La muerte del cristiano: doctrina y vivencia de esta realidad
La esperanza de la vida eterna
El cardenal Ratzinger llamaba la atención sobre ello el 2 de
diciembre de 1991, en el Sínodo de los obispos, con estas palabras:
Quien habla de Dios, habla de la vida eterna del hombre. Sobre este punto,
también, deberíamos examinar nuestra conciencia, Por el temor de ser
acusados de alienar al hombre de los compromisos temporales al hablarle de
la eternidad, somos, con frecuencia, tibios al hablar de la vida eterna.
Pero privado el hombre de la esperanza de ella, queda gravemente mutilado.
La certeza de vivir eternamente con Dios no enfría al hombre en la
aceptación de sus compromisos temporales, sino que, al contrario, le ayuda a
dar a los mismos su verdadero valor y su debida importancia. Por lo tanto,
debemos hablar con gran confianza de la inmortalidad del alma y de la
resurrección. Dios es nuestra alegría, y esta alegría debemos anunciarla en
nuestra evangelización (G. Caprile, "Il sinodo dei vescovi", 28 nov. - 14
dic. 1992, La civiltá cattolica, Roma 1992).
Los Novissimos
Juan Pablo II en el libro-entrevista Cruzando el umbral de la
esperanza. Después de recordar la importancia doctrinal del capítulo VII de
la Lumen gentium, alude al problema de que se haya producido un cierto
receso en la predicación sobre los novísimos, y añade:
Recordemos que en tiempos aún no muy lejanos, en las prédicas de los
retiros o de las misiones los Novísimos -muerte, juicio, infierno, gloria y
purgatorio- constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y
los predicadores sa-bían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva.
¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas
prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas! Además, hay que reconocerlo,
ese estilo pastoral era profundamente personal: "Acuérdate de que al fin te
presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás
responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y
palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos". Se
puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la
Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en
el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de
rodillas, le llevaban al confesonario, producían en él una profunda acción
salvífica (Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona
1994, 182).
La muerte ha sido vencida
Por la encarnación del Verbo y su triunfo sobre la muerte ha
llegado para los hombres su liberación del poder de la muerte. Cristo, en
efecto, con la muerte sufrida en su propio cuerpo ha pagado la deuda de
todos y nos ha hecho partícipes de su incorruptibilidad:
8. Y la propia corrupción de la muerte que afecta a los hombres ya no ocupa
lugar, porque el Verbo habita en ellos a través de un solo cuerpo. Y como
cuando un gran rey llega a una gran ciudad y habita una sola de sus casas,
enteramente la tal ciudad se hace digna de gran honor y ya ningún enemigo o
ladrón la asalta para saquearla, sino que es considerada digna de todo
respeto, porque el rey habita en una sola de sus casas, así también sucedió
con el Rey de todas las cosas, ya que habien-do llegado a nuestra tierra y
habitado un solo cuerpo semejante al nuestro cesó consecuentemente toda la
preocupación en los hombres con respecto a los enemigos y la corrupción de
la muerte desapareció, cuando antes tenía tanta fuerza entre ellos. La
estirpe de los hombres habría sido destruida si el Señor de todo y Salvador,
el Hijo de Dios, no se hubiera presentado para poner fin a la muerte.
(ATANASIO, La Encarnación del Verbo, II, 9: BPa 6, 47)
Has de morir
Si nos causa tristeza la previsión de la muerte, nos consuela el
considerarla como una labor de siembra, prometedora de una espléndida
cosecha:
20. Es cosa dura, dolorosa y triste; tengo compasión de ti, como también se
compadeció de nosotros nuestro Dios y Señor. Cuando dijo: Mi alma está
triste hasta la muerte (Mt 26, 38), se mostró a sí mismo en ti, ya ti en Él.
Él padeció por nosotros; padezcamos nosotros por El; Él murió por nosotros;
muramos nosotros por Él para vivir eternamente con Él. Pero tal vez dudes en
morir, ¡oh hombre mortal!, que alguna vez has de morir, porque has nacido
mortal. ¿Quieres no temer la muerte? Muere por Dios. Pero quizá temas morir
precisamente porque la muerte es cosa triste. Fíjate en la mies; el invierno
es el tiempo de la siembra; pero si el agricultor rehúsa la tristeza del
frío invernal, no gozará en el verano. Mira a ver si es perezoso para
sembrar, aunque durante la siembra se va a encontrar con la tristeza del
frío. Pon atención al salmo: Quienes sembraban con lágrimas cosechan con
gozo. A la ida iban llorando arrojando sus semillas (Sal 125, 5-6).
(AGUSTÍN, Sermón 313-D, 3: BAC 448, 566-567)
Quieres andar y no quieres llegar
23. Y el mismo vivir largo tiempo, ¿qué es sino correr hacia el fin
de la vida? Viviste el día de ayer y quieres vivir el de mañana. Pero al
pasar el de hoy y el de mañana, ésos tendrás de menos. De aquí que cuando
deseas que brille un día nuevo, deseas al mismo tiempo que se acerque aquel
otro al que no quieres llegar. Invitas a tus amigos a un alegre aniversario
y a quienes te felicitan les oyes decir: "Que vivas muchos años". Y tú
deseas que acontezca según ellos dijeron. Pero ¿qué deseas? Que se sucedan
unos a otros y que, sin embargo, no llegue el último. Tus deseos se
contradicen: quieres andar y no quieres llegar.
(AGUSTÍN, Sermón 108, 3: BAC 441, 773)
Cristiana sepultura
Es laudable, y aparece recomendada en la Sagrada Escritura, la obra
de misericordia de dar sepultura a los cuerpos de los difuntos:
32. De lo dicho no se deduce que hayamos de menospreciar y abandonar los
cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los santos y los creyentes, de
quienes se sirvió el Espíritu Santo como de instrumentos y receptáculos de
toda clase de buenas obras. Si las vestiduras del padre y de la madre, o su
anillo y recuerdos personales, son tanto más queridos para los
descen-dientes cuanto mayor fue el cariño hacia ellos, en absoluto se debe
menospreciar el cuerpo con el cual hemos tenido mucha más familiaridad e
intimidad que con cualquier vestido. Es el cuerpo algo más que un simple
adorno o un instrumento: forma parte de la misma naturaleza del hombre. De
aquí que los entierros de los antiguos justos se cuidaran como un deber de
piedad; se les celebraban funerales y se les proporcionaba sepultura. Ellos
mismos en vida dieron disposiciones a sus hijos acerca del sepelio o el
traslado de sus cuerpos. Se prodi-gan elogios a Tobías, que por enterrar a
los muertos, según el testimonio de un ángel, alcanzó merecimientos ante
Dios. Y el Señor en persona, que había de resucitar al tercer día, elogia
como buena la acción de aquella piadosa mujer, y quiere que sea divulgada
como tal: el haber derramado el exquisito perfume sobre sus miembros con
vistas a la sepultura. Con elogio se cita en el Evangelio a quienes pusieron
delicadeza en bajarlo de la cruz, lo envolvieron respetuosamente y lo
colocaron en el sepulcro.
(San Agustín, La piedad con los difuntos, 3, 5: BAC 551, 443)
Juicio después de la muerte
Incluso quienes fueron fieles y valerosos siervos del Señor pueden,
en el decurso de su lucha contra el pecado, haber incurrido en faltas; de
ellas serán purificados después de su muerte:
59. Pienso que los valerosos atletas de Dios, los cuales durante toda su
vida estuvieron frecuentemente en lucha contra enemigos invisibles, después
de haber superado todos sus ataques, al llegar al final de la vida serán
examinados por el príncipe del siglo, a fin de que, si a consecuencia de las
luchas, tienen algunas heridas o ciertas manchas y vestigios de pecado, sean
detenidos; pero, si son hallados ilesos e incontaminados, como invictos y
libres hallen el descanso junto a Cristo.
(BASILIO DE CESAREA, Homilías sobre los Salmos, 7, 2: PG 29, 232)
Purgatorio
Para poder unirse a Dios y contemplar cara a cara su infinita
santidad es preciso que el alma esté perfectamente purificada de las manchas
del pecado, aunque ya haya obtenido el perdón:
60. Si (el hombre) ha distinguido lo irracional de aquello que es propio de
su naturaleza y, mediante una vida ordenada, ha ejercido un control sobre sí
mismo, la malicia que se haya mezclado en su existencia la expiará durante
la presente vida, dominando con lo racional aquello que es irracional. Mas,
si cede al ímpetu irracional de las pasiones como cubriéndose con la piel de
los irracionales, pero después decide volver al buen camino; esta persona,
después de haber dejado el cuerpo y conociendo la diferencia que hay entre
la virtud y el vicio, no podrá tener participación con la divinidad, a no
ser que por medio del fuego purificador se limpie de la suciedad que tiene
mezclada en el alma.
(GREGORIO DE NISA,Discurso sobre los muertos: PG 46, 525)
Orar por los difuntos
En la Iglesia se reza por aquellos difuntos que puedan ser
purificados de sus culpas:
61. En cuanto a la recitación de los nombres de los difuntos, ¿qué puede
haber que resulte más útil y que sea más oportuno y digno de alabanza, a fin
de que los presentes se den cuenta de que los difuntos siguen viviendo y no
han quedado reduci-dos a la nada, sino que siguen existiendo y viven junto
al Señor, y así quede afianzada la esperanza de aquellos que rezan por sus
hermanos difuntos considerándolos como si hubieran emigrado a otro país? Son
útiles, en efecto, las preces que se hacen en su favor, aunque no puedan
eliminar todas sus culpas.
(EPIFANIO DE SALAMINA, Panarion, 75, 8: PG 42, 513)
Memoria de los difuntos durante la celebración eucarística
La Iglesia es consciente de que la práctica de la oración en favor
de los difuntos se remonta a los orígenes del cristianismo:
62. No sin razón quedó determinado, mediante leyes establecidas por los
apóstoles, que en la celebración de los sagrados e impresionantes misterios
se haga memoria de los que ya han pasado de esta vida. Sabían, en efecto,
que con ello los difuntos obtienen mucho fruto y consiguen gran provecho.
Cuando todo el pueblo y los sacerdotes están con las manos extendidas y se
está celebrando el santo sacrificio, ¿acaso Dios no se mostrará propicio con
aquellos en favor de los cuales le imploramos? Se trata de aquellos que han
muerto conservándose en la fe.
(JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre la Carta a los filipenses, 3, 4: PG 62,
203)