EL ESPÍRITU SANTO LA PALABRA Y LA HOMILÍA
De este libro a la homilía
En las últimas páginas del Nuevo Testamento, se repite con
insistencia esta consigna: "El que tenga oído, oiga qué dice el Espíritu a
las Iglesias" (Ap 2, 7. 11 y passim). La sentencia obliga al pastor a
preguntarse, mientras elabora la predicación dominical, "¿qué dice el
Espíritu a las Iglesias?" Conforme a la teología de la homilía, la pregunta
se desdobla en otras interrogaciones:
¿Qué dice el Espíritu en el texto proclamado? (dimensión bíblica de la
homilía).
¿Qué dice el Espíritu en el texto proclamado junto con la Eucaristía?
(dimensión litúrgica de la homilía).
¿Qué dice el Espíritu en el texto proclamado junto con la Eucaristía a las
Iglesias? (dimensión eclesial y personal de la homilía).
Las respuestas articulan la composición de la homilía.
Si en la preparación de la homilía no se responde o se responde
inadecuadamente, la homilía degenera, se convierte en predicación
simplemente instructiva, formativa, o en exhortación moral de uno u otro
signo, en desarrollo de temas al gusto del momento... La predicación de una
sola homilía puede no ser tenida en cuenta; pero los sesenta espacios
homiléticos de cada año litúrgico sí; suponen una importante oportunidad y
suman un tiempo considerable, del que es responsable el que predica.
Recuérdese que no hay reunión política ni deportiva que reúna con asiduidad
semanal al 30 por ciento aproximadamente de los españoles, como lo consigue
la Eucaristía dominical. La larga cadena anual de los diez minutos
homiléticos, si es lo que debe ser, deja huella, alcanza una más plena
participación en la celebración y va logrando más calidad de vida cristiana;
si no, es tiempo perdido o sirve a otros objetivos deseables pero no propios
de esta parte de la celebración eucarística (cf. SC 52). En estos casos, se
diluyen o se pierden los valores y frutos propios de la homilía,
irrecuperables fuera de ella.
¿Qué dice el Espíritu en el texto proclamado?
La Biblia se puede abordar desde muy distintos puntos de vista. Desde la
filología, la historia, el análisis literario... desde distintas
perspectivas exegéticas convenientes para saber qué dice el texto... El
Concilio Vaticano II insiste en que se ha de conocer el texto bíblico, su
sentido literal, no el literalista. Este libro que presentamos ofrece la
ayuda del Catecismo de la Iglesia Católica, por la gran riqueza que
contiene, por ser un documento único en su género por el valor magisterial
que posee. Garantizará el sentido literal de los textos bíblicos de cada
Domingo y fiesta en los apartados: I. La Palabra de Dios (donde los
"títulos" condensan el sentido de los textos) y en el apartado II. Apunte
bíblico-litúrgico.
Sin embargo, para captar la Palabra de Dios, no basta, aunque sea necesario,
saber qué dice el texto, porque la Biblia es, a la vez, humano-divina.
El mismo Espíritu Santo que la ha inspirado habla con palabras humanas y, a
la vez, las desborda (1Co 2,9s.), sugiere mucho más, porque su mensaje es
divino. El sentido literal, aunque básico, es insuficiente. Por eso el
Concilio insiste en que se ha de avanzar más allá en la profundidad del
texto: "La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con
que fue escrita" (cf. DV 12c). Es decir que el que predica, como todo
intérprete de la Escritura, ha de preguntarse ¿qué dice el Espíritu en el
texto proclamado?
Para esto, el mismo Concilio apunta el camino: "Se ha de mirar con no menor
diligencia que la ejercida para conocer el sentido literal el contenido y la
unidad de toda la Escritura" (cf. ib.). La Sagrada Escritura es una, porque
tiene un fin: descubrir gradualmente el único designio de Dios sobre la
humanidad. El Espíritu Santo habla del principio al fin y expone el plan
definitivo de Dios. Por eso, para saber qué se dice en un texto se ha de
conocer qué dice el mismo Espíritu en otros lugares de la Escritura.
Inmediatamente el Concilio señala cómo y dónde se encuentra la unidad de la
Escritura tan multiforme. No basta estudiar los textos bíblicos y
familiarizarse con ellos. "Se ha de tener en cuenta la interpretación de la
Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe" (cf. ib.). La
Sagrada Tradición, porque en ella se ha leído la Sagrada Escritura como un
libro; el Antiguo Testamento como semilla del Nuevo y éste como desarrollo
de aquél 1. La analogía de la fe, porque es la relación de unas y otras
verdades y de todas con el centro, que es Cristo. La analogía, a su vez,
está presente a lo largo de la Tradición y en cada época.
Para esta tarea ;ema primera vista ingente;em, el celebrante cuenta con una
gran ayuda, bien garantizada, que es el Catecismo de la Iglesia Católica,
que en cuanto tesoro de la Sagrada Tradición, muestra el único designio de
Dios y enseña, por tanto, lo que dice el Espíritu en la Palabra que Él mismo
ha inspirado.
En esta obra, con la ayuda del Catecismo de la Iglesia Católica,
encontraremos el sentido "según el Espíritu" de los textos homiléticos de
cada Domingo y fiesta, en los apartados: II. Apunte bíblico-litúrgico (ya
citado) y IV. La fe de la Iglesia, que comprende: la fe, la respuesta y el
testimonio cristiano de los que nos han precedido en los caminos del Reino.
¿Qué dice el Espíritu en el texto proclamado junto con la Eucaristía?
Como ya se ha indicado, aludimos tan sólo aquí a este rasgo propio y fuerte
de la homilía, que es su vinculación con el sacramento (dimensión
litúrgica). La palabra homilética tiene una peculiaridad que le da intimidad
divina. Es predicación incrustada en el desarrollo del misterio sacramental
y junto a lo más hondo del mismo, la celebración de la Eucaristía en el Día
del Señor. Por eso, el que proclama la homilía ha de atender a la
celebración, y hacer patente la vinculación de la Palabra con el Sacramento.
Para esto ha de recorrer los formularios litúrgicos de cada Domingo y
fiesta. Ha de recordar el sentido de las distintas partes de la Misa y el
marco en que se celebra: el Día del Señor, Día por excelencia de la
Eucaristía. De ese bloque litúrgico ha de incorporar a la predicación
aquello que ahonda el mensaje del Espíritu contenido en la Palabra. Así, la
homilía, situada en el quicio entre la proclamación de la Palabra y la
celebración del Sacramento inicia e introduce en la Eucaristía. No debe
olvidarse la necesaria vinculación de la Palabra y del Sacramento.
¿Qué dice el Espíritu, en el texto proclamado junto con la Eucaristía, a las
Iglesias?
Aludimos a la dimensión eclesial y personal de la homilía. El Espíritu de
Dios no habla en el vacío. Dios ama a la Iglesia de su Hijo y a cada uno de
sus miembros, "hijos en el Hijo". El Espíritu Santo habla a cada Iglesia, a
cada asamblea y a cada fiel en ella. Por eso, el pastor, portavoz del
Espíritu Santo, ha de aplicar el mensaje a esta comunidad, a este grupo
humano, ha de exponer cómo afecta a esta asamblea lo que dice el Espíritu a
las Iglesias.
Esta dimensión eclesial y personal de la homilía obliga a responder a las
aspiraciones y expectativas del corazón humano, porque la Palabra
pronunciada por el Espíritu Santo es Palabra de salvación. Y también impulsa
a cuestionar al ser humano, porque el hombre viejo que aún vive ;emaunque
esté herido de muerte;em en cada uno de nosotros ha de ir muriendo en lenta
agonía, poco a poco, en las personas y las sociedades. Esta muerte hará
efectiva la Palabra de Vida que colma las aspiraciones y expectativas del
corazón humano. La actividad del Espíritu Santo se rige por la ley pascual
de muerte-vida. Cuando en la homilía se diluye la interpelación al hombre
viejo que todos llevamos dentro y no se propicia la respuesta del corazón
humano a la Palabra que salva, la Palabra de Dios no ha sido bien anunciada.
La persona del celebrante
En gran medida la homilía depende de quien la predica. A él le toca
seleccionar y ordenar el material adquirido en las tres respuestas que la
articulan. A él le toca buscar las formulaciones más precisas y
significativas, y comunicarse con sus oyentes. Todo ello sin caer en el
subjetivismo, porque su tarea es profética. En definitiva es él quien debe
preparar, reflexionar y orar la homilía; a él le toca trabajar
concienzudamente la homilía.
Ahora bien, no basta trabajar, porque "si el Señor no construye la casa, en
vano se cansan..." Es preciso sintonizar con el Espíritu que habla a las
Iglesias. Por esto, la homilía es tarea espiritual. El Espíritu está activo
en la Palabra y en toda la celebración, en quien predica y en la asamblea
habitualmente formada por gran variedad de gentes en distinta situación de
fe (convencidos, inseguros, pasivos...), para todos es la Palabra: "El que
tenga oído, que oiga qué dice el Espíritu a las Iglesias" (Ap 2,7).
La homilía articulada, según las respuestas a las tres preguntas arriba
formuladas, enriquecida con las aportaciones del Catecismo de la Iglesia
Católica, trabajada, convertida en sabiduría ;emdon del Espíritu Santo;em
por la oración, será una homilía lograda. Además, al cabo de tres años, una
vez recorridos los correspondientes ciclos del Leccionario, ministros y
fieles habrán podido recibir ese gran tesoro escondido que es el Catecismo
de la Iglesia Católica.
(1 Cf. S. Agustín, Quaest. in Hept. 2, 73: PL 34, 623).
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