Cada 40 segundos alguien comete suicidio en el mundo: Hay que entender el sufrimiento
Joan Figuerola
5 septiembre, 2013
El rotativo ‘The Guardian’ publica una noticia escalofriante: cada 40
segundos una persona en el mundo se quita la vida. Desde el comienzo de la
crisis financiera la tasa de suicidios aumenta vertiginosamente, sobre todo
en Europa: sólo en España cada día nueve personas deciden poner fin a su
existencia. Nadie, en su sano juicio, “elige deliberadamente la infelicidad”
(Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”); sin embargo, “la
felicidad no puede lograrse o gestionarse de una manera directa” (Robert
Spaemann, “Ética, política y cristianismo”). El camino de la felicidad se
halla, ineludible, en la realidad misma, en el encuentro con las personas.
La capacidad de ser feliz depende, exclusivamente, de dos factores: del
mayor autoconocimiento posible y de la aceptación de todos aquellos aspectos
o circunstancias que no dependen de uno mismo. Éste último implica la
facultad de saber sufrir; de entender y comprender las dificultades, las
oposiciones, la coyuntura en definitiva, que uno puede encontrarse a lo
largo de su peregrinar por la vida. Quien lo logra puede mantener la
entereza e incluso la felicidad en la más terrible de las situaciones, ya
sea física, psíquica o económica.
“Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos” (Dostoievski, “Noches
blancas”). La persona debe aprender a sufrir, pues el sufrimiento, junto con
el placer, forma parte del desarrollo de la naturaleza humana. La vida posee
sentido absoluto y la persona puede ser feliz bajo cualquier situación; en
cambio, la desesperanza es el sufrimiento sin propósito que conduce al
hombre a la acción más terrible e ilógica, la de quitarse la propia vida. El
único modo humano de salir del estado de vacío existencial y de depresión es
aceptar la realidad tal cual es, con su sufrimiento y su angustia, y
descubrir que la vida goza de sentido, que apunta a un fin y que este fin no
es el abismo como sostiene Cioran: “El modo en que un hombre acepta su
destino y todo el sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con
su cruz, le da muchas oportunidades […] para añadir a su vida un sentido más
profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en
la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser
poco más que un animal, tal como nos ha recordado la psicología del
prisionero en un campo de concentración. Aquí reside la oportunidad que el
hombre tiene de aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los
méritos que una situación difícil puede proporcionarle. Y lo que decide si
es merecedor de sus sufrimientos o no lo es” (V. Frankl, “El hombre en busca
de sentido”).
El sufrimiento posee un sentido. Cuando nos enfrentamos a situaciones
inevitables frente a las cuales no poseemos, de inmediato, las herramientas
necesarias o suficientes para cambiarlas uno debe aprender a aceptar el
sufrimiento que causa a condición de que tenga un sentido, que primeramente
supone cambiar la actitud frente a ese destino que parece apuntar hacia la
zozobra y, en segundo lugar, y más importante, reside en la ocasión para
fortalecerse en el camino de la autorrealización, que es el compromiso del
cumplimiento del sentido de la vida. La felicidad no se corresponde con las
películas edulcoradas de Hollywood ni se halla en mundos virtuales en el que
uno simula realizar todo lo que le place evitando todo aquello que juzga
negativo, sino que la felicidad reside en afrontar la vida, aceptándose los
hechos que no dependen propiamente de uno tal y como se presentan.
La felicidad es el fin del hombre, aquello hacia lo que apunta y que no es
objeto de su elección, sí la de los medios mediante los que puede
alcanzarla. Si la felicidad es la continua realización de la vida buena y
mejor para el hombre, también es aquello que nadie puede dejar de querer
nunca, incluso en las peores y más perdurables circunstancias. Sin embargo,
hemos malentendido la felicidad, creyéndonos que es aquello que procuran las
cosas que deseamos; pero estas, cuando se las juzga como razón de fin, nunca
ofrecen lo que prometían o erróneamente creíamos que nos darían. Hemos
confundido la felicidad con el deseo y en el ambiente más adverso donde este
es inviable nos derruimos cual castillo de naipes, pues no sólo no hallamos
motivo para afrontar la realidad y avanzar, sino que incluso cooperamos en
la realización de nuestra propia fosa. La felicidad, la vida dichosa, no
radica en la obtención del placer, de aquel subjetivo ‘sentirnos bien’, ni
en ambicionar los medios para alcanzarlo, ya que tal interpretación no porta
más que al desengaño.
La felicidad reside en la vida lograda, que se alcanza a pesar de las muy
adversas circunstancias, las peores imaginables. Cuando la existencia se
entiende como un todo unitario, el sufrimiento y el dolor no sólo son hechos
que ayudan a configurar la vida de una persona, sino que incluso asumen un
sentido positivo. Por tanto, “la felicidad es más que estar ‘happy’, o que
“encontrarse bien”. De lo contrario, el hombre más feliz habría de ser aquel
al que se le mantuviese narcotizado durante un par de decenios, dejándole en
un estado de euforia artificial a base de suministrarle sustancias
estimulantes mediante hilos conectados al cerebro. Pero, ¿quién de nosotros
querría cambiarse por él? Nadie. Preferimos la vida real. Pues la felicidad
tiene algo que ver con la realidad” (Robert Spaemann, “Ética, política y
cristianismo”). Así, el sentido de la vida y la felicidad no descansan
únicamente en la suma de todos los momentos alegres de la existencia, sino
más bien en la integración de la vida en una totalidad, con los buenos y
malos momentos, pues los buenos y malos momentos, ambos, edifican y forjan
la vida realizada de la persona que es dueña de sí misma y que no tiende a
ir de apetito en apetito, propio de aquel que sólo se experimenta feliz
mientras perdura la satisfacción.
Quien sólo es feliz en los momentos en los que se halla satisfecho muy
probablemente tema más a la vida que a la muerte, razón por la cual ante la
incapacidad de afirmarse como sujeto satisfecho decida tornarse en objeto y
procurarse la propia muerte. ¿No será la vida misma la que debe ser motivo
de nuestra felicidad y no la búsqueda de motivos para experimentarla
felizmente?