Mi fe de adulto
Las preguntas fundamentales, aquellas relacionadas con el sentido de la
vida,
merecen la más atenta reflexión.
Sería de necios descuidarlas por superficialidad o indiferencia.
La ausencia de preguntas y de búsqueda es más peligrosa que las respuestas
equivocadas. Hoy nos acomodamos con gusto en la indiferencia, sin
interrogarse sobre el sentido de la vida.
El hombre de hoy tiene sed y en definitiva sed de Dios.
Una mujer Samaritana va al pozo por agua y encuentra a Jesús de Nazareth. A
El, que inicia el diálogo, responde repetidamente con ironía y aparente
seguridad.
Jesús trata de hacer brotar en ella una sed diversa, una sed escondida en lo
profundo del corazón, para la cual es necesaria otra agua. La coloca de
frente al desorden de su existencia para que sea consciente.
La mujer se maravilla de tal cosa, sin embargo trata de huir desviando el
discurso. Finalmente Jesús le propone una relación nueva con Dios, “en
espíritu y verdad” (Jn 4,24); se le revela como el Mesías esperado, el único
en grado de dar el agua que quita la sed para siempre. La mujer entonces
deja su cántaro en el pozo y corre con entusiasmo a llamar a la gente:
“Venid a ver” (Jn 4,29). Ella tiene la intuición de haber encontrado aquello
que tal vez buscaba desde siempre.
La Samaritana nos representa.
Todo hombre tiene sed y pasa de un pozo al otro: vaga incesantemente, un
deseo inagotable, dirigido a los múltiples bienes del cuerpo y del espíritu.
En nuestro tiempo esta búsqueda parece que se convierte en una carrera
fatigosa: producir y consumar, poseer muchas cosas y tener muchas
experiencias, buscar experiencias siempre nuevas, el placer y lo útil, todo
y de inmediato.
Muchos sin embargo tienen la sensación de correr sin una meta definida, de
llenarse de cosas sin sentido. Muchos se lamentan de la pobreza de las
relaciones humanas: anonimato, encuentros superficiales e instrumentales,
marginación de los más débiles, conflictos y delincuencia. Todo contrasta
con aquello que parece ser nuestro anhelo más profundo: ser amados y amar.
Muy actual es un texto bíblico, que evidencia la lógica de una mentalidad
materialista: “Corta es y triste nuestra vida… Por azar llegamos a la
existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido … Paso de una
sombra es el tiempo que vivimos… Venid, pues, y disfrutemos de los bienes
presentes, gocemos de las criaturas con el ardor de la juventud. Hartémonos
de vinos exquisitos y de perfumes, no se nos pase ninguna flor primaveral,
coronémonos de rosas antes que se marchiten… Oprimamos al justo pobre, no
perdonemos a la viuda, no respetemos las canas llenas de años del anciano.
Sea nuestra fuerza norma de la justicia, que la debilidad, como se ve, de
nada sirve” (Sab. 2,1.2.5.6-8.10-11).
Sentimiento del vacío, anhelo de placer, prepotencia: una lógica coherente
pero triste.
Tenemos un agudo conocimiento de nuestra libertad.
Sin embargo, no es acaso una libertad estéril si ésta no persigue objetivos
dignos del hombre?
No se reduce a una vana preocupación ante la muerte?
Para ser verdaderamente libres, no debemos buscar la verdad y el bien?
Se alimenta hoy una alta consideración, por las ciencias que buscan y
procuran un creciente dominio sobre los fenómenos naturales y sociales. Pero
pueden tales ciencias indicar los fines a los cuales se debe dirigir el
poder que colocan en nuestras manos? Es razonable prestar atención sólo a
aquello que se puede ver y tocar, calcular y controlar experimentalmente? No
se deja así fuera el núcleo central de la propia persona: la confianza, el
amor, la belleza, la bondad, el gozo, todo aquello que hace la vida digna de
ser vivida?
Es necesario liberarse de los prejuicios y del conformismo; es necesario ser
sinceros y honestos consigo mismo. Es necesario tomar en serio las grandes
preguntas, que cada uno de nosotros lleva dentro: quién soy? De dónde vengo?
A dónde voy? Y todavía: la realidad es absurda o inteligente? La vida es un
don, un destino ciego o un azar? Cuál es la razón de esta sed que ninguno
logra saciar? Qué cosa puedo esperar y qué debo hacer? Si vengo del nada y
voy hacia el nada, da la impresión que no hay nada por hacer, que no hay que
esperar, sino permanecer a la deriva. Si, al contrario, procedo del Amor
infinito y me dirijo hacia el Amor infinito, se tiene entonces todo un
camino que se abre, difícil, tal vez, pero lleno de significado.
“El orden del pensamiento está en el empezar del proprio yo, del proprio
autor, del proprio fin” (B. Pascal, Pensamientos, 146).
Quien evita las preguntas fundamentales, huye de sí mismo. Quien dice: “No
hay nada después de la muerte”, sabe de no tener ninguna prueba y tal vez
advierte una angustia que no confiesa. Indiferencia, hedonismo y activismo
no son una solución, son una evasión irresponsable.
“Quien tiene sed venga; y el que quiera, reciba gratis agua de vida!” (Ap
22, 17).