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 El Sacramento del Matrimonio - A. von Speyr

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El sacramento del MATRIMONIO tiene su aspecto particular y diferenciado en que es la consagración cristiana de la relación natural, espiritual-corporal, entre varón y mujer. Pero precisamente ahí está el punto de partida de su infinitud desbordante. Pues el matrimonio no toca a un sujeto singular, sino desde el inicio a una unidad viva de yo y tú. No es recibido por dos seres individuales, sino por una nueva comunidad. Es administrado a esta comunidad, es dado inseparablemente a los esposos, en tanto ellos son una nueva unidad en Dios. Hasta ahora la circulación de la gracia se movió desde Dios a los individuos, a la Iglesia y a Dios; ahora se mueve desde Dios a la comunidad matrimonial, al niño, y por todos ellos a la Iglesia y a Dios. En otras ocasiones el exceso de gracia redundaba en provecho de la Iglesia como institución ya existente; ahora la gracia es regalada a la familia como célula de la Iglesia misma.

En las gracias personales se necesita un sacrificio a fin de que la gracia se dirija a la comunidad; en la gracia donada a la familia, la gracia fluye de un modo espontáneo al niño. Es verdad que aquí también existe un peligro: que la familia se conciba como una comunidad cerrada, mientras debería abrirse por completo a la comunidad de la Iglesia. El individuo es más fácil de convencer de que él, como pecador, ha de cumplir el sacrificio de sí mismo. En la familia, por el contrario, existe una especie de ideal en cuyo nombre se da una inclinación a rechazar el sacrificio. Los padres, de buen grado, tienden a ocultar un egoísmo colectivo bajo la virtud de la previsión y del amor que se cumple en el seno de la familia. Y precisamente este seno familiar cerrado es hecho saltar por la gracia sacramental del matrimonio.

Es propio 1,9 126 de la esencia de esta gracia el hacer posible amar al niño en Dios y a Dios en el niño, el abrir el espacio del amor terreno para dejar entrar a Dios en ese espacio y con Dios, evidentemente, también a la Iglesia. La gracia matrimonial es, en primer lugar, la santificación de la vida de los esposos, haciendo posible que lo que uno posee se vuelva propiedad del otro y sea fecundo para el otro. Por la fe, el amor y el sacrificio de uno siempre son santificados los dos. Y además, cada día y cada hora los dos tienen la posibilidad de estar reunidos en nombre de Cristo, de manera que según su propia promesa Él mismo se hace presente en medio de ellos.

Pero todo esto sólo acontece en virtud de su primer sí, del sí que se han dado uno al otro formalmente en Dios, en el que se han entregado a Dios y dejado en manos de Dios uno al otro. En esta entrega recíproca del sí en Dios está el fundamento del misterio de la fecundidad natural y sobrenatural del matrimonio cristiano. En el sí cristiano de los esposos está contenido el sí al niño, pues dicen sí al amor como una gracia donada por Dios y fecunda a partir de Dios. Así el niño deja de ser el resultado aparentemente casual de un amor entre varón y mujer, lo cual acontece si el amor es visto y realizado desde un punto de vista meramente humano e instintivo. Pues este tipo de amor está primero cerrado en sí mismo y sólo casualmente es abierto por la fuerza de la existencia del niño. El niño pone a ese amor humano ante un problema adicional, totalmente nuevo, y una vez más se ha de buscar consejo sobre cómo situarse frente a esa nueva realidad. El niño de un matrimonio cristiano, por el contrario, ya fue afirmado y asumido con Dios desde el inicio como un fruto de la gracia divina 1,9 127 que se dona, como una realidad que pertenece a Dios y a la Iglesia, regalada a los esposos y no simplemente librada a su buen parecer, y que como tal arraiga el amor de los padres aún más fuertemente en Dios.

Por una parte, el amor mutuo de los esposos en Dios es tan grande que sólo puede ser llenado por Dios. Por otra, Dios lo regala tan expresamente como gracia que junto con ese amor es dada la promesa de la fecundidad; una promesa que permanece en Dios mismo y no pasa a ser posesión de los esposos. Una expresión de ello es que la generación acontece en la oscuridad, en una confianza ciega, y que los esposos no poseen ninguna seguridad acerca de la concepción del niño. Han puesto en las manos de Dios la decisión del cumplimiento de su amor, y con ello realizan lo que Dios exige por medio de la naturaleza a su misma creación: ellos lo reconocen como el Señor soberano de la fecundidad de todo amor. Por eso no se puede (ni se debe) calcular al niño, porque tampoco se puede calcular la gracia: el niño es una expresión de la libertad de toda fecundidad y, por eso, una imagen del Espíritu Santo. Hombre, mujer y niño son desde siempre una unidad en el plan de Dios. También como familia concreta son pensados y queridos en Dios como unidad. Esta mujer es destinada por Dios para este hombre y este niño es reservado para ambos. Así, en el plan de Dios, el niño ya existe como unidad de estos esposos, si bien temporal y fisiológicamente tan sólo dormita en la potencia de los padres que lo llevan por separado.

Potencialmente, el niño uno y único ya está presente en ambos y así constituye la unidad potencial de ambos. En la generación y en el parto ellos ponen fuera de sí esa unidad como unidad real: entregando lo que en Dios 1,9 128 los hace uno, ellos realizan esa unidad y en la forma del niño que Dios les regala de nuevo la vuelven a acoger en la unidad de su gracia matrimonial. Pero, siendo puesta fuera para hacerse real, esa unidad fue entregada en el seno de Dios, y por eso para los padres existe la obligación de dejarla ser fecunda también en Dios, de dejar que el fruto regrese a Dios. Y esto significa que deben entregar su niño en el seno de la Iglesia, en la comunidad de los que pertenecen a Dios. El niño de padres cristianos tiene, por ser un hijo de la gracia, un derecho intrínseco al bautismo. La gracia bautismal que el niño recibe actúa retroactivamente en la gracia matrimonial de los padres.

Y ambas gracias se incluyen una en la otra. Así, el matrimonio cristiano es una unidad en Dios y ya no puede hablarse de dos fines diferentes del matrimonio, como en un matrimonio natural. Sólo en el matrimonio natural puede contemplarse al niño como si estuviese fuera del amor personal de los esposos. En el matrimonio cristiano los esposos se pertenecen en Dios: en su fe, amor y esperanza siempre está incluido el niño que Dios puede regalarles. Dios puede reclamar el niño para sí, dándolo al sacerdocio o a la vida consagrada. Y estando dispuestos ya en el sí de su celebración matrimonial a dejar ir al niño por el camino de Dios, el sacrificio exigido a los padres ya estaba en el origen. Dios tampoco está obligado de modo necesario a regalar el niño a los padres. El niño no sería una gracia si Dios debiera dárselos de modo necesario.

En el permanecer abiertos a la bendición del niño, el matrimonio cristiano permanece abierto a la Iglesia. Todo matrimonio cristiano es bendecido por Dios y es fecundo en Dios, sea por la bendición de los niños o por la bendición 1,9 129 del sacrificio. Si Dios elige la segunda posibilidad, entonces la fecundidad del matrimonio se expande y crece espiritual e invisiblemente en el seno de la comunidad. La fecundidad natural y sobrenatural del matrimonio y de la Iglesia forman una unidad indivisible.

Así, la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada de los niños puede conducir a la muerte de la fecundidad natural de una familia, pero al inicio de una fecundidad infinita en la Iglesia. Y la Iglesia misma conoce el misterio dual de la bendición del sacrificio y de los niños. Pues es igualmente dejado al buen Dios tanto si Él quiere que la fe y el amor de una comunidad se vuelvan más ricos y fecundos, como si quiere –humanamente hablando– entregarla al destino de la esterilidad. Tanto si quiere hacer surgir de la sangre de los mártires el milagro de la nueva florescencia cristiana, como si quiere dejar desaparecer aparentemente sin fruto alguno la cristiandad perseguida en todo un territorio. En este misterio son el matrimonio cristiano y la Iglesia una sola cosa.

Pero su relación mutua nunca ha de entenderse como si la fecundidad matrimonial regalase niños a la Iglesia y la fecundidad de la Iglesia se alimentase de la del matrimonio. La fecundidad de la Iglesia se alimenta únicamente de Dios. El matrimonio cristiano es fecundo para la Iglesia sólo si él mismo es fecundado por Dios, si varón y mujer se consumen en Dios, si vierten en Dios su propia sustancia, sí mismos, sus posibilidades y oportunidades más propias, también si este regalo sucede en la forma del acto generativo y de la concepción. La Iglesia misma fue dada a luz en la muerte de Cristo, cuando Cristo entregó su propia sustancia y su propia potencia en la perfecta oscuridad de Dios, 1,9  130 sin poder ya controlarlas en sus efectos. En su palabra: ‹En tus manos, Padre, entrego mi Espíritu›, el Señor deviene el arquetipo perfecto del procreador. Tan profundamente se olvida de sí, tan absolutamente se desprende de sí, que no restituye su Espíritu en el Espíritu del Padre del cual lo había recibido, sino en sus manos. Todo matrimonio cristiano ha de abrirse y constituirse en este misterio de la cruz, para liberar y entregar el yo y toda sustancia propia a través de la familia, en un sacrificio de sí con Cristo a la Iglesia y por la Iglesia al Padre.£

 

 

 

 

 











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