Cartas del diablo a su sobrino
C.S. Lewis
("The Screwtape Letters")
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un brindis
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Contenido
PREFACIO
Prólogo
I Mi querido Orugario
II Mi querido Orugario
III Mi querido Orugario
IV Mi querido Orugario
V "El deber debe
anteponerse al placer"
VI Mi querido Orugario
VII Mi querido Orugario
VIII "Como espíritus permanecen al mundo eterno, pero como animales habitan
el tiempo"
IX Mi
querido Orugario
X La influencia de los
que se te acercan
XI Mi
querido Orugario
XII "Ahora veo que he dejado pasar la mayor parte de mi vida sin hacer ni lo
que debía ni lo que me apetecía"
XIII Mi querido Orugario
XIV Mi querido Orugario
XV Mi querido Orugario
XVI Mi querido Orugario
XVII La gula, como un medio no tan eficiente de un demonio para hacerse del
alma de un mortal.
XVIII Mi querido Orugario
XIX Mi querido Orugario
XX Matrimonios fracasados - El prototipo de mujer que la hace verse como las
mujeres en vida real no pueden estar
XXI Mi querido Orugario
XXII Mi querido Orugario
XXIII Mi querido Orugario
XXIV Mi querido Orugario
XXV Mi querido Orugario
XXVI Mi querido Orugario
XXVII Mi querido Orugario
XXVIII Mi querido Orugario
XXIX Mi querido Orugario
XXX Mi querido Orugario
XXX Mi
querido, mi queridísimo Orugario, ricura, monada
PREFACIO
Las cartas de Escrutopo aparecieron durante la segunda Guerra Alemana, en el
desaparecido Manchester Guardian. Espero que no precipitasen su defunción,
pero lo cierto es que le hicieron perder un lector: un clérigo rural
escribió al director, dándose de baja como suscritor, con el pretexto de que
«muchos de los consejos que se daban en estas cartas le parecían no sólo
erróneos, sino decididamente diabólicos».
Por lo general, sin embargo, tuvieron una acogida como nunca hubiera soñado.
Las críticas fueron elogiosas o estaban llenas de esa clase de irritación
que le dice al autor que ha dado en el blanco que se proponía; las ventas
fueron inicialmente prodigiosas (para lo que acostumbran a venderse mis
libros), y se han mantenido estables.
Desde luego, las ventas de un libro no significan lo que los autores
esperan. Si se midiese lo que se lee la Biblia en Inglaterra en función del
número de Biblias vendidas, se cometería un grave error. Pues bien, en una
escala más modesta, las ventas de Las cartas de Escrutopo encierran una
ambigüedad semejante: es el tipo de libro que se suele regalar a un
ahijado, que se lee en voz alta en las residencias de ancianos. Es, incluso,
el género de libro que, como he podido observar con una sonrisa
escarmentada, tiende a ser depositado en los cuartos de invitados, para
llevar en ellos una vida de ininterrumpida tranquilidad, en compañía de The
Road Mender, John Inglesan[1] y La vida de las abejas[2]. A veces se compra
por motivos más humillantes todavía. Una señora que yo conocía descubrió
que la joven y encantadora enfermera en prácticas que llenaba su bolsa de
agua caliente en el hospital había leído Cartas. También averiguó por qué
las había leído.
—Verá —le dijo la joven—; se nos advirtió que en las entrevistas de examen,
después de las preguntas de verdad, las técnicas, las matronas o los médicos
preguntan, a veces, qué tipo de cosas le interesan a una. Lo mejor es decir
que se ha leído algo. Así que nos dieron una lista de unos diez libros que
suelen hacer bastante buena impresión, y nos dijeron que debíamos leer por
lo menos uno de ellos.
—¿Y usted eligió Cartas?
—Bueno, claro: era el más corto.
Con todo, una vez hechas todas las salvedades, el libro ha tenido un número
suficiente de lectores de verdad como para que valga la pena dar respuesta a
algunos de los interrogantes que ha suscitado entre ellos.
La pregunta más corriente es si realmente «creo en el Diablo».
Ahora bien; si por «el Diablo» se entiende un poder opuesto a Dios, y como
Dios, existente por toda la eternidad, la respuesta es, desde luego, no. No
hay más ser no creado que Dios. Dios no tiene contrario. Ningún ser podría
alcanzar una «perfecta maldad» opuesta a la perfecta bondad de Dios, ya que,
una vez descartado todo lo bueno (inteligencia, voluntad, memoria, energía,
y la existencia misma), no quedaría nada de él.
La pregunta adecuada sería si creo en los diablos. Sí, creo. Es decir, creo
en los ángeles, y creo que algunos de ellos, abusando de su libre albedrío,
se han enemistado con Dios y, en consecuencia, con nosotros. A estos ángeles
podemos llamarles «diablos». No son de naturaleza diferente que los ángeles
buenos, pero su naturaleza es depravada. Diablo es lo contrario que ángel
tan sólo como un Hombre Malo es lo contrario de un Hombre Bueno. Satán, el
cabecilla o dictador de los diablos, es lo contrario no de Dios, sino del
arcángel Miguel.
Creo esto no porque forme parte de mi credo religioso, sino porque es una de
mis opiniones. Mi religión no se desmoronaría si se demostrase que esta
opinión es infundada. Hasta que eso ocurra —y es difícil conseguir pruebas
negativas—, la mantendré. Me parece que explica muchas cosas. Concuerda con
el sentido llano de las Escrituras, con la tradición de la Cristiandad y con
las creencias y la mayor parte de los hombres de casi todas las épocas. Y no
es incompatible con nada que las ciencias hayan demostrado.
Debiera ser innecesario (pero no lo es) añadir que creer en los ángeles,
buenos o malos, no significa creer en unos ni en otros tal y como se les
representa en las artes y en la literatura. Se pinta a los diablos con alas
de murciélago y a los ángeles con alas de pájaro, no porque nadie sostenga
que la degradación moral tienda a convertir las plumas en membrana, sino
porque a la mayoría de los hombres le gustan más los pájaros que los
murciélagos. Se les pintan alas, para empezar, con la intención de dar una
idea de la celeridad de la energía intelectual libre de todo impedimento.
Se les confiere forma humana porque la única criatura racional que conocemos
es el hombre. Al ser criaturas superiores a nosotros en el orden natural,
incorpóreas o que animan cuerpos de un tipo que ni siquiera podemos
imaginar, hay que representarlas simbólicamente, si se quiere representarlas
de algún modo.
Además, estas formas no sólo son simbólicas, sino que la gente sensata
siempre ha sabido que eran simbólicas. Los griegos no creían que los dioses
tuviesen realmente las hermosas formas humanas que les daban sus escultores.
En su poesía, un dios que quiere «aparecerse» a un mortal asume
temporalmente la apariencia de un hombre. La teología cristiana ha explicado
casi siempre la «aparición» de un ángel del mismo modo. «Sólo los ignorantes
se imaginan que los espíritus son realmente hombres alados», dijo Dionisio
en el siglo V.
En las artes plásticas, estos símbolos han degenerado continuamente. Los
ángeles de Fra Angélico llevan en su rostro y en su actitud la paz y la
autoridad del Cielo; luego vinieron los regordetes desnudos infantiles de
Rafael; por último, los ángeles suaves, esbeltos, aniñados y consoladores
del arte decimonónico, de formas tan femeninas que sólo su total insipidez
evita que resulten voluptuosas: parecen las frígidas huríes de un paraíso de
saloncito. Son un símbolo pernicioso. En las Escrituras, la visitación de
un ángel es siempre alarmante; tiene que empezar por decir: «No temas.» El
ángel Victoriano, en cambio, parece a punto de susurrar: «Ea, ea, no es
nada.»
Los símbolos literarios encierran un mayor peligro, ya que no son tan
fácilmente reconocibles como simbólicos. Los mejores son los del Dante:
ante sus ángeles nos sumimos en un auténtico temor reverencial, y sus
diablos se aproximan mucho más —por su rabia, despecho e indecencia— a lo
que debe ser la realidad que cualquier cosa de Milton, como señaló
acertadamente Ruskin. Los diablos de Milton, por su grandiosidad y su
elevada poesía, han hecho mucho daño, y sus ángeles deben demasiado a
Hornero y a Rafael. Pero la imagen verdaderamente nociva es el Mefistófeles
de Goethe. Es Fausto, y no Mefistófeles, quien de verdad exhibe la
implacable, insomne y crispada concentración en sí mismo que es la marca
del Infierno. El divertido, civilizado, sensato y flexible Mefistófeles ha
contribuido a fortalecer la ilusoria creencia de que el mal es liberador.
Un hombre pequeño puede evitar, en ocasiones, un error cometido por un gran
hombre, y yo estaba decidido a conseguir que mi simbolismo no incurriese, al
menos, en el mismo error que el de Goethe. Porque el humor implica un cierto
sentido de las proporciones, y la capacidad de verse a uno mismo desde
fuera, y yo creo que, atribuyamos lo que atribuyamos a los seres que pecaron
de orgullo, no debemos atribuirles precisamente eso. «Satán cayó por la
fuerza de gravedad», dijo Chesterton3[3]. Se debe representar el Infierno
como un estado en el que todo el mundo está perpetuamente pendiente de su
propia dignidad y de su propio enaltecimiento, en el que todos se sienten
agraviados, y en el que todos viven las pasiones mortalmente serias que son
la envidia, la presunción y el resentimiento. Eso, para empezar; en cuanto
a lo demás, mi elección de símbolos depende, supongo, de mi temperamento y
de la época.
Me gustan mucho más los murciélagos que los burócratas. Vivo en la Era del
Dirigismo, en un mundo dominado por la Administración. El mayor mal no se
hace ahora en aquellas sórdidas «guaridas de criminales» que a Dickens le
gustaba pintar. Ni siquiera se hace, de hecho, en los campos de
concentración o de trabajos forzados. En los campos vemos su resultado
final, pero es concebido y ordenado (instigado, secundado, ejecutado y
controlado) en oficinas limpias, alfombradas, con calefacción y bien
iluminadas, por hombres tranquilos de cuello de camisa blanco, con las uñas
cortadas y las mejillas bien afeitadas, que ni siquiera necesitan alzar la
voz. En consecuencia, y bastante lógicamente, mi símbolo del Infierno es
algo así como la burocracia de un estado policía, o las oficinas de una
empresa dedicada a negocios verdaderamente sucios.
Milton nos ha dicho que «diablo con diablo condenado mantiene firme
concordia». Pero, me pregunto yo, ¿cómo? Desde luego, no por amistad: un ser
que aún puede sentir afecto no es todavía un diablo. También en este sentido
mi símbolo me parece útil, porque permitía, por medio de paralelismos
terrenales, describir una sociedad oficial sostenida enteramente por el
miedo y la avaricia. En la superficie, los modales de sus habitantes son
normalmente amables; la grosería para con los superiores de uno sería,
evidentemente, suicida, y la grosería para con los iguales podría ponerles
en guardia antes de que uno estuviese preparado para adelantárseles. Y es
que, por supuesto, el principio rector de toda la organización es que «el
perro se come al perro». Todos desean el descrédito, la degradación y la
ruina de los demás; todos son expertos en el arte del informe confidencial,
la alianza fingida, la puñalada a traición. Por encima de todo eso, sus
buenos modales, sus expresiones de grave respeto, sus «homenajes» a los
invaluables servicios prestados por los demás constituyen una tenue certeza
que de vez en cuando se agrieta, y hace erupción la lava ardiente de su odio
mutuo.
Este símbolo me permitía también deshacerme de la absurda idea de que los
diablos están consagrados a la búsqueda desinteresada de algo llamado el Mal
(la mayúscula es esencial). Mis diablos no tienen nada que ver con semejante
fantasía. Los ángeles malos, como los hombres malos, son enteramente
prácticos. Tienen dos motivaciones. La primera es el temor al castigo: al
igual que los países totalitarios tienen sus campos de tortura, mi Infierno
contiene Infiernos más profundos, que son sus «correccionales». Su segunda
motivación es una especie de hambre. Me imagino que los diablos pueden, en
un sentido espiritual, devorarse mutuamente; y devorarnos a nosotros, claro.
Incluso en la vida humana hemos visto la pasión de dominar, casi de digerir
al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera
prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los
propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno
mismo, por medio del prójimo. Por supuesto que sus pequeñas pasiones deben
ser suprimidas para hacer sitio a las propias, y si el prójimo se resiste a
esta supresión está comportándose de forma muy egoísta.
En la Tierra, a este deseo se le llama con frecuencia «amor». En el
Infierno, me imagino, lo reconocen como hambre. Pero allí el hambre es más
voraz, y se puede satisfacer más completamente. Allí, sugiero, el espíritu
más fuerte —tal vez no haya cuerpos que lo impidan— puede absorber real e
irrevocablemente al más débil en su interior, e imponer perpetuamente su
propio ser a la individualidad atropellada del más débil. Por eso, me
imagino, los diablos desean las almas humanas y las de los otros diablos;
por eso Satán desea a todos sus seguidores, a todos los hijos de Eva y a
todas las huestes del Cielo: sueña con la llegada de un día en que todos
estén dentro de él, cuando todo aquel que diga «yo» sólo pueda decirlo a
través de Satán. Supongo que esto es la parodia de la araña hinchada, la
única imitación al alcance de Satán de esa insondable magnanimidad por medio
de la cual Dios convierte a sus instrumentos en servidores y a sus
servidores en hijos, para que puedan al fin reunirse con Él, en la perfecta
libertad de un amor ofrecido desde la altura de las individualidades
absolutas que han podido alcanzar gracias a la liberación divina.
Pero, como en el cuento de Grimm[4], des träumte mir nur, todo esto no es
más que mito y leyenda. Por eso, la pregunta acerca de mi opinión sobre los
diablos, aunque, una vez formulada, merezca una respuesta, tiene en
realidad una importancia mínima para el lector de Cartas. Para aquellos que
compartan mi opinión, mis diablos serán símbolos de una realidad concreta;
para otros, serán la personificación de ideas abstractas, y el libro será
una alegoría. Pero importa poco de qué modo se lea, ya que su intención no
era, por supuesto, la de especular acerca de la vida diabólica, sino la de
iluminar, desde un ángulo nuevo, la vida de los hombres.
Me dicen que no fui el primero, que alguien escribió cartas de un diablo ya
en el siglo XVII. No conozco ese libro, y tengo entendido que su punto de
vista era principalmente político. Pero reconozco gustosamente mi deuda para
con The Confessions of a WellMeaning Woman, de Stephen McKenna. La relación
puede no ser evidente, pero se hallará en él la misma inversión moral —todo
lo negro, blanco, y todo lo blanco, negro—, y el humor que nace de hablar a
través de un personaje totalmente desprovisto de sentido del humor. La idea
del canibalismo espiritual debe algo, probablemente, a las horripilantes
escenas de «absorción» del olvidado Voyage to Arcturus, de David Lindsay[5].
Los nombres de mis diablos han despertado mucha curiosidad, y se han
aventurado numerosas explicaciones, todas ellas equivocadas. La verdad es
que me propuse, simplemente, hacerlos repugnantes —y quizá también en esto
le deba algo a Lindsay— por el sonido. Una vez inventado un nombre, podría
especular, como cualquier otra persona (y no con más autoridad que
cualquiera), acerca de las asociaciones fonéticas que me produjeron el
efecto desagradable. Me imagino que escroto, Gestapo, topo y tópico tuvieron
algo que ver con el nombre de mi protagonista, y que baba, bobo, lapo y lapa
han ido a parar a Babalapo [6].
Algunos me han hecho el inmerecido elogio de suponer que mis Cartas eran el
fruto maduro de largos años de estudios de teología moral y de ascética.
Olvidan, sin duda, que existe un medio igualmente fidedigno, aunque menos
encomiable, de aprender cómo funciona la tentación. «Mi corazón —no
necesito el de otro— me mostró la maldad de los impíos.»
Se me pidió o aconsejó con frecuencia que ampliase las Cartas originales,
pero durante muchos años no me apeteció lo más mínimo. Aunque nunca había
escrito con tanta facilidad, nunca escribí con menos gozo. La facilidad
provenía, sin duda, de que el artificio de las cartas diabólicas, una vez
que se ha tenido la idea, se explota a sí mismo espontáneamente, como los
hombres grandes y pequeños de Swift, o la filosofía médica y ética de
Erewhon, o la Piedra Garuda de Anstey[7]. Es una idea que le arrastraría a
uno durante mil páginas si se le diese rienda suelta. Pero, aunque era fácil
adoptar la actitud mental de un diablo, no resultaba divertido, o no por
mucho tiempo. El esfuerzo me producía una especie de calambre espiritual:
mientras hablaba por Escrutopo, tenía que proyectarme a un trabajo que no
era sino polvo, arena, sed y picor; cualquier atisbo de belleza, frescor y
cordialidad tenía que ser excluido. Casi me ahogo antes de acabar el libro;
hubiera ahogado a mis lectores si lo hubiese prolongado.
Además, le tenía cierta inquina a mi libro, por no ser un libro diferente,
un libro que nadie hubiese podido escribir. Idealmente, los consejos de
Escrutopo a Orugario debieran haber sido contrapuestos a los consejos
arcangélicos al ángel de la guarda del paciente. Sin esto, la visión de la
vida humana que da el libro resulta parcial y desequilibrada. Pero, ¿cómo
remediar tal deficiencia? Porque, incluso si un hombre y habría de ser un
hombre mucho mejor que yo— pudiese escalar las alturas espirituales
necesarias para ello, ¿qué «estilo justificable» podría utilizar? Porque el
estilo sería, realmente, parte del contenido. Los consejos, sin más, no
servirían de nada; cada frase habría de tener el aroma del Cielo. Y hoy día,
incluso si uno fuese capaz de escribir una prosa como la de Traherne [8], no
se le permitiría, porque el criterio de «funcionalidad» ha inutilizado a la
literatura para la mitad de sus funciones. (En el fondo, cada ideal
estilístico dicta no sólo cómo se debieran decir las cosas, sino qué género
de cosas se pueden decir.) Luego, al pasar los años y convertirse la
sofocante experiencia de escribir las Cartas en un débil recuerdo, se me
empezaron a ocurrir ciertas reflexiones sobre esto y aquello, que parecían
requerir, de algún modo, un tratamiento «escrutopiano». Pero estaba
firmemente decidido a no volver a escribir una Carta. La idea de algo así
como una conferencia o un «discurso» planeó vagamente por mi cabeza; idea
ora olvidada, ora recordada, pero nunca escrita. Entonces me llegó una
invitación del Saturday Evening Post, y eso apretó el gatillo..."[9]
Prólogo
No tengo la menor intención de explicar cómo cayó en mis manos la
correspondencia que ahora ofrezco al público.
En lo que se refiere a los diablos, la raza humana puede caer en dos errores
iguales y de signo opuesto. Uno consiste en no creer en su existencia. El
otro, en creer en los diablos y sentir por ellos un interés excesivo y
malsano. Los diablos se sienten igualmente halagados por ambos errores, y
acogen con idéntico entusiasmo a un materialista que a un hechicero. El
género de escritura empleado en este libro puede ser logrado muy fácilmente
por cualquiera que haya adquirido la destreza necesaria; pero no la
aprenderán de mí personas mal intencionadas o excitables, que podrían hacer
mal uso de ella.
Se aconseja a los lectores que recuerden que el diablo es un mentiroso. No
debe aceptarse como verídico, ni siquiera desde su particular punto de
vista, todo lo que dice Escrutopo. No he tratado de identificar a ninguno de
los seres humanos mencionados en las cartas, pero me parece muy improbable
que los retratos que hacen, por ejemplo, del padre Spije, o de la madre del
paciente, sean enteramente justos. El pensamiento desiderativo se da en el
Infierno, lo mismo que en la Tierra.
Para terminar, debiera añadir que no se ha hecho el menor esfuerzo para
esclarecer la cronología de las cartas. La número XVII parece haber sido
redactada antes de que el racionamiento llegase a ser drástico, pero, por lo
general, el sistema de fechas diabólico no parece tener relación alguna con
el tiempo terrestre, y no he intentado recomponerlo. Evidentemente, salvo en
la medida en que afectaba, de vez en cuando, al estado de ánimo de algún ser
humano, la historia de la Guerra Europea carecía de interés para Escrutopo.
C. S. LEWIS Afagdalen College, 5 de julio de 1941
«La mejor forma de expulsar al diablo, si no se rinde ante el texto de las
Escrituras, es mofarse y no hacerle caso, porque no puede soportar el
desprecio.»
LUTERO
«El diablo... el espíritu orgulloso...
no puede aguantar que se mofen de él.»
Tomás Moro
I
Mi querido Orugario:
Tomo nota de lo que dices acerca de orientar las lecturas de tu paciente y
de ocuparte de que vea muy a menudo a su amigo materialista, pero ¿no
estarás pecando de ingenuo? Parece como si creyeses que los razonamientos
son el mejor medio de librarle de las garras del Enemigo. Si hubiese vivido
hace unos (pocos) siglos, es posible que sí: en aquella época, los hombres
todavía sabían bastante bien cuándo estaba probada una cosa y cuándo no lo
estaba; y una vez demostrada, la creían de verdad; todavía unían el
pensamiento a la acción, y estaban dispuestos a cambiar su modo de vida como
consecuencia de una cadena de razonamientos. Pero ahora, con las revistas
semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre
se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza,
bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa,
ante todo, si las doctrinas son «ciertas» o «falsas», sino «académicas» o
«prácticas», «superadas» o «actuales», «convencionales» o «implacables». La
jerga, no la argumentaci6n, es tu mejor aliado en la labor de mantenerle
apartado de la Iglesia. ¡No pierdas el tiempo tratando de hacerle creer que
el materialismo es la verdad! Hazle pensar que es poderoso, o sobrio, o
valiente; que es la filosofía del futuro. Eso es lo que le importa.
La pega de los razonamientos consiste en que trasladan la lucha al campo
propio del Enemigo: también El puede argumentar, mientras que, en el tipo de
propaganda realmente práctica que te sugiero, ha demostrado durante siglos
estar muy por debajo de Nuestro Padre de las Profundidades. El mero hecho de
razonar despeja la mente del paciente, y, una vez despierta su razón, ¿quién
puede prever el resultado? Incluso si una determinada línea de pensamiento
se puede retorcer hasta que acabe por favorecernos, te encontrarás con que
has estado reforzando en tu paciente la funesta costumbre de ocuparse de
cuestiones generales y de dejar de atender exclusivamente al flujo de sus
experiencias sensoriales inmediatas. Tu trabajo consiste en fijar su
atención en este flujo. Enséñale a llamarlo «vida real», y no le dejes
preguntarse qué entiende por «real».
Recuerda que no es, como tú, un espíritu puro. Al no haber sido nunca un ser
humano (¡oh, esa abominable ventaja del Enemigo!), no te puedes hacer idea
de hasta qué punto son esclavos de lo ordinario. Tuve una vez un paciente,
ateo convencido, que solía leer en la Biblioteca del Museo Británico. Un
día, mientras estaba leyendo, vi que sus pensamientos empezaban a tomar el
mal camino. El Enemigo estuvo a su lado al instante, por supuesto, y antes
de saber a ciencia cierta dónde estaba, vi que mi labor de veinte años
empezaba a tambalearse. Si llego a perder la cabeza, y empiezo a tratar de
defenderme con razonamientos, hubiese estado perdido, pero no fui tan necio.
Dirigí mi ataque, inmediatamente, a aquella parte del hombre que había
llegado a controlar mejor, y le sugerí que ya era hora de comer.
Presumiblemente — ¿ sabes que nunca se puede oír exactamente lo que les
dice?—, el Enemigo contraatacó diciendo que aquello era mucho más importante
que la comida; por lo menos, creo que ésa debía ser la línea de Su
argumentación, porque cuando yo dije: «Exacto: de hecho, demasiado
importante como para abordarlo a última hora de la mañana», la cara del
paciente se iluminó perceptiblemente, y cuando pude agregar: «Mucho mejor
volver después del almuerzo, y estudiarlo a fondo, con la mente despejada»,
iba ya camino de la puerta. Una vez en la calle, la batalla estaba ganada:
le hice ver un vendedor de periódicos que anunciaba la edición del mediodía,
y un autobús número 73 que pasaba por allí, y antes de que hubiese llegado
al pie de la escalinata, ya le había inculcado la convicción indestructible
de que, a pesar de cualquier idea rara que pudiera pasársele por la cabeza a
un hombre encerrado a solas con sus libros, una sana dosis de «vida real»
(con lo que se refería al autobús y al vendedor de periódicos) era
suficiente para demostrar que ese «tipo de cosas» no pueden ser verdad.
Sabía que se había salvado por los pelos, y años después solía hablar de
«ese confuso sentido de la realidad que es la última protección contra las
aberraciones de la mera lógica». Ahora está a salvo, en la casa de Nuestro
Padre.
¿Empiezas a coger la idea? Gracias a ciertos procesos que pusimos en marcha
en su interior hace siglos, les resulta totalmente imposible creer en lo
extraordinario mientras tienen algo conocido a la vista. No dejes de
insistir acerca de la normalidad de las cosas. Sobre todo, no intentes
utilizar la ciencia (quiero decir, las ciencias de verdad) como defensa
contra el Cristianismo, porque, con toda seguridad, le incitarán a pensar en
realidades que no puede tocar ni ver. Se han dado casos lamentables entre
los físicos modernos. Y si ha de juguetear con las ciencias, que se limite a
la economía y la sociología; no le dejes alejarse de la invaluable «vida
real». Pero lo mejor es no dejarle leer libros científicos, sino darle la
sensación general de que sabe todo, y que todo lo que haya pescado en
conversaciones o lecturas es «el resultado de las últimas investigaciones».
Acuérdate de que estás ahí para embarullarle; por como habláis algunos
demonios jóvenes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en
enseñar.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
II
Mi querido Orugario:
Veo con verdadero disgusto que tu paciente se ha hecho cristiano. No te
permitas la vana esperanza de que vas a conseguir librarte del castigo
acostumbrado; de hecho, confío en que, en tus mejores momentos, ni siquiera
querrías eludirlo. Mientras tanto, tenemos que hacer lo que podamos, en
vista de la situación. No hay que desesperar: cientos de esos conversos
adultos, tras una breve temporada en el campo del Enemigo, han sido
reclamados y están ahora con nosotros. Todos los hábitos del paciente, tanto
mentales como corporales, están todavía de nuestra parte.
En la actualidad, la misma Iglesia es uno de nuestros grandes aliados. No
me interpretes mal; no me refiero a la Iglesia de raíces eternas, que vemos
extenderse en el tiempo y en el espacio, temible como un ejército con las
banderas desplegadas y ondeando al viento. Confieso que es un espectáculo
que llena de inquietud incluso a nuestros más audaces tentadores; pero, por
fortuna, se trata de un espectáculo completamente invisible para esos
humanos; todo lo que puede ver tu paciente es el edificio a medio construir,
en estilo gótico de imitación, que se erige en el nuevo solar. Y cuando
penetra en la iglesia, ve al tendero de la esquina que, con una expresión un
tanto zalamera, se abalanza hacia él, para ofrecerle un librito reluciente,
con una liturgia que ninguno de los dos comprende, y otro librito, gastado
por el uso, con versiones corrompidas de viejas canciones religiosas —por lo
general malas—, en un tipo de imprenta diminuto; al llegar a su banco, mira
en torno suyo y ve precisamente a aquellos vecinos que, hasta entonces,
había procurado evitar. Te trae cuenta poner énfasis en estos vecinos,
haciendo, por ejemplo, que el pensamiento de tu paciente pase rápidamente de
expresiones como «el cuerpo de Cristo» a las caras de los que tiene sentados
en el banco de al lado. Importa muy poco, por supuesto, la clase de personas
que realmente haya en el banco. Puede que haya alguien en quien reconozcas a
un gran militante del bando del Enemigo; no importa, porque tu paciente,
gracias a Nuestro Padre de las Profundidades, es un insensato, y con tal de
que alguno de esos vecinos desafine al cantar, o lleve botas que crujan, o
tenga papada, o vista de modo extravagante, el paciente creerá con facilidad
que, por tanto, su religión tiene que ser, en algún sentido, ridícula. En la
etapa que actualmente atraviesa, tiene una idea de los «cristianos» que
considera muy espiritual, pero que, en realidad, es predominantemente
gráfica: tiene la cabeza llena de togas, sandalias, armaduras y piernas
descubiertas, y hasta el simple hecho de que las personas que hay en la
iglesia lleven ropa moderna supone, para él, un auténtico (aunque
inconsciente, claro está) problema. Nunca permitas que esto aflore a la
superficie de su conciencia; no le permitas que llegue a preguntarse cómo
esperaba que fuese. Por ahora, mantén sus ideas vagas y confusas, y tendrás
toda la eternidad para divertirte, provocando en él esa peculiar especie de
lucidez que proporciona el Infierno.
Trabaja a fondo, pues, durante la etapa de decepción o anticlímax que, con
toda seguridad, ha de atravesar el paciente durante sus primeras semanas
como hombre religioso. El Enemigo deja que esta desilusión se produzca al
comienzo de todos los esfuerzos humanos: ocurre cuando el muchacho que se
deleitó en la escuela primaria con la lectura de las Historias de la Odisea,
se pone a aprender griego en serio; cuando los enamorados ya se han casado y
acometen la empresa efectiva de aprender a vivir juntos. En cada actividad
de la vida, esta decepción marca el paso de algo con lo que se sueña y a lo
que se aspira a un laborioso quehacer. El Enemigo acepta este riesgo porque
tiene la curiosa ilusión de hacer de esos asquerosos gusanillos humanos lo
que Él llama Sus «libres» amantes y siervos («hijos» es la palabra que El
emplea, en Su incorregible afán de degradar el mundo espiritual entero a
través de relaciones «contra natura» con los animales bípedos). Al desear
su libertad, el Enemigo renuncia, consecuentemente, a la posibilidad de
guiarles, por medio de sus aficiones y costumbres propias, a cualquiera de
los objetivos que Él les propone: les deja que lo hagan «por sí solos».
Ahí está nuestra oportunidad; pero también, tenlo presente, nuestro
peligro: una vez que superan con éxito esta aridez inicial, los humanos se
hacen menos dependientes de las emociones y, en consecuencia, resulta mucho
más difícil tentarles. Cuanto te he escrito hasta ahora se basa en la
suposición de que las personas de los bancos vecinos no den motivos
racionales para que el paciente se sienta decepcionado. Por supuesto, si los
dan —si el paciente sabe que la mujer del sombrero ridículo es una jugadora
empedernida de bridge, o que el hombre de las botas rechinantes es un avaro
y un chantajista—, tu trabajo resultará mucho más fácil. En tal caso, te
basta con evitar que se le pase por la cabeza la pregunta: «Si yo, siendo
como soy, me puedo considerar un cristiano, ¿por qué los diferentes vicios
de las personas que ocupan el banco vecino habrían de probar que su religión
es pura hipocresía y puro formalismo?» Te preguntarás si es posible evitar
que incluso una mente humana se haga una reflexión tan evidente. Pues lo es,
Orugario, ¡lo es! Manéjale adecuadamente, y tal idea ni se le pasará por la
cabeza. Todavía no lleva el tiempo suficiente con el Enemigo como para haber
adquirido la más mínima humildad auténtica: todo cuanto diga, hasta si lo
dice arrodillado, acerca de su propia pecaminosidad, no es más que repetir
palabras como un loro; en el fondo, todavía piensa que ha logrado un saldo
muy favorable en el libro mayor del Enemigo, sólo por haberse dejado
convertir, y que, además, está dando prueba de una gran humildad y de
magnanimidad al consentir en ir a la iglesia con unos vecinos tan engreídos
y vulgares. Mantenle en ese estado de ánimo tanto tiempo como puedas.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
III
Mi querido Orugario:
Me complace mucho todo lo que me cuentas acerca de las relaciones de este
hombre con su madre. Pero has de aprovechar tu ventaja. El Enemigo debe
estar trabajando desde el centro hacia el exterior, haciendo cada vez mayor
la parte de la conducta del paciente que se rige por sus nuevos criterios
cristianos, y puede llegar a su comportamiento para con su madre en
cualquier momento. Tienes que adelantártele. Mantente en estrecho contacto
con nuestro colega Gluboso, que se ocupa de la madre, y construid entre los
dos, en esa casa, una costumbre sólidamente establecida y consistente en que
se fastidien mutuamente, pinchándose todos los días. Para ello, los
siguientes métodos son de utilidad:
1. Mantén su atención centrada en la vida interior. Cree que su conversión
es algo que está dentro de él, y su atención está, por tanto, volcada, de
momento, sobre todo hacia sus propios estados de ánimo, o, más bien, a esa
versión edulcorada de dichos estados que es cuanto debes permitirle ver.
Fomenta esta actitud; mantén su pensamiento lejos de las obligaciones más
elementales, dirigiéndolo hacia las más elevadas y espirituales; acentúa la
más sutil de las características humanas, el horror a lo obvio y su
tendencia a descuidarlo: debes conducirle a un estado en el que pueda
practicar el autoanálisis durante una hora, sin descubrir ninguno de
aquellos rasgos suyos que son evidentes para cualquiera que haya vivido
alguna vez en la misma casa, o haya trabajado en la misma oficina.
2. Por supuesto, es imposible impedir que rece por su madre, pero disponemos
de medios para hacer inocuas estas oraciones: asegúrate de que sean siempre
muy «espirituales», de que siempre se preocupe por el estado de su alma y
nunca por su reuma. De ahí se derivarán dos ventajas. En primer lugar, su
atención se mantendrá fija en lo que él considera pecados de su madre, lo
cual, con un poco de ayuda por tu parte, puede conseguirse que haga
referencia a cualquier acto de su madre que a tu paciente le resulte
inconveniente o irritante. De este modo, puedes seguir restregando las
heridas del día, para que escuezan más, incluso cuando está postrado de
rodillas; la operación no es nada difícil, y te resultará muy divertida. En
segundo lugar, ya que sus ideas acerca del alma de su madre han de ser muy
rudimentarias, y con frecuencia equivocadas, rezará, en cierto sentido, por
una persona imaginaria, y tu misión consistirá en hacer que esa persona
imaginaria se parezca cada día menos a la madre real, a la señora de lengua
puntiaguda con quien desayuna. Con el tiempo, puedes hacer la separación tan
grande que ningún pensamiento o sentimiento de sus oraciones por la madre
imaginaria podrá influir en su tratamiento de la auténtica. He tenido
pacientes tan bien controlados que, en un instante, podía hacerles pasar de
pedir apasionadamente por el «alma» de su esposa o de su hijo a pegar o
insultar a la esposa o al hijo de verdad, sin el menor escrúpulo.
3. Es frecuente que, cuando dos seres humanos han convivido durante muchos
años, cada uno tenga tonos de voz o gestos que al otro le resulten
insufriblemente irritantes. Explota eso: haz que tu paciente sea muy
consciente de esa forma particular de levantar las cejas que tiene su madre,
que aprendió a detestar desde la infancia, y déjale que piense lo mucho que
le desagrada. Déjale suponer que ella sabe lo molesto que resulta ese gesto,
y que lo hace para fastidiarle. Si sabes hacer tu trabajo, no se percatará
de la inmensa inverosimilitud de tal suposición. Por supuesto, nunca le
dejes sospechar que también él tiene tonos de voz y miradas que molestan a
su madre de forma semejante. Como no puede verse, ni oírse, esto se consigue
con facilidad.
4. En la vida civilizada, el odio familiar suele expresarse diciendo cosas
que, sobre el papel, parecen totalmente inofensivas (las palabras no son
ofensivas), pero en un tono de voz o en un momento en que resultan poco
menos que una bofetada. Para mantener vivo este juego, tú y Gluboso debéis
cuidaros de que cada uno de ellos tenga algo así como un doble patrón de
conducta. Tu paciente debe exigir que todo cuanto dice se tome en sentido
literal, y que se juzgue simplemente por las palabras exactas, al mismo
tiempo que juzga cuanto dice su madre tras la más minuciosa e hipersensible
interpretación del tono, del contexto y de la intención que él sospecha. Y a
ella hay que animarla a que haga lo mismo con él. De este modo, ambos pueden
salir convencidos, o casi, después de cada discusión, de que son totalmente
inocentes. Ya sabes cómo son estas cosas: «Lo único que hago es preguntarle
a qué hora estará lista la cena, y se pone hecha una fiera.» Una vez que
este hábito esté bien arraigado en la casa, tendrás la deliciosa situación
de un ser humano que dice ciertas cosas con el expreso propósito de ofender,
y, sin embargo, se queja de que se ofendan.
Para terminar, cuéntame algo acerca de la actitud religiosa de la vieja
señora. ¿Tiene celos, o algo parecido, de este nuevo ingrediente de la vida
de su hijo? ¿Se siente quizá «picada» de que haya aprendido de otros, y tan
tarde, lo que ella considera que le dio buena ocasión de aprender de niño?
¿Piensa que está «haciendo una montaña» de ello, o, por el contrario, que se
lo toma demasiado a la ligera? Acuérdate del hermano mayor de la historia
del Enemigo.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
IV
Mi querido Orugario:
Las inexpertas sugerencias que haces en tu última carta me indican que ya es
hora de que te escriba detalladamente acerca del penoso tema de la oración.
Te podías haber ahorrado el comentario de que mi consejo referente a las
oraciones de tu paciente por su madre «tuvo resultados particularmente
desdichados». Ese no es el género de cosas que un sobrino debiera
escribirle a su tío..., ni un tentador subalterno al subsecretario de un
Departamento. Revela, además, un desagradable afán de eludir
responsabilidades; debes aprender a pagar tus propias meteduras de pata.
Lo mejor, cuando es posible, es alejar totalmente al paciente de la
intención de rezar en serio. Cuando el paciente, como tu hombre, es un
adulto recién reconvertido al partido del Enemigo, la mejor forma de
lograrlo consiste en incitarle a recordar o a creer que recuérdalo parecidas
a la forma de repetir las cosas de los loros que eran sus plegarias
infantiles. Por reacción contra esto, se le puede convencer de que aspire a
algo enteramente espontáneo, interior, informal, y no codificado; y esto
supondrá, de hecho, para un principiante, un gran esfuerzo destinado a
suscitar en sí mismo un estado de ánimo vagamente devoto, en el que no podrá
producirse una verdadera concentración de la voluntad y de la inteligencia.
Uno de sus poetas, Coleridge, escribió que él no rezaba «moviendo los labios
y arrodillado», sino que, simplemente, «se ponía en situación de amar» y se
entregaba a «un sentimiento implorante». Esa es, exactamente, la clase de
oraciones que nos conviene, y, como tiene cierto parecido superficial con la
oración del silencio que practican los que están muy adelantados en el
servicio del Enemigo, podemos engañar durante bastante tiempo a los
pacientes listos y perezosos. Por lo menos, se les puede convencer de que la
posición corporal es irrelevante para rezar, ya que olvidan continuamente —y
tú debes recordarlo siempre— que son animales y que lo que hagan sus
cuerpos influye en sus almas. Es curioso que los mortales nos pinten siempre
dándoles ideas, cuando, en realidad, nuestro trabajo más eficaz consiste en
evitar que se les ocurran cosas.
Sí esto falla, debes recurrir a una forma más sutil de desviar sus
intenciones. Mientras estén pendientes del Enemigo, estamos vencidos, pero
hay formas de evitar que se ocupen de El. La más sencilla consiste en
desviar su mirada de Él hacia ellos mismos. Haz que se dediquen a contemplar
sus propias mentes y que traten de suscitar en ellas, por obra de su propia
voluntad, sentimientos o sensaciones. Cuando se propongan solicitar caridad
del Enemigo, haz que, en vez de eso, empiecen a tratar de suscitar
sentimientos caritativos hacia ellos mismos, y que no se den cuenta de que
es eso lo que están haciendo. Si se proponen pedir valor, déjales que, en
realidad, traten de sentirse valerosos. Cuando pretenden rezar para pedir
perdón, déjales que traten de sentirse perdonados. Enséñales a medir el
valor de cada oración por su eficacia para provocar el sentimiento deseado,
y no dejes que lleguen a sospechar hasta qué punto esa clase de éxitos o
fracasos depende de que estén sanos o enfermos, frescos o cansados, en ese
momento.
Pero, claro está, el Enemigo no permanecerá ocioso entretanto: siempre que
alguien reza, existe el peligro de que El actúe inmediatamente, pues se
muestra cínicamente indiferente hacia la dignidad de Su posición y la
nuestra, en tanto que espíritus puros, y permite, de un modo realmente
impúdico, que los animales humanos arrodillados lleguen a conocerse a sí
mismos. Pero, incluso si Él vence tu primera tentativa de desviación,
todavía contamos con un arma más sutil. Los humanos no parten de una
percepción directa del Enemigo como la que nosotros, desdichadamente, no
podemos evitar. Nunca han experimentado esa horrible luminosidad, ese brillo
abrasador e hiriente que constituye el fondo de sufrimiento permanente de
nuestras vidas. Si contemplas la mente de tu paciente mientras reza, no
verás eso; si examinas el objeto al que dirige su atención, descubrirás que
se trata de un objeto compuesto y que muchos de sus ingredientes son
francamente ridículos: imágenes procedentes de retratos del Enemigo tal como
se apareció durante el deshonroso episodio conocido como la Encarnación;
otras, más vagas, y puede que notablemente disparatadas y pueriles,
asociadas con Sus otras dos Personas; puede haber, incluso, elementos de
aquello que el paciente adora (y de las sensaciones físicas que lo
acompañan), objetivados y atribuidos al objeto reverenciado. Sé de algún
caso en el que aquello que el paciente llama su «Dios» estaba localizado,
en realidad..., arriba y a la izquierda, en un rincón del techo de su
dormitorio, o en su cabeza, o en un crucifijo colgado de la pared. Pero,
cualquiera que sea la naturaleza del objeto compuesto, debes hacer que el
paciente siga dirigiendo a éste sus oraciones: a aquello que él ha creado,
no a la Persona que le ha creado a él. Puedes animarle, incluso, a darle
mucha importancia a la corrección y al perfeccionamiento de su objeto
compuesto, y a tenerlo presente en su imaginación durante toda la oración,
porque si llega a hacer la distinción, si alguna vez dirige sus oraciones
conscientemente «no a lo que yo creo que Sois, sino a lo que Sabéis que
Sois», nuestra situación será, por el momento, desesperada. Una vez
descartados todos sus pensamientos e imágenes, o, si los conserva,
conservados reconociendo plenamente su naturaleza puramente subjetiva,
cuando el hombre se confía a la Presencia real, externa e invisible que
está con él allí, en la habitación, y que no puede conocer como Ella le
conoce a él... bueno, entonces puede suceder cualquier cosa. Te será de
ayuda, para evitar esta situación esta verdadera desnudez del alma en la
oración, el hecho de que los humanos no la desean tanto como suponen: ¡se
pueden encontrar con más de lo que pedían! Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
V “El deber debe anteponerse al placer”
Mi querido Orugario:
Es un poquito decepcionante esperar un informe detallado de tu trabajo y
recibir, en cambio, una tan vaga rapsodia como tu última carta. Dices que
estás «delirante de alegría» porque los humanos europeos han empezado otra
de sus guerras. Veo muy bien lo que te ha sucedido. No estás delirante,
estás sólo borracho. Leyendo entre las líneas de tu desequilibrado relato de
la noche de insomnio de tu paciente, puedo reconstruir tu estado de ánimo
con bastante exactitud. Por primera vez en tu carrera has probado ese vino
que es la recompensa de todos nuestros esfuerzos —la angustia y el
desconcierto de un alma humana—, y se te ha subido a la cabeza. Apenas puedo
reprochártelo. No espero encontrar cabezas viejas sobre hombros jóvenes.
¿Respondió el paciente a alguna de tus terroríficas visiones del futuro? ¿Le
hiciste echar unas cuantas miradas autocompasivas al feliz pasado? ¿Tuvo
algunos buenos escalofríos en la boca del estómago? Tocaste bien el violín,
¿no? Bien, bien, todo eso es muy natural. Pero recuerda, Orugario, que el
deber debe anteponerse al placer. Si cualquier indulgencia presente para
contigo mismo conduce a la pérdida final de la presa, te quedarás
eternamente sediento de esa bebida de la que tanto estás disfrutando ahora
tu primer sorbo. Si, por el contrario, mediante una aplicación constante y
serena, aquí y ahora, logras finalmente hacerte con su alma, entonces será
tuyo para siempre: un cáliz viviente y lleno hasta el borde de
desesperación, horror y asombro, al que puedes llevar los labios tan a
menudo como te plazca. Así que no permitas que ninguna excitación temporal
te distraiga del verdadero asunto de minar la fe e impedir la formación de
virtudes. Dame, sin falta, en tu próxima carta, una relación completa de
las reacciones de tu paciente ante la guerra, para que podamos estudiar si
es más probable que hagas más bien haciendo de él un patriota extremado o un
ardiente pacifista. Hay todo tipo de posibilidades. Mientras tanto, debo
advertirte que no esperes demasiado de una guerra.
Por supuesto, una guerra es entretenida. El temor y los sufrimientos
inmediatos de los humanos son un legítimo y agradable refresco para nuestras
miradas de afanosos trabajadores. Pero ¿qué beneficio permanente nos
reporta, si no hacemos uso de ello para traerle almas a Nuestro Padre de
las Profundidades? Cuando veo el sufrimiento temporal de humanos que al
final se nos escapan, me siento como si me hubiese permitido probar el
primer plato de un espléndido banquete y luego se me hubiese denegado el
resto. Es peor que no haberlo probado. El Enemigo, fiel a Sus bárbaros
métodos de combate, nos permite contemplar la breve desdicha de Sus
favoritos sólo para tantalizarnos y atormentarnos... para mofarse del hambre
insaciable que, durante la fase actual del gran conflicto, Su bloqueo nos
está imponiendo. Pensemos, pues, más bien cómo usar que cómo disfrutar esta
guerra europea. Porque tiene ciertas tendencias inherentes que, por sí
mismas, no nos son nada favorables. Podemos esperar una buena cantidad de
crueldad y falta de castidad. Pero, si no tenemos cuidado, veremos a
millares volviéndose, en su tribulación, hacia el Enemigo, mientras decenas
de miles que no llegan a tanto ven su atención, sin embargo, desviada de sí
mismos hacia valores y causas que creen más elevadas que su «ego». Sé que el
Enemigo desaprueba muchas de esas causas. Pero ahí es donde es tan injusto.
A veces premia a humanos que han dado su vida por causas que Él encuentra
malas, con la excusa monstruosamente sofista de que los humanos creían que
eran buenas y estaban haciendo lo que creían mejor. Piensa también qué
muertes tan indeseables se producen en tiempos de guerra. Matan a hombres
en lugares en los que sabían que podían matarles y a los que van, si son del
bando del Enemigo, preparados. ¡Cuánto mejor para nosotros si todos los
humanos muriesen en costosos sanatorios, entre doctores que mienten,
enfermeras que mienten, amigos que mienten, tal y como les hemos enseñado,
prometiendo vida a los agonizantes, estimulando la creencia de que la
enfermedad excusa toda indulgencia e incluso, si los trabajadores saben
hacer su tarea, omitiendo toda alusión a un sacerdote, no sea que revelase
al enfermo su verdadero estado! Y cuan desastroso ,es para nosotros el
continuo acordarse de la muerte a que obliga la guerra. Una de nuestras
mejores armas, la mundanidad satisfecha, queda inutilizada. En tiempo de
guerra, ni siquiera un humano puede creer que va a vivir para siempre.
Sé que Escarárbol y otros han visto en las guerras una gran ocasión para
atacar a la fe, pero creo que ese punto de vista es exagerado. A los
partidarios humanos del Enemigo, Él mismo les ha dicho claramente que el
sufrimiento es una parte esencial de lo que Él llama Redención; así que una
fe que es destruida por una guerra o una peste no puede haber sido realmente
merecedora del esfuerzo de destruirla. Estoy hablando ahora del sufrimiento
difuso a lo largo de un período prolongado como el que la guerra producirá.
Por supuesto, en el preciso momento de terror, aflicción o dolor físico,
puedes coger a tu hombre cuando su razón está temporalmente suspendida. Pero
incluso entonces, si pide ayuda al cuartel general del Enemigo, he
descubierto que el puesto está casi siempre defendido.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
VI
Mi querido Orugario:
Me encanta saber que la edad y profesión de tu cliente hacen posible, pero
en modo alguno seguro, que sea llamado al servicio militar. Nos conviene que
esté en la máxima incertidumbre, para que su mente se llene de visiones
contradictorias del futuro, cada una de las cuales suscita esperanza o
temor. No hay nada como el «suspense» y la ansiedad para parapetar el alma
de un humano contra el Enemigo. Él quiere que los hombres se preocupen de lo
que hacen; nuestro trabajo consiste en tenerles pensando qué les pasará.
Tu paciente habrá aceptado, por supuesto, la idea de que debe someterse con
paciencia a la voluntad del Enemigo. Lo que el Enemigo quiere decir con esto
es, ante todo, que debería aceptar con paciencia la tribulación que le ha
caído en suerte: el «suspense» y la ansiedad actuales. Es sobre esto por lo
que debe decir: «Hágase tu voluntad», y para la tarea cotidiana de soportar
esto se le dará el pan cotidiano. Es asunto tuyo procurar que el paciente
nunca piense en el temor presente como en su cruz, sino sólo en las cosas de
las que tiene miedo. Déjale considerarlas sus cruces: déjale olvidar que,
puesto que son incompatibles, no pueden sucederle todas ellas, y déjale
tratar de practicar la fortaleza y la paciencia ante ellas por anticipado.
Porque la verdadera resignación, al mismo tiempo, ante una docena de
diferentes e hipotéticos destinos, es casi imposible, y el Enemigo no ayuda
demasiado a aquellos que tratan de alcanzarla: la resignación ante el
sufrimiento presente y real, incluso cuando ese sufrimiento consiste en
tener miedo, es mucho más fácil, y suele recibir la ayuda de esta acción
directa.
Aquí actúa una importante ley espiritual. Te he explicado que puedes
debilitar sus oraciones desviando su atención del Enemigo mismo a sus
propios estados de ánimo con respecto al Enemigo. Por otra parte, resulta
más fácil dominar el miedo cuando la mente del paciente es desviada de la
cosa temida al temor mismo, considerado como un estado actual e indeseable
de su propia mente; y cuando considere el miedo como la cruz que le ha sido
asignada, pensará en él, inevitablemente, como en un estado de ánimo. Se
puede, en consecuencia, formular la siguiente regla general: en todas las
actividades del pensamiento que favorezcan nuestra causa, estimula al
paciente a ser inconsciente de sí mismo y a concentrarse en el objeto, pero
en todas las actividades favorables al Enemigo haz que su mente se vuelva
hacia sí mismo. Deja que un insulto o el cuerpo de una mujer fijen hacia
fuera su atención hasta el punto en que no reflexione: «Estoy entrando ahora
en el estado llamado Ira... o el estado llamado Lujuria.» Por el contrario,
deja que la reflexión: «Mis sentimientos se están haciendo más devotos, o
más caritativos» fije su atención hacia dentro hasta tal punto que ya no
mire más allá de sí mismo para ver a nuestro Enemigo o a sus propios
vecinos.
En lo que respecta a su actitud más general ante la guerra, no debes contar
demasiado con esos sentimientos de odio que los humanos son tan aficionados
a discutir en periódicos cristianos o anticristianos. En su angustia, el
paciente puede, claro está, ser incitado a vengarse por algunos sentimientos
vengativos dirigidos hacia los gobernantes alemanes, y eso es bueno hasta
cierto punto. Pero suele ser una especie de odio melodramático o mítico,
dirigido hacia cabezas de turco imaginarias. Nunca ha conocido a estas
personas en la vida real; son maniquíes modelados en lo que dicen los
periódicos. Los resultados de este odio fantasioso son a menudo muy
decepcionantes, y de todos los humanos, los ingleses son, en este aspecto,
los más deplorables mariquitas. Son criaturas de esa miserable clase que
ostentosamente proclama que la tortura es demasiado buena para sus enemigos,
y luego le dan té y cigarrillos al primer piloto alemán herido que aparece
en su puerta trasera.
Hagas lo que hagas, habrá cierta benevolencia, al igual que cierta malicia,
en el alma de tu paciente. Lo bueno es dirigir la malicia a sus vecinos
inmediatos, a los que ve todos los días, y proyectar su benevolencia a la
circunferencia remota, a gente que no conoce. Así, la malicia se hace
totalmente real y la benevolencia en gran parte imaginaria. No sirve de nada
inflamar su odio hacia los alemanes si, al mismo tiempo, un pernicioso
hábito de caridad está desarrollándose entre él y su madre, su patrón, y el
hombre que conoce en el tren. Piensa en tu hombre como en una serie de
círculos concéntricos, de los que el más interior es su voluntad, después su
intelecto, y finalmente su imaginación. Difícilmente puedes esperar, al
instante, excluir de todos los círculos todo lo que huele al Enemigo; pero
debes estar empujando constantemente todas las virtudes hacia fuera, hasta
que estén finalmente situadas en el círculo de la imaginación, y todas las
cualidades deseables hacia dentro, hacia el círculo de la voluntad. Sólo en
la medida en que alcancen la voluntad y se conviertan en costumbres no son
fatales las virtudes. (No me refiero, por supuesto, a lo que el paciente
confunde con su voluntad, la furia y el apuro conscientes de las decisiones
y los dientes apretados, sino el verdadero centro, lo que el Enemigo llama
el corazón.) Todo tipo de virtudes pintadas en la imaginación o aprobadas
por el intelecto, o, incluso, en cierta medida, amadas y admiradas, no
dejarán a un hombre fuera de la casa de Nuestro Padre: de hecho, pueden
hacerle más divertido cuando llegue a ella. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
VII
Mi querido Orugario:
Me asombra que me preguntes si es esencial mantener al paciente ignorante de
tu propia existencia. Esa pregunta, al menos durante la fase actual del
combate, ha sido contestada para nosotros por el Alto Mando. Nuestra
política, por el momento, es la de ocultarnos. Por supuesto, no siempre ha
sido así. Nos encontramos, realmente, ante un cruel dilema. Cuando los
humanos no creen en nuestra existencia perdemos todos los agradables
resultados del terrorismo directo, y no hacemos brujos. Por otra parte,
cuando creen en nosotros, no podemos hacerles materialistas y escépticos. Al
menos, no todavía. Tengo grandes esperanzas de que aprenderemos, con el
tiempo, a emotivizar y mitologizar su ciencia hasta tal punto que lo que es,
en efecto, una creencia en nosotros (aunque no con ese nombre) se infiltrará
en ellos mientras la mente humana permanece cerrada a la creencia en el
Enemigo. La «Fuerza Vital», la adoración del sexo, y algunos aspectos del
Psicoanálisis pueden resultar útiles en este sentido. Si alguna vez llegamos
a producir nuestra obra perfecta —el Brujo Materialista, el hombre que no
usa, sino meramente adora, lo que vagamente llama «fuerzas», al mismo tiempo
que niega la existencia de «espíritus»—, entonces el fin de la guerra
estará a la vista. Pero, mientras tanto, debemos obedecer nuestras órdenes.
No creo que tengas mucha dificultad en mantener a tu paciente en la
ignorancia. El hecho de que los «diablos» sean predominantemente figuras
cómicas en la imaginación moderna te ayudará. Si la más leve sospecha de tu
existencia empieza a surgir en su mente, insinúale una imagen de algo con
mallas rojas, y persuádele de que, puesto que no puede creer en eso (es un
viejo método de libro de texto de confundirles), no puede, en consecuencia,
creer en ti.
No había olvidado mi promesa de estudiar si deberíamos hacer del paciente un
patriota extremado o un extremado pacifista. Todos los extremos, excepto la
extrema devoción al Enemigo, deben ser estimulados. No siempre, claro; pero
sí en esta etapa. Algunas épocas son templadas y complacientes, y entonces
nuestra misión consiste en adormecerlas más aún. Otras épocas, como la
actual, son desequilibradas e inclinadas a dividirse en facciones, y nuestra
tarea es inflamarlas. Cualquier pequeña capillita, unida por algún interés
que otros hombres detestan o ignoran, tiende a desarrollar en su interior
una encendida admiración mutua, y hacia el mundo exterior, una gran cantidad
de orgullo y de odio, que es mantenida sin vergüenza porque la «Causa» es su
patrocinadora y se piensa que es impersonal. Hasta cuando el pequeño grupo
está originariamente al servicio de los planes del Enemigo, esto es cierto.
Queremos que la Iglesia sea pequeña no sólo para que menos hombres puedan
conocer al Enemigo, sino también para que aquellos que lo hagan puedan
adquirir la incómoda intensidad y la virtuosidad defensiva de una secta
secreta o una «clique». La Iglesia misma está, por supuesto, muy defendida,
y nunca hemos logrado completamente darle todas las características de una
facción; pero algunas facciones subordinadas, dentro de ella, han dado a
menudo excelentes resultados, desde los partidos de Pablo y de Apolo en
Corinto hasta los partidos Alto y Bajo dentro de la Iglesia Anglicana.
Si tu paciente puede ser inducido a convertirse en un objetor de conciencia,
se encontrará inmediatamente un miembro de una sociedad pequeña, chillona,
organizada e impopular, y el efecto de esto, en uno tan nuevo en la
Cristiandad, será casi con toda seguridad bueno. Pero sólo casi con
seguridad. ¿Tuvo dudas serias acerca de la licitud de servir en una guerra
justa antes de que empezase esta guerra? ¿Es un hombre de gran valor físico,
tan grande que no tendrá dudas semiconscientes acerca de los verdaderos
motivos de su pacifismo? Si es ese tipo de hombre, su pacifismo no nos
servirá seguramente de mucho, y el Enemigo probablemente le protegerá de las
habituales consecuencias de pertenecer a una secta. Tu mejor plan, en ese
caso, sería procurar una repentina y confusa crisis emotiva de la que
pudiera salir como un incómodo converso al patriotismo. Tales cosas pueden
conseguirse a menudo. Pero si es el hombre que creo, prueba con el
pacifismo.
Adopte lo que sea, tu principal misión será la misma. Déjale empezar por
considerar el patriotismo o el pacifismo como parte de su religión. Después
déjale, bajo el influjo de un espíritu partidista, llegar a considerarlo la
parte más importante. Luego, suave y gradualmente, guíale hasta la fase en
la que la religión se convierte en meramente parte de la «Causa», en la que
el cristianismo se valora primordialmente a causa de las excelentes razones
a favor del esfuerzo bélico inglés o del pacifismo que puede suministrar. La
actitud de la que debes guardarte es aquella en la que los asuntos
materiales son tratados primariamente como materia de obediencia. Una vez
que hayas hecho del mundo un fin, y de la fe un medio, ya casi has vencido a
tu hombre, e importa muy poco qué clase de fin mundano persiga. Con tal de
que los mítines, panfletos, políticas, movimientos, causas y cruzadas le
importen más que las oraciones, los sacramentos y la caridad, será nuestro;
y cuanto más «religioso» (en ese sentido), más seguramente nuestro. Podría
enseñarte un buen montón aquí abajo.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
VIII “Como espíritus permanecen al mundo eterno, pero como animales
habitan el tiempo”
Mi querido Orugario:
¿Con que tienes «grandes esperanzas de que la etapa religiosa del paciente
esté finalizando», eh? Siempre pensé que la Academia de Entrenamiento se
había hundido desde que pusieron al viejo Babalapo a su cabeza, y ahora
estoy seguro. ¿No te ha hablado nadie nunca de la ley de la Ondulación?
Los humanos son anfibios: mitad espíritu y mitad animal. (La decisión del
Enemigo de crear tan repugnante híbrido fue una de las cosas que hicieron
que Nuestro Padre le retirase su apoyo.) Como espíritus, pertenecen al mundo
eterno, pero como animales habitan el tiempo. Esto significa que mientras su
espíritu puede estar orientado hacia un objeto eterno, sus cuerpos, pasiones
y fantasías están cambiando constantemente, porque vivir en el tiempo
equivale a cambiar. Lo más que puede acercarse a la constancia, por tanto,
es la ondulación: el reiterado retorno a un nivel del que repetidamente
vuelven a caer, una serie de simas y cimas. Si hubieses observado a tu
paciente cuidadosamente, habrías visto esta ondulación en todos los
aspectos de su vida: su interés por su trabajo, su afecto hacia sus amigos,
sus apetencias físicas, todo sube y baja. Mientras viva en la tierra,
períodos de riqueza y vitalidad emotiva y corporal alternarán con períodos
de aletargamientos y pobreza. La sequía y monotonía que tu paciente está
atravesando ahora no son, como gustosamente supones, obra tuya; son
meramente un fenómeno natural que no nos beneficiará a menos que hagas buen
uso de él.
Para decidir cuál es su mejor uso, debes preguntarte qué uso quiere hacer de
él el Enemigo, y entonces hacer lo contrario. Ahora bien, puede
sorprenderte aprender que, en sus esfuerzos por conseguir la posesión
permanente de un alma, se apoya más aún en los bajos que en los altos;
algunos de Sus favoritos especiales han atravesado bajos más largos y
profundos que los demás. La razón es ésta: para nosotros, un humano es,
ante todo, un alimento; nuestra meta es absorber su voluntad en la nuestra,
el aumento a su expensa de nuestra propia área de personalidad. Pero la
obediencia que el Enemigo exige de los hombres es otra cuestión. Hay que
encararse con el hecho de que toda la palabrería acerca de Su amor a los
hombres, y de que Su servicio es la libertad perfecta, no es (como uno
creería con gusto) mera propaganda, sino espantosa verdad. El realmente
quiere llenar el universo de un montón de odiosas pequeñas réplicas de Sí
mismo: criaturas cuya vida, a escala reducida, será cualitativamente como la
Suya propia, no porque El las haya absorbido, sino porque sus voluntades se
pliegan libremente a la Suya. Nosotros queremos ganado que pueda finalmente
convertirse en alimento; Él quiere siervos que finalmente puedan convertirse
en hijos. Nosotros queremos sorber; El quiere dar. Nosotros estamos vacíos y
querríamos estar llenos; El está lleno y rebosa. Nuestro objetivo de guerra
es un mundo en el que Nuestro Padre de las Profundidades haya absorbido en
su interior a todos los demás seres; el Enemigo desea un mundo lleno de
seres unidos a Él, pero todavía distintos.
Y ahí es donde entran en juego los bajos. Debes haberte preguntado muchas
veces por qué el Enemigo no hace más uso de Sus poderes para hacerse
sensiblemente presente a las almas humanas en el grado y en el momento que
Le parezca. Pero ahora ves que lo Irresistible y lo Indiscutible son las dos
armas que la naturaleza misma de Su plan le prohíben utilizar. Para El,
sería inútil meramente dominar una voluntad humana (como lo haría, salvo en
el grado más tenue y reducido, Su presencia sensible). No puede seducir.
Sólo puede cortejar. Porque Su innoble idea es comerse el pastel y
conservarlo; las criaturas han de ser una con El, pero también ellas mismas;
meramente cancelarlas, o asimilarlas, no serviría. Está dispuesto a dominar
un poco al principio. Las pondrá en marcha con comunicaciones de Su
presencia que, aunque tenues, les parecen grandes, con dulzura emotiva, y
con fáciles victorias sobre la tentación. Pero El nunca permite que este
estado de cosas se prolongue. Antes o después retira, si no de hecho, sí al
menos de su experiencia consciente, todos esos apoyos e incentivos. Deja que
la criatura se mantenga sobre sus propias piernas, para cumplir, sólo a
fuerza de voluntad, deberes que han perdido todo sabor. Es en esos períodos
de bajas, mucho más que en los períodos de altos, cuando se está
convirtiendo en el tipo de criatura que Él quiere que sea. De ahí que las
oraciones ofrecidas en estado de sequía sean las que más le agradan.
Nosotros podemos arrastrar a nuestros pacientes mediante continua tentación,
porque los destinamos tan sólo a la mesa, y cuanto más intervengamos en su
voluntad, mejor. El no puede «tentar» a la virtud como nosotros al vicio. Él
quiere que aprendan a andar, y debe, por tanto, retirar Su mano; y sólo con
que de verdad exista en ellos la voluntad de andar, se siente complacido
hasta por sus tropezones. No te engañes, Orugario. Nuestra causa nunca está
tan en peligro como cuando un humano, que ya no desea pero todavía se
propone hacer la voluntad de nuestro Enemigo, contempla un universo del que
toda traza de Él parece haber desaparecido, y se pregunta por qué ha sido
abandonado, y todavía obedece.
Pero, por supuesto, los bajos también ofrecen posibilidades para nuestro
lado. La próxima semana te daré algunas ideas acerca de cómo explotarlos.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
IX
Mi querido Orugario:
Espero que mi última carta te haya convencido de que el seno de monotonía o
«sequía» que tu paciente está atravesando en la actualidad no te dará, por
sí mismo, su alma, sino que necesita ser adecuadamente explotado. Ahora voy
a considerar qué formas debería tomar esta explotación.
En primer lugar, siempre he encontrado que los períodos bajos de la
ondulación humana suministran una excelente ocasión para todas las
tentaciones sensuales, especialmente las del sexo. Esto quizá te sorprenda,
porque, naturalmente, hay más energía física, y por tanto más apetito
potencial, en los períodos altos; pero debes recordar que entonces los
poderes de resistencia están también en su máximo. La salud y el estado de
ánimo que te conviene utilizar para provocar la lujuria pueden también, sin
embargo, ser muy fácilmente utilizados para el trabajo o el juego o la
meditación o las diversiones inocuas. El ataque tiene mucho mayores
posibilidades de éxito cuando el mundo interior del hombre es gris, frío y
vacío. Y hay que señalar también que la sexualidad de los bajos es
sutilmente distinta, cualitativamente, de la de los altos: es mucho menos
probable que conduzca a ese débil fenómeno que los humanos llaman «estar
enamorados», mucho más fácil de empujar hacia las perversiones, mucho menos
contaminado por esas concomitancias generosas, imaginativas e incluso
espirituales que tan a menudo hacen tan decepcionante la sexualidad
humana. Lo mismo ocurre con otros deseos de la carne. Es mucho más probable
que consigas hacer de tu hombre un buen borracho imponiéndole la bebida como
un anodino cuando está aburrido y cansado que animándole a usarla como un
medio de diversión junto con sus amigos cuando se siente feliz y expansivo.
Nunca olvides que cuando estamos tratando cualquier placer en su forma
sana, normal y satisfactoria, estamos, en cierto sentido, en el terreno del
Enemigo. Ya sé que hemos conquistado muchas almas por medio del placer. De
todas maneras el placer es un invento Suyo, no nuestro. Él creó los
placeres; todas nuestras investigaciones hasta ahora no nos han permitido
producir ni uno. Todo lo que podemos hacer es incitar a los humanos a gozar
los placeres que nuestro Enemigo ha inventado, en momentos, o en formas, o
en grados que Él ha prohibido. Por eso tratamos siempre de alejarnos de la
condición natural de un placer hacia lo que en él es menos natural, lo que
menos huele a su Hacedor, y lo menos placentero. La fórmula es un ansia
siempre creciente de un placer siempre decreciente. Es más seguro, y es de
mejor estilo. Conseguir el alma del hombre y no darle nada a cambio: eso es
lo que realmente alegra el corazón de Nuestro Padre. Y los bajos son el
momento adecuado para empezar el proceso.
Pero existe una forma mejor todavía de explotar los bajos; me refiero a
lograrlo por medio de los propios pensamientos del paciente acerca de ellos.
Como siempre, el primer paso consiste en mantener el conocimiento fuera de
su mente. No le dejes sospechar la existencia de la ley de la ondulación.
Hazle suponer que los primeros ardores de su conversión podrían haber
durado, y deberían haber durado siempre, y que su aridez actual es una
situación igualmente permanente. Una vez que hayas conseguido fijar bien en
su mente este error, puedes proseguir por varios medios. Todo depende de que
tu hombre sea del tipo depresivo, al que se puede tentar a la desesperación,
o del tipo inclinado a pensar lo que quiere, al que se le puede asegurar que
todo va bien. El primer tipo se está haciendo raro entre los humanos. Si,
por casualidad, tu paciente pertenece a él, todo es fácil. No tienes más que
mantenerle alejado de cristianos con experiencia (una tarea fácil hoy día),
dirigir su atención a los pasajes adecuados de las Escrituras, y luego
ponerle a trabajar en el desesperado plan de recobrar sus viejos
sentimientos por pura fuerza de voluntad, y la victoria es nuestra. Si es
del tipo más esperanzado, tu trabajo es hacerle resignarse a la actual baja
temperatura de su espíritu y que gradualmente se contente convenciéndose a
sí mismo de que, después de todo, no es tan baja. En una semana o dos le
estarás haciendo dudar si los primeros días de su cristianismo no serían,
tal vez, un poco excesivos. Háblale sobre la «moderación en todas las
cosas». Una vez que consigas hacerle pensar que «la religión está muy bien,
pero hasta cierto punto», podrás sentirte satisfecho acerca de su alma. Una
religión moderada es tan buena para nosotros como la falta absoluta de
religión —y más divertida.
Otra posibilidad es la del ataque directo contra su fe. Cuando le hayas
hecho suponer que el bajo es permanente, ¿no puedes persuadirle de que su
«fase religiosa» va a acabarse, como todas sus fases precedentes? Por
supuesto, no hay forma imaginable de pasar mediante la razón de la
proposición: «Estoy perdiendo interés en esto» a la proposición: «Esto es
falso.» Pero, como ya te dije, es en la jerga, y no en la razón, en lo que
debes apoyarte. La mera palabra fase lo logrará probablemente. Supongo que
la criatura ha atravesado varias anteriormente —todas lo han hecho—, y que
siempre se siente superior y condescendiente para aquellas de las que ha
salido, no porque las haya superado realmente, sino simplemente porque están
en el pasado. (Confío en que le tengas bien alimentado con nebulosas ideas
de Progreso y Desarrollo y el Punto de Vista Histórico, y en que le des a
leer montones de biografías modernas; en ellas, la gente siempre está
superando «fases», ¿no?)
¿Te das cuenta? Mantén su mente lejos de la simple antítesis entre lo
Verdadero y lo Falso. Bonitas expresiones difusas —«Fue una fase», «Ya he
superado todo eso»—, y no olvides la bendita palabra «Adolescente». Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
X La influencia de los que se te acercan
Mi querido Orugario:
Me encantó saber por Tripabilis que tu paciente ha hecho varios nuevos
conocidos muy deseables y que pareces haber aprovechado este acontecimiento
de forma verdaderamente prometedora. Supongo que el matrimonio de mediana
edad que visitó su oficina es precisamente el tipo de gente que nos conviene
que conozca: rica, de buen tono, superficialmente intelectual y
brillantemente escéptica respecto a todo. Deduzco que incluso son vagamente
pacifistas, no por motivos morales sino a consecuencia del arraigado hábito
de minimizar cualquier cosa que preocupe a la gran masa de sus semejantes, y
de una gota de comunismo puramente literario y de moda. Esto es excelente. Y
pareces haber hecho buen uso de toda su vanidad social, sexual e
intelectual. Cuéntame más. ¿Se comprometió a fondo? No me refiero a
verbalmente. Hay un sutil juego de miradas, tonos y sonrisas mediante el que
un mortal puede dar a entender que es del mismo partido que aquellos con
quienes está hablando. Esa es la clase de traición que deberías estimular de
un modo especial, porque el hombre no se da cuenta de ella totalmente; y
para cuando lo haga, ya habrás hecho difícil la retirada.
Sin duda, muy pronto se dará cuenta de que su propia fe está en directa
oposición a los supuestos en que se basa toda la conversación de sus nuevos
amigos. No creo que eso importe mucho, siempre que puedas persuadirle de que
posponga cualquier reconocimiento abierto de este hecho, y esto, con la
ayuda de la vergüenza, el orgullo, la modestia y la vanidad, será fácil de
conseguir. Mientras dure el aplazamiento, estará en una posición falsa.
Estará callado cuando debería hablar, y se reirá cuando debería callarse.
Asumirá, primero sólo por sus modales, pero luego por sus palabras, todo
tipo de actitudes cínicas y escépticas que no son realmente suyas. Pero, si
le manejas bien, pueden hacerse suyas. Todos los mortales tienden a
convertirse en lo que pretenden ser. Esto es elemental. La verdadera
cuestión es cómo prepararse para el contraataque del Enemigo.
Lo primero es retrasar tanto como sea posible el momento en que se dé cuenta
de que este nuevo placer es una tentación. Como los servidores del Enemigo
llevan predicando acerca del «mundo» como una de las grandes tentaciones
típicas dos mil años, esto podría parecer difícil de conseguir. Pero,
afortunadamente, han dicho muy poco acerca de él en las últimas décadas. En
los modernos escritos cristianos, aunque veo muchos (de hecho, más de los
que quisiera) acerca de Mammón, veo pocas de las viejas advertencias sobre
las Vanidades Mundanas, la Elección de Amigos y el Valor del Tiempo. Todo
eso lo calificaría tu paciente, probablemente, de «puritanismo». ¿Puedo
señalar, de paso, que el valor que hemos dado a esa palabra es uno de los
triunfos verdaderamente sólidos de los últimos cien años? Mediante ella,
rescatamos anualmente de la templanza, la castidad y la austeridad de vida a
millares de humanos.
Antes o después, sin embargo. La verdadera naturaleza de sus nuevos amigos
le aparecerá claramente, y entonces tus tácticas deben depender de la
inteligencia del paciente. Si es lo bastante tonto, puedes conseguir que
sólo se dé cuenta del carácter de sus amigos cuando están ausentes; se puede
conseguir que su presencia barra toda crítica. Si esto tiene éxito, se le
puede inducir a vivir como muchos humanos que he conocido, que han vivido,
durante períodos bastante largos, dos vidas paralelas; no sólo parecerá,
sino que será, de hecho, un hombre diferente en cada uno de los círculos que
frecuente. Si esto falla, existe un método más sutil y entretenido. Se le
puede hacer sentir auténtico placer en la percepción de que las dos caras de
su vida son inconsistentes. Esto se consigue explotando su vanidad. Se le
puede enseñar a disfrutar de estar de rodillas junto al tendero el domingo
sólo de pensar que el tendero no podría entender el mundo urbano y burlón
que habitaba él la noche del sábado; y, recíprocamente, disfrutar más aún de
la indecente y blasfema sobremesa con estos admirables amigos pensando que
hay un mundo «más profundo y espiritual» en su interior que ellos ni pueden
imaginar. ¿Comprendes?: los amigos mundanos le afectan por un lado y el
tendero por otro, y él es el hombre completo, equilibrado y complejo que ve
alrededor de todos ellos. Así, mientras está traicionando permanentemente a
por lo menos dos grupos de personas, sentirá, en lugar de vergüenza, una
continua corriente subterránea de satisfacción de sí mismo. Por último, si
falla todo lo demás, le puedes convencer, desafiando a su conciencia, de que
siga cultivando esta nueva amistad, con la excusa de que, de alguna manera
no especificada, les está haciendo «bien» por el mero hecho de beber sus
cocktails y reír sus chistes, y que dejar de hacerlo sería «mojigato»,
«intolerante» y (por supuesto) «puritano».
Entretanto has de tomar, claro está, la obvia precaución de procurar que
este nuevo desarrollo le induzca a gastar más de lo que puede permitirse y a
abandonar su trabajo y a su madre. Los celos y la alarma de ésta, y la
creciente evasividad y brusquedad del paciente, serán invaluables para
agravar la tensión doméstica. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XI
Mi querido Orugario:
Evidentemente, todo va muy bien. Me alegra especialmente saber que sus dos
nuevos amigos ya le han presentado a todo el grupo. Todos ellos, según he
averiguado por el archivo, son individuos de absoluta confianza: frívolos y
mundanos constantes y consumados que, sin necesidad de cometer crímenes
espectaculares, avanzan tranquila y cómodamente hacia la casa de Nuestro
Padre. Dices que se ríen mucho; confío en que eso no quiera decir que tienes
la idea de que la risa, en sí misma, esté siempre de nuestra parte. El
asunto merece cierta atención. Yo distingo cuatro causas de la risa humana:
la alegría, la diversión, el chiste y la ligereza. Podrás ver la primera de
ellas en una reunión en vísperas de fiesta de amigos y amantes. Entre
adultos, suele usarse como pretexto el contar chistes, pero la facilidad con
que las mínimas ingeniosidades provocan, en tales ocasiones, la risa,
demuestra que los chistes no son su verdadera causa. Cuál pueda ser la
verdadera causa es algo que ignoramos por completo. Algo parecido encuentra
su expresión en buena parte de ese arte detestable que los humanos llaman
música, y algo así ocurre en el Cielo: una aceleración insensata en el ritmo
de la experiencia celestial, que nos resulta totalmente impenetrable. Tal
tipo de risa no nos beneficia nada, y debe evitarse en todo momento. Además,
el fenómeno es, en sí, desagradable, y supone un insulto directo al
realismo, la dignidad y la austeridad del Infierno.
La diversión tiene una íntima relación con la alegría: es una especie de
espuma emocional, que procede del instinto de juego. Nos es de muy poca
utilidad. A veces puede servirnos, claro está, para distraer a los humanos
de lo que al Enemigo le gustaría que hiciesen o sintiesen, pero predispone a
cosas totalmente indeseables: fomenta la caridad, el valor, el contento, y
muchos males más.
El chiste que nace de la súbita percepción de la incongruencia, es un campo
mucho más prometedor. No me estoy refiriendo, principalmente, al chiste
indecente u obsceno, que —a pesar de lo mucho que confían en él los
tentadores de segunda categoría— es, con frecuencia, muy decepcionante en
sus resultados. La verdad es que los humanos están, en este aspecto,
bastante claramente divididos en dos categorías. Hay algunos para los que
«ninguna pasión es tan seria como la lujuria», y para los que una historia
indecente deja de provocar lascivia precisamente en la medida en que resulte
divertida; hay otros cuya risa y cuya lujuria son excitadas simultáneamente
y por las mismas cosas. El primer tipo de humanos bromea acerca del sexo
porque da lugar a muchas incongruencias; el segundo, en cambio, cultiva las
incongruencias porque dan pretexto a hablar del sexo. Si tu hombre es del
primer tipo, el humor obsceno no te será de mucha ayuda: nunca olvidaré las
horas (para mí, de insoportable tedio) que perdí con uno de mis primeros
pacientes, en bares y salones, antes de aprender esa regla. Averigua a qué
grupo pertenece el paciente, y procura que él no lo averigüe.
La verdadera utilidad de los chistes o el humor apunta en una dirección muy
distinta, y es especialmente prometedora entre los ingleses, que se toman
tan en serio su «sentido del humor» que la falta de este sentido es casi la
única deficiencia de la que se avergüenzan. El humor es, para ellos, el don
vital que consuela de todo y que (fíjate bien) todo lo excusa. Es, por
tanto, un medio inapreciable para destruir el pudor. Si un hombre deja,
simplemente, que los demás paguen por él, es un «tacaño»; si presume de ello
jocosamente, y le toma el pelo a sus amigos por permitir que se aproveche de
ellos, entonces ya no es un «tacaño», sino un tipo gracioso. La mera
cobardía es vergonzosa; la cobardía de la que se presume con exageraciones
humorísticas y con gestos grotescos puede pasar por divertida. La crueldad
es vergonzosa, a menos que el hombre cruel consiga presentarla como una
broma pesada. Mil chistes obscenos, o incluso blasfemos, no contribuyen a la
condenación de un hombre tanto como el descubrimiento de que puede hacer
casi cualquier cosa que le apetezca no sólo sin la desaprobación de sus
semejantes, sino incluso con su admiración, simplemente con lograr que se
tome como una broma. Y esta tentación puedes ocultársela casi enteramente a
tu paciente, gracias precisadamente a la seriedad de los ingleses acerca del
humor. Cualquier insinuación de que puede ser demasiado humor, por ejemplo,
se le puede presentar como «puritana», o como evidencia de «falta de
humor».
Pero la ligereza es la mejor de todas estas causas. En primer lugar, resulta
muy económica: sólo a un humano inteligente se le puede ocurrir un chiste a
costa de la virtud (o, de hecho, de cualquier otra cosa); en cambio, a
cualquiera le podemos enseñar a hablar como si la virtud fuese algo cómico.
Las personas ligeras suponen siempre que son chistosas; en realidad, nadie
hace chistes, pero cualquier tema serio se trata de un modo que implica que
ya le han encontrado un lado ridículo. Si se prolonga, el hábito de la
ligereza construye en torno al hombre la mejor coraza que conozco frente al
Enemigo, y carece, además, de los riesgos inherentes a otras causas de risa.
Está a mil kilómetros de la alegría; embota, en lugar de agudizarlo, el
intelecto, y no fomenta el afecto entre aquellos que la practican.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XII "Ahora veo que he dejado pasar la mayor parte de mi vida sin
hacer ni lo que debía ni lo que me apetecía"
Mi querido Orugario:
Evidentemente, estás haciendo espléndidos progresos. Mi único temor es que,
al intentar meter prisa al paciente, le despiertes y se dé cuenta de su
verdadera situación. Porque tú y yo, que vemos esa situación tal como es
realmente, no debemos olvidar nunca cuan diferente debe parecerle a él.
Nosotros sabemos que hemos introducido en su trayectoria un cambio de
dirección que le está alejando ya de su órbita alrededor del Enemigo; pero
hay que hacer que él se imagine que todas las decisiones que han producido
este cambio de trayectoria son triviales y revocables. No se le debe
permitir sospechar que ahora está, por lentamente que sea, alejándose del
sol en una dirección que le conducirá al frío y a las tinieblas del vacío
absoluto.
Por este motivo, casi celebro saber que todavía va a misa y comulga. Sé que
esto tiene peligros; pero cualquier cosa es buena con tal de que no llegue a
darse cuenta de hasta qué punto ha roto con los primeros meses de su vida
cristiana: mientras conserve externamente los hábitos de un cristiano, se le
podrá hacer pensar que ha adoptado algunos amigos y diversiones nuevos, pero
que su estado espiritual es muy semejante al de seis semanas antes, y,
mientras piense eso, no tendremos que luchar con el arrepentimiento
explícito por un pecado definido y plenamente reconocido, sino sólo con una
vaga, aunque incómoda, sensación de que no se ha portado muy bien
últimamente.
Esta difusa incomodidad necesita un manejo cuidadoso. Si se hace demasiado
fuerte, puede despertarle, y echar a perder todo el juego. Por otra parte,
si las suprimes completamente —lo que, de pasada, el Enemigo probablemente
no permitirá—, perdemos un elemento de la situación que puede conseguirse
que nos sea favorable. Si se permite que tal sensación subsista, pero no que
se haga irresistible y florezca en un verdadero arrepentimiento, tiene una
invaluable tendencia: aumenta la resistencia del paciente a pensar en el
Enemigo. Todos los humanos, en casi cualquier momento, sienten en cierta
medida esta reticencia; pero cuando pensar en Él supone encararse
—intensificándola— con una vaga nube de culpabilidad sólo a medias
consciente, tal resistencia se multiplica por diez. Odian cualquier cosa que
les recuerde al Enemigo, al igual que los hombres en dificultades económicas
detestan la simple visión de un talonario. En tal estado, tu paciente no
sólo omitirá sus deberes religiosos, sino que le desagradarán cada vez más.
Pensará en ellos de antemano lo menos que crea decentemente posible, y se
olvidará de ellos, una vez cumplidos, tan pronto como pueda. Hace unas
semanas necesitabas tentarle al irrealismo y a la falta de atención cuando
rezaba, pero ahora te encontrarás con que te recibe con los brazos abiertos
y casi te implora que le desvíes de su propósito y que adormezcas su
corazón. Querrá que sus oraciones sean irreales, pues nada le producirá
tanto terror como el contacto efectivo con el Enemigo. Su intención será la
de «dejar la fiesta en paz».
Al irse estableciendo más completamente esta situación, te irás librando,
paulatinamente, del fatigoso trabajo de ofrecer placeres como tentaciones.
Al irle separando cada vez más de toda auténtica felicidad esa incomodidad,
y su resistencia a enfrentarse con ella, y como la costumbre va haciendo al
mismo tiempo menos agradables y menos fácilmente renunciables (pues eso es
lo que el hábito hace, por suerte, con los placeres) los placeres de la
vanidad, de la excitación y de la ligereza, descubrirás que cualquier cosa,
o incluso ninguna, es suficiente para atraer su atención errante. Ya no
necesitas un buen libro, que le guste de verdad, para mantenerle alejado de
sus oraciones, de su trabajo o de su reposo; te bastará con una columna de
anuncios por palabras en el periódico de ayer. Le puedes hacer perder el
tiempo no ya en una conversación amena, con gente de su agrado, sino incluso
hablando con personas que no le interesan lo más mínimo de cuestiones que le
aburren. Puedes lograr que no haga absolutamente nada durante períodos
prolongados. Puedes hacerle trasnochar, no yéndose de juerga, sino
contemplando un fuego apagado en un cuarto frío. Todas esas actividades
sanas y extrovertidas que queremos evitarle pueden impedírsele sin darle
nada, a cambio, de tal forma que pueda acabar diciendo, como dijo al llegar
aquí abajo uno de mis pacientes, «Ahora veo que he dejado pasar la mayor
parte de mi vida sin hacer ni lo que debía ni lo que me apetecía». Los
cristianos describen al Enemigo como aquél «sin quien nada es fuerte». Y la
Nada es muy fuerte: lo suficiente como para privarle a un hombre de sus
mejores años, y no cometiendo dulces pecados, sino en una mortecina
vacilación de la mente sobre no sabe qué ni por qué, en la satisfacción de
curiosidades tan débiles que el hombre es sólo medio consciente de ellas, en
tamborilear con los dedos y pegar taconazos, en silbar melodías que no le
gustan, o en el largo y oscuro laberinto de unos ensueños que ni siquiera
tienen lujuria o ambición para darles sabor, pero que, una vez iniciados por
una asociación de ideas puramente casual, no pueden evitarse, pues la
criatura está demasiado débil y aturdida como para librarse de ellos.
Dirás que son pecadillos, y, sin duda, como todos los tentadores jóvenes,
estás deseando poder dar cuenta de maldades espectaculares. Pero, recuérdalo
bien, lo único que de verdad importa es en qué medida apartas al hombre del
Enemigo. No importa lo leves que puedan ser sus faltas, con tal de que su
efecto acumulativo sea empujar al hombre lejos de la Luz y hacia el interior
de la Nada. El asesinato no es mejor que la baraja, si la baraja es
suficiente para lograr este fin. De hecho, el camino más seguro hacia el
Infierno es el gradual: la suave ladera, blanda bajo el pie, sin giros
bruscos, sin mojones, sin señalizaciones.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XIII
Mi querido Orugario:
Me parece que necesitas demasiadas páginas para contar una historia muy
simple. En resumidas cuentas, que has dejado que ese hombre se te escurra
entre los dedos de la mano. La situación es muy grave, y realmente no veo
motivo alguno por el que debiera tratar de protegerte de las consecuencias
de tu ineficiencia. Un arrepentimiento y una renovación de lo que el otro
llama «gracia» de la magnitud que tú mismo describes, supone una derrota de
primer orden. Equivale a una segunda conversión... y, probablemente, más
profunda que la primera. Como debieras saber, la nube asfixiante que te
impidió atacar al paciente durante el paseo de regreso del viejo molino es
un fenómeno muy conocido. Es el arma más brutal del Enemigo, y generalmente
aparece cuando El se hace directamente presente al paciente, bajo ciertas
formas aún no completamente clasificadas. Algunos humanos están
permanentemente envueltos en ella, y nos resultan, por tanto, totalmente
inaccesibles.
Y ahora, veamos tus errores. En primer lugar, según tú mismo dices,
permitiste que tu paciente leyera un libro del que realmente disfrutaba, no
para que hiciese comentarios ingeniosos a costa de él ante sus nuevos
amigos, sino meramente porque disfrutaba de ese libro. En segundo lugar, le
permitiste andar hasta el viejo molino y tomar allí el té: un paseo por un
campo que realmente le gusta, y encima a solas. En otras palabras: le
permitiste dos auténticos placeres positivos. ¿Fuiste tan ignorante que no
viste el peligro que entrañaba esto? Lo característico de las penas y de los
placeres es que son inequívocamente reales y, en consecuencia, mientras
duran, le proporcionan al hombre un patrón de la realidad. Así, si tratases
de condenar a tu hombre por el método romántico —haciendo de él una especie
de Childe Harold o Werther, autocompadeciéndose de penas imaginarias—,
tratarías de protegerle, a cualquier precio, de cualquier dolor real;
porque, naturalmente, cinco minutos de auténtico dolor de muelas revelarían
la tontería que eran sus sufrimientos románticos, y desenmascararían toda
tu estratagema. Pero estabas intentando hacer que tu paciente se condenase
por el Mundo, esto es, haciéndole aceptar como placeres la vanidad, el
ajetreo, la ironía y el tedio costoso. ¿Cómo puedes no haberte dado cuenta
de que un placer real era lo último que debías permitirle? ¿No previste que,
por contraste, acabaría con todos los oropeles que tan trabajosamente le has
estado enseñando a apreciar? ¿Y que el tipo de placer que le dieron el libro
y el paseo es el más peligroso de todos? ¿Que le arrancaría la especie de
costra que has ido formando sobre su sensibilidad, y le haría sentir que
está regresando a su hogar, recobrándose a sí mismo? Como un paso previo
para separarle del Enemigo, querías apartarle de sí mismo, y habías hecho
algunos progresos en esa dirección. Ahora, todo eso está perdido.
Sé, naturalmente, que el Enemigo también quiere apartar de sí mismos a los
hombres, pero en otro sentido. Recuerda siempre que a El le gustan realmente
esos gusanillos, y que da un absurdo valor a la individualidad de cada uno
de ellos. Cuando Él habla de que pierdan su «yo», Se refiere tan sólo a que
abandonen el clamor de su propia voluntad. Una vez hecho esto, El les
devuelve realmente toda su personalidad, y pretende (me temo que
sinceramente) que, cuando sean completamente Suyos, serán más «ellos mismos»
que nunca. Por tanto, mientras que Le encanta ver que sacrifican a Su
voluntad hasta sus deseos más inocentes, detesta ver que se alejen de su
propio carácter por cualquier otra razón. Y nosotros debemos inducirles
siempre a que hagan eso. Los gustos y las inclinaciones más profundas de un
hombre constituyen la materia prima, el punto de partida que el Enemigo le
ha proporcionado. Alejar al hombre de ese punto de partida es siempre, pues,
un tanto a nuestro favor; incluso en cuestiones indiferentes, siempre es
conveniente sustituir los gustos y las aversiones auténticas de un humano
por los patrones mundanos, o la convención, o la moda. Yo llevaría esto muy
lejos: haría una norma erradicar de mi paciente cualquier gusto personal
intenso que no constituya realmente un pecado, incluso si es algo tan
completamente trivial como la afición al cricket, o a coleccionar sellos, o
a beber batidos de cacao. Estas cosas, te lo aseguro, de virtudes no tienen
nada; pero hay en ellas una especie de inocencia, de humildad, de olvido de
uno mismo, que me hacen desconfiar de ellas; el hombre que verdadera y
desinteresadamente disfruta de algo, por ello mismo, y sin importarle un
comino lo que digan los demás, está protegido, por eso mismo, contra algunos
de nuestros métodos de ataque más sutiles. Debes tratar de hacer siempre que
el paciente abandone la gente, la comida o los libros que le gustan de
verdad, y que los sustituya por la «mejor» gente, la comida «adecuada» o los
libros «importantes». Conocí a un humano que se vio defendido de fuertes
tentaciones de ambición social por una afición, más fuerte todavía, a los
callos con cebolla.
Falta considerar de qué forma podemos resarcirnos de este desastre. Lo mejor
es impedir que haga cualquier cosa. Mientras no lo ponga en práctica, no
importa cuánto piense en este nuevo arrepentimiento. Deja que el animalillo
se revuelque en su arrepentimiento. Déjale, si tiene alguna inclinación en
ese sentido, que escriba un libro sobre él; suele ser una manera excelente
de esterilizar las semillas que el Enemigo planta en el alma humana. Déjale
hacer lo que sea, menos actuar. Ninguna cantidad, por grande que sea, de
piedad en su imaginación y en sus afectos nos perjudicará, si logramos
mantenerla fuera de su voluntad. Como dijo uno de los humanos, los hábitos
activos se refuerzan por la repetición, pero los pasivos se debilitan.
Cuanto más a menudo sienta sin actuar, menos capaz será de llegar a actuar
alguna vez, y, a la larga, menos capaz será de sentir.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XIV
Mi querido Orugario:
Lo más alarmante de tu último informe sobre el paciente es que no está
tomando ninguna de aquellas confiadas resoluciones que señalaron su
conversión original. Ya no hay espléndidas promesas de perpetua virtud,
deduzco; ¡ni siquiera la expectativa de una concesión de la «gracia» para
toda la vida, sino sólo una esperanza de que se le dé el alimento diario y
horario para enfrentarse con las diarias y horarias tentaciones! Esto es muy
malo.
Sólo veo una cosa que hacer, por el momento. Tu paciente se ha hecho
humilde: ¿le has llamado la atención sobre este hecho? Todas las virtudes
son menos formidables para nosotros una vez que el hombre es consciente de
que las tiene, pero esto es particularmente cierto de la humildad. Cógele en
el momento en que sea realmente pobre de espíritu, y métele de contrabando
en la cabeza la gratificadora reflexión: «¡Caramba, estoy siendo humilde!»,
y casi inmediatamente el orgullo —orgullo de su humildad— aparecerá. Si se
percata de este peligro y trata de ahogar esta nueva forma de orgullo, hazle
sentirse orgulloso de su intento, y así tantas veces como te plazca. Pero no
intentes esto durante demasiado tiempo, no vayas a despertar su sentido del
humor y de las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se
irá a la cama.
Pero hay otras formas aprovechables de fijar su atención en la virtud de la
humildad. Con esta virtud, como con todas las demás, nuestro Enemigo quiere
apartar la atención del hombre de sí mismo y dirigirla hacia El, y hacia los
vecinos del hombre. Todo el abatimiento y el auto-odio están diseñados, a la
larga, sólo para este fin; a menos que alcancen este fin, nos hacen poco
daño, e incluso pueden beneficiarnos si mantienen al hombre preocupado
consigo mismo; sobre todo, su autodesprecio puede convertirse en el punto de
partida del desprecio a los demás y, por tanto, del pesimismo, del cinismo y
de la crueldad.
En consecuencia, debes ocultarle al paciente la verdadera finalidad de la
humildad. Déjale pensar que es, no olvido de sí mismo, sino una especie de
opinión (de hecho, una mala opinión) acerca de sus propios talentos y
carácter. Algún talento, supongo, tendrá realmente. Fija en su mente la idea
de que la humildad consiste en tratar de creer que esos talentos son menos
valiosos de lo que él cree que son. Sin duda son de hecho menos valiosos de
lo que él cree, pero no es ésa la cuestión. Lo mejor es hacerle valorar una
opinión por alguna cualidad diferente de la verdad, introduciendo así un
elemento de deshonestidad y simulación en el corazón de lo que, de otro
modo, amenaza con convertirse en una virtud. Por este método, a miles de
humanos se les ha hecho pensar que la humildad significa mujeres bonitas
tratando de creer que son feas y hombres inteligentes tratando de creer que
son tontos. Y puesto que lo que están tratando de creer puede ser, en
algunos casos, manifiestamente absurdo, no pueden conseguir creerlo, y
tenemos la ocasión de mantener su mente dando continuamente vueltas
alrededor de sí mismos, en un esfuerzo por lograr lo imposible. Para
anticiparnos a la estrategia del Enemigo, debemos considerar sus propósitos.
El Enemigo quiere conducir al hombre a un estado de ánimo en el que podría
diseñar la mejor catedral del mundo, y saber que es la mejor, y alegrarse de
ello, sin estar más (o menos) o de otra manera contento de haberlo hecho él
que si lo hubiese hecho otro. El Enemigo quiere, finalmente, que esté tan
libre de cualquier prejuicio a su propio favor que pueda alegrarse de sus
propios talentos tan franca y agradecidamente como de los talentos de su
prójimo... o de un amanecer, un elefante, o una catarata. Quiere que cada
hombre, a la larga, sea capaz de reconocer a todas las criaturas (incluso a
sí mismo) como cosas gloriosas y excelentes. El quiere matar su amor propio
animal tan pronto como sea posible; pero Su política a largo plazo es, me
temo, devolverles una nueva especie de amor propio: una caridad y gratitud a
todos los seres, incluidos ellos mismos; cuando hayan aprendido realmente a
amar a sus prójimos como a sí mismos, les será permitido amarse a sí mismos
como a sus prójimos. Porque nunca debemos olvidar el que es el rasgo más
repelente e inexplicable de nuestro Enemigo: Él realmente ama a los bípedos
sin pelo que El ha creado, y siempre les devuelve con Su mano derecha lo que
les ha quitado con la izquierda. Todo su esfuerzo, en consecuencia, tenderá
a apartar totalmente del pensamiento del hombre el tema de su propio valor.
Preferiría que el hombre se considerase un gran arquitecto o un gran poeta y
luego se olvidase de ello a que dedicase mucho tiempo y esfuerzo a tratar de
considerarse uno malo. Tus esfuerzos por inculcar al paciente o vanagloria o
falsa modestia serán combatidos consecuentemente por parte del Enemigo, con
el obvio recordatorio de que al hombre no se le suele pedir que tenga
opinión alguna de sus propios talentos, ya que muy bien puede seguir
mejorándolos cuanto pueda sin decidir su preciso lugar en el templo de la
Fama. Debes tratar, a cualquier costo, de excluir este recordatorio de la
conciencia del paciente. El Enemigo tratará también de hacer real en la
mente del paciente una doctrina que todos ellos profesan, pero que les
resulta difícil introducir en sus sentimientos: la doctrina de que ellos no
se crearon a sí mismos, de que sus talentos les fueron dados, y de que
también podrían sentirse orgullosos del color de su pelo. Pero siempre, y
por todos los medios, el propósito del Enemigo será apartar el pensamiento
del paciente de tales cuestiones, y el tuyo consistirá en fijarlo en ellas.
Ni siquiera quiere el Enemigo que piense demasiado en sus pecados: una vez
que está arrepentido, cuanto antes vuelva el hombre su atención hacia fuera,
más complacido se siente el Enemigo. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XV
Mi querido Orugario:
Por supuesto, había observado que los humanos estaban atravesando un respiro
en su guerra europea —¡lo que ingenuamente llaman «La Guerra»!—, y no me
sorprende que haya una tregua correlativa en las inquietudes del paciente.
¿Nos conviene estimular esto o mantenerle preocupado? Tanto el temor
torturado como la estúpida confianza son estados de ánimo deseables. Nuestra
elección entre ellos suscita cuestiones importantes.
Los humanos viven en el tiempo, pero nuestro Enemigo les destina a la
Eternidad. Él quiere, por tanto, creo yo, que atiendan principalmente a dos
cosas: a la eternidad misma y a ese punto del tiempo que llaman el presente.
Porque el presente es el punto en el que el tiempo coincide con la
eternidad. Del momento presente, y sólo de él, los humanos tienen una
experiencia análoga a la que nuestro Enemigo tiene de la realidad como un
todo; sólo en el presente la libertad y la realidad les son ofrecidas. En
consecuencia, Él les tendría continuamente preocupados por la eternidad (lo
que equivale a preocupados por Él) o por el presente; o meditando acerca de
su perpetua unión con, o separación de, Él, o si no obedeciendo la presente
voz de la conciencia, soportando la cruz presente, recibiendo la gracia
presente, dando gracias por el placer presente.
Nuestra tarea consiste en alejarles de lo eterno y del presente. Con esto en
mente, a veces tentamos a un humano (pongamos una viuda o un erudito) a
vivir en el pasado. Pero esto tiene un valor limitado, porque tienen algunos
conocimientos reales sobre el pasado, y porque el pasado tiene una
naturaleza determinada, y, en eso, se parece a la eternidad. Es mucho mejor
hacerles vivir en el futuro. La necesidad biológica hace que todas sus
pasiones apunten ya en esa dirección, así que pensar en el futuro enciende
la esperanza y el temor. Además, les es desconocido, de forma que al
hacerles pensar en el futuro les hacemos pensar en cosas irreales. En una
palabra, el futuro es, de todas las cosas, la menos parecida a la eternidad.
Es la parte más completamente temporal del tiempo, porque el pasado está
petrificado y ya no fluye, y el presente está totalmente iluminado por los
rayos eternos. De ahí el impulso que hemos dado a esquemas mentales como la
Evolución Creativa, el Humanismo Científico, o el Comunismo, que fijan los
afectos del hombre en el futuro, en el corazón mismo de la temporalidad. De
ahí que casi todos los vicios tengan sus raíces en el futuro. La gratitud
mira al pasado y el amor al presente; el miedo, la avaricia, la lujuria y la
ambición miran hacia delante. No creas que la lujuria es una excepción.
Cuando llega el placer presente, el pecado (que es lo único que nos
interesa) ya ha pasado. El placer es sólo la parte del proceso que
lamentamos y que excluiríamos si pudiésemos hacerlo sin perder el pecado;
es la parte que aporta el Enemigo, y por tanto experimentada en el
presente. El pecado, que es nuestra contribución, miraba hacia delante.
Desde luego, el Enemigo quiere que los hombres piensen también en el futuro:
pero sólo en la medida en que sea necesario para planear ahora los actos de
justicia o caridad que serán probablemente su deber mañana. El deber de
planear el trabajo del día siguiente es el deber de hoy; aunque su material
está tomado prestado del futuro, el deber, como todos los deberes, está en
el presente. Esto es ahora como partir una paja. Él no quiere que los
hombres le den al futuro sus corazones, ni que pongan en él su tesoro.
Nosotros, sí. Su ideal es un hombre que, después de haber trabajado todo el
día por el bien de la posteridad (si ésa es su vocación), lava su mente de
todo el tema, encomienda el resultado al Cielo y vuelve al instante a la
paciencia o gratitud que exige el momento que está atravesando. Pero
nosotros queremos un hombre atormentado por el futuro: hechizado por
visiones de un Cielo o un Infierno inminente en la tierra —dispuesto a
violar los mandamientos del Enemigo en el presente si le hacemos creer que,
haciéndolo, puede alcanzar el Cielo o evitar el Infierno—, que dependen para
su fe del éxito o fracaso de planes cuyo fin no vivirá para ver. Queremos
toda una raza perpetuamente en busca del fin del arco iris, nunca honesta,
ni gentil, ni dichosa ahora, sino siempre sirviéndose de todo don verdadero
que se les ofrezca en el presente como de un mero combustible con el que
encender el altar del futuro.
De lo que se deduce, pues, en general —si las demás condiciones permanecen
constantes—, que es mejor que tu paciente esté lleno de inquietud o de
esperanza (no importa mucho cuál de ellas) acerca de esta guerra que el que
viva en el presente. Pero la frase «vivir en el presente» es ambigua: puede
describir un proceder que, en realidad, está tan pendiente del futuro como
la ansiedad misma; tu hombre puede no preocuparse por el futuro no porque le
importe el presente, sino porque se ha auto-convencido de que el futuro va a
ser agradable, y mientras sea ésta la verdadera causa de su tranquilidad,
tal tranquilidad nos será propicia, pues no hará otra cosa que amontonar más
decepciones, y por tanto más impaciencia, cuando sus infundadas esperanzas
se desvanezcan. Sí, por el contrario, es consciente de que le pueden
esperar cosas horribles, y reza para pedir las virtudes necesarias para
enfrentarse con tales horrores, y entretanto se ocupa el presente, porque en
éste, y sólo en éste, residen todos los deberes, toda la gracia, toda la
sabiduría y todo el placer, su estado es enormemente indeseable y debe ser
atacado al instante. También aquí ha hecho un buen trabajo nuestra Arma
Filológica: prueba a utilizar con él la palabra «complacencia». De todas
formas, lo más probable es, claro está, que no esté «viviendo en el
presente» por ninguna de estas razones, sino simplemente porque está bien de
salud y disfruta con su trabajo. El fenómeno sería entonces puramente
natural. En cualquier caso, yo en tu lugar lo destruiría: ningún fenómeno
natural está realmente de nuestra parte, y, de todas maneras, ¿por qué
habría, de ser feliz la criatura? Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XVI
Mi querido Orugario:
En tu última carta, mencionabas de pasada que el paciente ha seguido yendo a
una iglesia, y sólo a una, desde su conversión, y que no está totalmente
satisfecho de ella. ¿Puedo preguntarte qué es lo que haces? ¿Por qué no
tengo ya un informe sobre las causas de su fidelidad a la iglesia
parroquial? ¿Te das cuenta de que, a menos que sea por indiferencia, esto es
muy malo? Sin duda sabes que, si a un hombre no se le puede curar de la
manía de ir a la iglesia, lo mejor que se puede hacer es enviarle a recorrer
todo el barrio, en busca de la iglesia que «le va», hasta que se convierta
en un catador o connoisseur de iglesias.
Las razones de esto son obvias. En primer lugar, la organización parroquial
siempre debe ser atacada, porque, al ser una unidad del lugar, y no de
gustos, agrupa a personas de diferentes clases y psicologías en el tipo de
unión que el Enemigo desea. El principio de la congregación, en cambio, hace
de cada iglesia una especie de club, y, finalmente, si todo va bien, un
grupúsculo o facción. En segundo lugar, la búsqueda de una iglesia
«conveniente» hace del hombre un crítico, cuando el Enemigo quiere que sea
un discípulo. Lo que El quiere del laico en la iglesia es una actitud que
puede, de hecho, ser crítica, en tanto que puede rechazar lo que sea falso o
inútil, pero que es totalmente acrítica en tanto que no valora: no pierde el
tiempo en pensar en lo que rechaza, sino que se abre en humilde y muda
receptividad a cualquier alimento que se le dé. (¡Fíjate lo rastrero,
antiespiritual e incorregiblemente vulgar que es el Enemigo!) Esta actitud,
sobre todo durante los sermones, da lugar a una disposición (extremadamente
hostil a toda nuestra política) en que los tópicos calan realmente en el
alma humana. Apenas hay un sermón, o un libro, que no pueda ser peligroso
para nosotros, si se recibe en este estado de ánimo; así que, por favor,
muévete, y manda a ese tonto a hacer la ronda de las iglesias vecinas, tan
pronto como sea posible. Tu expediente no nos ha dado hasta ahora mucha
satisfacción.
He mirado en el archivo las dos iglesias que le caen más cerca. Las dos
tienen ciertas ventajas. En la primera de ellas, el vicario es un hombre que
lleva tanto tiempo dedicado a aguar la fe, para hacérsela más asequible a
una congregación supuestamente incrédula y testaruda, que es él quien ahora
escandaliza a los parroquianos con su falta de fe, y no al revés: ha minado
el cristianismo de muchas almas. Su forma de llevar los servicios es también
admirable: con el fin de ahorrarle a los laicos todas las «dificultades», ha
abandonado tanto el leccionario como los salmos fijados para cada ocasión, y
ahora, sin darse cuenta, gira eternamente en torno al pequeño molino de sus
quince salmos y sus veinte lecciones favoritas. Así estamos a salvo del
peligro de que pueda llegarle de las Escrituras cualquier verdad que no le
resulte ya familiar tanto a él como a su rebaño. Pero quizá tu paciente no
sea lo bastante tonto como para ir a ésta iglesia, o, al menos, no todavía.
En la otra tenemos al padre Spije. A los humanos les cuesta trabajo, con
frecuencia, comprender la variedad de sus opiniones: un día es casi
comunista, y al día siguiente no está lejos de alguna especie de fascismo
teocrático; un día es escolástico, y al día siguiente está casi dispuesto a
negar por completo la razón humana; un día está inmerso en la política, y al
día siguiente declara que todos los estados de este mundo están igualmente
«en espera de juicio». Por supuesto, nosotros sí vemos el hilo que lo
conecta todo, que es el odio. El hombre no puede resignarse a predicar nada
que no esté calculado para escandalizar, ofender, desconcertar o humillar a
sus padres y sus amigos. Un sermón que tales personas pudiesen aceptar
sería, para él, tan insípido como un poema que fuesen capaces de medir. Hay
también una prometedora veta de deshonestidad en él: le estamos enseñando a
decir «el magisterio de la Iglesia» cuando en realidad quiere decir «estoy
casi seguro de que hace poco leí en un libro de Maritain o alguien
parecido...» Pero debo advertirte que tiene un defecto fatal: cree de
verdad. Y esto puede echarlo todo a perder.
Pero estas dos iglesias tienen en común un buen punto: ambas son iglesias de
partido. Creo que ya te he advertido antes que, si no se puede mantener a tu
paciente apartado de la iglesia, al menos debiera estar violentamente
implicado en algún partido dentro de ella. No me refiero a verdaderas
cuestiones doctrinales; con respecto a éstas, cuanto más tibio sea, mejor.
Y no son las doctrinas en lo que nos basamos principalmente para producir
divisiones: lo realmente divertido es hacer que se odien aquellos que dicen
«misa» y los que dicen «santa comunión», cuando ninguno de los dos bandos
podría decir qué diferencia hay entre las doctrinas de Hooker y de Tomás de
Aquino, por ejemplo, de ninguna forma que no hiciese agua a los cinco
minutos. Todo lo realmente indiferente —cirios, vestimenta, qué sé yo— es
una excelente base para nuestras actividades. Hemos hecho que los hombres
olviden por completo lo que aquel individuo apestoso, Pablo, solía enseñar
acerca de las comidas y otras cosas sin importancia: es decir, que el humano
sin escrúpulos debiera ceder siempre ante el humano escrupuloso. Uno creería
que no podrían dejar de percatarse de su aplicación a estas cuestiones: uno
esperaría ver al «bajo» eclesiástico arrodillándose y santiguándose, no
fuese que la conciencia débil de su hermano «alto» se viese empujada a la
irreverencia, y al «alto» absteniéndose de tales ejercicios, no fuese a
empujar a la idolatría a su hermano «bajo». Y así habría sido, de no ser por
nuestra incesante labor; sin ella, la variedad de usos dentro de la Iglesia
de Inglaterra podría haberse convertido en un semillero de caridad y de
humildad. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XVII
La gula, como un medio no tan eficiente de un demonio para
hacerse del alma de un mortal.
Mi querido Orugario:
El tono despectivo en que te refieres, en tu última carta, a la gula, como
medio de capturar almas, no revela sino tu ignorancia. Uno de los grandes
logros de los últimos cien años ha sido amortiguar la conciencia humana en
lo referente a esa cuestión; de tal forma que difícilmente podrás encontrar
ahora un sermón pronunciado en contra de ella, o una conciencia preocupada
por ella, a todo lo ancho y largo de Europa. Esto se ha llevado a efecto, en
gran parte, concentrando nuestras fuerzas en la promoción de la gula por
exquisitez, no en la gula del exceso. La madre de tu paciente, según sé por
el dossier y tú podrías saber por Gluboso, es un buen ejemplo. Se quedaría
perpleja —un día, espero, se quedará perpleja— si supiese que toda su vida
ha estado esclavizada por este tipo de sensualidad, que le resulta
perfectamente imperceptible por el hecho de que las cantidades en cuestión
son pequeñas. Pero, ¿qué importan las cantidades con tal de que podamos
servirnos del estómago y del paladar humano para provocar quejumbrosidad,
impaciencia, dureza y egocentrismo? Gluboso tiene bien atrapada a esta
anciana. Esta señora es una verdadera pesadilla para las anfitrionas y los
criados. Siempre está rechazando lo que le han ofrecido, diciendo, con un
suspiro y una sonrisa coqueta: «Oh, por favor, por favor... todo lo que
quiero es una tacita de té, flojo pero no demasiado, y un pedacito chiquitín
de pan tostado verdaderamente crujiente.» ¿Te das cuenta? Puesto que lo que
quiere es más pequeño y menos caro que lo que le han puesto delante, nunca
reconoce como gula su afán de conseguir lo que quiere, por molesto que pueda
resultarles a los demás. Al tiempo que satisface su apetito, cree estar
practicando la templanza. En un restaurante lleno de gente, da un gritito
ante el plato que una camarera agobiada de trabajo le acaba de servir, y
dice: «¡Oh, eso es mucho, demasiado! Lléveselo, y tráigame algo así como la
cuarta parte.» Si se le pidiese una explicación, diría que lo hace para no
desperdiciar; en realidad, lo hace porque el tipo particular de exquisitez a
la que la hemos esclavizado no soporta la visión de más comida que la que en
ese momento le apetece.
El auténtico valor del trabajo callado y disimulado que Gluboso ha llevado a
cabo, durante años, con esta vieja, puede medirse por la fuerza con que su
estómago domina ahora toda su vida. Ella se encuentra en un estado de ánimo
que puede representarse por la frase «todo lo que quiero». Todo lo que
quiere es una tacita de té hecho como es debido, o un huevo correctamente
pasado por agua, o una rebanada de pan adecuadamente tostada; pero nunca
encuentra ningún criado ni amigo que pueda hacer estas cosas tan sencillas
«como es debido», porque su «como es debido» oculta una exigencia insaciable
de los exactos y casi imposibles placeres del paladar que cree recordar del
pasado, un pasado que ella describe como «los tiempos en que podía
conseguirse un buen servicio», pero que nosotros sabemos que son los tiempos
en que sus sentidos eran más fácilmente complacidos y en los que otra clase
de placeres la hacían menos dependiente de los de la mesa. Entretanto, la
frustración cotidiana produce un cotidiano mal humor: las cocineras se
despiden y las amistades se enfrían. Si alguna vez el Enemigo introduce en
su mente la más leve sospecha de que pueda estar demasiado interesada por la
comida, Gluboso la contrarresta susurrándole que a ella no le importa lo que
ella misma come, pero que «le gusta que sus hijos coman cosas agradables».
Naturalmente, en realidad, su avaricia fue una de las causas principales de
lo poco a gusto que su hijo se ha sentido en casa durante muchos años.
Pues bien, tu paciente es hijo de su madre, y aunque, acertadamente, te
dediques a luchar más a fondo en otros frentes, no debes olvidar una pequeña
y silenciosa infiltración en lo referente a la gula. Como es un hombre, no
resulta tan fácil atraparle con el camuflaje del «Todo lo que quiero»: como
mejor se hace que los hombres pequen de gula es apoyándose en su vanidad.
Hay que hacer que se crean muy entendidos en cuestiones culinarias, para
aguijonearles a decir que han descubierto el único restaurante de la ciudad
donde los filetes están de verdad «correctamente» guisados. Lo que empieza
como vanidad puede convertirse luego, paulatinamente, en costumbre. Pero,
de cualquier modo que lo abordes, lo bueno es llevarle a ese estado de ánimo
en que la negación de cualquier satisfacción —no importa cuál, champagne o
té, solé Colbert o cigarrillos— le «irrita», porque entonces su caridad, su
justicia y su obediencia estarán totalmente a tu merced.
El mero exceso de comida es mucho menos valioso que la exquisitez. Es útil,
sobre todo, a modo de preparación artillera antes de lanzar ataques contra
la castidad. En esta materia, como en cualquier otra, debes mantener a tu
hombre en un estado de falsa espiritualidad; nunca le dejes darse cuenta del
lado médico de la cuestión. Mantenle preguntándose qué pecado de orgullo o
qué falta de fe le ha puesto en tus manos, cuando el simple análisis de lo
que ha comido o bebido durante las últimas veinticuatro horas podría
revelarle de dónde proceden tus municiones y le permitiría, por
consiguiente, poner en peligro tus líneas de aprovisionamiento mediante una
muy ligera abstinencia. Si ha de pensar en el aspecto médico de la castidad,
suéltale la gran mentira que hemos hecho que se traguen los humanos
ingleses: que el ejercicio físico excesivo, y la consecuente fatiga, son
especialmente favorables para esta virtud. Podría muy bien preguntarse uno,
en vista de la notoria lubricidad de los marineros y de los soldados, cómo
es posible que se lo crean. Pero nos servimos de los maestros de escuela
para difundir este camelo, hombres a quienes de verdad la castidad sólo les
interesaba como excusa para fomentar la práctica de los deportes, y que, por
tanto, recomendaban tales juegos como ayuda a la castidad. Pero todo este
asunto resulta demasiado amplio como para abordarlo al final de una carta.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XVIII
Mi querido Orugario:
Hasta con Babalapo tienes que haber aprendido en la escuela la técnica
rutinaria de la tentación sexual, y ya que para nosotros los espíritus todo
este asunto es considerablemente tedioso (aunque necesario como parte de
nuestro entrenamiento), lo pasaré de largo. Pero en las cuestiones más
amplias implicadas en este asunto creo que tienes mucho que aprender.
Lo que el Enemigo exige de los humanos adopta la forma de un dilema: o
completa abstinencia o monogamia sin paliativos. Desde la primera gran
victoria de Nuestro Padre, les hemos hecho muy difícil la primera. Y
llevamos unos cuantos siglos cerrando la segunda como vía de escape. Esto lo
hemos conseguido por medio de los poetas y los novelistas, convenciendo a
los humanos de que una curiosa, y generalmente efímera, experiencia que
ellos llaman «estar enamorados» es la única base respetable para el
matrimonio; de que el matrimonio puede, y debe, hacer permanente este
entusiasmo, y de que un matrimonio que no lo consigue deja de ser
vinculante. Esta idea es una parodia de una idea procedente del Enemigo.
Toda la filosofía del Infierno descansa en la admisión del axioma de que una
cosa no es otra cosa y, en especial, de que un ser no es otro ser. Mi bien
es mi bien, y tu bien es el tuyo. Lo que gana uno, otro lo pierde. Hasta un
objeto inanimado es lo que es excluyendo a todos los demás objetos del
espacio que ocupa; si se expande, lo hace apartando a otros objetos, o
absorbiéndolos. Un ser hace lo mismo. Con los animales, la absorción adopta
la forma de comer; para nosotros, representa la succión de la voluntad y la
libertad de un ser más débil por uno más fuerte. «Ser» significa «ser
compitiendo».
La filosofía del Enemigo no es más ni menos que un continuo intento de
eludir esta verdad evidente. Su meta es una contradicción. Las cosas han de
ser muchas, pero también, de algún modo, sólo una. A esta imposibilidad El
le llama Amor, y esta misma monótona panacea puede detectarse bajo todo lo
que El hace e incluso todo lo que Él es o pretende ser. De este modo, El no
está satisfecho, ni siquiera Él mismo, con ser una mera unidad aritmética;
pretende ser tres al mismo tiempo que uno, con el fin de que esta tontería
del Amor pueda encontrar un punto de apoyo en Su propia naturaleza. Al otro
extremo de la escala, Él introduce en la materia ese indecente invento que
es el organismo, en el que las partes se ven pervertidas de su natural
destino —la competencia— y se ven obligadas a cooperar.
Su auténtica motivación para elegir el sexo como método de reproducción de
los humanos está clarísima, en vista del uso que ha hecho de él. El sexo
podría haber sido, desde nuestro punto de vista, completamente inocente.
Podría haber sido meramente una forma más en la que un ser más fuerte se
alimentaba de otro más débil —como sucede, de hecho, entre las arañas, que
culminan sus nupcias con la novia comiéndose al novio—. Pero en los humanos,
el Enemigo ha asociado gratuitamente el afecto con el deseo sexual. También
ha hecho que su descendencia sea dependiente de los padres, y ha impulsado a
los padres a mantenerla, dando lugar así a la familia, que es como el
organismo, sólo que peor, porque sus miembros están más separados, pero
también unidos de una forma más consciente y responsable. Todo ello resulta
ser, de hecho, un artilugio más para meter el Amor. Ahora viene lo bueno del
asunto. El Enemigo describió a la pareja casada como «una sola carne». No
dijo «una pareja felizmente casada», ni «una pareja que se casó porque
estaba enamorada», pero se puede conseguir que los humanos no tengan eso en
cuenta. También se les puede hacer olvidar que el hombre al que llaman Pablo
no lo limitó a las parejas casadas. Para él, la mera copulación da lugar a
«una sola carne». De esta forma, se puede conseguir que los humanos acepten
como elogios retóricos del «enamoramiento» lo que eran, de hecho, simples
descripciones del verdadero significado de las relaciones sexuales. Lo
cierto es que siempre que un hombre yace con una mujer, les guste o no, se
establece entre ellos una relación trascendente que debe ser eternamente
disfrutada o eternamente soportada. A partir de la afirmación verdadera de
que esta relación trascendente estaba prevista para producir —y, si se
aborda obedientemente, lo hará con demasiada frecuencia— el afecto y la
familia, se puede hacer que los humanos infieran la falsa creencia de que la
mezcla de afecto, temor y deseo que llaman «estar enamorados» es lo único
que hace feliz o santo el matrimonio. El error es fácil de provocar, porque
«enamorarse» es algo que con mucha frecuencia, en Europa occidental, precede
matrimonios contraídos en obediencia a los propósitos del Enemigo, esto es,
con la intención de la fidelidad, la fertilidad y la buena voluntad; al
igual que la emoción religiosa muy a menudo, pero no siempre, acompaña a la
conversión. En otras palabras, los humanos deben ser inducidos a considerar
como la base del matrimonio una versión muy coloreada y distorsionada de
algo que el Enemigo realmente promete como su resultado. Esto tiene dos
ventajas. En primer lugar, a los humanos que no tienen el don de la
continencia se les puede disuadir de buscar en el matrimonio una solución,
porque no se sienten «enamorados» y, gracias a nosotros, la idea de casarse
por cualquier otro motivo les parece vil y cínica. Sí, eso piensan.
Consideran el propósito de ser fieles a una sociedad de ayuda mutua, para la
conservación de la castidad y para la transmisión de la vida, como algo
inferior que una tempestad de emoción. (No olvides hacer que tu hombre
piense que la ceremonia nupcial es muy ofensiva.) En segundo lugar,
cualquier infatuación sexual, mientras se proponga el matrimonio como fin,
será considerada «amor», y el «amor» será usado para excusar al hombre de
toda culpa, y para protegerle de todas las consecuencias de casarse con una
pagana, una idiota o una libertina. Pero ya seguiré en mi próxima carta. Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XIX
Mi querido Orugario:
He pensado mucho acerca de la pregunta que me haces en tu última carta. Si,
como he explicado claramente, todos los seres, por su propia naturaleza, se
hacen la competencia, y, por tanto, la idea del Amor del Enemigo es una
contradicción en sus términos, ¿qué pasa con mi reiterada advertencia de que
El realmente ama a los gusanos humanos y realmente desea su libertad y su
existencia continua? Espero, mi querido muchacho, que no le hayas enseñado
a nadie mis cartas. No es que importe, naturalmente. Cualquiera vería que la
aparente herejía en que he caído es puramente accidental. Por cierto,
espero que comprendieses, también, que algunas referencias aparentemente
poco elogiosas a Babalapo eran puramente en broma. En realidad, le tengo el
mayor respeto. Y, por supuesto, algunas cosas que dije acerca de no
escudarte de las autoridades no iban en serio. Puedes confiar en que me
cuide de tus intereses. Pero guarda todo bajo siete llaves.
La verdad es que, por mero descuido, tuve el desliz de decir que el Enemigo
ama realmente a los humanos. Lo cual, naturalmente, es imposible. El es un
ser; ellos son diferentes, y su bien no puede ser el de Él. Toda Su
palabrería acerca del Amor debe ser un disfraz de otra cosa: debe tener
algún motivo real para crearlos y ocuparse tanto de ellos. La razón por la
que uno llega a hablar como si El sintiese realmente este Amor imposible es
nuestra absoluta incapacidad para descubrir ese motivo real. ¿Qué pretende
conseguir de ellos? Esa es la cuestión insoluble. No creo que pueda hacer
daño a nadie que te diga que precisamente este problema fue una de las
causas principales de la disputa de Nuestro Padre con el Enemigo. Cuando se
discutió por primera vez la creación del hombre y cuando, incluso en esa
fase, el Enemigo confesó abiertamente que preveía un cierto episodio
referente a una cruz. Nuestro Padre, muy lógicamente, solicitó una
entrevista y pidió una explicación. El Enemigo no dio más respuesta que
inventarse el camelo sobre el Amor desinteresado que desde entonces ha
hecho circular. Naturalmente, Nuestro Padre no podía aceptar esto. Imploró
al Enemigo que pusiese Sus cartas sobre la mesa, y Le dio todas las
oportunidades posibles. Admitió que tenía verdadera necesidad de conocer el
secreto; el Enemigo le replicó: «Quisiera con todo mi corazón que lo
conocieses.» Me imagino que fue en ese momento de la entrevista cuando el
disgusto de Nuestro Padre por tan injustificada falta de confianza le hizo
alejarse a una distancia infinita de Su Presencia, con una rapidez que ha
dado lugar a la ridícula historia enemiga de que fue expulsado, a la fuerza,
del Cielo. Desde entonces, hemos empezado a comprender por qué nuestro
Opresor fue tan reservado. Su trono depende del secreto. Algunos miembros
de Su partido han admitido con frecuencia que, si alguna vez llegásemos a
comprender qué entiende Él por Amor, la guerra terminaría y volveríamos a
entrar en el Cielo. Y en eso consiste la gran tarea. Sabemos que El no puede
amar realmente: nadie puede; no tiene sentido. ¡Si tan sólo pudiésemos
averiguar qué es lo que realmente se propone! Hemos probado hipótesis tras
hipótesis, y todavía no hemos podido descubrirlo. Sin embargo, no debemos
perder nunca la esperanza; teorías más y más complicadas, colecciones de
datos más y más completas, mayores recompensas a los investigadores que
hagan algún progreso, castigos más y más terribles para aquellos que
fracasen, todo esto, seguido y acelerado hasta el mismo fin del tiempo, no
puede, seguramente, dejar de tener éxito.
Te quejas de que mi última carta no deja claro si considero el
«enamoramiento» como un estado deseable para un humano o no. Pero Orugario,
de verdad, ¡ése es el tipo de pregunta que uno espera que hagan ellos!
Déjales discutir si el «Amor», o el patriotismo, o el celibato, o las velas
en los altares, o la abstinencia de alcohol, o la educación, son «buenos» o
«malos». ¿No te das cuenta de que no hay respuesta? Nada importa lo más
mínimo, excepto la tendencia de un estado de ánimo dado, en unas
circunstancias dadas, a mover a un paciente particular, en un momento
particular, hacia el Enemigo o hacia nosotros. En consecuencia, sería muy
conveniente hacer que el paciente decidiese que el Amor es «bueno» o «malo».
Si se trata de un hombre arrogante, con un desprecio por el cuerpo basado
realmente en la exquisitez, pero que él confunde con la pureza —y un hombre
que disfruta mofándose de aquello que la mayor parte de sus semejantes
aprueban—, desde luego déjale decidirse en contra del Amor. Incúlcale un
ascetismo altivo y luego, cuando hayas separado su sexualidad de todo
aquello que podría humanizarla, cae sobre él con una forma mucho más brutal
y cínica de la sexualidad. Si, por el contrario, se trata de un hombre
emotivo, crédulo, aliméntale de poetas menores y de novelistas de quinta
fila, de la vieja escuela, hasta que le hayas hecho creer que el «Amor» es
irresistible y además, de algún modo, intrínsecamente meritorio. Esta
creencia no es de mucha utilidad, te lo garantizo, para provocar faltas
casuales de castidad; pero es una receta incomparable para conseguir
prolongados adulterios «nobles», románticos y trágicos, que terminan, si
todo marcha bien, en asesinatos y suicidios. Si falla eso, se puede utilizar
para empujar al paciente a un matrimonio útil. Porque el matrimonio, aunque
sea un invento del Enemigo, tiene sus usos. Debe haber varias mujeres
jóvenes en el barrio de tu paciente que harían extremadamente difícil para
él la vida cristiana, si tan sólo lograses persuadirle de que se casase con
una de ellas. Por favor, envíame un informe sobre esto la próxima vez que me
escribas. Mientras tanto, que te quede bien claro que este estado de
enamoramiento no es, en sí, necesariamente favorable ni para nosotros ni
para el otro bando. Es, simplemente, una ocasión que tanto nosotros como el
Enemigo tratamos de explotar. Como la mayor parte de las cosas que excitan a
los humanos, tales como la salud y la enfermedad, la vejez y la juventud, o
la guerra y la paz, desde el punto de vista de la vida espiritual es, sobre
todo, materia prima.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XX Matrimonios fracasados - El prototipo de mujer que la hace verse
como las mujeres en vida real no pueden estar
Mi querido Orugario:
Veo con gran disgusto que el Enemigo ha puesto fin forzoso, por el momento,
a tus ataques directos a la castidad del paciente. Debieras haber sabido
que, al final, siempre lo hace, y haber parado antes de llegar a ese punto.
Porque, tal como están las cosas, ahora tu hombre ha descubierto la
peligrosa verdad de que estos ataques no duran para siempre; en
consecuencia, no puedes volver a usar la que, después de todo, es nuestra
mejor arma: la creencia de los humanos ignorantes de que no hay esperanza de
librarse de nosotros, excepto rindiéndose. Supongo que habrás tratado de
persuadirle de que la castidad es poco sana, ¿no?
Todavía no he recibido un informe tuyo acerca de las mujeres jóvenes de la
vecindad. Lo querría de inmediato, porque si no podemos servirnos de su
sexualidad para hacerle licencioso, debemos tratar de usarla para promover
un matrimonio conveniente. Mientras tanto, me gustaría darte algunas ideas
acerca del tipo de mujer —me refiero al tipo físico— del que debemos
incitarle a enamorarse, si un «enamoramiento» es lo más que podemos
conseguir.
Esta cuestión la deciden por nosotros espíritus que están mucho más abajo en
la Bajojerarquía que tú y yo, y por supuesto de una forma provisional. Es
trabajo de estos grandes maestros el producir en cada época una desviación
general de lo que pudiera llamarse el «gusto» sexual Esto lo consiguen
trabajando con el pequeño círculo de artistas populares, modistas, actrices
y anunciadores que determinan el tipo que se considera «de moda». Su
propósito es apartar a cada sexo de los miembros del otro con quienes serían
más probables matrimonios espiritualmente útiles, felices y fértiles. Así,
hemos triunfado ya durante muchos siglos sobre la naturaleza, hasta el punto
de hacer desagradables para casi todas las mujeres ciertas características
secundarias del varón (como la barba); y esto es más importante de lo que
podrías suponer. Con respecto al gusto masculino, hemos variado mucho. En
una época lo dirigimos al tipo de belleza estatuesco y aristocrático,
mezclando la vanidad de los hombres con sus deseos, y estimulando a la raza
a engendrar, sobre todo, de las mujeres más arrogantes y pródigas. En otra
época, seleccionamos un tipo exageradamente femenino, pálido y lánguido, de
forma que la locura y la cobardía, y toda la falsedad y estrechez mental
general que las acompañan, estuviesen muy solicitadas. Actualmente vamos en
dirección contraria. La era del jazz ha sucedido a la era del vals, y ahora
enseñamos a los hombres a que les gusten mujeres cuyos cuerpos apenas se
pueden distinguir de los de los muchachos. Como éste es un tipo de belleza
todavía más pasajero que la mayoría, así acentuamos el crónico horror a
envejecer de la mujer (con muchos excelentes resultados), y la hacemos menos
deseosa y capaz de tener niños. Y eso no es todo. Nos las hemos arreglado
para conseguir un gran incremento en la licencia que la sociedad permite a
la representación del desnudo aparente (no del verdadero desnudo) en el
arte, y a su exhibición en el escenario o en la playa. Es una falsificación,
por supuesto; los cuerpos del arte popular están engañosamente dibujados;
las mujeres reales en traje de baño o en mallas están en realidad apretadas
y arregladas para que parezcan más firmes, esbeltas y efébicas de lo que la
naturaleza permite a una mujer desarrollada. Pero, al mismo tiempo, se le
enseña al mundo moderno a creer que es muy «franco» y «sano», y que está
volviendo a la naturaleza. En consecuencia, estamos orientando cada vez más
los deseos de los hombres hacia algo que no existe; haciendo cada vez más
importante el papel del ojo en la sexualidad y, al mismo tiempo, haciendo
sus exigencias cada vez más imposibles. ¡Es fácil prever el resultado!
Esa es la estrategia general del momento. Pero, dentro de ese marco, todavía
te será posible estimular los deseos de tu paciente en una de dos
direcciones. Descubrirás, si examinas cuidadosamente el corazón de cualquier
humano, que está obsesionado por, al menos, dos mujeres imaginarias: una
Venus terrenal, y otra infernal; y que su deseo varía cualitativamente de
acuerdo con su objeto. Hay un tipo por el cual su deseo es naturalmente
sumiso al Enemigo —fácilmente mezclable con la caridad, obediente al
matrimonio, totalmente coloreado por esa luz dorada de respeto y
naturalidad que detestamos—; hay otro tipo que desea brutalmente, y que
desea desear brutalmente, un tipo que se utiliza mejor para apartarle
totalmente del matrimonio, pero que, incluso dentro del matrimonio,
tendería a tratar como a una esclava, un ídolo o una cómplice. Su amor por
el primer tipo podría tener algo de lo que el Enemigo llama maldad, pero
sólo accidentalmente; el hombre desearía que ella no fuese la mujer de otro,
y lamentaría no poder amarla lícitamente. Pero con el segundo tipo lo que
quiere es sentir el mal, que es el «sabor» que busca: lo que le atrae es, en
su rostro, la animalidad visible, o la mohína, o la destreza, o la crueldad;
y, en su cuerpo, algo muy diferente de lo que suele llamar belleza, algo que
puede incluso, en un momento de lucidez, describir como fealdad, pero que,
por nuestro arte, podemos conseguir que incida en su obsesión particular.
La verdadera utilidad de la Venus infernal es, sin duda, como prostituta o
amante. Pero si tu hombre es un cristiano, y si le han enseñado bien las
tonterías sobre el «Amor» irresistible y que lo justifica todo, a menudo se
le puede inducir a que se case con ella. Y eso es algo que vale la pena
conseguir. Habrás fracasado con respecto a la fornicación y a los vicios
solitarios; pero hay otros, y más indirectos, medios de servirse de la
sexualidad de un hombre para lograr su perdición. Y, por cieno, no sólo son
eficaces, sino deliciosos; la infelicidad que producen es de una clase muy
duradera y exquisita. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXI
Mi querido Orugario:
Sí. Un período de tentación sexual es un excelente momento para llevar a
cabo un ataque secundario a la impaciencia del paciente. Puede ser, incluso,
el ataque principal, mientras piense que es el subordinado. Pero aquí, como
en todo lo demás, debes preparar el camino para tu ataque moral nublando su
inteligencia.
A los hombres no les irrita la mera desgracia, sino la desgracia que
consideran una afrenta. Y la sensación de ofensa depende del sentimiento de
que una pretensión legítima les ha sido denegada. Por tanto, cuantas más
exigencias a la vida puedas lograr que haga el paciente, más a menudo se
sentirá ofendido y, en consecuencia, de mal humor. Habrás observado que nada
le enfurece tan fácilmente como encontrarse con que un rato que contaba con
tener a su disposición le ha sido arrebatado de imprevisto. Lo que le saca
del quicio es el visitante inesperado (cuando se prometía una noche
tranquila), o la mujer habladora de un amigo (que aparece cuando él deseaba
tener un téte a téte con el amigo). Todavía no es tan duro y perezoso como
para que tales pruebas sean, en sí mismas, demasiado para su cortesía. Le
irritan porque considera su tiempo como propiedad suya, y siente que se lo
están robando. Debes, por tanto, conservar celosamente en su cabeza la
curiosa suposición: «Mi tiempo es mío.» Déjale tener la sensación de que
empieza cada día como el legítimo dueño de veinticuatro horas. Haz que
considere como una penosa carga la parte de esta propiedad que tiene que
entregar a sus patrones, y como una generosa donación aquella parte
adicional que asigna a sus deberes religiosos. Pero lo que nunca se le debe
permitir dudar es que el total del que se han hecho tales deducciones era,
en algún misterioso sentido, su propio derecho personal.
Ésta es una tarea delicada. La suposición que quieres que siga haciendo es
tan absurda que, si alguna vez se pone en duda, ni siquiera nosotros podemos
encontrar el menor argumento en su defensa. El hombre no puede ni hacer ni
retener un instante de tiempo; todo el tiempo es un puro regalo; con el
mismo motivo podría considerar el sol y la luna como enseres suyos. En
teoría, también está comprometido totalmente al servicio del Enemigo; y si
el Enemigo se le apareciese en forma corpórea y le exigiese ese servicio
total, incluso por un solo día, no se negaría. Se sentiría muy aliviado si
ese único día no supusiese nada más difícil que escuchar la conversación de
una mujer tonta; y se sentiría aliviado hasta casi sentirse decepcionado si
durante media hora de ese día el Enemigo le dijese: «Ahora puedes ir a
divertirte.» Ahora bien, si medita sobre su suposición durante un momento,
tiene que darse cuenta de que, de hecho, está en esa situación todos los
días. Cuando hablo de conservar en su cabeza esta suposición, por tanto, lo
último que quiero que hagas es darle argumentos en su defensa. No hay
ninguno. Tu trabajo es puramente negativo. No dejes que sus pensamientos se
acerquen lo más mínimo a ella. Envuélvela en penumbra, y en el centro de
esa oscuridad deja que su sentimiento de propiedad del tiempo permanezca
callada, sin inspeccionar, y activa.
El sentimiento de propiedad en general debe estimularse siempre. Los humanos
siempre están reclamando propiedades que resultan igualmente ridículas en el
Cielo y en el Infierno, y debemos conseguir que lo sigan haciendo. Gran
parte de la resistencia moderna a la castidad procede de la creencia de que
los hombres son «propietarios» de sus cuerpos; ¡esos vastos y peligrosos
terrenos, que laten con la energía que hizo el Universo, en los que se
encuentran sin haber dado su consentimiento y de los que son expulsados
cuando le parece a Otro! Es como si un infante a quien su padre ha colocado,
por cariño, como gobernador titular de una gran provincia, bajo el
auténtico mando de sabios consejeros, llegase a imaginarse que realmente
son suyas las ciudades, los bosques y los maizales, del mismo modo que son
suyos los ladrillos del suelo de su cuarto. Damos lugar a este sentimiento
de propiedad no sólo por medio del orgullo, sino también por medio de la
confusión. Les enseñamos a no notar los diferentes sentidos del pronombre
posesivo: las diferencias minuciosamente graduadas que van desde «mis
botas», pasando por «mi perro», «mi criado», «mi esposa», «mi padre», «mi
señor» y «mi patria», hasta «mi Dios». Se les puede enseñar a reducir todos
estos sentidos al de «mis botas», el «mi» de propiedad. Incluso en el jardín
de infancia, se le puede enseñar a un niño a referirse, por «mi osito», no
al viejo e imaginado receptor de afecto, con el que mantiene una relación
especial (porque eso es lo que les enseñará a querer decir el Enemigo, si no
tenemos cuidado), sino al oso «que puedo hacer pedazos si quiero». Y, al
otro extremo de la escala, hemos enseñado a los hombres a decir «mi Dios» en
un sentido realmente no muy diferente del de «mis botas», significando «el
Dios a quien tengo algo que exigir a cambio de mis distinguidos servicios y
a quien exploto desde el pulpito..., el Dios en el que me hecho un rincón».
Y durante todo este tiempo, lo divertido es que la palabra «mío», en su
sentido plenamente posesivo, no puede pronunciarla un ser humano a
propósito de nada. A la larga, o Nuestro Padre o el Enemigo dirán «mío» de
todo lo que existe, y en especial de todos los hombres. Ya descubrirán al
final, no temas, a quién pertenecen realmente su tiempo, sus almas y sus
cuerpos; desde luego, no a ellos, pase lo que pase. En la actualidad, el
Enemigo dice «mío» acerca de todo, con la pedante excusa legalista de que Él
lo hizo. Nuestro Padre espera decir «mío» de todo al final, con la base más
realista y dinámica de haberlo conquistado. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXII
Mi querido Orugario:
¡Vaya! Tu hombre se ha enamorado, y de la peor manera posible, ¡y de una
chica que ni siquiera figura en el informe que me enviaste! Puede
interesarte saber que el pequeño malentendido con la Policía Secreta que
trataste de suscitar a propósito de ciertas expresiones incautas en algunas
de mis cartas, ha sido aclarado. Si contabas con eso para asegurarte mis
buenos oficios, descubrirás que estás muy equivocado. Pagarás por eso, igual
que por tus restantes equivocaciones. Mientras tanto, te envío un folleto,
recién aparecido sobre el nuevo Correccional de Tentadores Incompetentes.
Está profusamente ilustrado, y no hallarás en él una página aburrida.
He mirado el expediente de esa chica y estoy aterrado de lo que me
encuentro. No sólo una cristiana, sino vaya cristiana: ¡una señorita vil,
escurridiza, boba, recatada, lacónica, ratonil, acuosa, insignificante,
virginal, prosaica! ¡El animalillo! Me hace vomitar. Apesta y abrasa incluso
a través de las mismas páginas del expediente. Me enloquece el modo en que
ha empeorado el mundo. La hubiésemos destinado a la arena del circo, en los
viejos tiempos: para eso está hecha su clase. Y no es que tampoco allí fuese
a servir de mucho, no. Una pequeña tramposa de dos caras (conozco el
género), que tiene el aire de ir a desmayarse a la vista de la sangre, y
luego muere con una sonrisa. Una tramposa en todos los sentidos. Parece una
mosquita muerta, y sin embargo tiene ingenio satírico. El tipo de criatura
que me encontraría DIVERTIDO ¡a mí! Asquerosa, insípida, pacata, y sin
embargo dispuesta a caer en los brazos de este bobo, como cualquier otro
animal reproductor. ¿Por qué el Enemigo no la fulmina por eso, si Él está
tan loco por la virginidad, en lugar de contemplarla sonriente?
En el fondo, es un hedonista. Todos esos ayunos, y vigilias, y hogueras, y
cruces, son tan sólo una fachada. O sólo como espuma en la orilla del mar.
En alta mar, en Su alta mar, hay placer y más placer. No hace de ello ningún
secreto: a Su derecha hay «placeres eternos». ¡Ay! No creo que tenga la más
remota idea del elevado y austero misterio al que descendemos en la Visión
Miserífica; El es vulgar, Orugario; El tiene mentalidad burguesa: ha llenado
Su mundo de placeres. Hay cosas que los humanos pueden hacer todo el día,
sin que a El le importe lo más mínimo: dormir, lavarse, comer, beber, hacer
el amor, jugar, rezar, trabajar. Todo ha de ser retorcido para que nos sirva
de algo a nosotros. Luchamos en cruel desventaja: nada está naturalmente de
nuestra parte. (No es que eso te disculpe a ti. Ya arreglaré cuentas
contigo. Siempre me has odiado y has sido insolente conmigo cuando te has
atrevido.)
Luego, claro, tu paciente llega a conocer a la familia y a todo el círculo
de esta mujer. ¿No podías haberte dado cuenta de que la misma casa en que
ella vive es una casa en la que él nunca debía haber entrado? Todo el lugar
apesta a ese mortífero aroma. El mismo jardinero, aunque sólo lleva allí
cinco años, está empezando a adquirirlo. Hasta los huéspedes, tras una
visita de un fin de semana, se llevan consigo un poco de este olor. El perro
y el gato también lo han cogido. Y una casa llena del impenetrable misterio.
Estamos seguros (es una cuestión de principios elementales) de que cada
miembro de la familia debe estar, de alguna manera, aprovechándose de los
demás; pero no logramos averiguar cómo. Guardan tan celosamente como el
Enemigo mismo el secreto de lo que hay detrás de esta pretensión de amor
desinteresado. Toda la casa y el jardín son una vasta indecencia. Tiene una
repugnante semejanza con la descripción que dio del Cielo un escritor
humano: «las regiones donde sólo hay vida y donde, por tanto, todo lo que no
es música es silencio».
Música y silencio ¡Cómo detesto ambos! Qué agradecidos debiéramos estar de
que, desde que Nuestro Padre ingresó en el Infierno —aunque hace mucho más
de lo que los humanos, aun contando en años-luz, podrían medir—, ni un solo
centímetro cuadrado de espacio infernal y ni un instante de tiempo infernal
hayan sido entregados a cualquiera de esas dos abominables fuerzas, sino
que han estado completamente ocupados por el ruido; el ruido, el gran
dinamismo, la expresión audible de todo lo que es exultante, implacable y
viril; el ruido que, solo, nos defiende de dudas tontas, de escrúpulos
desesperantes y de deseos imposibles. Haremos del universo eterno un ruido,
al final. Ya hemos hecho grandes progresos en este sentido en lo que
respecta a la Tierra. Las melodías y los silencios del Cielo serán acallados
a gritos, al final. Pero reconozco que aún no somos lo bastante estridentes,
ni de lejos. Pero estamos investigando. Mientras tanto, tú, asqueroso,
pequeño...
(Aquí el manuscrito se interrumpe, y prosigue luego con letra diferente.)
En el entusiasmo de la redacción resulta que, sin darme cuenta, me he
permitido asumir la forma de un gran miriápodo. En consecuencia, dicto el
resto a mi secretario. Ahora que la transformación es completa, me doy
cuenta de que es un fenómeno periódico. Algún rumor acerca de ello ha
llegado hasta los humanos, y un relato distorsionado figura en el poeta
Milton, con el ridículo añadido de que tales cambios de forma son un
«castigo» que nos impone el Enemigo. Un escritor más moderno —alguien
llamado algo así como Pshaw— se ha percatado, sin embargo, de la verdad. La
transformación procede de nuestro interior, y es una gloriosa manifestación
de esa Fuerza Vital que Nuestro Padre adoraría, si adorase algo que no fuese
a sí mismo. En mi forma actual, me siento aún más impaciente por verte, para
unirte a mí en un abrazo indisoluble.
(Firmado) SAPOTUBO Por orden, Su Abismal Sublimidad Subsecretario,
ESCRUTOPO, T. E., B. S., etc.
XXIII Mi querido
Orugario:
A través de esta chica y de su repugnante familia, el paciente está
conociendo ahora cada día a más cristianos, y además cristianos muy
inteligentes. Durante mucho tiempo va a ser imposible extirpar la
espiritualidad de su vida. Muy bien; entonces, debemos corromperla. Sin
duda, habrás practicado a menudo el transformarte en un ángel de la luz,
como ejercicio de pista. Ahora es el momento de hacerlo delante del Enemigo.
El Mundo y la Carne nos han fallado; queda un tercer Poder. Y este tercer
tipo de éxito es el más glorioso de todos. Un santo echado a perder, un
fariseo, un inquisidor, o un brujo, es considerado en el Infierno como una
mejor pieza cobrada que un tirano o un disoluto corriente.
Pasando revista a los nuevos amigos de tu paciente, creo que el mejor punto
de ataque sería la línea fronteriza entre la teología y la política. Varios
de sus nuevos amigos son muy conscientes de las implicaciones sociales de su
religión. Eso, en sí mismo, es malo; pero puede aprovecharse en nuestra
ventaja.
Descubrirás que muchos escritores políticos cristianos piensan que el
cristianismo empezó a deteriorarse, y a apartarse de la doctrina de su
Fundador, muy temprano. Debemos usar esta idea para estimular una vez más la
idea de un «Jesús histórico», que puede encontrarse apartando posteriores
«añadidos y perversiones», y que debe luego compararse con toda la
tradición cristiana. En la última generación, promovimos la construcción de
uno de estos «Jesús históricos» según pautas liberales y humanitarias; ahora
estamos ofreciendo un «Jesús histórico» según pautas marxistas,
catastrofistas y revolucionarias. Las ventajas de estas construcciones, que
nos proponemos cambiar cada treinta años o así, son múltiples. En primer
lugar, todas ellas tienden a orientar la devoción de los hombres hacia algo
que no existe, porque todos estos «Jesuses históricos» son ahistóricos. Los
documentos dicen lo que dicen, y no puede añadírseles nada; cada nuevo
«Jesús histórico», por tanto, ha de ser extraído de ellos, suprimiendo unas
cosas y exagerando otras, y por ese tipo de deducciones (brillantes es el
adjetivo que les enseñamos a los humanos a aplicarles) por las que nadie
arriesgaría cinco duros en la vida normal, pero que bastan para producir una
cosecha de nuevos Napoleones, nuevos Shakespeares y nuevos Swifts en la
lista de otoño de cada editorial. En segundo lugar, todas estas
construcciones depositan la importancia de su «Jesús histórico» en alguna
peculiar teoría que se supone que Él ha promulgado. Tiene que ser un «gran
hombre» en el sentido moderno de la palabra, es decir, situado en el extremo
de alguna línea de pensamiento centrífuga y desequilibrada: un chiflado que
vende una panacea. Así distraemos la mente de los hombres de quien El es y
de lo que El hizo. Primero hacemos a Él tan sólo un maestro, y luego
ocultamos la muy sustancial concordancia existente entre Sus enseñanzas y
las de todos los demás grandes maestros morales. Porque a los humanos no se
les debe permitir notar que todos los grandes moralistas son enviados por el
Enemigo, no para informar a los hombres, sino para recordarles, para
reafirmar contra nuestra continua ocultación las primigenias vulgaridades
morales. Nosotros creamos a los sofistas; Él creó un Sócrates para
responderles. Nuestro tercer objetivo es, por medio de estas construcciones,
destruir la vida devocional. Nosotros sustituimos la presencia real del
Enemigo, que de otro modo los hombres experimentan en la oración y en los
sacramentos, por una figura meramente probable, remota, sombría y grosera,
que hablaba un extraño lenguaje y que murió hace mucho tiempo. Un objeto así
no puede, de hecho, ser adorado. En lugar del Creador adorado por su
criatura, pronto tienes meramente un líder aclamado por un partidario, y
finalmente un personaje destacado, aprobado por un sensato historiador. Y en
cuarto lugar, además de ser ahistórica en el Jesús que describe, esta clase
de religión es contraria a la historia en otro sentido. Ninguna nación, y
pocos individuos, se ven arrastrados realmente al campo del Enemigo por el
estudio histórico de la biografía de Jesús, como mera biografía. De hecho, a
los hombres se les ha privado del material necesario para una biografía
completa. Los primeros conversos fueron convertidos por un solo hecho
histórico (la Resurrección) y una sola doctrina teológica (la Redención),
actuando sobre un sentimiento del pecado que ya tenían; y un pecado no
contra una ley inventada como una novedad por un «gran hombre», sino contra
la vieja y tópica ley moral universal que les había sido enseñada por sus
niñeras y madres. Los «Evangelios» vienen después, y fueron escritos, no
para hacer cristianos, sino para edificar a los cristianos ya hechos.
El «Jesús histórico», pues, por peligroso que pueda parecer para nosotros en
alguna ocasión particular, debe ser siempre estimulado. Con respecto a la
conexión general entre el cristianismo y la política, nuestra posición es
más delicada. Por supuesto, no queremos que los hombres dejen que su
cristianismo influya en su vida política, porque el establecimiento de algo
parecido a una sociedad verdaderamente justa sería una catástrofe de primera
magnitud. Por otra parte, queremos, y mucho, hacer que los hombres
consideren el cristianismo como un medio; preferentemente, claro, como un
medio para su propia promoción; pero, a falta de eso, como un medio para
cualquier cosa, incluso la justicia social. Lo que hay que hacer es
conseguir que un hombre valore, al principio, la justicia social como algo
que el Enemigo exige, y luego conducirle a una etapa en la que valore el
cristianismo porque puede dar lugar a la justicia social. Porque el Enemigo
no se deja usar como un instrumento. Los hombres o las naciones que creen
que pueden reavivar la fe con el fin de hacer una buena sociedad podrían,
para eso, pensar que pueden usar las escaleras del Cielo como un atajo a la
farmacia más próxima. Por fortuna, es bastante fácil convencer a los humanos
de que hagan eso. Hoy mismo he descubierto en un escritor cristiano un
pasaje en el que recomienda su propia versión del cristianismo con la excusa
de que «sólo una fe así puede sobrevivir a la muerte de viejas culturas y al
nacimiento de nuevas civilizaciones». ¿Ves la pequeña discrepancia? «Creed
esto, no porque sea cierto, sino por alguna otra razón.» Ése es el juego. Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXIV
Mi querido Orugario:
Me he estado escribiendo con Suburbiano, que tiene a su cargo a la joven de
tu paciente, y empiezo a ver su punto débil. Es un pequeño vicio que no
llama la atención y que comparte con casi todas las mujeres que se han
criado en un círculo inteligente y unido por una creencia claramente
definida; consiste en la suposición, completamente inconsciente, de que los
extraños que no comparten esta creencia son realmente demasiado estúpidos y
ridículos. Los hombres, que suelen tratar a estos extraños, no tienen este
sentimiento; su confianza, si son confiados, es de otra clase. La de ella,
que ella cree debida a la fe, en realidad se debe en gran parte al mero
contagio de su entorno. No es, de hecho, muy diferente de la convicción que
tendría, a los diez años de edad, de que el tipo de cuchillos de pescado que
se usaban en la casa de su padre eran del tipo adecuado, o normal, o
«auténtico», mientras que los de las familias vecinas no eran en absoluto
«auténticos cuchillos de pescado». Ahora, el elemento de ignorancia e
ingenuidad que hay en esta convicción es tan grande, y tan pequeño el
elemento de orgullo espiritual, que nos da pocas esperanzas respecto a la
chica misma. Pero, ¿has pensado cómo puede usarse para influir en tu
paciente? Es siempre el novicio el que exagera. El hombre que ha ascendido
en la escala social es demasiado refinado; el joven estudioso es pedante. Tu
paciente es un novicio en este nuevo círculo. Está allí a diario,
encontrando una calidad de vida cristiana que nunca antes imaginó, y
viéndolo todo a través de un cristal encantado, porque está enamorado. Está
impaciente (de hecho, el Enemigo se lo ordena) por imitar esta cualidad.
¿Puedes conseguir que imite este defecto de su amada, y que lo exagere hasta
que lo que era venial en ella resulte, en él, el más poderoso y el más bello
de los vicios: el Orgullo Espiritual?
Las condiciones parecen idealmente favorables. El nuevo círculo en el que se
encuentra es un círculo del que tiene la tentación de sentirse orgulloso por
muchos otros motivos, aparte de su cristianismo. Es un grupo mejor educado,
más inteligente y más agradable que ninguno de los que ha conocido hasta
ahora. También está un tanto ilusionado en cuanto al lugar que ocupa en él.
Bajo la influencia del «amor», puede considerarse todavía indigno de ella,
pero está rápidamente dejando de sentirse indigno de los demás. No tiene ni
idea de cuántas cosas le perdonan porque son caritativos, ni de cuántas le
aguantan porque ahora es uno de la familia. No se imagina cuánto de su
conversación, cuántas de sus opiniones, ellos reconocen como ecos de las
suyas. Aún sospecha menos cuánto del gozo que siente con esas personas se
debe al encanto erótico que, para él, esparce la chica a su alrededor. Cree
que le gusta su conversación y su modo de vida a causa de alguna
concordancia entre su estado espiritual y el suyo, cuando, de hecho, ellos
están tan mucho más allá que él que, si no estuviese enamorado, se sentiría
meramente asombrado y repelido por mucho de lo que ahora acepta. ¡Es como un
perro que se creyese que entendía de armas de fuego porque su instinto de
cazador y su cariño a su amo le permiten disfrutar de un día de caza!
Ésta es tu ocasión. Mientras que el Enemigo, por medio del amor sexual y de
unas personas muy simpáticas y muy adelantadas en su servicio, está tirando
del joven bárbaro hasta niveles que de otro modo nunca podría haber
alcanzado, debes hacerle creer que está encontrando el nivel que le
corresponde: que ésa es su «clase» de gente y que, al llegar a ellos, ha
llegado a su hogar. Cuando vuelva de ellos a la compañía de otras personas,
las encontrará aburridas; en parte porque casi cualquier compañía a su
alcance es, de hecho, mucho menos amena, pero más todavía porque echará de
menos el encanto de la joven. Debes enseñarle a confundir este contraste
entre el círculo que le encanta y el círculo que le aburre con el contraste
entre cristianos y no creyentes. Se le debe hacer sentir (más vale que no
lo formule con palabras) «¡qué distintos somos los cristianos!»; y por
«nosotros los cristianos» debe referirse, en realidad, a «mi grupo»; y por
«mi grupo» debe entender no «las personas que, por su caridad y humildad, me
han aceptado», sino «las personas con que me asocio por derecho».
Nuestro éxito en esto se basa en confundirle. Si tratas de hacerle explícita
y reconocidamente orgulloso de ser cristiano, probablemente fracasarás; las
advertencias del Enemigo son demasiado conocidas. Si, por otra parte, dejas
que la idea de «nosotros los cristianos» desaparezca por completo y
meramente le haces autosatisfecho de «su grupo», producirás no orgullo
espiritual sino mera vanidad social, que es, en comparación, un inútil e
insignificante pecadillo. Lo que necesitas es mantener una furtiva
auto-felicitación interfiriendo todos sus pensamientos, y no dejarle nunca
hacerse la pregunta: «¿De qué, precisamente, me estoy felicitando?» La idea
de pertenecer a un círculo interior, de estar en un secreto, le es muy
grata. Juega con eso: enséñale, usando la influencia de esta chica en sus
momentos más tontos, a adoptar un aire de diversión ante las cosas que
dicen los no creyentes. Algunas teorías que puede oír en los modernos
círculos cristianos pueden resultar útiles; me refiero a teorías que basan
la esperanza de la sociedad en algún círculo interior de «funcionarios», en
alguna minoría adiestrada de teócratas. No es asunto tuyo si estas teorías
son verdaderas o falsas; lo que importar es hacer del cristianismo una
religión misteriosa, en la que él se sienta uno de los iniciados.
Te ruego que no llenes tus cartas de basura sobre esta guerra europea. Su
resultado final es, sin duda, de importancia; pero eso es asunto del Alto
Mando. No me interesa lo más mínimo saber cuántas personas han sido muertas
por las bombas en Inglaterra. Puedo enterarme del estado de ánimo en que
murieron por la oficina destinada a ese fin. Que iban a morir alguna vez ya
lo sabía. Por favor, mantén tu mente en tu trabajo.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXV
Mi querido Orugario:
El verdadero inconveniente del grupo en el que vive tu paciente es que es
meramente cristiano. Todos tienen intereses individuales, claro, pero su
lazo de unión sigue siendo el mero cristianismo. Lo que nos conviene, si es
que los hombres se hacen cristianos, es mantenerles en el estado de ánimo
que yo llamo «el cristianismo y...». Ya sabes: el cristianismo y la Crisis,
el cristianismo y la Nueva Psicología, el cristianismo y el Nuevo Orden, el
cristianismo y la Fe Curadora, el cristianismo y la Investigación Psíquica,
el cristianismo y el Vegetarianismo, el cristianismo y la Reforma
Ortográfica. Si han de ser cristianos, que al menos sean cristianos con una
diferencia. Sustituir la fe misma por alguna moda de tonalidad cristiana.
Trabajar sobre su horror a Lo Mismo de Siempre.
El horror a Lo Mismo de Siempre es una de las pasiones más valiosas que
hemos producido en el corazón humano: una fuente sin fin de herejías en lo
religioso, de locuras en los consejos, de infidelidad en el matrimonio, de
inconstancia en la amistad. Los humanos viven en el tiempo y experimentan la
realidad sucesivamente. Para experimentar gran parte de la realidad,
consecuentemente, deben experimentar muchas cosas diferentes; en otras
palabras, deben experimentar el cambio. Y ya que necesitan el cambio, el
Enemigo (puesto que, en el fondo, es un hedonista) ha hecho que el cambio
les resulte agradable, al igual que ha hecho que comer sea agradable. Pero
como El no desea que hagan del cambio, ni de comer, un fin en sí mismo, ha
contrapesado su amor al cambio con su amor a lo permanente. Se las ha
arreglado para gratificar ambos gustos al mismo tiempo en el mundo que El ha
creado, mediante esa fusión del cambio y de la permanencia que llamamos
ritmo. Les da las estaciones, cada una diferente pero cada año las mismas,
de tal forma que la primavera resulta siempre una novedad y al mismo tiempo
la repetición de un tema inmemorial. Les da, en su Iglesia, un año
litúrgico; cambian de un ayuno a un festín, pero es el mismo festín que
antes.
Ahora bien, al igual que aislamos y exageramos el placer de comer para
producir la glotonería, aislamos y exageramos el natural placer del cambio y
lo distorsionamos hasta una exigencia de absoluta novedad. Esta exigencia
es enteramente producto de nuestra eficiencia. Si descuidamos nuestra tarea,
los hombres no sólo se sentirán satisfechos, sino transportados por la
novedad y familiaridad combinadas de los copos de nieve de este enero, del
amanecer de esta mañana, del pudding de estas Navidades. Los niños, hasta
que les hayamos enseñado otra cosa, se sentirán perfectamente felices con
una ronda de juegos según las estaciones, en la que saltar a la pata coja
sucede a las canicas tan regularmente como el otoño sigue al verano. Sólo
gracias a nuestros incesantes esfuerzos se mantiene la exigencia de cambios
infinitos, o arrítmicos.
Esta exigencia es valiosa en varios sentidos. En primer lugar, reduce el
placer mientras aumenta el deseo. El placer de la novedad, por su misma
naturaleza, está más sujeto que cualquier otro a la ley del rendimiento
decreciente. Una novedad continua cuesta dinero, de forma que su deseo
implica avaricia o infelicidad, o ambas cosas. Y además, cuanto más ansioso
sea este deseo, antes debe engullir todas las fuentes inocentes de placer y
pasar a aquellas que el Enemigo prohíbe. Así, exacerbando el horror a Lo
Mismo de Siempre, hemos hecho recientemente las Artes, por ejemplo, menos
peligrosas para nosotros que nunca lo fueron, pues ahora tanto los artistas
«intelectuales» como los «populares» se ven empujados por igual a cometer
nuevos y nuevos excesos de lascivia, sinrazón, crueldad y orgullo. Por
último, el afán de novedad es indispensable para producir modas o bogas.
La utilidad de las modas en el pensamiento es distraer la atención de los
hombres de sus auténticos peligros. Dirigimos la protesta de moda en cada
generación contra aquellos vicios de los que está en menos peligro de caer,
y fijamos su aprobación en la virtud más próxima a aquel vicio que estamos
tratando de hacer endémico. El juego consiste en hacerles correr de un lado
a otro con extintores de incendios cuando hay una inundación, y todos
amontonándose en el lado del barco que está ya casi con la borda sumergida.
Así, ponemos de moda denunciar los peligros del entusiasmo en el momento
preciso en que todos se están haciendo mundanos e indiferentes; un siglo
después, cuando estamos realmente haciendo a todos byronianos y ebrios de
emoción, la protesta en boga está dirigida contra los peligros del mero
«entendimiento». Las épocas crueles son puestas en guardia contra el
Sentimentalismo, las casquivanas y ociosas contra la Respetabilidad, las
libertinas contra el Puritanismo; y siempre que todos los hombres realmente
están apresurándose a convertirse en esclavos o tiranos, hacemos del
Liberalismo la máxima pesadilla.
Pero el mayor triunfo de todos es elevar este horror a Lo Mismo de Siempre a
una filosofía, de forma que el sinsentido en el intelecto pueda reforzar la
corrupción de la voluntad. Es en este aspecto en el que el carácter
Evolucionista o Histórico del moderno pensamiento europeo (en parte obra
nuestra) resulta tan útil. Al Enemigo le encantan los tópicos. Acerca de un
plan de acción propuesto, El quiere que los hombres, hasta donde alcanzo a
ver, se hagan preguntas muy simples: ¿Es justo? ¿Es prudente? ¿Es posible?
Ahora, si podemos mantener a los hombres preguntándose: «¿Está de acuerdo
con la tendencia general de nuestra época? ¿Es progresista o reaccionario?
¿Es éste el curso de la Historia?», olvidarán las preguntas relevantes. Y
las preguntas que se hacen son, naturalmente, incontestables; porque no
conocen el futuro, y lo que será el futuro depende en gran parte
precisamente de aquellas elecciones en que ellos invocan al futuro para que
les ayude a hacerlas. En consecuencia, mientras sus mentes están zumbando en
este vacío, tenemos la mejor ocasión para colarnos, e inclinarles a la
acción que nosotros hemos decidido. Y ya se ha hecho muy buen trabajo. En un
tiempo, sabían que algunos cambios eran a mejor, y otros a peor, y aún otros
indiferentes. Les hemos quitado en gran parte este conocimiento. Hemos
sustituido el adjetivo descriptivo «inalterado» por el adjetivo emocional
«estancado». Les hemos enseñado a pensar en el futuro como una tierra
prometida que alcanzan los héroes privilegiados, no como algo que alcanza
todo el mundo al ritmo de sesenta minutos por hora, haga lo que haga, sea
quien sea. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXVI
Mi querido Orugario:
Sí; el noviazgo es el momento de sembrar esas semillas que engendrarán, diez
años después, el odio doméstico. El encantamiento del deseo insaciado
produce resultados que se puede hacer que los humanos confundan con los
resultados de la caridad. Aprovéchate de la ambigüedad de la palabra «Amor»:
déjales pensar que han resuelto mediante el amor problemas que de hecho sólo
han apartado o pospuesto bajo la influencia de este encantamiento. Mientras
dura, tienes la oportunidad de fomentar en secreto los problemas y hacerlos
crónicos.
El gran problema es el del «desinterés». Observa, una vez más, el admirable
trabajo de la Rama Filológica al sustituir por el negativo desinterés la
positiva caridad del Enemigo. Gracias a ello, puedes desde el principio
enseñar a un hombre a renunciar a beneficios no para que otros puedan gozar
de tenerlos, sino para poder ser «desinteresado» renunciando a ellos. Éste
es un gran punto ganado. Otra gran ayuda, cuando las partes implicadas son
hombre y mujer, es la diferencia de opinión que hemos establecido entre los
sexos acerca del desinterés. Una mujer entiende por desinterés,
principalmente, tomarse molestias por los demás; para un hombre significa no
molestar a los demás. En consecuencia, una mujer muy entregada al servicio
del Enemigo se convertirá en una molestia mucho mayor que cualquier hombre,
excepto aquellos a los que Nuestro Padre ha dominado por completo; e,
inversamente, un hombre vivirá durante mucho tiempo en el campo del Enemigo
antes de que emprenda tanto trabajo espontáneo para agradar a los demás como
el que una mujer completamente corriente puede hacer todos los días. Así,
mientras que la mujer piensa en hacer buenas obras y el hombre en respetar
los derechos de los demás, cada sexo, sin ninguna falta de razón evidente,
puede considerar y considera al otro radicalmente egoísta.
Además de todas estas confusiones, tú puedes añadir algunas más. El
encantamiento erótico produce una mutua complacencia en la que a cada uno
le agrada realmente ceder a los deseos del otro. También saben que el
Enemigo les exige un grado de caridad que, de ser alcanzado, daría lugar a
actos similares. Debes hacer que establezcan como una ley para toda su vida
de casados ese grado de mutuo sacrificio de sí que actualmente mana
espontáneamente del encantamiento, pero que, cuando el encantamiento se
desvanezca, no tendrán caridad suficiente para permitirles realizarlo. No
verán la trampa, ya que están bajo la doble ceguera de confundir la
excitación sexual con la caridad y de pensar que la excitación durará. Una
vez establecida como norma una especie de desinterés oficial, legal o
nominal —una regla para cuyo cumplimiento sus recursos emocionales se han
desvanecido y sus recursos espirituales aún no han madurado—, se producen
los más deliciosos resultados. Al considerar cualquier acción conjunta,
resulta obligatorio que A argumenta a favor de los supuestos deseos de B y
en contra de los propios, mientras B hace lo contrario. Con frecuencia, es
imposible averiguar cuáles son los auténticos deseos de cualquiera de las
partes; con suerte, acaban haciendo algo que ninguno quiere, mientras que
cada uno siente una agradable sensación de virtuosidad y abriga una secreta
exigencia de trato preferencial por el desinterés de que ha dado prueba y un
secreto motivo de rencor hacia el otro por la facilidad con que ha aceptado
su sacrificio. Más tarde, puedes adentrarte en lo que podría denominarse la
Ilusión del Conflicto Generoso. Este juego se juega mejor con más de dos
jugadores, por ejemplo en una familia con chicos mayores. Se propone algo
completamente trivial, como tomar el té en el jardín. Un miembro de la
familia se cuida de dejar bien claro (aunque no con palabras) que preferiría
no hacerlo, pero que, por supuesto, está dispuesto a hacerlo, por
«desinterés». Los demás retiran al instante su propuesta, ostensiblemente a
causa de su propio «desinterés», pero en realidad porque no quieren ser
utilizados como una especie de maniquí sobre el que el primer interlocutor
deje caer altruismos baratos. Pero éste no se va a dejar privar de su orgía
de desinterés. Insiste en hacer «lo que los otros quieren». Ellos insisten
en hacer lo que él quiere. Los ánimos se caldean. Pronto alguien está
diciendo: «¡Muy bien, pues entonces no tomaremos té en ningún sitio!», a lo
que sigue una verdadera discusión, con amargo resentimiento por ambos
lados. ¿Ves cómo se consigue? Si cada uno hubiese estado defendiendo
francamente su verdadero deseo, todos se habrían mantenido dentro de los
límites de la razón y la cortesía; pero, precisamente porque la discusión
está invertida y cada lado está contendiendo la batalla del otro lado, toda
la amargura que realmente fluye de la virtuosidad y la obstinación
frustradas y de los motivos de rencor acumulados en los últimos diez años,
queda ocultada por el «desinterés» oficial o nominal de lo que están
haciendo, o, por lo menos, les sirve como motivo para que se les excuse.
Cada lado es, de hecho, plenamente consciente de lo barato que es el
desinterés del adversario y de la falsa posición a la que está tratando de
empujarles; pero cada uno se las arregla para sentirse irreprochable y
abusado, sin más deshonestidad de la que resulta natural en un hombre.
Un humano sensato dijo: «Si la gente supiese cuántos malos sentimientos
ocasiona el desinterés, no se recomendaría tan a menudo desde el pulpito»; y
además: «Es el tipo de mujer que vive para los demás: siempre puedes
distinguir a los demás por su expresión de acosados.» Todo esto puede
iniciarse incluso en el período de noviazgo. Un poco de auténtico egoísmo
por parte de tu paciente es con frecuencia de menor valor a la larga, para
hacerse con su alma, que los primeros comienzos de ese elaborado y
consciente desinterés que puede un día florecer en algo como lo que te he
descrito. Cierto grado de falsedad mutua, cierta sorpresa de que la chica no
siempre note lo desinteresado que está siendo, se pueden meter de
contrabando ya. Cuida mucho estas cosas, y, sobre todo, no dejes que los
tontos jóvenes se den cuenta de ellas. Si las notan, estarán en camino de
descubrir que el «amor» no es bastante, que se necesita caridad y aún no la
han alcanzado, y que ninguna ley externa puede suplir su función. Me
gustaría que Suburbiano pudiera hacer algo para minar el sentido del
ridículo de esa joven.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXVII
Mi querido Orugario:
Pareces estar consiguiendo muy poco por ahora. La utilidad de su «amor» para
distraer su pensamiento del Enemigo es, por supuesto, obvia, pero revelas el
pobre uso que estás haciendo de él cuando dices que la cuestión de la
distracción y del pensamiento errante se han convertido ahora en uno de los
temas principales de sus oraciones. Eso significa que has fracasado en gran
medida. Cuando esta o cualquier otra distracción cruce su mente, deberías
animarle a apartarla por pura fuerza de voluntad y a tratar de proseguir su
oración normal como si no hubiese pasado nada; una vez que acepta la
distracción como su problema actual y expone eso ante el Enemigo y lo hace
el tema principal de sus oraciones y de sus esfuerzos, entonces, lejos de
hacer bien, has hecho daño. Cualquier cosa, incluso un pecado, que tenga el
efecto final de acercarle al Enemigo, nos perjudica a la larga.
Un curso de acción prometedor es el siguiente: ahora que está enamorado, una
nueva idea de la felicidad terrena ha nacido en su mente; y de ahí una nueva
urgencia en sus oraciones de petición: sobre esta guerra y otros asuntos
semejantes. Ahora es el momento de suscitar dificultades intelectuales
acerca de esta clase de oraciones. La falsa espiritualidad debe estimularse
siempre. Con el motivo aparentemente piadoso de que «la alabanza 7 la
comunión con Dios son la verdadera oración», con frecuencia se puede atraer
a los humanos a la desobediencia directa al Enemigo, Quien (en su habitual
estilo plano, vulgar, sin interés) les ha dicho claramente que recen por el
pan de cada día y por la curación de sus enfermos. Les ocultarás,
naturalmente, el hecho de que la oración por el pan de cada día,
interpretada en un «sentido espiritual», es en el fondo tan vulgarmente de
petición como en cualquier otro sentido.
Ya que tu paciente ha contraído el terrible hábito de la obediencia,
probablemente seguirá rezando oraciones tan «vulgares» hagas lo que hagas.
Pero puedes preocuparle con la obsesionante sospecha de que tal práctica es
absurda y no puede tener resultados objetivos. No olvides usar el
razonamiento: «Cara, yo gano; cruz, tú pierdes.» Si no ocurre lo que él
pide, entonces eso es una prueba más de que las oraciones de petición no
sirven; si ocurre, será capaz, naturalmente, de ver algunas de las causas
físicas que condujeron a ello, y «por tanto, hubiese ocurrido de cualquier
modo», y así una petición concedida resulta tan buena prueba como una
denegada de que las oraciones son ineficientes.
Tú, al ser un espíritu, encontrarás difícil de entender cómo se engaña de
este modo. Pero debes recordar que él toma el tiempo por una realidad
definitiva. Supone que el Enemigo, como él, ve algunas cosas como presentes,
recuerda otras como pasadas, y prevé otras como futuras; o, incluso si cree
que el Enemigo no ve las cosas de ese modo, sin embargo, en el fondo de su
corazón, considera eso como una particularidad del modo de percepción del
Enemigo; no cree realmente (aunque diría que sí) que las cosas son tal como
las ve el Enemigo. Si tratase de explicarle que las oraciones de los hombres
de hoy son una de las incontables coordenadas con las que el Enemigo
armoniza el tiempo que hará mañana, te replicaría que entonces el Enemigo
siempre supo que los hombres iban a rezar esas oraciones, y, por tanto, que
no rezaron libremente, sino que estaban predestinados a hacerlo. Y añadiría
que el tiempo que hará un día dado puede trazarse a través de sus causas
hasta la creación originaria de la materia misma, de forma que todo, tanto
desde el lado humano como desde el material, está «dado desde el principio».
Lo que debería decir es, por supuesto, evidente para nosotros: que el
problema de adaptar el tiempo particular a las oraciones particulares es
meramente la aparición, en dos puntos de su forma de percepción temporal,
del problema total de adaptar el universo espiritual entero al universo
corporal entero; que la creación en su totalidad actúa en todos los puntos
del espacio y del tiempo, o mejor, que su especie de consciencia les obliga
a enfrentarse con el acto creador completo y coherente como una serie de
acontecimientos sucesivos. Por qué ese acto creador deja sitio a su libre
voluntad es el problema de los problemas, el secreto oculto tras las
tonterías del Enemigo acerca del «Amor». Cómo lo hace no supone problema
alguno, porque el Enemigo no prevé a los humanos haciendo sus libres
aportaciones en el futuro, sino que los ve haciéndolo en su Ahora ilimitado.
Y, evidentemente, contemplar a un hombre haciendo algo no es obligarle a
hacerlo.
Se puede replicar que algunos escritores humanos entrometidos, notablemente
Boecio, han divulgado este secreto. Pero en el clima intelectual que al fin
hemos logrado suscitar por toda la Europa occidental, no debes preocuparte
por eso. Sólo los eruditos leen libros antiguos, y nos hemos ocupado ya de
los eruditos para que sean, de todos los hombres, los que tienen menos
probabilidades de adquirir sabiduría leyéndolos. Hemos conseguido esto
inculcándoles el Punto de Vista Histórico. El Punto de Vista Histórico
significa, en pocas palabras, que cuando a un erudito se le presenta una
afirmación de un autor antiguo, la única cuestión que nunca se plantea es si
es verdad. Se pregunta quién influyó en el antiguo escritor, y hasta qué
punto su afirmación es consistente con lo que dijo en otros libros, y qué
etapa de la evolución del escritor, o de la historia general del
pensamiento, ilustra, y cómo afectó a escritores posteriores, y con qué
frecuencia ha sido mal interpretado (en especial por los propios colegas del
erudito), y cuál ha sido la marcha general de su crítica durante los últimos
diez años, y cuál es el «estado actual de la cuestión». Considerar al
escritor antiguo como una posible fuente de conocimiento —presumir que lo
que dijo podría tal vez modificar los pensamientos o el comportamiento de
uno— sería rechazado como algo indeciblemente ingenuo. Y puesto que no
podemos engañar continuamente a toda la raza humana, resulta de la máxima
importancia aislar así a cada generación de las demás; porque cuando el
conocimiento circula libremente entre unas épocas y otras, existe siempre el
peligro de que los errores característicos de una puedan ser corregidos por
las verdades características de otra. Pero, gracias a Nuestro Padre y al
Punto de Vista Histórico, los grandes sabios están ahora tan poco nutridos
por el pasado como el más ignorante mecánico que mantiene que «la historia
es un absurdo». Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXVIII
Mi querido Orugario:
Cuando te dije que no llenases tus cartas de basura acerca de la guerra
quería decir, por supuesto, que no quería oír tus rapsodias más bien
infantiles sobre la muerte de los hombres y la destrucción de las ciudades.
En la medida en que la guerra afecte realmente el estado espiritual del
paciente, naturalmente quiero informes completos. Y en este aspecto pareces
singularmente obtuso. Así, me cuentas con alegría que hay motivos para
esperar intensos ataques aéreos sobre la ciudad donde vive el paciente. Éste
es un ejemplo atroz de algo acerca de lo que ya me he lamentado: la
facilidad con que olvidas la finalidad principal de tu goce inmediato del
sufrimiento humano. ¿No sabes que las bombas matan hombres? ¿O no te das
cuenta de que la muerte del paciente, en este momento, es precisamente lo
que queremos evitar? Ha escapado de los amigos mundanos con los que
intentaste liarle, se ha «enamorado» de una mujer muy cristiana y de momento
es inmune a tus ataques contra su castidad, y los diferentes métodos de
corromper su vida espiritual que hemos probado hasta ahora no han tenido
éxito. En este momento, cuando todo el impacto de la guerra se acerca y sus
esperanzas mundanas ocupan un lugar proporcionalmente inferior en su mente,
llena de su trabajo de defensa, llena de la chica, obligada a ocuparse de
sus vecinos más que nunca lo había hecho y gustándole más de lo que
esperaba, «fuera de sí mismo», como dicen los hombres, y aumentando cada día
su dependencia consciente del Enemigo, es casi seguro que le perderemos si
muere esta noche. Esto es tan evidente que me da vergüenza escribirlo. Me
pregunto a veces si no se os mantendrá a los diablos jóvenes durante
demasiado tiempo seguido en misiones de tentación, si no corréis algún
peligro de resultar infectados por los sentimientos y valores de los
humanos entre los que trabajáis. Ellos, por supuesto, tienden a considerar
la muerte como el mal máximo, y la supervivencia como el bien supremo. Pero
esto es porque les hemos educado para que pensaran así. No nos dejemos
contagiar por nuestra propia propaganda. Ya sé que parece extraño que tu
objetivo primordial por el momento sea precisamente aquello por lo que rezan
la novia y la madre del paciente; es decir, su seguridad física. Pero así
es: deberías estar cuidándole como la niña de tus ojos. Si muere ahora, lo
pierdes. Si sobrevive a la guerra, siempre hay esperanza. El Enemigo le ha
protegido de ti durante la primera gran oleada de tentaciones. Pero, sólo
con que se le pueda mantener vivo, tendrás al tiempo mismo como aliado tuyo.
Los largos, aburridos y monótonos años de prosperidad en la edad madura o de
adversidad en la misma edad son un excelente tiempo de combate. Es tan
difícil para estas criaturas el perseverar... La rutina de la adversidad, la
gradual decadencia de los amores juveniles y de las esperanzas juveniles,
la callada desesperación (apenas sentida como dolorosa) de superar alguna
vez las tentaciones crónicas con que una y otra vez les hemos derrotado, la
tristeza que creamos en sus vidas y el resentimiento incoherente con que les
enseñamos a reaccionar a ella, todo esto proporciona admirables
oportunidades para desgastar un alma por agotamiento. Si, por el contrario,
su edad madura resulta próspera, nuestra posición es aún más sólida. La
prosperidad une a un hombre al Mundo. Siente que está «encontrando su lugar
en él», cuando en realidad el mundo está encontrando su lugar en él. Su
creciente prestigio, su cada vez más amplio círculo de conocidos, la
creciente presión de un trabajo absorbente y agradable, construyen en su
interior una sensación de estar realmente a gusto en la Tierra, que es
precisamente lo que nos conviene. Notarás que los jóvenes suelen
generalmente resistirse menos a morir que los maduros y los viejos.
Lo cierto es que el Enemigo, tras haber extrañamente destinado a estos meros
animales a la vida en Su propio mundo eterno, les ha protegido bastante
eficazmente del peligro de sentirse a gusto en cualquier otro sitio. Por eso
debemos con frecuencia desear una larga vida a nuestros pacientes; en
setenta años no sobra un día para la difícil tarea de desenmarañar sus
almas del Cielo y edificar una firme atadura a la Tierra. Mientras son
jóvenes, siempre les encontramos saliéndose por la tangente. Incluso si nos
las arreglamos para mantenerles ignorantes de la religión explícita, los
imprevisibles vientos de la fantasía, la música y la poesía —el mero rostro
de una muchacha, el canto de un pájaro o la visión de un horizonte—, siempre
están volando por los aires toda nuestra estructura. No se dedicarán
firmemente al progreso mundano, ni a las relaciones prudentes, ni a la
política de seguridad ante todo. Su apetito del Cielo es tan empedernido que
nuestro mejor método, en esta etapa, para atarles a la Tierra es hacerles
creer que la Tierra puede ser convertida en el Cielo en alguna fecha futura
por la política o la eugenesia o la «ciencia» o la psicología o cualquier
cosa. La verdadera mundanidad es obra del tiempo, ayudado, naturalmente, por
el orgullo, porque les enseñamos a describir la muerte que avanza
arrastrándose como Buen Sentido o Madurez o Experiencia. La experiencia, en
el peculiar sentido que les enseñamos a darle, es, por cierto, una palabra
de gran utilidad. Un gran filósofo humano casi reveló nuestro secreto cuando
dijo que, en lo referente a la Virtud, «la experiencia es la madre de la
ilusión»; pero gracias a un cambio de moda, y gracias también, por supuesto,
al Punto de Vista Histórico, hemos hecho prácticamente inofensivo su libro.
Puede calcularse lo inapreciable que es el tiempo para nosotros por el hecho
de que el Enemigo nos conceda tan poco. La mayor parte de la raza humana
muere en la infancia; de los supervivientes, muchos mueren en la juventud.
Es obvio que para Él el nacimiento humano es importante sobre todo como
forma de hacer posible la muerte humana, y la muerte sólo como pórtico a esa
otra clase de vida. Se nos permite trabajar únicamente sobre una minoría
selecta de la raza, porque lo que los humanos llaman una «vida normal» es la
excepción. Al parecer, El quiere que algunos —pero sólo muy pocos— de los
animales humanos con que está poblando el Cielo hayan tenido la experiencia
de resistirnos a lo largo de una vida terrenal de sesenta o setenta años.
Bueno, ésa es nuestra oportunidad. Cuanto menor sea, mejor hemos de
aprovecharla. Hagas lo que hagas, mantén a tu paciente tan a salvo como te
sea posible. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXIX
Mi querido Orugario:
Ahora que es seguro que los humanos alemanes van a bombardear la ciudad de
tu paciente y que sus obligaciones le van a mantener en el lugar de máximo
peligro, debemos pensar nuestra política. ¿Hemos de tomar por objetivo la
cobardía o el valor, con el orgullo consiguiente... o el odio a los
alemanes?
Bueno, me temo que es inútil tratar de hacerle valiente. Nuestro
Departamento de Investigación no ha descubierto todavía (aunque el éxito se
espera cada hora) cómo producir ninguna virtud. Esta es una grave
desventaja. Para ser enorme y efectivamente malo, un hombre necesita alguna
virtud. ¿Qué hubiera sido Atila sin su valor, o Shylock sin abnegación en lo
que se refiere a la carne? Pero como no podemos suministrar esas cualidades
nosotros mismos, sólo podemos utilizarlas cuando las suministra el Enemigo;
y esto significa dejarle a El una especie de asidero en aquellos hombres
que, de otro modo, hemos hecho más totalmente nuestros. Un arreglo muy
insatisfactorio, pero confío en que algún día conseguiremos mejorarlo.
El odio podemos conseguirlo. La tensión de los nervios humanos en medio del
ruido, el peligro y la fatiga les hace propensos a cualquier emoción
violenta, y sólo es cuestión de guiar esta susceptibilidad por los conductos
adecuados. Si su conciencia se resiste, atúrdele. Déjale decir que siente
odio no por él, sino en nombre de las mujeres y los niños, y que a un
cristiano le dicen que perdone a sus propios enemigos, no a los de otras
personas. En otras palabras, déjale considerarse lo bastante identificado
con las mujeres y los niños como para sentir odio en su nombre, pero no lo
bastante identificado como para considerar a los enemigos de éstos como
propios y, en consecuencia, como merecedores de su perdón.
Pero es mejor combinar el odio con el miedo. De todos los vicios, sólo la
cobardía es puramente dolorosa: horrible de anticipar, horrible de sentir,
horrible de recordar; el odio tiene sus placeres. En consecuencia, el odio
es a menudo la compensación mediante la que un hombre asustado se resarce
de los sufrimientos del miedo. Cuanto más miedo tenga, más odiará. Y el odio
es también un antídoto de la vergüenza. Por tanto, para hacer una herida
profunda en su caridad, primero debes vencer su valor.
Ahora bien, esto es un asunto peliagudo. Hemos hecho que los hombres se
enorgullezcan de la mayor parte de los vicios, pero no de la cobardía. Cada
vez que hemos estado a punto de lograrlo, el Enemigo permite una guerra o un
terremoto o cualquier otra calamidad, y al instante el valor resulta tan
obviamente encantador e importante, incluso a los ojos de los humanos, que
toda nuestra labor es arruinada, y todavía queda un vicio del que sienten
auténtica vergüenza. El peligro de inculcar la cobardía a nuestros
pacientes, por tanto, estriba en que provocamos verdadero conocimiento de sí
mismos y verdadero autodesprecio, con el arrepentimiento y la humildad
consiguientes. Y, de hecho, durante la última guerra, miles de humanos, al
descubrir su cobardía, descubrieron la moral por primera vez. En la paz,
podemos hacer que muchos de ellos ignoren por completo el bien y el mal; en
peligro, la cuestión se les plantea de tal forma que ni siquiera nosotros
podemos cegarles. Esto supone un cruel dilema para nosotros. Si
fomentásemos la justicia y la caridad entre los hombres, le haríamos el
juego directamente al Enemigo; pero si les conducimos al comportamiento
opuesto, esto produce antes o después (porque El permite que lo produzca)
una guerra o una revolución, y la ineludible alternativa entre la cobardía y
el valor despierta a miles de hombres del letargo moral.
Ésta es, de hecho, probablemente, una de las razones del Enemigo para crear
un mundo peligroso, un mundo en el que las cuestiones morales se plantean a
fondo. El ve tan bien como tú que el valor no es simplemente una de las
virtudes, sino la forma de todas las virtudes en su punto de prueba, lo que
significa en el punto de máxima realidad. Una castidad o una honradez o una
piedad que cede ante el peligro será casta u honrada o piadosa sólo con
condiciones. Pílalos fue piadoso hasta que resultó arriesgado.
Es posible, por tanto, perder tanto como ganamos haciendo de tu hombre un
cobarde: ¡puede aprender demasiado sobre sí mismo! Siempre existe la
posibilidad, claro está, no de cloroformizar la vergüenza, sino de
agudizarla y provocar la desesperación. Esto sería un gran triunfo.
Demostraría que había creído en el perdón de sus otros pecados por el
Enemigo, y que lo había aceptado, sólo porque él mismo no sentía
completamente su pecaminosidad; que con respecto al único vicio cuya
completa profundidad de deshonra comprende no puede buscar el Perdón, ni
confiar en él. Pero me temo que le has dejado avanzar demasiado en la
escuela del Enemigo, y que sabe que la desesperación es un pecado más grave
que cualquiera de los que la producen.
En cuanto a la técnica real de la tentación a la cobardía, no hace falta
decir mucho. Lo fundamental es que las precauciones tienden a aumentar el
miedo. Las precauciones públicamente impuestas a tu paciente, sin embargo,
pronto se convierten en una cuestión rutinaria, y ese efecto desaparece. Lo
que debes hacer es mantener dando vueltas por su cabeza (al lado de la
intención consciente de cumplir con su deber) la vaga idea de todo lo que
puede hacer o no hacer, dentro del marco de su deber, que parece darle un
poco más de seguridad. Desvía su pensamiento de la simple regla («Tengo que
permanecer aquí y hacer tal y cual cosa») a una serie de hipótesis
imaginarias («Si ocurriese A —aunque espero que no— podría hacer B, y en el
peor de los casos, podría hacer C»). Si no las reconoce como tales, se le
pueden inculcar supersticiones. La cuestión es hacer que no deje de tener la
sensación de que, aparte del Enemigo y del valor que el Enemigo le infunde,
tiene algo a lo que recurrir, de forma que lo que había de ser una entrega
total al deber, se vea totalmente minado por pequeñas reservas
inconscientes. Fabricando una serie de recursos imaginarios para impedir
«lo peor», puedes provocar, a ese nivel de su voluntad del que no es
consciente, la decisión de que no ocurrirá «lo peor». Luego, en el momento
de verdadero terror, méteselo en los nervios y en los músculos, y puedes
conseguir que cometa el acto fatal antes de que sepa qué te propones.
Porque, recuérdalo, el acto de cobardía es lo único que importa; la emoción
del miedo no es, en sí, un pecado, y, aunque disfrutamos de ella, no nos
sirve para nada. Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXX
Mi querido Orugario:
A veces me pregunto si te crees que has sido enviado al mundo para tu propia
diversión. Colijo, no de tu miserablemente insuficiente informe, sino del de
la Policía Infernal, que el comportamiento del paciente durante el primer
ataque aéreo ha sido el peor posible. Estuvo muy asustado y se cree un gran
cobarde, y por tanto no siente ningún orgullo; pero ha hecho todo lo que su
deber le exigía y tal vez un poco más. Frente a este desastre, todo lo que
puedes mostrar en tu haber es un arranque de mal genio contra un perro que
le hizo tropezar, un número algo excesivo de cigarrillos fumados, y haber
olvidado una oración. ¿De qué sirve que te me lamentes de tus dificultades?
Si estás actuando de acuerdo con la idea de «justicia» del Enemigo e
insinuando que tus posibilidades y tus intenciones debieran tenerse en
cuenta, entonces no estoy muy seguro de que no te estés haciendo merecedor
de una acusación de herejía. En cualquier caso, pronto verás que la
justicia del Infierno es puramente realista, y que sólo le interesan los
resultados. Tráenos alimento, o sé tú mismo alimento.
El único pasaje constructivo de tu carta es aquel donde dices que todavía
esperas buenos resultados de la fatiga del paciente. Eso está bastante bien.
Pero no te caerá en las manos. La fatiga puede producir una extremada
amabilidad, y paz de espíritu, e incluso algo parecido a la visión. Si has
visto con frecuencia a hombres empujados por ella a la irritación, la
malicia y la impaciencia, eso es porque esos hombres tenían tentadores
eficientes. Lo paradójico es que una fatiga moderada es mejor terreno para
el malhumor que el agotamiento absoluto. Esto depende en parte de causas
físicas, pero en parte de algo más. No es simplemente la fatiga como tal la
que produce la irritación, sino las exigencias inesperadas a un hombre ya
cansado. Sea lo que sea lo que esperen, los hombres pronto llegan a pensar
que tienen derecho a ello: el sentimiento de decepción puede ser convertido,
con muy poca habilidad de nuestra parte, en un sentimiento de agravio. Los
peligros del cansancio humilde y amable comienzan cuando los hombres se han
rendido a lo irremediable, una vez que han perdido la esperanza de descansar
y han dejado de pensar hasta en la media hora siguiente. Para conseguir los
mejores resultados posibles de la fatiga del paciente, por tanto, debes
alimentarle con falsas esperanzas. Métele en la cabeza razones plausibles
para creer que el ataque aéreo no se repetirá. Haz que se reconforte
pensando cuánto disfrutará de la cama la próxima noche. Exagera el
cansancio, haciéndole creer que pronto habrá pasado, porque los hombres
suelen sentir que no habrían podido soportar por más tiempo un esfuerzo en
el momento preciso en que se está acabando, o cuando creen que se está
acabando. En esto, como en el problema de la cobardía, lo que hay que evitar
es la entrega absoluta. Diga lo que diga, haz que su íntima decisión no sea
soportar lo que le caiga, sino soportarlo «por un tiempo razonable»; y haz
que el tiempo razonable sea más corto de lo que sea probable que vaya a
durar la prueba. No hace falta que sea mucho más corto; en los ataques
contra la paciencia, la castigad y la fortaleza, lo divertido es hacer que
el hombre se rinda justo cuando (si lo hubiese sabido) el alivio estaba casi
a la vista.
No sé si es probable o no que se vea con la chica en situaciones de apuro.
Si la ve, utiliza a fondo el hecho de que, hasta cierto punto, la fatiga
hace que las mujeres hablen más y que los hombres hablen menos. De ahí puede
suscitarse mucho resentimiento secreto, hasta entre enamorados.
Probablemente, las escenas que está presenciando ahora no suministrarán
material para llevar a cabo un ataque intelectual contra su fe; tus fracasos
precedentes han puesto eso fuera de tu poder. Pero hay una clase de ataque a
las emociones que todavía puede intentarse. Consiste en hacerle sentir,
cuando vea por primera vez restos humanos pegados a una pared que así es
«como es realmente el mundo», y que toda su religión ha sido una fantasía.
Te habrás dado cuenta de que les tenemos completamente obnubilados en cuanto
al significado de la palabra «real». Se dicen entre sí, acerca de alguna
gran experiencia espiritual: «Todo lo que realmente sucedió es que oíste un
poco de música en un edificio iluminado»; aquí «real» significa los hechos
físicos desnudos, separados de los demás elementos de la experiencia que,
efectivamente, tuvieron. Por otra parte, también dirán: «Está muy bien
hablar de ese salto desde un trampolín alto, ahí sentado en un sillón, pero
espera a estar allá arriba y verás lo que es realmente»: aquí «real» se
utiliza en el sentido opuesto, para referirse no a los hechos físicos (que
ya conocen, mientras discuten la cuestión sentados en sillones), sino al
efecto emocional que estos hechos tienen en una conciencia humana.
Cualquiera de estas acepciones de la palabra podría ser defendida; pero
nuestra misión consiste en mantener las dos funcionando al mismo tiempo, de
forma que el valor emocional de la palabra «real» pueda colocarse ahora a un
lado, ahora al otro, de la cuenta, según nos convenga. La regla general que
ya hemos establecido bastante bien entre ellos es que en todas las
experiencias que pueden hacerles mejores o más felices sólo los hechos
físicos son «reales», mientras que los elementos espirituales son
«subjetivos»; en todas las experiencias que pueden desanimarles o
corromperles, los elementos espirituales son la realidad fundamental, e
ignorarlos es ser un escapista. Así, en el alumbramiento la sangre y el
dolor son «reales», y la alegría un mero punto de vista subjetivo; en la
muerte, el terror y la fealdad revelan lo que la muerte «significa
realmente». La odiosidad de una persona odiada es «real»: en el odio se ve a
los hombres tal como son, se está desilusionando; pero el encanto de una
persona amada es meramente una neblina subjetiva que oculta un fondo «real»
de apetencia sexual o de asociación económica. Las guerras y la pobreza son
«realmente» horribles; la paz y la abundancia son meros hechos físicos
acerca de los cuales resulta que los hombres tienen ciertos sentimientos.
Las criaturas siempre están acusándose mutuamente de querer «comerse el
pastel y tenerlo»; pero gracias a nuestra labor están más a menudo en la
difícil situación de pagar el pastel y no comérselo. Tu paciente,
adecuadamente manipulado, no tendrá ninguna dificultad en considerar su
emoción ante el espectáculo de unas entrañas humanas como una revelación de
la realidad y su emoción ante la visión de unos niños felices o de un día
radiante como mero sentimiento.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
XXX
Mi querido, mi queridísimo Orugario, ricura, monada:
¡Qué equivocadamente vienes lloriqueando, ahora que todo está perdido, a
preguntarme si es que los términos afectuosos en que me dirijo a ti no
significaban nada desde el principio! ¡Al contrario! Queda tranquilo, que mi
cariño hacia ti y tu cariño hacia mí se parecen como dos gotas de agua.
Siempre te he deseado, como tú (pobre iluso) me deseabas. La diferencia
estriba en que yo soy el más fuerte. Creo que te me entregarán ahora; o un
pedazo de ti. ¿Quererte? Claro que sí. Un bocado tan exquisito como
cualquier otro.
Has dejado que un alma se te escape de las manos. El aullido de hambre
agudizada por esa pérdida resuena en este momento por todos los niveles del
Reino del Ruido hasta las profundidades del mismísimo Trono. Me vuelve loco
pensar en ello. ¡Qué bien sé lo que ocurrió en el instante en que te lo
arrebataron! Hubo un repentino aclaramiento de sus ojos (¿no es verdad?)
cuando te vio por vez primera, se dio cuenta de la parte que habías tenido
de él, y supo que ya no la tenías. Piensa sólo (y que sea el principio de tu
agonía) lo que sintió en ese momento: como si se le hubiese caído una costra
de una antigua herida, como si estuviese saliendo de una erupción
espantosa, y parecida a una concha, como si se despojase de una vez para
todas de una prenda sucia, mojada y pegajosa. ¡Por el Infierno, ya es
bastante desgracia verles en sus días de mortales quitándose ropas sucias e
incómodas y chapoteando en agua caliente y dando pequeños resoplidos de
gusto, estirando sus miembros relajados! ¿Qué decir, entonces, de este
desnudarse final, de esta completa purificación?
Cuanto más piensa uno en ello, peor resulta. ¡Se escapó tan fácilmente! Sin
recelos graduales, sin sentencia del médico, sin sanatorio, sin quirófano,
sin falsas esperanzas de vida: la pura e instantánea liberación. Un momento
pareció que era todo nuestro mundo: el estrépito de las bombas, el
hundimiento de las casas, el hedor y el sabor de explosivos de gran potencia
en los labios y en los pulmones, los pies ardiendo de cansancio, el corazón
helado por el horror, el cerebro dando vueltas, las piernas doliendo; el
momento siguiente todo esto se había acabado, esfumado como un mal sueño,
para no volver nunca a servir de nada. ¡Estúpido derrotado, superado!
¿Notaste con qué naturalidad —como si hubiese nacido para ella— el gusano
nacido en la Tierra entró en su nueva vida? ¿Cómo todas sus dudas se
hicieron, en un abrir y cerrar de ojos, ridículas? ¡Yo sé lo que la criatura
se decía!: «Sí. Claro. Siempre ha sido así. Todos los horrores han seguido
la misma trayectoria, empeorando y empeorando y empujándole a uno a un
embotellamiento hasta que, en el instante preciso en el que uno pensaba que
iba a ser aplastado, ¡fíjate!, habías salido de las apreturas y de pronto
todo iba bien. La extracción dolía cada vez más, y de pronto la muela estaba
sacada. El sueño se convertía en una pesadilla, y de pronto uno se
despertaba. Uno muere y muere, y de pronto se está más allá de la muerte.
¿Cómo pude dudarlo alguna vez?»
Al verte a ti, también Les vio a Ellos. Sé cómo fue. Retrocediste haciendo
eses, mareado y cegado, más herido por Ellos que lo que él lo fue nunca por
las bombas. ¡Qué degradación!: que esta cosa de tierra y barro pueda
mantenerse erguida y conversar con unos espíritus ante los cuales tú, un
espíritu, sólo podías encogerte de miedo. Quizá tuviste la esperanza de que
el temor reverencial y la extrañeza de todo ello mitigasen su alegría. Pero
ésa es la maldición del asunto: los dioses son extraños a los ojos mortales,
y sin embargo no son extraños. Él no tenía hasta aquel preciso instante la
más mínima idea de qué aspecto tendrían, e incluso dudaba de su existencia.
Pero cuando los vio supo que siempre los había conocido y se dio cuenta de
qué papel había desempeñado cada uno de ellos en muchos momentos de su vida
en los que se creía solo, de forma que ahora podría decirles, uno a uno, no
«¿Quién eres tú?», sino «Así que fuiste tú todo el tiempo.» Todo lo que
fueron y dijeron en esta reunión despertó recuerdos. La vaga consciencia de
tener amigos a su alrededor que había encantado sus soledades desde la
infancia estaba ahora, por fin, explicada; aquella música en el centro de
cada pura experiencia que siempre se había escapado de su memoria era ahora
por fin recobrada. El reconocimiento le hizo libre en su compañía casi antes
de que los miembros de su cadáver se quedasen rígidos. Sólo a ti te dejaron
fuera.
No sólo les vio a Ellos; le vio a El. Este animal, esta cosa engendrada en
una cama, podía mirarle. Lo que es para ti fuego cegador y sofocante es
ahora, para él, una luz fresca, es la claridad misma, y viste la forma de un
Hombre. Te gustaría, si pudieras, interpretar la postración del paciente en
su Presencia, su horror de sí mismo y su absoluto conocimiento de sus
pecados (sí, Orugario, un conocimiento incluso más claro que el tuyo), a
partir de la analogía de tus propias sensaciones de ahogo y parálisis cuando
tropiezas con el aire mortal que respira el corazón del Cielo. Pero todo eso
es un disparate. Todavía puede tener que enfrentarse con penas, pero ellos
abrazan esas penas. No las trocarían por ningún placer terreno. Todos los
deleites de los sentidos, o del corazón, o del intelecto con que una vez
pudiste haberle tentado, incluso los deleites de la virtud misma, ahora le
parecen, en comparación, casi como los atractivos semi-nauseabundos de una
prostituta pintarrajeada le parecerían a un hombre cuya verdadera amada, a
la que ha amado durante toda la vida y a la que había creído muerta, está
viva y sana ahora a su puerta. Está atrapado en ese mundo en el que el dolor
y el placer toman valores infinitos y en el que toda nuestra aritmética no
tiene nada que hacer. Una vez más, nos enfrentamos con lo inexplicable.
Después de la maldición de tentadores inútiles como tú, nuestra mayor
maldición es el fracaso de nuestro Departamento de Información. ¡Si tan
sólo pudiésemos averiguar qué Se propone! ¡Ay, ay, que el conocimiento, algo
tan odioso y empalagoso en sí mismo, sea, sin embargo, necesario para el
Poder! A veces casi me desespera. Todo lo que me mantiene es la convicción
de que nuestro Realismo, nuestro rechazo (frente a todas las tentaciones) de
todos los bobos desatinos y de la faramalla, deben triunfar al final.
Entretanto, te tengo a ti para saciarme. Muy sinceramente firmo como
Tu creciente y vorazmente cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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[1] Novela escrita, en 1876, por Joseph Henry
Shorthouse (1834-1903), que alcanzó resonante éxito en Inglaterra cuando, en
1881, se publicó. (N. del T.)
[2] Se trata de La vie des abeilles (1901), de
Maurice Maeterlinck (1862-1949). (Ndel T.)
[3] En el original, «Satán fell by forcé of
gravity», que significa tanto «Satán cayó por la fuerza de gravedad» como
«Satán cayó a fuerza de gravedad», siendo este último sentido del juego de
palabras de Gilbert Keith Chesterton (18741936) el más oportuno en este
contexto. (N. del T.)
[4] Der Raüberbráutigam («El navio bandido»). (N.
del T.)
[5] Se refiere al poeta y autor satírico escocés
Sir David Lindsay, o Lyndsay (1490-1555). (N. del T.)
[6] El nombre original del protagonista —y de los
demás diablos que se mencionan— es intraducibie, y no significa nada, aunque
C. S. Lewis lo asocia fonéticamente con Scrooge (célebre personaje del
Christmas Carol, de Charles Dickens, publicado en 1843, y cuyo nombre se ha
convertido en el arquetipo del avaro), screw (tuerca, apretar, joder),
thumbscrew (empulgueras), tapeworm (tenia o solitaria) y red tape
(formalismo burocrático, trámites, papeleo); Slubgob procede, según Lewis,
de ¡lob (tipo odioso), slobber (baba), slubber (manchar, hacer
chapuceramente), y gob (salivazo). (N. del T.)
[7] Lewis alude a Los viajes de Gulliver
(Gulliver's Travels), 1726, de Jonathan Swift (1667-1745); a la sátira
Erewhon (1872), de Samuel Butler (18251902); y, por último, a la obra
poética de Christopher Anstey (1724-1805). (N. del T.)
[8] Thomas Traherne (1636-1674), poeta y teólogo.
(N. del T.)
[9] C. S. Lewis se refiere aquí a su escrito
El
diablo propone un brindis, breve ensayo que completa las Cartas y que da
título a un volumen editado por Ediciones Rialp, 1993.