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Este día se ha de pensar en la Coronación de espinas y
Ecce-Homo, y cómo el Salvador llevó la Cruz a cuestas. A la
consideración de estos pasos tan dolorosos nos convida la Esposa en el
libro de los Cantares, por estas palabras (Cant.3,11):
Salid, hijas de Sión, y mirad al rey Salomón con la corona que le
coronó su madre en el día de su desposorio, y en el día de la
alegría de su corazón. Oh ánima mía, ¡qué haces! Oh corazón
mío, ¡qué piensas! Lengua mía, ¡cómo has enmudecido! Oh muy
dulcísimo Salvador mío, cuando yo abro los ojos y miro este retablo
tan doloroso que aquí se me pone delante, el corazón se me parte de
dolor. ¿Pues, cómo, Señor, no bastaban ya los azotes pasados,
y la muerte venidera, y tanta sangre derramada, sino que por fuerza
habían de sacar las espinas la sangre de la cabeza a quien los azotes
perdonaron? Pues para que sientas algo, ánima mía, de este paso
tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este
Señor, y la gran excelencia de sus virtudes, y luego vuelve a mirar
de la manera que aquí está. Mira la grandeza de su hermosura, la
mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su
mansedumbre, su serenidad, y aquel aspecto suyo de tanta veneración.
Y después que así le hubieres mirado, y deleitado de ver una tan
acabada figura, vuelve los ojos a mirarlo tal cual aquí lo ves,
cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por cetro real en
la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, aquellos ojos
mortales, aquel rostro difunto y aquella figura toda borrada con la
sangre y afeada por las salivas, que por todo el rostro estaban
tendidas. Míralo todo de dentro y fuera, el corazón atravesado con
dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos,
perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados, despreciado de
los pontífices, desechado del rey inicuo, acusado injustamente y
desamparado de todo favor humano. Y no pienses esto como cosa ya
pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo
propio. Ponte tú mismo en el lugar del que padece, y mira lo que
sentirías si en una parte tan sensible como es la cabeza te hincasen
muchas y muy agudas espinas que penetrasen hasta los huesos; ¿y qué
digo espinas?, una sola punzada de un alfiler que fuese apenas lo
podrías sufrir. ¿Pues qué sentiría aquella delicadísima cabeza
con este linaje de tormentos?
Acabada la coronación y escarnios del Salvador, tomólo el juez por
la mano, así como estaba tan mal tratado, y sacándole a vista del
pueblo furioso, díjolesl; Ecce Homo. Como si dijera: Si por
envidia le procurabais la muerte, veislo aquí tal que no está para
tenerle envidia, sino lástima. Temíais no se hiciese Rey, veislo
aquí tan desfigurado, que apenas parece hombre. De estas manos
atadas, ¿qué os teméis? A este hombre azotado, ¿qué más le
demandáis?
Por aquí puedes entender, ánima mía, qué tal saldría entonces el
Salvador, pues el juez creyó que bastaba la figura que allí traía
para quebrantar el corazón de tales enemigos. En lo cual puedes bien
entender cuán mal caso sea no tener un cristiano compasión de los
dolores de Cristo, pues ellos eran tales, que bastaban (según el
juez creyó) para ablandar unos tan fieros corazones.
Pues como Pilatos viese que no bastaban las justicias que se habían
hecho en aquel santísimo Cordero para amansar el furor de sus
enemigos, entró en el Pretorio, y asentóse en el tribunal para dar
final sentencia en aquella causa. Ya estaba a las puertas aparejada la
Cruz, ya asomaba por lo alto aquella temerosa bandera, amenazando a
la cabeza del Salvador. Dada, pues, ya, y promulgada la sentencia
cruel, añaden los enemigos una crueldad a otra, que fue cargar sobre
aquellas espaldas, tan molidas y despedazadas con los azotes pasados,
el madero de la Cruz. No rehusó, con todo esto, el piadoso Señor
esta carga, en la cual iban todos nuestros pecados, sino antes la
abrazó con suma caridad y obediencia por nuestro amor.
Camina, pues, el inocente Isaac al lugar del sacrificio con aquella
carga tan pesada sobre sus hombros tan flacos, siguiéndole mucha gente
y muchas piadosas mujeres, que con sus lágrimas le acompañaban.
¿Quién no había de derramar lágrimas viendo al Rey de los ángeles
caminar paso a paso con aquella carga tan pesada, temblándole las
rodillas, inclinando el cuerpo, los ojos mesurados, el rostro
sangriento con aquella guirnalda en la cabeza y con aquellos tan
vergonzosos clamores y pregones que daban contra Él?
Entre tanto, ánima mía, aparta un poco los ojos de este cruel
espectáculo, y con pasos apresurados, con aquejados gemidos, con
ojos llorosos, camina para el palacio de la Virgen, y cuando a ella
llegares, derribado ante sus pies, comienza a decirle con dolorosa
voz: ¡Oh Señora de los ángeles, Reina del cielo, puerta del
paraíso, abogada del mundo, refugio de los pecadores, salud de los
justos, alegría de los santos, maestra de las virtudes, espejo de la
limpieza, título de castidad, dechado de paciencia y suma de toda
perfección! Ay de mí, Señora mía, ¡para qué se ha aguardado
mi vista para esta hora! z Cómo puedo yo vivir habiendo visto con mis
ojos lo que vi? ¿Para qué son más palabras? Dejo a tu unigénito
Hijo y mi Señor en manos de mis amigos, con una Cruz a cuestas para
ser en ella ajusticiado.
¿Qué sentido puede aquí alcanzar hasta dónde llegó este dolor a la
Virgen? Desfalleció aquí su ánima, y cubriósele la cara y todos
sus virginales miembros de un sudor de muerte, que bastara para
acabarle la vida, si la dispensación divina no la guardara para mayor
trabajo, y también para mayor corona.
Camina, pues, la Virgen en busca del Hijo, dándole el deseo de
ver las fuerzas que el dolor le quitaba. Oye desde lejos el ruido de
las armas, y el tropel de las gentes, y el clamor de los pregones con
que lo iban pregonando. Ve luego resplandecer los hierros de las
lanzas y alabardas que asomaban por lo alto; allá en el camino las
gotas y el rastro de la sangre, que bastaban ya para mostrarle los
pasos del Hijo y guiarla sin otra guía. Acércase más y más a su
amado Hijo y tiende sus ojos oscurecidos con el dolor y sombra de la
muerte, para ver (si pudiese) al que tanto amaba su ánima. i Oh
amor y temor del corazón de María! Por una parte deseaba verlo, y
por otra rehusaba de ver tan lastimera figura. Finalmente, llega ya
donde lo pudiese ver, míranse aquellas dos lumbreras del cielo una a
otra, y atraviésanse los corazones con los ojos y hieren con su vista
sus ánimas lastimadas. Las lenguas estaban enmudecidas, mas el
corazón de la Madre hablaba, y el Hijo dulcísimo le decía:
¿Para qué viniste aquí, paloma mía, querida mía y Madre mía?
Tu dolor acrecienta el mío, y tus tormentos atormentan a mí.
Vuélvete, Madre mía, vaiélvete a tu posada, que no pertenece a
tu vergüenza y pureza virginal compañía de homicidas y de ladrones.
Estas y otras más lastimeras palabras se hablarían en aquellos
piadosos corazones, y de esta manera se anduvo aquel trabajoso camino
hasta el lugar de la Cruz.
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