El Sacramento de la Comunión - A. von Speyr
Si en el bautismo y en la confesión el aspecto particular de su gracia es claramente manifiesto y, más bien, el lado de su fluir sobreabundante, abierto e ilimitado es el que debe ser mostrado, en la COMUNIÓN este lado es el primero, casi el único visible. En el bautismo como en la confesión existe una cierta relación entre el pecado que es anulado y la gracia regalada. Ambos están también vinculados con una determinada visión y comprensión de la relación entre pecado y gracia. A pesar de la clara preponderancia de la gracia, no desaparece toda proporción entre la persona humana y la divina. La comunión, por el contrario, carece de toda proporción: es un puro derroche unilateral.
El único motivo por el que se recibe al Señor es porque Él se regala sin medida. La cuestión de la dignidad no entra. Del lado del receptor no debe existir más que la apertura receptiva. Ciertamente, también aquí se necesita una preparación. Pero la verdadera preparación para la comunión es la confesión y con ésta concluye. Y si luego de la comunión el hombre hubiese caído en pecado, debería confesarlo por lo menos a Dios, si no necesita hacerlo a la Iglesia. Este acto de purificación es anterior a la comunión y no es, acaso, la acción proporcionada del hombre frente al regalo del Señor en la comunión. La gracia de la comunión simplemente inunda, sobreabunda, escapa a todo cálculo. El hombre sólo puede dejarse desbordar por ella. La comunión es la respuesta sobreabundante del amor de Dios al apenas insinuado amor del hombre. Es la suspensión definitiva de todo cálculo, porque en su centro vive el misterio de la representación vicaria. Y la gracia del Hijo ha llevado este misterio hasta tal hondura que nosotros recibimos realmente su gracia; ésta pasa a nosotros y, así, ante el Padre estamos investidos con la gracia del Hijo.
En el momento en que tenemos en nosotros la carne de su Hijo, el Padre ve al Hijo en nosotros y a sus ojos somos los hermanos de su Hijo. Por eso, la comunión se convierte para el Padre en la ocasión de regalarnos su gracia, sólo ahora realmente en una medida infinita. Olvida que somos pecadores y nos contempla como si fuésemos hijos cabales. Ama a su Hijo de tal modo que por amor al Hijo nos acoge también a nosotros como hijos auténticos. Lo hace por amor al Hijo, a quien en el acto de su prodigarse le ha regalado la gracia de ser no simplemente el que se reparte, sino también el que recibe. Pues en la comunión, el Señor quiere saberse y sentirse hermano entre hermanos, quiere agasajarnos hasta tal punto que en ese don Él mismo sea agasajado por nosotros. Quien ha comulgado ya no es el mismo de antes. No en virtud del acto exterior de comulgar, sino porque el Señor en la comunión le transforma (sin que él sepa cómo) de vagabundo inútil en príncipe real. Es como si el Hijo de Dios hubiese recibido del Padre el permiso de jugar en la calle y, entonces, desde los callejones y vallados llevase a la casa paterna a sus compañeros de juego, andrajosos y piojosos como están, presentándolos como sus ‹amigos›. Y en el momento en que los presenta como tales, también lo son, se transforman en amigos de la casa, distinguidos y semejantes al Hijo.
Ésta es la gracia de la comunión que desborda toda medida. Bien se la puede llamar impersonal, aunque su acción toque lo más íntimo de nuestro ser. Su marea sube y crece por encima de nuestra persona, sin que podamos contenerla. La eucaristía en la Iglesia simplemente está presente, es presencia real y es administrada, en cierto modo, impersonalmente a todo el que la desee. No sólo es eficaz en el momento en que es distribuida. Ella actúa del mismo modo en la Iglesia como totalidad y en los creyentes particulares. Quienquiera la vea, quien esté en la Iglesia, es tocado por ella. Y también es recibida, si tan sólo es adorada. No actúa con menos fuerza durante una devoción vespertina que en la comunión matutina. La misma gracia de la comunión simplemente fluye, corre y llena con su luz 1,9 119 la Iglesia entera y a todos los que están en comunión con la Iglesia. Quien no la puede recibir de un modo exterior sacramental, en él actúa de un modo interior e inmediato.
El regalo del Señor es el mismo, pertenece al mismo modo de ser, inmenso y supra-personal, de su regalar-se. La comunión hace posible la Comunión de los Santos. Nadie puede ni le está permitido comulgar para sí, ni siquiera en el sentido en el que fue bautizado para sí. Entre confesión y comunión el paso es inmediato. Por la confesión, el camino al Señor está completamente libre: el Señor viene a su propia casa. Todo está preparado. El Señor en nosotros espera al Señor. La casa no necesita ser preparada aún de modo especial: ya está pronta. Nosotros estamos limpios, somos puros. En la confesión, el Señor nos da la posibilidad de presentarnos ante Él como sus criaturas. Por la confesión desaparece la importancia del pecado y del pecador, que nosotros somos. La indignidad ya no juega ningún papel. Cesa la infinita desproporción. Tampoco se da una proporción entre la frecuencia de la recepción de la confesión y el acto de recibir la comunión.
Para la frecuencia de la confesión son determinantes diversos puntos de vista: no debe ser tan frecuente que el pecador se ocupe más de sus propios pecados que de la gracia de Dios; pero tampoco puede ser demasiado infrecuente, para que el pecador experimente siempre de nuevo la apertura de su ser gracias al Señor en el sacerdote, y perciba esa voz del Señor que rompe y abre. Poco importa si confesamos nuestros pecados cotidianos y tan poco interesantes una vez por semana o una vez por mes. Por el contrario, sí importa cuántas veces experimentamos realmente la pureza del 1,9 120 Señor que nos llega de nuevo en la absolución. Tampoco la dirección espiritual junto a un sacerdote es motivo para una confesión más frecuente. En la confesión, el sacerdote sólo es un instrumento ministerial, el puro representante del Señor.
Para la frecuencia de la comunión son esenciales otros puntos de vista. El Señor es el alimento de nuestra alma y es bueno recibir a menudo este alimento, incluso diariamente. Él es nuestro alimento primario (lo cual justifica el mandato de sobriedad y ayuno antes de comulgar): un alimento que procede de arriba, del Padre, y quiere conducir hacia el Padre. No se lo puede asimilar como el cuerpo digiere una comida; no deja ninguna impureza; más bien, nos integra a nosotros mismos en el Señor, nos abre para su misión. La supervivencia eucarística del Señor en nosotros es la supervivencia de su misión en nosotros. Y esta misión se ha de escuchar de un modo diverso y nuevo en cada comunión. El alma nunca sabe de antemano cómo el Señor quiere donársele hoy. Cada vez que lo recibe, su espera del Señor debe ser del todo nueva, intacta, sin la palidez que da la costumbre. Esto es la sobriedad, el ayuno del alma, el vacío que presupone la verdadera contemplación. La comunión pierde su fecundidad si la costumbre ocupa en el alma el espacio que debe estar reservado al Señor. Entonces puede ser indicado disminuir su frecuencia, para poder volver a recibir más vivamente al Señor.
El Verbo se hace Carne p. 117