tenebrosas, atraen, ordinariamente hacia sí, los
vicios y los pecados que imperan en un lugar, las disputas, las envidias, las
burlas, los amores locos; y así como tales ejercicios abren los poros del
cuerpo de los que los practican, también abren los poros del corazón, con lo
cual, si alguna serpiente va a silbar al oído alguna palabra lasciva, algún
halago, alguna galantería, o bien algún basilisco lanza miradas impúdicas,
miradas de amor, los corazones están más preparados para dejarse cautivar y
emponzoñar.
¡Ah,
Filotea!, estas recreaciones impertinentes son, por lo regular, peligrosas:
disipan el espíritu de devoción, debilitan las fuerzas, enfrían la caridad y
despiertan en el alma mil clases de malos afectos, por lo cual hay que tomar
parte en ellas con suma prudencia.
Pero,
de un modo especial, se dice que después de los hongos hay que beber vino
generoso; y yo digo que, después de los bailes, hay que echar mano de algunas
santas y buenas consideraciones, que contrarresten las impresiones peligrosas
que el placer frívolo recibido puede comunicar a nuestros espíritus. Mas
¿qué consideraciones?
1.
Mientras tú estás en el baile, muchas almas arden en el fuego del infierno por
los pecados cometidos en la danza y por causa de la danza.
2.
Muchos religiosos y personas devotas, a la misma hora, están en la presencia de
Dios, cantan sus alabanzas y contemplan su belleza. ¡Oh, cómo emplean el
tiempo mejor que tú!
3.
Mientras tú bailas, muchas almas entran en agonía; millones de hombres y
mujeres padecen grandes trabajos en la cama, en los hospitales, por la calle:
dolor de gota, mal de piedra, fiebre abrasadora. ¡Ah! ellos no tienen un
momento de reposo. ¿No les tendrás compasión? ¿No piensas que, un día,
gemirás como ellos, mientras otros bailarán, como tú bailas ahora?
4.
Nuestro Señor, la Santísima Virgen, los ángeles y los santos te han visto en
el baile. ¡Ah! qué compasión les has causado, cuando han visto que tu
corazón se divertía en una tan gran nonada, atento a aquella frivolidad.
5.
¡Ah! mientras estás allí, el tiempo pasa y la muerte se acerca. Mira cómo se
burla de ti y te invita a su danza, en la cual los gemidos de tus familiares
servirán de violín, y donde sólo darás un paso: de la vida a la muerte. Esta
danza es el verdadero pasatiempo de los mortales, pues por ella pasa el hombre,
en un instante, del tiempo a una eternidad de goces o de penas.
Pongo
estas sencillas consideraciones, pero Dios te inspirará muchas otras, con el
mismo fin, si es que sientes su santo amor.
CAPÍTULO
XXXIV
CUÁNDO
SE PUEDE JUGAR Y BAILAR
Para
jugar y bailar lícitamente, es menester hacerlo por recreación y no por
afición, durante poco tiempo, sin cansarse ni rendirse, y muy de tarde en
tarde; porque el que hace de ello una cosa ordinaria, convierte el recreo en
ocupación. Mas, ¿en qué ocasiones se puede jugar y bailar? Las ocasiones
razonables del baile y del juego indiferente son más frecuentes; las de los
juegos prohibidos son más raras, porque tales juegos son más detestables y
peligrosos. En una palabra, baila y juega, bajo las condiciones que ya he
indicado, cuando la prudencia y la discreción te lo aconsejen, para
condescender y dar gusto a la honesta tertulia en que te encuentres; porque la
condescendencia, como retoño de la caridad, convierte las cosas indiferentes en
buenas, y las peligrosas en permitidas, y aun quita la malicia a las que, en
cierto sentido, son malas. Por esta causa, los juegos de azar, que, de otra
manera, serían censurables, no lo son cuando, alguna vez, nos obliga a jugar a
ellos una condescendencia razonable.
He
sentido mucho consuelo al leer, en la vida de San Carlos Borromeo, que
condescendía con los suizos en ciertas cosas, en las cuales, por otra parte,
era muy severo; y que San Ignacio de Loyola, al ser invitado a jugar, lo
aceptó. En cuanto a santa Isabel de Hungría, cuando se encontraba en reuniones
de pasatiempo, muchas veces jugaba y bailaba, sin perjuicio de su devoción, la
cual estaba tan arraigada en su alma que, así como las rocas que se encuentran
alrededor del lago de Riotte crecen cuando son batidas por las olas, de la misma
manera crecía su devoción en medio de las pompas y de las vanidades, a las
cuales la exponía su condición; los grandes incendios se avivan con el viento,
pero los fuegos pequeños se extinguen, si no se les resguarda.
CAPÍTULO
XXXV
QUE
ES NECESARIO SER FIEL EN LAS
OCASIONES GRANDES
Y
EN LAS PEQUEÑAS
El
sagrado Esposo del Cantar de los Cantares dice que la Esposa le ha robado el
corazón con uno de sus ojos y con uno de sus cabellos. Ahora bien, de todas las
partes exteriores del cuerpo humano no hay ninguna tan noble como el ojo, tanto
por su estructura como por su actividad, ni ninguna tan vil como el cabello, por
lo que no sólo le son agradables las grandes obras de las personas devotas,
sino también las más pequeñas y las más insignificantes, y que, para
servirle según su agrado, hay que tener cuidado en servirle, así en las cosas
grandes y elevadas como en las pequeñas y bajas, pues lo mismo con las unas que
con las otras, podemos robarle el corazón por el amor.
Prepárate,
pues, Filotea, a sufrir muy grandes aflicciones por Nuestro Señor, y aun el
martirio; resuélvete a darle lo- que para ti es más preciado, si a Él le
place tomarlo: el padre, la madre, el hermano, el esposo, los hijos, tu misma
vida, porque para todo esto has de tener dispuesto tu corazón, Pero, mientras
la divina Providencia no te envíe aflicciones tan sentidas y tan grandes,
mientras no te pida tus ojos, dale a lo menos tus cabellos, es decir, soporta
con dulzura las pequeñas injurias, las pequeñas incomodidades, las pequeñas
pérdidas cotidianas, porque, con estas pequeñas ocasiones, aceptadas con amor
y afecto, ganarás enteramente su corazón y lo harás tuyo. Aquellas pequeñas
limosnas cotidianas, aquel dolor de cabeza, aquel dolor de muelas, aquel romper
un vaso, aquel desprecio o aquella burla, el perder los guantes, el anillo o el
pañuelo, o la pequeña incomodidad de acostarse pronto y levantarse temprano
para ir a comulgar y a rezar, aquel poco de vergüenza que se siente al hacer
públicamente ciertos actos de devoción: en una palabra, todos los pequeños
sufrimientos, aceptados y abrazados con amor, complacen en gran manera a la
Bondad divina, la cual por un solo vaso de agua ha prometido a sus fieles un mar
de felicidad, y, como sea que estas ocasiones se ofrecen a cada momento, el
aprovecharlas es
un
gran medio para atesorar muchas riquezas espirituales.
Cuando,
en la vida de Santa Catalina de Sena, veo tantos raptos y elevaciones de
espíritu, tantas palabras llenas de sabiduría, y aun predicciones hechas por
ella, no dudo de que todas estas contemplaciones cautivaron el corazón de su
celestial Esposo; pero el mismo consuelo siento cuando la veo en la cocina de su
padre, dando vueltas a la parrilla, avivando el fuego, preparando la comida,
amasando el pan y desempeñando todos los quehaceres más humildes de la casa,
con esfuerzo lleno de amor y de ternura para con Dios. Y no aprecio menos la
insignificante y sencilla meditación que ella hacía, en medio de estas
ocasiones viles y abyectas, que los éxtasis y arrobamientos que con tanta
frecuencia tenía, en recompensa, tal vez, de aquella humildad y abyección. Su
meditación era ésta: Se imaginaba que, cuando servía a su padre, servía a
Nuestro Señor, como otra santa Marta; que su madre ocupaba el lugar de la Madre
de Dios y sus hermanos el lugar de los apóstoles, y, de esta manera, se
excitaba a servir en espíritu a toda la corte celestial, y se empleaba en
aquellos oficios humildes con gran suavidad, porque sabía que era aquella la
voluntad de Dios. Te he propuesto este ejemplo, Filotea, para que sepas lo mucho
que importa el dirigir todos nuestros actos, por sencillos que sean, al servicio
de su divina Majestad.
Por
esto te consejo, cuanto me es posible, que imites a aquella mujer fuerte tan
alabada de Salomón, la cual, como él dice, emprendía cosas fuertes, generosas
y elevadas, y, a pesar de ello, no dejaba de hilar ni de hacer rodar el huso.
«Ha
puesto
la mano en cosas atrevidas y sus dedos han cogido el huso». Pon la mano en
cosas de vuelo, ejercitándote en la oración y meditación, en recibir los
sacramentos, en comunicar el amor de Dios a las almas, en derramar buenas
inspiraciones sobre los corazones, y, finalmente, en hacer obras grandes y de
envergadura, según tu vocación; pero no olvides tu huso ni el cáñamo, es
decir, practica las virtudes pequeñas y humildes, que son como flores que
crecen al pie de la cruz: servir a los pobres, visitar a los enfermos, sostener
a la familia, con los trabajos que esto acarrea, y una actividad útil, que no
te deje estar ociosa; y, en medio de estas ocupaciones, haz consideraciones
parecidas a las de Santa Catalina de Sena, que acabo de mencionar.
Las
ocasiones de servir a Dios en cosas grandes, raras veces se ofrecen, pero las
pequeñas ocurren a diario; ahora bien, «el que es fiel en lo poco -dice el
mismo Salvador-, le constituiré sobre lo mucho». Haz, pues, todas las cosas en
nombre de Dios, y todas serán bien hechas. Ya comas, ya bebas, ya duermas, ya
te recrees, ya des vueltas al asador, mientras sepas enderezar bien tus
quehaceres, aprovecharás mucho en la presencia de Dios, sí haces todas las
cosas porque Dios quiere que las hagas.
CAPÍTULO
XXXVI
QUE
ES MENESTER TENER EL CRITERIO
JUSTO Y RAZONABLE
Si
nosotros somos hombres, es debido a la razón, y, a pesar de ello, es cosa rara
encontrar hombres verdaderamente razonables, pues el amor propio nos aparta
ordinariamente de la razón y nos conduce, de una manera insensible, a mil
clases de pequeñas, pero perversas injusticias e iniquidades, las cuales, como
las raposillas de que nos habla el Cantar de los Cantares, devastan las villas;
porque, por lo mismo que son pequeñas, nadie las vigila, y porque son muchas,
causan mucho daño. ¿ Acaso las que te voy a enumerar no son iniquidades y
sinrazones?
Acusamos
por una nonada al prójimo, y nos excusamos de cosas muy graves; queremos vender
muy caro y comprar muy barato; queremos para nuestra casa misericordia y
tolerancia; queremos que se echen a buena parte nuestras palabras, y somos
susceptibles y nos dolemos de lo que dicen los demás. Quisiéramos que el
prójimo nos dejara tomar lo que es suyo, mediante indemnización; pero, ¿no es
más justo que él conserve sus bienes y que nos deje a nosotros con nuestro
dinero? Nos enojamos cuando no quiere acomodarse a nosotros, pero ¿no tiene él
mayor motivo de queja de que queramos nosotros incomodarle? Si tenemos afición
a un ejercicio, despreciamos todos los demás y miramos, con desdén, todo lo
que no es conforme a nuestro gusto. Si alguno de nuestros inferiores nos es
antipático o le tenemos entre dientes, todo lo suyo nos parece mal, haga lo que
haga; no cesamos de contristarle, y siempre tenemos el ojo puesto sobre él; al
contrario, si alguno nos es simpático con simpatía sensual, excusamos todo
cuanto hace. Hay hijos virtuosos, a quienes los padres o las madres aborrecen
por algún defecto corporal; y los hay viciosos, que son sus favoritos,
únicamente por alguna gracia externa.
En
todo, preferimos los ricos a los pobres, aunque no sean de mejor condición ni
más virtuosos; más aún preferimos a los que andan mejor vestidos. Exigimos
nuestros derechos con todo rigor, y queremos que los demás se queden cortos en
la exigencia de los suyos; nos mantenemos inflexiblemente altivos, y queremos
que los demás se humillen y se rebajen; fácilmente nos quejamos del prójimo,
y no queremos que nadie se queje de nosotros; siempre nos parece mucho lo que
hacemos por los demás, y nos parece que es nada lo que ellos hacen por
nosotros. En una palabra, somos como las perdices de Pafiagonia, que tienen dos
corazones, porque tenemos un corazón dulce, benévolo y delicado para con
nosotros, y un corazón duro, severo y riguroso para con el prójimo. Tenemos
dos pesas: una para pesar nuestras comodidades, con las mayores ventajas, y otra
para pesar las del prójimo, con las mayores desventajas; ahora bien, como dice
la Escritura: «por sus labios engañosos habla un corazón doblado», es decir,
tienen dos corazones; y el tener dos pesas: una maciza, para recibir y otra
ligera, para dar, es una cosa abominable delante de Dios.
Filotea,
seas equitativa y justa en tus acciones: ponte siempre en el lugar del prójimo
y pon al prójimo en el tuyo, y así juzgarás bien; hazte vendedora cuando
compres, y compradora cuando vendas, y venderás y comprarás según justicia.
Es verdad que todas estas injusticias son leves, pues no obligan a la
restitución, y sólo consisten en que procedernos con todo el rigor de la
justicia únicamente en lo que nos favorece; pero no por ello dejan de
obligarnos a que procuremos la enmienda, ya que son graves defectos contrarios a
la razón y a la caridad; y, al fin, no son más que engaños, pues nada
perdemos en vivir con generosidad, nobleza y cortesía y con un corazón regio,
igual y razonable. Acuérdate, pues, amada Filotea, de examinar con frecuencia
tu corazón, para ver si, con respecto al prójimo, es tal como tú quisieras
que el suyo fuese para contigo, si te encontrases en su lugar, pues este es el
verdadero punto de vista de la razón. Trajano, al ser censurado por sus
confidentes, porque, según su parecer, hacía demasiado accesible la majestad
imperial, replicó: «Bien, ¿no he de ser con respecto a los particulares el
emperador que yo quisiera encontrar, si fuese yo un particular?»
CAPÍTULO
XXXVII
LOS
DESEOS
Todos
saben que se han de guardar de los deseos de cosas viciosas, porque el deseo del
mal nos hace malos. Pero digo irás, Filotea: no desees en manera alguna las
cosas peligrosas para el alma, como los bailes, los juegos y ciertos
pasatiempos; ni los honores y cargos, ni las visiones y éxtasis, porque hay
mucho peligro, vanidad y engaño. No desees las cosas demasiado lejanas, es
decir, las que no pueden conseguirse sino después de mucho tiempo, cosa en que
caen muchos, los cuales, con este proceder, cansan y disipan inútilmente sus
corazones y se ponen en peligro de grandes inquietudes. Si un joven desea mucho
obtener un cargo antes de tener la edad para ello, ¿de qué le sirve este
deseo? Si una mujer casada desea ser religiosa, ¿a qué propósito viene esto?
Si deseo comprar la finca de mi vecino antes de que él desee venderla, ¿no
pierdo el tiempo con este deseo? Si, cuando estoy enfermo, deseo predicar,
celebrar la santa Misa, visitar a los enfermos y hacer otras cosas propias de
los que gozan de salud, ¿no son estos deseos inútiles, pues no está en mi
mano el realizarlos? Entretanto, estos deseos inútiles ocupan el lugar de otros
que debería tener: de ser paciente, resignado, mortificado, obediente, amable,
en medio de mis sufrimientos, que es lo que Dios quiere que practique. Pero
nosotros deseamos cerezas frescas en otoño y racimos maduros en primavera.
No
apruebo, en manera alguna, el que una persona vinculada a un cargo o profesión,
se entretenga en desear otro género de vida que el que cuadra con el lugar que
ocupa, ni ejercicios incompatibles con su actual condición, porque esto disipa
el ánimo y es causa de que se hagan con flojedad las cosas necesarias. Si deseo
la soledad de los cartujos, pierdo el tiempo, y este deseo ocupa el lugar del
que debiera tener, a saber, de desempeñar bien mi oficio presente. No quisiera
que nadie sintiese ni siquiera el deseo de tener mejor espíritu o un criterio
más recto, porque este deseo desplaza el que todos han de tener: cultivar el
espíritu propio tal cual es; ni que se deseen los medios de servir a Dios que
no poseen, sino que se empleen fielmente los que cada uno tiene. Ahora bien, lo
dicho se entiende de los deseos que distraen el corazón, porque, en cuanto a
las simples aspiraciones, no causan ningún daño, con tal que no sean
frecuentes.
No
desees las cruces, sino en la medida en que hubieres soportado las que ya se te
han ofrecido, porque es un abuso desear el martirio y no tener la fuerza
necesaria para soportar una injuria. El enemigo excita en nosotros grandes
deseos de cosas remotas, que nunca ocurrirán, para distraer nuestro espíritu
de las cosas presentes, de las cuales, por pequeñas que sean, podríamos sacar
mucho provecho. Combatimos los monstruos de África con la imaginación, y, de
hecho, nos dejamos matar por las pequeñas serpientes que encontramos en nuestro
camino, por falta de atención. No desees las tentaciones, porque sería una
temeridad; antes bien ejercita tu corazón en esperarlas valerosamente y en
defenderte de ellas cuando lleguen.
La
variedad de manjares, sobre todo si se toman en gran cantidad, siempre carga el
estómago, y, si éste es débil, lo echan a perder: no llenes tu alma de muchos
deseos, ni mundanos, porque te estorbarían. Cuando nuestra alma se ha
purificado, al sentirse descargada de los malos humores, siente unas ansias muy
grandes de cosas espirituales, y, como si estuviese hambrienta, comienza a
desear mil maneras de devoción, de mortificación, de penitencia, de humildad,
de caridad, de oración. Es buen indicio, amada Filotea, sentir semejante
apetito; pero has de ver si puedes digerir bien todo lo que quieras comer. Entre
tantos deseos, escoge, por consejo de tu padre espiritual, los que puedas
practicar y ejecutar enseguida, y, en cuanto a éstos, esfuérzate de veras en
realizarlos. Hecho esto, Dios te enviará otros, que procurarás llevar a la
práctica, y, de esta manera, no perderás el tiempo en deseos inútiles. No
digo que se haya de dejar perder ninguna clase de buenos deseos; lo que digo es
que se han de realizar ordenadamente, y los que no se pueden practicar
enseguida, se han de encerrar en algún rincón del corazón, hasta que les
llegue el tiempo, y, entretanto, hay que realizar los que ya están sazonados y
maduros; y no digo esto solamente con respecto a los deseos espirituales, sino
también con respecto a los mundanos: si no lo hacemos así, no viviremos sino
con inquietud y desazón.
CAPÍTULO
XXXVIII
AVISO
A LAS PERSONAS CASADAS
«El
matrimonio es un gran sacramento, lo digo en Jesucristo y en su Iglesia»; «es
honorable para todos», en todos y en todo, es decir, en todas sus partes: para
todos, porque aun las mismas vírgenes han de honrarlo con humildad; en todos,
porque es igualmente santo entre los pobres y entre los ricos; en todo, porque
su origen, su fin, sus utilidades, su forma y su materia son santas. Es el
plantel del cristianismo, que llena la tierra de fieles, para completar, en el
cielo, el número de los elegidos; de manera que la conservación del bien del
matrimonio es en extremo importante para la república, porque es la raíz y el
manantial de todos los arroyos.
Plugiera
a Dios que su Hijo muy amado fuese llamado a todas las bodas, como lo fue a las
de Caná, pues no faltaría en ellas el vino de los consuelos y de las
bendiciones; porque, si, ordinariamente, sólo hay un poco en los comienzos,
ello es debido a que, en lugar de Nuestro Señor invitan a Adonis, y a Venus en
lugar de la Virgen.
El
que quiere tener corderitos hermosos y pintados, como Jacob, ha de mostrar a las
ovejas, cuando se aparejan, varillas de diversos colores; y el que quiere tener
un feliz éxito en el matrimonio, debería, en sus bodas, representarse la
santidad y la, dignidad de este sacramento; pero, en lugar de esto, todo se
acaba en desórdenes, pasatiempos, banquetes, palabras; no es, pues, de
extrañar si los efectos son desastrosos.
Sobre
todo exhorto a los casados al amor mutuo, que tanto les recomienda el Espíritu
Santo en la Sagrada Escritura. ¡Oh casados!, nada es decir: «Amaos los unos a
los otros con amor natural», porque las parejas de tórtolas también lo hacen;
ni decir: «Amaos con un amor humano», porque los paganos también han
practicado este amor; mas yo os digo con el gran Apóstol: «Maridos, amad a
vuestras esposas como Jesucristo ama a su Iglesia; esposas, amad a vuestros
maridos, como la Iglesia ama a su Salvador». Fue Dios que llevó a Eva a
nuestro primer padre Adán y se la dio por esposa; es también Dios,
amigos míos, quien, con su mano invisible, ha hecho el nudo del sagrado lazo de
vuestro matrimonio, y quien ha dado los unos a los otros. ¿ Por qué, pues, no
os amáis con un amor enteramente santo, sagrado y divino?
El
primer efecto de este amor es la unión indisoluble de vuestros corazones.
Cuando se pegan con cola dos piezas de abeto y se juntan, si la cola es fina, la
unión será tan fuerte que antes romperán por cualquier otro lugar que por el
de la juntura. Ahora bien, es Dios quien une el marido con la esposa con su
propia sangre; por esto esta unión es tan fuerte, que antes el alma se se
parará del cuerpo de uno o del otro, que el marido de la mujer. Pero esta
unión no se entiende principalmente del cuerpo, sino del corazón, del afecto y
del amor.
El
segundo efecto de este amor es la fidelidad inviolable y mutua. Antiguamente los
sellos estaban grabados en los anillos que se llevaban en los dedos, como lo da
a entender la misma Sagrada Escritura; he aquí, pues, el secreto de la
ceremonia que se hace en el sacramento; la Iglesia, por mano del sacerdote,
bendice el anillo, y al darlo primeramente al hombre, significa que se sella y
cierra su corazón por este sacramento, para que jamás ni el nombre ni el amor
de otra mujer alguna pueda entrar en él, mientras viva la que le ha sido dada;
después el esposo pone el anillo en la mano de la esposa, para que, a su vez,
sepa que nunca su corazón ha de sentir afecto a ningún otro hombre, mientras
viva sobre la tierra el que Nuestro Señor acaba de darle.
El
tercer fruto del matrimonio es la procreación y crianza de los hijos. Es un
gran honor para vosotros los casados, el que Dios, al querer multiplicar las
almas que puedan bendecirle y alabarle eternamente, os haga cooperadores de una
labor tan digna, mediante la producción de los cuerpos, sobre los cuales, como
gotas celestiales, hace llover las almas, creándolas, como las crea, al
infundirlas en aquellos.
Conservad,
pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a vuestras esposas. Por esto
la mujer fue sacada del costado más cercano al corazón del primer hombre, para
que fuese de él tierna y cordialmente amada. Las debilidades y las fallas, ya
corporales ya espirituales de vuestras esposas, no han de provocar en vosotros
ninguna clase de desdén, sino más bien una dulce y amorosa compasión, pues
Dios las ha creado así, para que, dependiendo de vosotros, recibáis de ellas
más honor y respeto, y las tengáis por compañeras, siendo, empero, vosotros,
los jefes y los superiores. Y vosotras, esposas, amad, tierna y cordialmente,
pero con un amor respetuoso y lleno de reverencia, a los maridos que Dios os ha
dado, ya que, para esto, los ha hecho Dios de un sexo más vigoroso y dominador,
y ha querido que la mujer sea como algo que procede del hombre, un hueso de sus
huesos, carne de su carne, y formada de una de sus costillas, sacada de debajo
de su brazo, para significar que ha de estar bajo la mano y guía de su marido.
En toda la Sagrada Escritura se recomienda, con mucho encarecimiento, esta
sujeción, la cual, empero, la misma Escritura hace suave, pues no sólo quiere
que os sometáis con amor, sino que manda a vuestros maridos que ejerzan su
autoridad con suavidad, afecto y ternura: «Maridos -dice San Pedro, portaos
discretamente con vuestras esposas, como un vaso más frágil, rindiéndoles
honor».
Pero,
mientras os exhorto a que hagáis crecer siempre este amor recíproco que os
debéis, tened cuidado en que no se convierta en alguna especie de celos; porque
ocurre, con frecuencia, que, así como el gusano se engendra de la manzana más
delicada y más madura, así, también los celos nacen
casados,
del cual, empero, echa a perder y corrompe la substancia, porque, poco a poco,
engendra disgustos, disensiones y divorcios. Es cierto que los celos nunca
sobrevienen cuando la amistad se funda recíprocamente en la verdadera virtud.
Por esta causa los celos son una señal indudable de que el amor tiene algo de
sensual y grosero, y que ha dado con una virtud flaca, inconstante y expuesta a
la desconfianza. Es un necio alarde de amistad, querer ensalzarla con los celos,
porque los celos son, ciertamente, un indicio de materialidad y grosería de la
amistad, y no de su bondad, pureza y perfección, pues la perfección de la
amistad presupone la certeza de la virtud de la cosa amada, y los celos
presuponen su incertidumbre.
Maridos,
si queréis que vuestras esposas sean fieles, que vaya por delante la lección
de vuestro ejemplo. «¿Con qué cara -dice San Gregorio Nacianceno-, queréis
exigir la honestidad en vuestras mujeres, si vosotros vivís en la
deshonestidad? ¿Cómo podéis reclamarles lo que vosotros no les dais?»
¿Queréis que sean castas? Portaos castamente con ellas, y, como dice San
Pablo, «que cada uno sepa poseer su vaso en santidad». Pues si, por el
contrario, vosotros sois los primeros en enseñarles las infidelidades, no es
maravilla que vosotros padezcáis la deshonra que acarrea su pérdida. Mas
vosotras, esposas, cuyo honor va inseparablemente unido a la decencia y a la
honestidad, conservad cuidadosamente vuestra gloria, y no permitáis que la
menor sombra de disolución empañe vuestra honra. Temed todos los ataques, por
pequeños que sean; nunca permitáis ninguna galantería en torno vuestro;
quienquiera que alabe vuestra belleza y vuestra gracia os ha de ser sospechoso,
porque el que alaba una mercancía que no puede comprar, suele sentir graves
tentaciones de robarla. Pero, si a tu alabanza añade alguien el desprecio de tu
marido, te ofende en gran manera, pues claramente da a entender que, no sólo
quiere perderte, sino que te considera ya medio perdida, puesto que puede
afirmarse que ya está casi hecho el trato con el segundo comprador, cuando se
está disgustado del primero. Siempre las señoras, así en los tiempos antiguos
como ahora, han tenido la costumbre de colgar perlas en sus orejas, por el
placer, dice Plinio, de oír el ruido que hacen al chocar unas contra otras. Mas
yo que sé que el gran amigo de Dios, Isaac, envió unos pendientes, como
primeras arras de su amor, a Rebeca, creo que este adorno místico significa que
la primera cosa que un marido ha de poseer de su esposa y que ésta ha de
guardar fielmente, es el oído, para que no pueda entrar por él otro lenguaje
ni ruido alguno que el dulce y amigable rumor de las palabras honestas y castas,
que son las perlas orientales del Evangelio, pues nunca hemos de olvidar que las
almas reciben el veneno por el oído, como el cuerpo lo recibe por la boca.
El
amor y la fidelidad hermanados producen siempre la intimidad y la confianza; por
esta causa los santos y las santas han empleado muchas caricias en el
matrimonio, caricias verdaderamente afectuosas pero castas, tiernas pero
sinceras. Así Isaac y Rebeca, la pareja más casta entre los casados del tiempo
antiguo, fueron vistos, desde una ventana, mientras se acariciaban de tal manera
que, a pesar de que no mediaba entre ambos cosa alguna deshonesta, entendió muy
bien Abimelec que no podían ser sino marido y mujer. El gran San Luis, tan
austero en su carne como tierno en el amar a su esposa, fue casi recriminado por
ser pródigo en sus caricias, aunque, en realidad, merecía ser alabado, pues
sabía dejar de un lado su espíritu marcial y valiente, por estas pequeñeces,
exigidas por la conservación del amor conyugal; ya que, por más que estas
pequeñas demostraciones de pura y franca amistad no atan los corazones, no
obstante los acercan y los disponen a la mutua convivencia.
Santa
Mónica, estando encinta del gran San Agustín, lo consagró muchas veces a la
religión cristiana y al servicio de la gloria de Dios como él mismo nos lo da
a entender, cuando nos dice que había gustado «la sal de Dios en las entrañas
de su madre». Es una gran lección para las mujeres cristianas la de ofrecer a
la divina Majestad el fruto de su vientre, ya antes de haber nacido, pues Dios,
que acepta las ofrendas de un corazón humilde y generoso, favorece,
ordinariamente, los deseos de las madres en estas ocasiones. Testigos de ello
son Samuel, Santo Tomás de Aquino, San Andrés de Fiésole y muchos otros. La
madre de San Bernardo, digna madre de tal hijo, tomando en sus brazos a sus
hijos, al instante de haber nacido, los ofrecía a Jesucristo, y, desde
entonces, les amaba con respeto, como una cosa sagrada que Dios le había
confiado, y fue tan feliz el éxito de esta práctica, que los siete fueron muy
santos.
Mas,
cuando los hijos ya han venido al mundo y comienza en ellos el uso de la razón,
han de tener los padres mucho cuidado en grabar el temor de Dios en sus
corazones. La buena reina Blanca cumplió fervorosamente este deber con su hijo,
el rey San Luis, pues le decía con frecuencia:
«Preferiría,
hijo mío muy amado, verte morir delante de mis ojos, que verte cometer un solo
pecado mortal»; lo cual quedó tan impreso en el alma de aquel santo hijo, que,
como él mismo decía, no pasó un solo día de su vida sin que se acordara de
ello, y se esforzó, cuanto pudo, en guardar esta doctrina divina. En nuestro
idioma llamamos casas a los linajes y a las generaciones, y los mismos hebreos
llamaban edificación de la casa a la
generación de los hijos, pues
fue en este sentido que se dijo que Dios edificó casas a las comadres de
Egipto. Esto demuestra que no se hace buena casa enriqueciéndola con bienes
materiales, sino educando bien a los hijos en el temor de Dios y en la virtud;
en esto no hay que perdonar trabajo ni. sacrificio alguno, pues los hijos son la
corona de los padres. Así Santa Mónica combatió con tanta firmeza y
constancia las malas inclinaciones de San Agustín, que, después de seguir sus
pasos por mar y por tierra, logró hacerlo más felizmente hijo de sus lágrimas
por la conversión de su alma, que no lo había hecho hijo de su sangre por la
generación de su cuerpo.
San
Pablo señala a las esposas el cuidado de la casa, por lo cual creen muchos, con
acierto, que su devoción es más provechosa a la familia que la de los maridos,
los cuales, por no permanecer tan asiduamente en el hogar, no pueden, por lo
mismo, encaminar tan fácilmente a la familia hacia la virtud. Por este motivo,
Salomón, en los Proverbios, vincula la felicidad del hogar al cuidado y
diligencia de aquella mujer fuerte que, en ellos, nos describe.
Dice
el Génesis que Isaac, al ver estéril a su mujer Rebeca, rogó por ella al
Señor, o, según los
Hebreos,
rogó en presencia de ella, pues mientras el uno oraba a un lado del oratorio,
el otro lo hacía al lado opuesto; de esta manera, la oración del marido, hecha
en esta forma, fue escuchada. La más grande y la más provechosa unión del
marido y de la mujer es la que estriba en la devoción, a la cual se han de
excitar mutuamente y a porfía. Frutos hay, como el membrillo, que, a causa de
la aspereza de su jugo, sólo son buenos confitados; hay otros que, por ser muy
tiernos y delicados, tampoco pueden durar, si no se les confita: tales son las
cerezas y los albaricoques. De la misma manera, las esposas han de desear que
sus maridos estén confitados con el azúcar de la devoción, porque el hombre
sin devoción es un animal severo, áspero y rudo; y los maridos han de desear
que sus esposas sean devotas, porque la mujer sin devoción es muy frágil, y
está expuesta a decaer o a mancillarse en su virtud. Dice San Pablo que «el
hombre infiel es santificado por la esposa fiel, y que la esposa infiel es
santificada por el esposo fiel», como sea que, en esta estrecha alianza del
matrimonio, puede una de las partes atraer fácilmente a la otra a la virtud.
Mas, ¡qué bendición, cuando el hombre y la mujer fieles se santifican
mutuamente en un verdadero temor del Señor!
Por
lo demás, la mutua condescendencia ha de ser tan grande, que jamás se enojen
ambos a la vez, para que no asome entre ellos la disensión y la discordia. Las
abejas no pueden permanecer allí donde se producen ecos, resonancias y retumbos
de voces, ni el Espíritu Santo en una casa donde haya disputas, réplicas,
gritos y altercados.
Dice
San Gregorio Nacianceno que, en su tiempo, los casados festejaban el aniversario
de sus bodas. Ciertamente aprobaría que se introdujese esta costumbre, con tal
que no se hiciese con ostentación de fiestas mundanas y sensuales, sino
confesando y comulgando los esposos, encomendando a Dios, con mayor fervor que
el de costumbre, el feliz éxito de su matrimonio, renovando los buenos
propósitos de santificarlo cada día más con una amistad y fidelidad
recíprocas, y adelantándose, en el Señor, para soportar las cargas de su
estado.
CAPÍTULO
XXXIX
DE
LA HONESTIDAD DEL TÁLAMO
NUPCIAL
El
tálamo nupcial, como dice el Apóstol, ha de ser inmaculado, es decir, ha de
estar libre de impureza y de otras fealdades profanas. De esta manera fue
instituido, al principio, el matrimonio en el paraíso terrenal, donde jamás,
en todo aquel tiempo, hubo el menor desorden de la concupiscencia ni cosa alguna
deshonesta.
Existe
cierta semejanza entre los placeres vergonzosos y los del comer, pues todos
ellos pertenecen a la carne, aunque los primeros, por razón de su brutal
vehemencia, se llaman simplemente carnales. Explicaré, pues, lo que no puedo
decir de unos, por lo que diré de los otros.
1.
El comer está ordenado a la conservación de la vida. Ahora bien, así como
comer simplemente para nutrirse y conservar la persona es una cosa buena, santa
y mandada, así también, en el matrimonio, lo que es necesario para la
generación de los hijos y la multiplicación de las personas, es una cosa buena
y muy santa, porque es el fin principal de las nupcias.
2.
Comer, no para conservar la vida, sino para mantener la mutua relación y
condescendencia que nos debemos los unos a los otros, es una cosa muy justa y
honesta. Igualmente, la recíproca y legítima satisfacción de los esposos, en
el santo matrimonio, es llamada por San Pablo débito; mas débito tan grave,
que no quiere que ninguna de las partes se exima de él sin el libre y
voluntario consentimiento de la otra, ni siquiera por motivos de prácticas
devotas, lo cual me ha obligado a hablar en la forma que lo he hecho, sobre este
punto, en el capítulo de la Sagrada Comunión. Mucho menos pues, es lícito
eximirse de este deber, por caprichosas pretensiones de virtud o por disgusto o
desdén.
3.
Así como los que comen por el deber de mutua condescendencia, han de comer con
libertad y no como forzados a ello, y, además, han de procurar dar a entender
aue comen con apetito, de la misma manera el débito nupcial se ha de satisfacer
fiel y francamente, como si se tuviese la esperanza de tener hijos, aunque, por
alguna causa, esta esperanza hubiese desaparecido.
4.
Comer, no por los dos primeros motivos, sino, simplemente, para complacer el
apetito es cosa tolerable, pero no laudable, ya que el simple placer del apetito
sensitivo no puede ser un fin suficiente para hacer que sea laudable un acto;
basta con que sea tolerable.
5.
Comer, no por simple apetito, sino por exceso y desorden, es cosa más o menos
vituperable, según que el exceso sea grande o pequeño.
6.
Ahora bien, el exceso en el comer no sólo consiste en la cantidad, sino
también en la forma y manera cómo se come. Es notable, amada Filotea, que la
miel, tan apropiada y tan saludable para las abejas, pueda de todas maneras,
perjudicarlas tanto, que llegue a ponerlas enfermas, como ocurre cuando comen
demasiado, sobre todo en primavera, porque les produce como cierta disentería,
y, a veces, las mata inevitablemente, como cuando quedan cubiertas de miel por
delante de su cabeza y en sus aletas.
A
la verdad, el comercio nupcial, que es tan santo, tan justo, tan recomendable,
tan útil a la sociedad, puede empero en algunos casos ser dañoso a los que lo
practican; pues, a veces, pone enfermas de pecado venial a las almas, como
ocurre con simples excesos, y, en algunas ocasiones, las mata con el pecado
mortal, como ocurre cuando es violado y pervertido el orden establecido para la
generación de los hijos; y, en este caso, según que alguno se aparte más o
menos de este orden, son los pecados más o menos execrables, pero siempre
mortales. Porque como quiera que la procreación de los hijos es el fin primario
y principal del matrimonio, jamás es lícito apartarse del orden que exige,
aunque, por algún motivo, tal procreación no pueda entonces seguirse, como
acontece cuando la esterilidad o el embarazo impiden la generación, pues, en
estas circunstancias, el comercio corporal no deja de poder ser justo y santo,
con tal que sean cumplidas las leyes de la generación, puesto que nunca está
permitido que cosa alguna accidental contravenga la ley impuesta por el fin
principal del matrimonio. Es cierto que la infame y execrable acción que Onán
cometió, en su matrimonio, fue detestable delante de Dios, como lo dice el
Sagrado Texto, en el capítulo treinta y ocho del Génesis. Y aunque algunos
herejes de nuestros tiempos, cien veces más condenables que los Cínicos, de
que nos habla San Jerónimo en la epístola a los Efesios, han pretendido que
fue la perversa intención de este malvado la que desagradó a Dios, es
manifiesto que no habla así la Escritura, sino que concretamente asegura que
fue la misma cosa cometida la que pareció detestable y abominable a los ojos de
Dios.
7.
Es una señal indudable de un espíritu perverso, vil, abyecto e innoble, pensar
en los manjares y en la comida antes de la hora, y todavía más deleitarse,
después de comer, con el placer que se ha sentido durante la comida,
entreteniéndose en ello con palabras y pensamientos, y revolcando el espíritu
en el recuerdo del placer experimentado al tragar los manjares, como lo hacen
aquellos que, antes de comer, tienen el ánimo en el asador y, después de
comer, en los platos; personas dignas de ser galopines de cocina, que, como dice
San Pablo, hacen de su vientre un Dios. Las personas honorables sólo piensan en
la mesa cuando se sientan a ella, y, una vez han comido, se lavan las manos y la
boca para no sentir más ni el sabor ni el olor de lo que han comido. El
elefante no es sino una bestia enorme, pero es la más digna de cuantas viven en
la tierra y la que tiene más juicio. Quiero referir un rasgo de su honestidad:
nunca cambia de compañera, y ama tiernamente a la que ha escogido, con la cual,
empero, no se junta más que de tres en tres años, por espacio de cinco días,
y con tanto secreto que jamás nadie le ha visto en este acto; pero harto se
conoce el sexto día, cuando, antes de hacer cualquier otra cosa, se va
derechamente al río, donde lava todo su cuerpo, y no quiere volver a su grupo
antes de haberse purificado. ¿No son estas cosas hermosos y honestos instintos
de este animal, con los cuales invita a los casados a no permanecer encenagados
en la sensualidad y en los placeres experimentados por razón de su estado, sino
a lavar el corazón y el afecto, una vez pasados; y a purificarse lo antes
posible, para practicar después otros actos más puros y elevados, con toda la
libertad del espíritu?
En
esta advertencia consiste la práctica perfecta de la excelente doctrina que San
Pablo da a los corintios: «El tiempo es breve; por lo tanto los que tienen
esposa vivan como si no la tuviesen». Ya que, según San Gregorio, tiene esposa
como si no la, tuviese, aquel que, de tal manera recibe los deleites corporales,
que no impide con ellos las aspiraciones espirituales: ahora bien, lo que se
dice del marido se entiende recíprocamente de la esposa. «Los que usan del
mundo -dice el mismo Apóstol- sean como si no usasen de él». Que todos, pues,
usen del mundo, cada uno según su vocación, pero de manera que, no
esclavizando sus afectos, queden libres y estén prontos para el servicio de
Dios, como si no usasen de él. «Este es el gran mal del hombre -dice San
Agustín-, querer gozar de las cosas de las cuales solamente ha de usar, y
querer usar de aquellas de las cuales solamente ha de gozar». Nosotros hemos de
gozar de las cosas espirituales y solamente usar de las corporales, de las
cuales, cuando el uso se convierte en gozo, nuestra alma racional se convierte
también en alma brutal y bestial.
Creo
que he dicho todo lo que era menester decir, y que he dado a entender, sin
decirlo, lo que no quería decir.
CAPÍTULO
XL
AVISO
A LAS VIUDAS
San
Pablo instruye a todos los prelados, en la persona de Timoteo, y le dice:
«Honra a las viudas que de verdad son viudas». Ahora bien, para que una viuda
lo sea de verdad, se requieren tres cosas:
1.
Que la viuda sea viuda no sólo en cuanto al cuerpo, sino en cuanto al corazón,
es decir, que esté resuelta, con un propósito inviolable, a conservarse en el
estado de una casta viudez; porque las viudas que sólo lo son en espera de
volverse a casar, solamente están separadas de los hombres según los placeres
del cuerpo, pero están unidas a ellos por el deseo del corazón. Y, si la
verdadera viuda quiere ofrecer a Dios su cuerpo y su castidad con voto,
añadirá a su viudez un gran adorno y asegurará mucho su propósito; porque,
al ver que, después del voto, ya no es libre de perder su castidad sin perder
el cielo, estará tan celosa de su designio, que ni siquiera permitirá que, por
un solo momento, se detengan en su corazón los más leves pensamientos de
casarse, ya que este voto sagrado pondrá una recia barrera entre su alma y toda
la clase de proyectos contrarios a su propósito.
San
Agustín aconseja muy encarecidamente este voto a la viuda cristiana, y el
antiguo y docto Orígenes va más allá, pues exhorta a las mujeres casadas a
que se consagren y obliguen a la castidad para cuando sean viudas, en el caso en
que sus maridos mueran antes que ellas, a fin de que, en medio de los placeres
sensuales propios del matrimonio, puedan no obstante, gozar del mérito de una
casta viudez, mediante esta promesa anticipada. El voto hace que las obras que
le siguen sean más agradables a Dios, robustece el ánimo para hacerlas, y no
sólo da a Dios las obras que son como los frutos de nuestra buena voluntad,
sino también le consagra la misma voluntad, que es como el árbol de nuestros
actos. Por la simple castidad damos a Dios nuestro cuerpo, pero reteniendo la
libertad de someterlo nuevamente a los placeres sensuales; mas por el voto de
castidad, le hacemos donación absoluta e irrevocable, sin reservarnos ninguna
potestad de desdecirnos, haciéndonos así dichosamente esclavos de Aquel, cuya
servidumbre es mejor que todas las realezas. Ahora bien, como que yo apruebo
infinitamente los consejos de estos dos grandes personajes, asimismo quisiera
que las almas que, por dicha suya, desean seguirlos, lo hiciesen con prudencia,
santa y sólidamente, después de haber medido su valor, invocado la
inspiración del cielo, y haber pedido el parecer a algún docto y devoto
director, ya que, de esta manera, todo se hará con más fruto.
2.
Además de esto, es menester que esta renuncia de las segundas nupcias se haga
única y simplemente para poner con más pureza todos los afectos en Dios y unir
del todo el propio corazón con el de la divina Majestad; porque si el deseo de
dejar ricos a los hijos, o cualquiera otra pretensión mundana, es la que
retiene a la viuda en su viudez, quizá recibirá por ello alabanza, pero
no delante de Dios, pues, delante de Dios, únicamente puede ser alabado lo que
se hace para agradarle.
3.
Es también necesario que la viuda, para ser verdaderamente tal, viva alejada y
privada de los goces profanos. «La viuda que vive en medio de delicias -dice
San Pablo-, está muerta en vida». Querer ser viuda, y complacerse, no
obstante, en ser halagada, acariciada y festejada; querer tomar parte en los
bailes, danzas y festines; querer andar perfumada, adornada y acicalada, esto no
es ser viuda; esto es ser viuda en cuanto al cuerpo, pero estar muerta en cuanto
al alma. ¿ Qué más da que la enseña del templo de Adonis y del amor profano
esté confeccionada con cintas blancas, dispuestas en forma de penachos, o de
gasa, a manera de red, colocada alrededor del rostro? Con frecuencia el color
negro se presta más que el blanco a la vanidad, porque da más realce al color
del rostro. La viuda, conociendo por propia experiencia la manera como las
mujeres pueden agradar a los hombres, pone en el alma de éstos, cebos más
peligrosos. Luego, la viuda que anda entre estos locos placeres está muerta en
vida y no es más que un ídolo de viudez.
«
Al llegar el tiempo de la poda, la voz de la tórtola se ha oído en nuestra
tierra», dicen los Cantares. La poda de las superfluidades mundanas es
necesaria a todos los que quieren vivir piadosamente, pero de un modo especial
es necesaria a la verdadera viuda que, como una casta tórtola, todavía no ha
acabado de llorar, gemir
y
lamentar la muerte de su marido. Cuando Noemí, regresó de Moab a Belén, las
mujeres del lugar, que la habían conocido recién casada, se preguntaban unas a
otras: «¿No es ésta Noemí»? Mas ella respondía: «No me llaméis Noemí»
-que quiere decir gentil y hermosa«antes bien llamadme Amarga, ya que el
Todopoderoso ha llenado mi alma de amargura», y hablaba así porque había
muerto su marido. Tampoco la viuda devota quiere ser tenida por bella y gentil,
y se consuela con ser lo que Dios quiere que sea, es decir, humilde y devota.
Las
lámparas de aceite aromático, cuando éste se apaga exhalan un olor más
suave; así las viudas cuyo matrimonio ha sido puro, exhalan más perfume de
virtud y de castidad cuando su llama, es decir su marido, se ha extinguido por
la muerte. Amar al marido, mientras vive, es cosa muy corriente entre las
mujeres, pero amarle tanto que, después de su muerte, no se desee otro, es una
categoría de amor que sólo es propio de las verdaderas viudas. Esperar en Dios
mientras se cuenta con el apoyo del marido, no es cosa tan rara; pero esperar en
Dios cuando se carece de él, es cosa muy digna de alabanza, por lo que, en la
viudez, se conocen más fácilmente las virtudes practicadas durante el
matrimonio.
La
viuda que tiene hijos que necesitan de su guía y dirección, sobre todo en lo
que se refiere a su alma y a su encauzamiento en la vida, no puede, en manera
alguna, abandonarlos, pues el apóstol San Pablo dice manifiestamente «que
están sujetas a esta obligación, para pagar a sus padres y a sus madres con la
misma moneda», y también porque «si alguno no cuida de los suyos,
principalmente de los de su familia, es peor que un infiel». Mas, si los hijos
se encuentran en tal estado que ya no necesitan la dirección de la madre,
entonces la viuda ha de recoger todos sus afectos y todos sus pensamientos para
aplicarlos más íntegramente a su progreso en el amor de Dios.
Si
alguna fuerza mayor no obliga en conciencia, a la verdadera viuda a ocuparse en
los negocios exteriores, como pleitos, le aconsejo que se abstenga completamente
de ellos, y que procure conducir sus asuntos de la manera más pacífica y
tranquila, aunque no le parezca la más provechosa. Porque sería menester que
los beneficios de la actividad fuesen muy grandes, para ser comparables con el
bien de una santa tranquilidad; aparte de que tales pleitos y embrollos disipan
el corazón y abren, con frecuencia, la puerta a los enemigos de la castidad,
pues, para complacer a las personas cuyo favor necesitan, no faltan quienes se
ponen en situaciones contrarias a 'a devoción y desagradables a Dios.
Sea
la oración el continuo ejercicio de la viuda, pues no debiendo amar a nadie
fuera de Dios, sólo ha de tener palabras para Dios. Y, así como el hierro
privado de la atracción del imán, por la presencia del diamante, se precipita
hacia aquél en cuanto éste es removido, de la misma manera el corazón de la
viuda que no podía lanzarse del todo hacia Dios ni seguir los atractivos del
divino amor, mientras vivía su marido, después de la muerte de éste ha de
correr presta tras el olor de los perfumes celestiales, como si dijera, a
imitación de la sagrada Esposa: « ¡ Oh, Señor!, ahora que soy toda mía,
recíbeme como toda tuya; atráeme hacia Ti, y correré al olor de tus
ungüentos. »
El
ejercicio de las virtudes propias de la santa viuda son la perfecta modestia, la
renuncia de los honores, de las distinciones, de las reuniones, de los títulos
y otras parecidas vanidades: servir a los pobres y a los enfermos, consolar a
los afligidos, encaminar a las doncellas hacia la vida devota, y mostrarse ante
las jóvenes como un modelo de todas las virtudes. La limpieza y la sencillez
han de ser los adornos de sus vestidos; la humildad y la caridad, el adorno de
sus actos; la honestidad y la humildad, el de su conversación; la modestia y el
recato, el de sus miradas, y Jesucristo crucificado el único amor de su
corazón.
En
una palabra, la verdadera viuda es en la Iglesia una violeta de marzo, que
despide una suavidad incomparable por el olor de su devoción, permanece casi
siempre escondida bajo las largas hojas de su propia abyección, y pone de
manifiesto su mortificación con su color menos brillante: se encuentra en
parajes húmedos e incultos, no quiere ser agitada por las conversaciones
mundanas, para defender mejor la frescura de su corazón contra los ardores que
los deseos de riquezas, de honores o también de amores podrían encender.
«Ella será bienaventurada -dice el santo Apóstol-, si persevera en estas
disposiciones.»
Muchas
otras cosas tendría que decirte acerca de este punto; mas lo habré dicho todo,
con decirte que la viuda celosa del honor de su condición, lee reflexivamente
las hermosas cartas que San Jerónimo escribió a Furia y a Salvia y a todas
aquellas otras damas que tuvieron la suerte de ser hijas espirituales de tan
gran padre, ya que nada se puede añadir a lo que les dijo, si no es esta
advertencia, a saber, que la buena viuda nunca ha de hablar ni censurar a los
que pasan a segundas, a terceras y aun a cuartas nupcias, porque en ciertos
casos, Dios así lo dispone, para su mayor gloria. Y siempre se ha de tener
presente esta doctrina de los antiguos: que ni la viudez ni la virginidad no
tienen, en el cielo, otra categoría que la señalada por la humildad.
CAPÍTULO
XLI
UNA
PALABRA A LAS VÍRGENES
¡Oh vírgenes!, si aspiráis al matrimonio temporal, guardad celosamente vuestro primer amor para vuestro primer marido. Creo que es un gran engaño presentar, en lugar de un corazón íntegro y sincero, un corazón gastado, marchito y agitado por el amor. Pero, si por dicha vuestra, sois llamadas a las castas y virginales nupcias espirituales, y queréis, para siempre, conservar vuestra virginidad, ¡ah!, entonces guardad vuestro amor tan delicadamente cuanto os sea posible para aquel divino Esposo que, por ser la misma pureza, nada ama tanto como la pureza, y al cual son debidas las primicias de todas las cosas, principalmente las del amor. En las epístolas de San Jerónimo encontraréis todos los avisos necesarios, y puesto que tu condición te obliga a la obediencia, escoge un guía, bajo cuya dirección puedas consagrar más santamente tu corazón y tu cuerpo a la divina Majestad.