Sala de Emergencias (Urgencias 1)
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Chus Villarroel O.P.
RL
25 febrero 2014
A los cinco días de recibir el alta de una grave operación de cáncer me
tuvieron que ingresar de nuevo con una insuficiencia renal bastante aguda y
con 3,7 de creatinina. Me habían operado en la clínica madrileña de La Paz y
allí reingresé por urgencias. Sucedió el viernes 25 de octubre de 2013 por
la tarde. Después de largos trámites y esperas me sentaron en un sillón
donde tuve que aguardar bastantes horas hasta que, por fin, debido a los
resultados de un análisis de sangre, me dieron una cama, a altas horas de la
noche. El box donde me ingresaron, uno de varios, era una sala cuadrada con
siete camas o camillas en los distintos espacios abiertos en las paredes
laterales sólo separadas por cortinajes. Delante de cada cama, en la misma
fila, ponían con frecuencia otra camilla y de hecho estas supletorias
también tenían número. En mi fila, mi cama era el número 20 y delate tenía,
a veces, la 19. Después el pasillo central y a la otra parte la 18 y pegada
a la pared contraria, la l7. Cuando no había supletorias, el pasillo era más
ancho.
Las cortinas estaban casi siempre plegadas de modo que podías ver toda la
sala con una simple mirada, con lo cual el espectáculo estaba servido. El
que deambule tranquilamente por Madrid y nunca haya estado enfermo no tiene
ni idea del detritus humano que genera la enfermedad en las grandes urbes.
El espectáculo, en algunos momentos es dantesco. Tuve tiempo de disfrutarlo
porque esperando una cama en planta tuve que estar cuatro días con sus
cuatro noches en urgencias y, desde ahí, sin conseguir habitación, salir a
la calle, aunque bastante mejorado. El Hospital entero de la Paz estaba
bloqueado y daba la impresión de que no había altas y no se moría nadie. A
lo mejor es que las camas que iban quedando libres no me tocaron a mí.
Inimaginables los ruidos, los gritos y los ayes de las personas enfermas
allí alojadas, unas veinticinco de media. Gentes de toda ralea, en especial
ancianos, la mayoría, mujeres, muchas veces con graves deficiencias
mentales, que se hacían sus necesidades a tu lado. Cada poco entraba la
policía con alguien o el Samur o la Cruz Roja o particulares de diversas
especies. Estos iban siendo colocados en sillones y a esperar horas y noches
mientras estudiaban su caso. Todo era público, todo a carreras, todo a
gritos, de día y de noche. Raros eran los momentos de sosiego. La cama de
una moribunda, encajada a la fuerza, estuvo tocando a la mía una noche
entera, mientras yo oía sus estertores. Me volvía para el otro lado pero la
bolsa de ileostomía me lo impedía. Gentes que querían escapar, otros que
clamaban por volver a casa. Poder dormir un rato parecía imposible.
La familia de la moribunda pidió la unción de los enfermos. El cura que se
la dio tampoco tenía complejos en la voz. Lo hizo suficientemente fuerte
para que la sala enmudeciera por unos momentos. Me conocía pero no me
saludó, cosa que agradecí. En mi alma sólo había cabida para retazos de
angustia. Una enfermera me dio un orfidal para que me lo pusiera debajo de
la lengua. Así lo hice, y pude dormir algo durante dos o tres horas aunque,
dormido y todo, percibía la estridencia de los ruidos continuos. El
despertar fue encontrarme en un país de fantasía, en una habitación llena de
cortinajes blancos movidos por una suave brisa, con música y coreografía del
Lago de los Cisnes. Pronto, sin embargo, me di cuenta de la realidad y de mi
penosa situación. Lo que me despertó fue un altavoz que decía: “Celador, al
salón de sillones”. ¿Qué será el salón de sillones? Nunca había
experimentado en mi vida nada semejante. No obstante, me desperté y comenzó
el día con cierta sensación de descanso.
A la primera chica que me fue a poner el termómetro, le pregunté por el
Salón de Sillones. Me dijo: “Es una sala, como ésta, en la que no hay camas
sino sillones y la gente espera allí sentada que se resuelva su caso”. Se me
vino la poesía a los pies y me di cuenta que tenía que asumir y que me era
imposible la salida. Me volví a mi interior para hacer acopio de toda mi fe
pero tampoco de ese horizonte me llegaban vientos de consolación. El
Espíritu se había quedado a la puerta de Urgencias. Cualquier pregunta o por
qué, que me saliera del alma, se ahogaba en un corto recorrido. Estaba en
medio de la humanidad doliente y dolorosa, la pobreza humana, recién brotada
del pecado original estaba allí sufriendo su castigo y lo que es más grave
sin culpa personal alguna.
Sea lo que sea, esa es nuestra condición y más allá de ciertos límites no es
bueno inquirir y menos sacar conclusiones. A mí lo que me interesaba era mi
fe, ¿Dónde estaba la fe de toda mi vida? ¿Me valía algo para superar aquel
trance? Durante un tiempo me vi desasistido y lo pasé mal. Toda la vida
viviendo de la fe y confiando en ella y no sentir su auxilio en momentos tan
lacerantes y trágicos como aquellos suscita en uno frustración y asfixia;
pero pronto comencé a poder orar lo cual significó mi salvación. Todo seguía
igual pero yo podía orar, podía interiorizarme, podía verlo todo desde otro
plano, podía salir de mí, de mi angustia y de mi soledad. Era una oración
sencilla, contemplativa, interior en la que se me revelaba que todo estaba
en las manos de Dios. La fuerza interior que me habitaba tenía rostro y
presencia de Cristo y de María. Me sentía acompañado por ellos. Cerraba los
ojos y los sentía dentro y con ellos pasaba algunos ratos. Esta experiencia
llega cuando llega porque es gracia, pero para que esta intimidad suceda
dentro de ti tiene que haber precedido en tu vida un largo ejercicio
espiritual y una vida de oración e interioridad suficientemente fuerte.
Desde ahí comencé a ver el lado bueno del espectáculo que estaba viviendo y
presenciando. En la mesa que presidía, llamémosla así, siempre había un
grupo de médicos jóvenes, ellos y ellas, escribiendo y al tanto de todo.
Unos eran profesionales y otros aprendices. La Paz es una clínica
universitaria. Después estaba el grupo de enfermeras, ellos y ellas, y
auxiliares, todos jovencísimos, y el resto de personal que ayudaba en las
diversas tareas y en la limpieza. Estos ya de distintas edades. ¡Qué
paciencia, Dios mío, qué aguante, que dominio de sí! ¡Cuantísimas
impertinencias, qué matraca les dábamos los enfermos! Ni una palabra ni un
gesto de displicencia; palabras suaves, pacientes. Yo me decía esta gente
tiene don; no todos los médicos y enfermeras valen para esto. El ateclar con
esa parsimonia a una viejita alzéimica, o a dos y tres a la vez, requiere un
temple de hierro y algo más. Una enfermerita me contestó: “para eso me
pagan”. Pero no, no es verdad, no es sólo por eso.
De hecho yo empecé a sentirme orgulloso de tal conducta humana. Cuando pude
contárselo a alguien le dije que se me había aumentado la fe en la raza
española. El garbo y el salero en el servicio me impresionaban. Algunas de
las chicas, entre las que había grandes bellezas, lo hacían como jugando,
siempre dos o tres cosas a la vez. Se relacionaban mucho entre ellas, se
emulaban, o así me parecía a mí, siempre a gritos, eso sí, pero con enorme
eficacia. Su presencia al lado de tu cama para servirte era fugaz como la de
la abeja en la flor pero lo comprendías siguiendo su juego con los ojos. A
veces desaparecían en plena noche. Yo les decía “¿Cómo te busco para cambiar
la bolsa cuando no estáis?” Me respondían: “Tú grita, que pronto
aparecemos”. Sí, pero a las cuatro de la mañana, mientras los demás
intentaban dormir, no le era fácil gritar a un hombre como yo que se ha
identificado a ciertas horas con el silencio profundo desde el noviciado.
La dulzura de la oración se mantenía en medio del infierno del que parecía
brotar. Me hacía penetrar por los sentidos la pasión de Ntro. Señor
Jesucristo que escandalizaba a mi hombre viejo y burgués haciéndole morir a
sí mismo. No sé cuál de los cinco sentidos se llevaba la palma. Podría citar
al oído y al olfato. El oído sufría por el ruido, el barullo continuo y lo
horrísono de muchos gritos y movimientos de camas a cualquier hora del día y
de la noche. El olfato me hacía sufrir grandemente. No me refiero al mal
olor de los demás, que también, sino al mío propio con mis orines y mi
bolsa. “Señor, le decía, cómo traspasan estas cosas mi encarnación. Tu nos
salvaste en tu cuerpo de carne (Col. 1, 22) pasando por todo ello. Si no lo
acepto, no soy tuyo en plenitud, permanezco en mí mismo”. Entonces poco a
poco iba recibiendo esa gracia.
En el sentido del gusto apenas sufrí nada. En algún momento creí que me iba
a dar asco de todo pero no fue así. Al ir superando con el gotero la
insuficiencia renal me iba entrando un hambre que no conocía desde hacía
mucho. La comida estaba compuesta por manjares simplemente de urgencias pero
que me sabían a gloria incluida la lechuga cruda y sin aliñar. Lo terminaba
todo. En el tacto, finalmente, lo peor era yo mismo. Tocarme lleno de
heridas y de puntos, asquerosito por los cuatro costados. Me sentí muy pobre
y el Señor iluminó esa pobreza mía con lo que comprendí muy bien la de los
demás.