Simone Weil SOBRE EL PADRE NUESTRO: A la espera de Dios. (1942)
Padre nuestro, el que está en los cielos
Es nuestro Padre; nada real hay en nosotros que no proceda de él. Somos
suyos. Nos ama puesto que se ama y nosotros le pertenecemos. Pero es el
Padre que está en los cielos, no en otra parte; si creemos tener un padre en
este mundo, no es él sino un falso Dios. No podemos dar un sólo paso hacia
él; no se camina verticalmente. Podemos solo dirigir hacia él nuestra
mirada. No hay que buscarle, basta con cambiar la orientación de la mirada;
a él es a quien corresponde buscarnos. Hay que sentirse felices de saber que
está infinitamente fuera de nuestro alcance. Tenemos así la certeza de que
el mal que hay en nosotros, aun cuando invada nuestro ser, no mancha de
ningún modo la pureza, la felicidad y la perfección divinas.
Sea santificado tu nombre
Sólo Dios tiene el poder de nombrarse a si mismo. Su nombre no puede ser
pronunciado por labios humanos. Su nombre es una palabra, el Verbo. El
nombre de un ser cualquiera es un elemento mediador entre el espíritu humano
y ese ser,
la única vía por la cual el espíritu humano puede aprehender algo de él
cuando está ausente. Dios está ausente; está en los cielos. Su nombre es la
única posibilidad para el hombre de acceder a él. Así pues, es el Mediador.
El hombre tiene acceso a ese nombre, aunque sea trascendente. Brilla en la
belleza y el orden del mundo y en la luz interior del alma humana. Ese
nombre es la santidad misma; no hay santidad fuera de él; no necesita, pues,
que se le santifique. Al pedir su santificación, pedimos lo que es
eternamente con una plenitud de realidad a la que no está en nuestro poder
añadir o sustraer ni tan siquiera una parte infinitamente pequeña.
Pedir lo
que es, lo que realmente es, infalible y eternamente, de manera totalmente
independiente de nuestra petición, es la petición perfecta. No podemos dejar
de desear, somos deseo; pero si lo volcarnos íntegramente en nuestra
petición, podernos transformar ese deseo que nos clava a lo imaginario, al
tiempo, al egoísmo, en una palanca que nos permita pasar más allá de lo
imaginario a lo real, del tiempo a la eternidad, más allá de la prisión del
yo.
Venga tu reino
Se trata ahora de algo que debe venir, que no está presente. El reino de
Dios es el Espíritu Santo llenando por completo toda el alma de las
criaturas inteligentes.
El Espíritu sopla donde quiere; sólo podemos llamarle. No hay ni que pensar
en llamarle de manera particular para uno mismo, para unos o para otros, ni
siquiera para todos, sino llamarle pura y simplemente; que pensar en él sea
una llamada y un grito. Así como cuando se está en el limite de la sed,
muriendo de sed, uno ya no se representa el acto de beber en relación a si
mismo, ni siquiera al acto de beber en general, sino tan sólo el agua en sí;
pero esta imagen del agua es como un grito de todo el ser.
Hágase tu voluntad
No estamos absoluta e infaliblemente seguros de la voluntad de Dios más que
con respecto al pasado. Todos los acontecimientos que se han producido,
cualesquiera que sean, son conformes a la voluntad del Padre todopoderoso.
Esto viene determinado por la noción de omnipotencia. También el porvenir,
cualquiera que deba ser, una vez realizado, se habrá realizado conforme a la
voluntad de Dios. No podemos añadir ni quitar nada a esa conformidad. Así,
tras un impulso de deseo hacia lo imposible, de nuevo, en esta fase, pedimos
lo que es. Pero no ya una realidad eterna como es la santidad del Verbo;
aquí el objeto de nuestra petición es lo que se produce en el tiempo. Pero
pedimos la conformidad infalible y eterna de lo que se produce en el tiempo
con la voluntad divina.
Tras haber arrancado el deseo al tiempo como primera petición para aplicarlo
a lo eterno y haberlo, por tanto transformado, retomamos ese deseo,
convertido en cierto modo en eterno, para aplicarlo de nuevo al tiempo.
Entonces nuestro deseo atraviesa el tiempo para encontrar detrás de él la
eternidad. Esto es lo que ocurre cuando sabemos hacer de todo acontecimiento
cumplido, cualquiera que sea, un objeto de deseo. Es una actitud muy
distinta a la resignación. La palabra "aceptación" es incluso demasiado
débil. Hay que desear que todo lo que ha sucedido haya sucedido y nada más.
No porque lo que haya sucedido esté bien a nuestros ojos, sino porque Dios
lo ha permitido y porque la obediencia del curso de los acontecimientos a
Dios es por sí misma un bien absoluto.
Así en el cielo como en la tierra
Esta asociación de nuestro deseo a la voluntad todopoderosa de Dios debe
extenderse a las cosas espirituales. Nuestros ascensos y desfallecimientos
espirituales y los de los seres a los que amamos tienen relación con el otro
mundo, pero son también acontecimientos que tienen lugar en este mundo y en
el tiempo. Por esta razón, son detalles en el inmenso mar de los
acontecimientos, arrastrados con todo ese mar según la voluntad de Dios.
Puesto que nuestros desfallecimientos pasados se han producido, debemos
desear que se hayan producido. Y debemos extender el deseo al porvenir para
el día en que se haga presente. Es una corrección necesaria a la petición de
que venga el reino de Dios. Debemos abandonar todos los deseos por el de la
vida eterna, pero debemos desear la vida eterna con renunciamiento.
No hay que apegarse ni siquiera al desapego. El apego a la salvación es
todavía más peligroso que los otros. Hay que pensar en la vida eterna como
se piensa en el agua cuando se está a punto de morir de sed y, al mismo
tiempo, desear para sí y para los seres queridos la privación eterna de esa
agua antes que ser colmados con ella en contra de la voluntad de Dios, si
tal cosa fuese concebible.
Las tres peticiones precedentes se relacionan con las tres personas de la
Trinidad, Hijo, Espíritu y Padre, y también con las tres partes del tiempo,
presente, porvenir y pasado. Las tres peticiones que siguen inciden mas
directamente sobre las tres partes del tiempo en otro orden, presente,
pasado y porvenir.
Nuestro pan, que es sobrenatural, dánoslo hoy
Cristo es nuestro pan. No podemos pedirlo sino para el momento presente.
Pues siempre está ahí, en la puerta de nuestra alma; quiere entrar pero no
fuerza el consentimiento; si se lo damos, entra; si no, se va de inmediato.
No podemos comprometer hoy nuestra voluntad de mañana, no podemos hacer hoy
un pacto con él para que mañana se encuentre en nosotros a pesar nuestro. El
consentimiento a su presencia es lo mismo que su presencia; es un acto y no
puede ser sino actual. No nos ha sido dada una voluntad susceptible de
aplicarse al porvenir. Todo lo que en nuestra voluntad no es eficaz es
imaginario. La parte de la voluntad que es eficaz lo es de forma inmediata;
su eficacia no es distinta de ella misma. La parte eficaz de la voluntad no
es el esfuerzo que se proyecta hacia el porvenir, sino el consentimiento, el
sí del matrimonio. Un sí pronunciado en y para el instante presente, pero
pronunciado como palabra eterna, pues es el consentimiento a la unión de
Cristo con la parte eterna de nuestra alma.
Tenemos necesidad de pan. Somos seres que tomamos continuamente nuestra
energía del exterior, pues a medida que la recibimos la agotamos con
nuestros esfuerzos. Si nuestra energía no es continuamente renovada, nos
quedamos sin fuerzas y somos incapaces de cualquier movimiento.
Aparte de la
comida propiamente dicha, en el sentido literal del término, todo lo que
genere un estimulo es para nosotros fuente de energía. El dinero, el
progreso, la consideración, las recompensas, la celebridad, el poder, los
seres queridos, todo lo que estimula nuestra capacidad de actuar es como el
pan. Si una de estas expresiones del apego penetra bastante profundamente en
nosotros, llegando hasta las raíces vitales de la existencia carnal, la
privación puede herirnos e incluso hacernos morir. Es lo que se llama morir
de pena; es como morir de hambre. Todos estos objetos de apego constituyen,
con el alimento propiamente dicho, el pan de este mundo. Depende enteramente
de las circunstancias que le demos nuestro acuerdo o lo rechacemos. No
debemos pedir nada respecto a las circunstancias, salvo que sean conformes a
la voluntad de Dios. No debemos pedir el pan de este mundo.
Hay una energía trascendente cuya fuente está en el cielo y se derrama sobre
nosotros desde el momento en que la deseamos. Es realmente una energía y
actúa por mediación del alma y el cuerpo.
Debemos pedir este alimento. En el momento en que lo pedimos y por el hecho
mismo de pedirlo, sabemos que Dios nos lo quiere dar. No debemos aceptar el
estar un solo día sin él; pues cuando las energías terrestres, sometidas a
la necesidad de este mundo, son las únicas en alimentar nuestros actos, no
podemos hacer y pensar mas que el mal. "Viendo Yahvé que la maldad del
hombre cundía en la tierra y en todos los pensamientos que ideaba su corazón
eran puro mal de continuo...". La necesidad que nos obliga al mal gobierna
todo en nosotros, salvo la energía de lo alto cuando penetra en nosotros. No
podemos hacer provisión de ella.
Y perdónanos nuestra deudas, así como también nosotros hemos perdonado a
nuestros deudores
En el momento de decir estas palabras es preciso haber perdonado ya todas
las deudas. No se trata sólo de la reparación de las ofensas que creemos
haber sufrido; es también el reconocimiento del bien que pensamos haber
hecho y en general de todo lo que esperamos por parte de los seres y las
cosas, todo lo que creemos que se nos debe y cuya ausencia nos
proporcionaría una sensación de frustración. Son todos los derechos que
creemos que el pasado nos otorga sobre el porvenir.
Primero, el derecho a una cierta permanencia. Cuando hemos disfrutado de
algo durante un tiempo, creemos que nos pertenece y que la suerte debe
permitirnos seguir gozando de ello. Además, el derecho a una compensación
para todo esfuerzo, trabajo, sufrimiento o deseo, cualquiera que sea su
naturaleza. Siempre que hemos llevado a cabo un esfuerzo y ´este no revierte
en nosotros de forma equivalente bajo la forma de un fruto visible, nos
queda una sensación de desequilibrio, de vacío, que nos lleva a pensar que
hemos sido robados. El esfuerzo de sufrir una ofensa nos lleva a esperar el
castigo o las excusas del ofensor, el esfuerzo de hacer el bien nos lleva a
esperar el reconocimiento por parte del beneficiado; pero ´estos son
solamente casos particulares de una ley universal. Todas las veces que algo
sale de nosotros tenemos la absoluta necesidad de que al menos su
equivalente regrese a nosotros y, por tener necesidad de ello, creemos tener
también derecho. Nuestros deudores son todos los seres, todas las cosas, el
universo entero. Creemos tener crédito sobre todo. En realidad, se trata
siempre de un crédito imaginario del pasado hacia el porvenir. Es a ello a
lo que debemos renunciar.
Haber perdonado a nuestros deudores es haber renunciado en bloque a todo el
pasado. Aceptar que el porvenir está intacto y virgen, rigurosamente ligado
al pasado por lazos que ignoramos, pero completamente libre de aquellos que
nuestra imaginación cree poder imponerle. Aceptar la posibilidad de que
suceda y, en concreto, de que nos suceda cualquier cosa y de que el día de
mañana haga de toda nuestra vida pasada algo estéril y vano.
Renunciando de un golpe a todos los frutos del pasado sin excepción, podemos
pedir a Dios que nuestros pecados pasados no aporten a nuestra alma sus
miserables frutos de mal y de error. En tanto nos agarramos al pasado, Dios
mismo no puede impedir esa horrible fructificación. No podemos apegarnos al
pasado sin apegarnos a nuestros crímenes, pues lo que es esencialmente peor
en nosotros nos es desconocido.
La principal deuda que creemos tiene el universo para con nosotros es la
continuidad de nuestra personalidad. Esta deuda implica todas las demás. El
instinto de conservación nos hace sentir esa continuidad como necesidad, y
creemos que una necesidad es un derecho. Como el mendigo que decía a
Talleyrand: "Monseñor, tengo que seguir viviendo" y al que Talleyrand
respondía: "No veo la necesidad de ello". Nuestra personalidad depende
enteramente de las circunstancias externas, que tienen un poder ilimitado
para aplastarla. Pero preferiríamos morir a reconocerlo. Entendemos el
equilibrio del mundo como un concurso de circunstancias en virtud del cual
nuestra personalidad se mantiene intacta y nos pertenece.
Todas las circunstancias pasadas que han herido nuestra personalidad nos
parecen rupturas en el equilibrio que un día u otro deberán ser
infaliblemente compensadas por fenómenos de sentido contrario. Vivimos a la
espera de tales compensaciones. La proximidad inminente de la muerte es
horrible porque nos obliga a aceptar que esas compensaciones no van a
producirse.
El perdón de las deudas es la renuncia a la propia personalidad, a todo lo
que llamo "yo", sin excepción; es saber que en lo que llamo "yo" no hay
nada, ningún elemento psicológico que las circunstancias exteriores no
pueden hacer desaparecer; es aceptar eso y ser feliz de que así sea.
Las palabras "hágase tu voluntad", si se las pronuncia con toda el alma,
implican esa aceptación. Por eso se puede decir instantes después: "hemos
perdonado a nuestros deudores".
El perdón de las deudas es la pobreza espiritual, la desnudez espiritual, la
muerte. Si aceptamos plenamente la muerte, podemos pedir a Dios que nos haga
revivir purificados del mal que hay en nosotros. Pues pedirle que perdone
nuestras deudas es pedirle que anule ese mal. El perdón es la purificación.
Ni Dios mismo tiene poder para perdonar el mal que está en nosotros. Dios
nos perdona nuestras deudas cuando nos pone en estado de perfección.
Hasta ese momento Dios nos perdona nuestras deudas parcialmente, en la
medida en que perdonamos a nuestros deudores.
Y no nos arrojes a la tentación, sino protégenos del mal
La única prueba para el hombre es estar abandonado a sí mismo en contacto
con el mal. La nada del hombre es entonces experimentalmente verificada.
Aunque el alma haya recibido el pan sobrenatural en el momento en que lo ha
perdido, su alegría está mezclada con el temor, pues sólo ha podido hacer su
petición para el presente. El porvenir sigue inspirando miedo. No tiene
derecho a pedir pan para mañana, pero expresa su temor en forma de su´plica.
Ahí termina la oración. La palabra "Padre" ha comenzado la plegaria, la
palabra "mal" la termina. Hay que ir de la confianza al temor.
Sólo la
confianza da la fuerza suficiente para que el temor no sea causa de caída.
Tras haber contemplado el nombre, el reino y la voluntad de Dios, tras haber
recibido el pan sobrenatural y haber sido purificados del mal, el alma está
dispuesta para la verdadera humildad que corona todas las virtudes. La
humildad consiste en saber que en este mundo toda el alma, no sólo lo que se
llama el "yo", sino también su parte sobrenatural, que es Dios presente en
ella, está sometida al tiempo y a las vicisitudes del cambio. Hay que
aceptar enteramente la posibilidad de que todo lo que es natural sea
destruido. Pero hay que aceptar y rechazar a la vez la posibilidad de que la
parte sobrenatural del alma desaparezca. Aceptarlo como un hecho que no se
produciría si no fuera conforme a la voluntad de Dios; rechazarlo como algo
horrible que es. Hay que tener miedo de ello, pero un miedo que sea la
culminación de la confianza.
Las seis peticiones se corresponden dos a dos. El pan trascendente es lo
mismo que el nombre divino. Es lo que opera al contacto del hombre con Dios.
El reino de Dios es lo mismo que su protección extendida sobre nosotros
contra el mal; proteger es una función regia. El perdón de las deudas a
nuestros deudores es lo mismo que la plena aceptación de la voluntad de
Dios. La diferencia estriba en que en las tres primeras peticiones la
atención se orienta exclusivamente hacia Dios y en las tres últimas se
dirige hacia uno mismo a fin de obligarse a hacer de estas demandas un acto
real y no imaginario.
En su primera mitad, la oración comienza por la aceptación. Luego se permite
formular un deseo. Más tarde se corrige volviendo a la aceptación. En la
segunda mitad, el orden se modifica; se acaba por la expresión del deseo. El
deseo se ha tomado negativo y se expresa como temor; corresponde así al más
alto grado de humildad, como conviene para terminar.
Esta oración contiene todas las peticiones posibles; no puede concebirse
oración que no esté contenida en ella. El Padrenuestro es a la oración lo
que Cristo es a la humanidad. No cabe pronunciarla con atención plena en
cada palabra sin que un cambio, quizás infinitesimal pero real, se opere en
el alma.
Simone Weil fue una filósofa francesa. A pesar de que no fue bautizada, vivió y es ampliamente considerada como una mística cristiana. Dejó una abundante literatura cristiana y textos místicos. Wikipedia