LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO— A.D. 1860
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181)
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En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José,
Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:
— Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como
consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del jueves y
del viernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en
pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar
el nombre que les parezca.
Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba
tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo
me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a
un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel
reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?
— Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que
deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo,
pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría
que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así
estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la
medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos
espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.
Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara
en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en
el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme
cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al
hombre de la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme
tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de
muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy
verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este
hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror.
El tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me
levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere
llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se
extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella
región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un
vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un
riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella
desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué
era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció
haberme perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún
otro.
Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y
dije: —¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba
delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje, San
Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura
pensaba para sí:) —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan
hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces
interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a ir ahora?
—Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa,
ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos
magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial
despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a
primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin
sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que
insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía
precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire.
Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.
Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por
un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo:
—¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el
Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te
enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino
descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas
cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio
y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto
me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente,
ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una
fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía
aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno.
—¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un
poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban
entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a
la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los
muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del
peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban
al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían
precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la
cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la
cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.
Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles,
semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo,
pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba
atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de estopa—
respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente.
Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos
lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos los que quedan
prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él:
—Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo no veo nada.
—Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la
mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me
di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la
dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve
porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo
y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después
de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que
infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la
extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era
este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba
inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente
a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo
con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.
Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es?
—¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos
para hacer caer a mis jóvenes en el infierno. Examiné con atención los lazos
y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia,
de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la
gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás
para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas
entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad
(impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros
dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no
tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos
jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué
esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano—
me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos
lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano
providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía
contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo,
también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura
espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba
la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión
frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo:
la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San
José, a San Luis, etc., etc.
Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o
se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes
que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en
ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían
cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía
sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr
capturarlos.Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me
hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba,
las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer
punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa
y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso,
quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos
y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían,
sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar.
Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las
regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más
pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de
salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más
la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de
ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por
otros atajos.
Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más
pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo,
donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en
cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso
se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los
huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las
iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será
posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome,
prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un
cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el
mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado
suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya;
parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas.
Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos
de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante,
¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender
después esta subida! Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos
llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono
suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues
bien, sigúeme— añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando.
El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si
podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que
terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante
nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del
precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color
verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas
llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que
eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco preguntó al guía:
—¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella
puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos.
Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que
estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta
alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a
una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie
de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción
diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo
et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in
ignem mittetur.
Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me
dijo: —¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No
hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho
grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría
preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió,
a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que
habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo
barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que
habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De
pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me
indicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira!
Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino
en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté
identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes.
Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en
parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia
adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería
detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes
del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la
carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos
hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes
lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que
huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la
cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le
seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si
no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella
puerta de bronce. —¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, —
pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno
e irá a atormentarle aún en medio del fuego.
En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la
puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo,
haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas
por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible,
irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una
delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un
instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y
mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de
ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a
cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la
libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía
me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo
hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma
senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban
rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban
de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San
Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de
ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima
galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y
aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse
en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido
compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo,
otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el
propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar.
Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al
cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las causas principales de
tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas
(y malos programas de televisión e internet e impureza y pornografía y
anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y asesinatos de aborto
y herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al
principio eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer
a tantos de ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que
trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este
fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me
contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él
vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para que
yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees
tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les
impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de un sueño. Y se
tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los
Sacramentos, pero no de una manera spontánea y meritoria, porque no proceden
rectamente.
Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero
seguirán con el corazón apegado al pecado. —¿Entonces para estos
desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse.
—Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento,
que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto,
como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas
permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el
guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al
Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no
siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir:
—Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir
solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia
de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a
lo que contesté: —¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el
consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de
pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es
necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez
Supremo.
Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel
estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre
cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción
amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y
tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas
eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta
inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro
estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas
y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto
sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in
sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro
lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros:
Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum
suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et stridor
dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas
inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se
acercó a mí y me dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un
compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una
mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres
ver o probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió
el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la
abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una
gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba
desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro.
Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror
indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se
perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas
llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas
movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a
causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje,
piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego
sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra
sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.
Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad.
Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible
ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito
agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y
que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y
queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de
su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado
y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este no es uno de
mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y
por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse? Y
él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás.
Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale salietur. Apenas
si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a
grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También
éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó
un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del
que había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación otros,
cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían
inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que
el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente
suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes
estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no
faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado,
otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en
suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy
dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos
y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que
según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre:
Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que aumentaba en mí
el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad,
no se dan cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al
fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no
detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la
Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia
Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no
se pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la
desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de
aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus
almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de
aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose
terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el
rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con
despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella
cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un
trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían
salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz
envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos
blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna
voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo
unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e
imprecaban a los Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y
confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué
es lo que gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se
ven obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam
et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei
et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso
gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias
difficiles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia?
Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos son los cánticos lúgubres que
resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya
completamente inútiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el
tiempo, aquí sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba
el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente.
—¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos
condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el
Oratorio. Y el guía me contestó:
—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les
sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se
condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de
aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo
conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras:
Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus
omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in
sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron
educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados
no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos
extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para
ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y
hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a
costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre!
¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas
intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el
proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que
había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están
escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los
conocía. Me adelanté y observé que odos estaban cubiertos de gusanos y de
asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las
manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado
tan miserable que no encuentro palabras para describirlo.
Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de
molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco
más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y
de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni
siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue
respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los
condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin
variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: —Ahora
es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de
contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario
pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero
ir al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y
libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de
tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo
mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no
podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento
ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como
también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se
ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa
el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos.
—Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la
Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia
a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me
introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso
transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a
regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos
departamentos que comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto
Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa
de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han
confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o
las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco
pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay
algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre
vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no
tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de
hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere
con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los
réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón,
mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices.
¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia de
Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los
cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre
ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al
menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes
para poder avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces,
¿qué les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la
inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo
hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre
sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de
Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden.
Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y
en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que
escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y
éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por
espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una
buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta:
—Avertere!... Avertere!... —¿Qué quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!...
¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la
cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me
dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó
otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri,
íncidunt in tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto
no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos
ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación
semejante deseo!
Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que
sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también
interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado
del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el
corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado
le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la
mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las
riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si
este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero
has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en
el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de
que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en
abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación
del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros
para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de
cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos
y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado
de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían
al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño
que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber
restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por
haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las
entregasen al Superior.
Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales,
diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la
ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará
a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la
perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros
jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan
terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda
lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a
perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros
jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio.
Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me
preguntó: —¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta
sentencia? —Me parece que debe ser la oberbia. —No, me respondió.—Pues yo
siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí;
en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo
que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron
arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia
es la raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto?
—Presta atención.
Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando
un fin tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la
noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear
por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el
reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las
obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos,
según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en
lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se
entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás.
Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para
poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que
van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la
oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar
las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en
leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el
tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando
otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes. Cuando hubo
terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó
atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—,
le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he
de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en
que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún
en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio,
que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén
siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.
Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan
emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para
conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —¡Ven
conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me
encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento
el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el
dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó:
—Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un
poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El
insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente, toca
esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía
me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te
he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro
mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que
estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas
comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa
muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor
colosal.
El guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el
verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es
mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de
mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno
y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Al decir esto, y
como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con
fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante
sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y
lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y
pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para
aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi
mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego
me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan
presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni
tal como ¡as vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en
ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el
infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito
como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas
cosas. El Señor las conoce y tas puede manifestar a quien quiere. Durante
muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, o pude
dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he
contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración;
puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más
adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona con
el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que
explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún
más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a
esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en
cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la
explicación consiguiente.
Como lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso
este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la
narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no
faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus
Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones
omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó otras. En la descripción
de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del Demonio y de la
manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas
costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los
personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y
que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: El tesoro de la
Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían
perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias.
Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo
tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo
que el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la
meditación de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto
de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres
pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible. Este
sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a
la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos,
siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones.
Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo
Santo y cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos
Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo
arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las
palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes
hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no
explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan
sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los
lectores que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber:
exponer con la mayor fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.
LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285
En la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la
noche precedente no había podido descansar, pensando en un sueño espantoso
que había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo
un verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le decía — oyesen el
relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o huirían espantados para
no escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me es posible describirlo todo,
pues sería muy difícil representar en su realidad los castigos reservados a
los pecadores en la otra vida. El Santo vio las penas del infierno. Oyó
primero un gran ruido, como de un terremoto. Por el momento no hizo caso,
pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó un estruendo
horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y espanto, con
voces humanas inarticuladas que, confundidas con el fragor general,
producían un estrépito espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para
averiguar cuál pudiera ser la causa de aquel finís mundi, pero no vio nada
de particular. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni
con los ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.
San Juan Bosco continuó así su relato: —Vi primeramente una masa informe que
poco a poco fue tomando la figura de una formidable cuba de fabulosas
dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado qué era
aquello y qué significaba lo que estaba viendo. Entonces los gritos, hasta
allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose más precisos, de forma
que pude oír estas palabras: —Multi gloriantur in terris et cremantur n
igne. Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas
indescriptiblemente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las
orejas, casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las
piernas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos humanos se
unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y
alaridos de tigres, de osos y de otros animales.
Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces,
cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué significaba tan
extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus
famem patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se hacía ante
él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a aquellos
infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror era cada vez
más opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será posible poner
remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos
están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer?