San Antonio María Claret: El que se humilla será ensalzado
Plática de San Antonio Mª Claret
Todo
aquel que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
Quiso
nuestro Señor Jesucristo instruir a aquellos que creyéndose justos ponen en
sí mismos toda su confianza y menosprecian a los demás mirándoles como
malvados y les propone esta parábola que tiene todo el aire de una historia
verdadera.
Dos
hombres, fueron al templo para hacer en Él su oración: uno de ellos era
fariseo, y el otro publicano. El fariseo estando en pie hablaba a Dios de
esta suerte: Dios mío, yo os doy gracias porque no soy como los demás
hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros, ni como este publicano. Yo
ayuno dos veces a la semana, y doy el diezmo de todo lo que poseo. Esta era
su oración, o más bien una afectación llena de vanidad. Entró en el templo
para orar, y no obstante no se halla ninguna súplica en cuanto dice. No vino
a orar ni a dar gracias a Dios, sino a alabarse a sí mismo y a insultar al
mismo a quien ora.
Al
contrario, el publicano, quedándose lejos del altar, ni siquiera se atrevía
a levantar sus ojos al cielo, pero hería su pecho diciendo: Dios mío, tened
compasión de mí que soy un pecador. Yo os declaro, añade Jesucristo, que
este volvió justificado a su casa, y no el otro. Se le perdonaron al
publicano sus pecados, y volvió justificado: las virtudes del fariseo son
inútiles, y entra en su casa más criminal de lo que había salido. ¿De dónde
viene esta diferencia? Es que fue más agradable a Dios la humildad del
publicano que el vano alarde de las buenas acciones del fariseo; porque
cualquiera que se eleva será humillado, concluye Jesucristo, y cualquiera
que se humilla será levantado.
Ved aquí
la regla, no nos engañemos; la ley es general; es nuestro divino Maestro
quien acaba de publicarla; es necesario que todo se abata. Cuando hubieres
elevado tu cabeza hasta el cielo, te atrancaré de allí, dice el Señor. El
camino único de la elevación es la humildad; y el que no sigue este camino
nunca entrará en el cielo.
¿Qué es,
la humildad? Es una virtud, dice san Bernardo, que haciéndonos conocer lo
que somos, nos enseña a menospreciamos a nosotros mismos. Cuando un hombre
se considera a sí mismo, mira lo que es y lo que no es: compara sus
verdaderos defectos con sus pretendidas virtudes; y conociéndose tal como
es, se desprecia, y no hace estimación de sí; entonces se puede decir que es
humilde. Así la humildad no consiste simplemente en palabras ni en acciones
exteriores: traer vestidos simples, andar con los ojos bajos, es una cosa
que edifica; y no se puede dejar de vituperaren un cristiano un aire altivo,
el lujo y la vanidad de los vestidos; no obstante, un exterior modesto no
basta para ser verdaderamente humilde: tampoco basta hablar de sí mismo con
menosprecio, y llamarte pecador miserable: muchos tienen estas palabras en
la boca, que no siempre tienen la humildad en el corazón; no es necesario
algunas veces más que una pequeña palabra que les desagrade, para conocer
que no son tan humildes como parecen: Así no es este precisamente el
verdadero carácter de la humildad. Esta consiste en un bajo concepto de sí
mismo, fundado sobre el conocimiento de su nada y de su miseria. Ved aquí lo
que es la humildad.
Esta
virtud es absolutamente necesaria para entrar en el cielo: no son necesarias
otras pruebas que aquellas palabras de Jesucristo a sus discípulos, que
disputaban entre sí de la primacía. En verdad, yo os declaro, que si no os
convertís, si no dejáis esos sentimientos de orgullo y ambición tan
naturales al hombre, y si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino
de los cielos. Acaso me diréis que Jesucristo ordenándonos ser como niños,
puede encargamos otras virtudes que la humildad; pues quiere que seamos
mansos e ingenuos como los niños, y sinceros y desinteresados como ellos.
Puede habernos encomendado todas estas virtudes; pero en este lugar habla
particularmente de la humildad; porque añade que aquel que se humillare como
este niño, será más grande en el reino de los cielos. Es bueno que sea manso
como este niño, sencillo y desinteresado como él; pero es también
absolutamente necesario que sea humilde como él, si quiere tener parte en mi
gloria. La humildad es la base y el fundamento de la religión, y de toda la
piedad cristiana. Es esta virtud, dice san Bernardo, la que nos alcanza
todas las otras, la que las conserva después que las hemos recibido, y la
que las perfecciona.
La
humildad alcanza las otras virtudes. ¿Es necesario paciencia? La humildad
enseña a ejercerla. ¿Se quiere conseguir el perdón de los pecados? Dios lo
concede al humilde. En una palabra, sed humildes, y obtendréis de Dios todo
lo que le pidiereis. Las lluvias de la gracia corren sobre los humildes como
el agua corre por los valles: y como la abundancia de las aguas hace
fértiles a los val les. Asimismo la abundancia de los dones de Dios hace que
los humildes fructifiquen todos los días en virtudes y en buenas obras. Como
Dios resiste a los soberbios, así da gracia a los humildes. San Agustín
estaba tan convencido de que la humildad es la raíz de todas las virtudes,
como la soberbia el principio de lodos los vicios, que escribiendo a un
amigo suyo llamado Dióscoro, que le había preguntado cuál era la virtud que
le facilitaría la práctica de todas las otras, le responde que la humildad.
A esta virtud, le dice, deseo, mi amado amigo que te apliques de todo
corazón. Yo he trabajado mucho para elevarme al conocimiento de la verdad;
pero puedo asegurarte que no he hallado otro camino para elevarme a él que
el de la humildad, y tampoco tú hallarás otro que éste. El primer camino que
se debe tomar para ir al cielo, que es la mansión de la verdad, es la
humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad; y cuantas
veces me preguntes por el camino que conduce a la gloria, te responderé
siempre que la humildad: todo otro camino es falso, y conduce al precipicio.
No hay
cosa más peligrosa que sacar al público nuestras virtudes: el amor propio es
su mortal enemigo: no las saca al público sino para darles el golpe de
muerte. Por eso David decía que temía mucho la altura del día. El lustre y
la gloria que acompañan las virtudes son tanto más de temer, cuanto la
vanagloria es como un ladrón manso que nos despoja de nuestras riquezas
espirituales, y nos roba de un modo lisonjero y agradable las virtudes que
hemos adquirido. Esto ha hecho decir a san Agustín, que la soberbia se
distingue de los otros vicios en que los otros vicios nacen de los pecados,
mientras que la soberbia es de temer aún en las buenas obras. ¡Cuántos
cristianos perecieron por esto! Si pudiéramos abrir el infierno, ¡cuántas
almas veríamos que cayeron en él por la soberbia como Lucifer! ¡Cuántos
devotos y devotas en la apariencia se han precipitado en él por su funesta
hipocresía, que corrompió todas sus muchas obras! ¡Cuántos solitarios que
encanecieron en los desiertos bajo los ojos de un superior, pero que después
de haber pasado la mayor parte de su vida en ayunos sumamente rigurosos y
maceraciones inauditas, perdieron, en fin, todas estas virtudes por no haber
tenido la de la humildad, que es baluarte, y la que sola puede conservarlas
y conducirlas a la última perfección!
¿Aspiráis
a cosas grandes? —dice san Agustín—, comenzad por las menores. ¿Queréis
elevar muy alto el edificio de la piedad cristiana? Pensad primero en el
fundamento de la humildad. Se profundiza siempre los cimientos de un
edificio a proporción de la elevación que se le quiere dar: si queréis, pues
elevar mucho el de la perfección, echad los cimientos de una humildad
profunda. Esta es la conducta que tuvieron todos los Santos. Se ha visto a
algunos conservar hasta el fin de su vida la memoria de sus pecados pasados
para precaverse contra la tentación de la soberbia, que es, como dicen los
santos Padres, el último lazo que el demonio nos tiende. Ved a san Pablo, el
Apóstol por excelencia, que había sido destinado y escogido de Dios para
anunciar el Evangelio a los gentiles, y que había sido elevado hasta el
tercer cielo; sin embargo de todos estos privilegios, se mira como un
aborto, como el último de los Apóstoles: se juzga indigno de esta clase: se
tiene por el primero de los pecadores, que ha sido en otro tiempo un
blasfemo y un perseguidor de Jesucristo. ¿De dónde viene esto? Es que este
grande Apóstol, habiendo de tener tanta elevación en la Iglesia, no se
cansaba de humillarse: olvidaba sus virtudes y sólo se acordaba de sus
pecados. Esta fue, hermanos míos, la disposición de todos los Santos: y esta
debe ser también la nuestra, si queremos recibir como ellos la recompensa de
nuestras virtudes. Un árbol, cuanto más cargado está de frutos, más abate
sus ramas: así nosotros, cuanto más mérito hubiéramos adquirido y cuantas
más buenas obras hayamos hecho, tanto más debemos humillamos.
Si
queremos abrir un poco los ojos sobre todo lo que nos rodea, veremos
fácilmente que no hay cosa sobre la tierra que nos nos dé lecciones de
humildad; pero entre todo, nada hallo que deba hacer más impresión sobre
nosotros que la consideración de la grandeza de Dios, de los abatimientos de
Jesucristo, y de nuestra propia miseria.
¿Se puede
considerar la grandeza de un Dios sin aniquilarse en su presencia? ¿En dónde
está el que se representa como debe la suprema majestad de este Ser
soberano, sus perfecciones infinitas, su eternidad, su poder, su justicia,
su providencia siempre benéfica y atenta a todas nuestras necesidades, que
no se vea forzado a clamar con el Rey profeta; No. no soy sino una nada
delante de Vos? Ni siquiera es necesario recurrir a la fe para concebir
tan justos sentimientos, basta la razón sola para convencernos de esta
necesidad. Si fuéramos tan ciegos que concibiéramos alguna estimación de
nosotros mismos, nos bastaría levantar los ojos al cielo, y considerar al
Autor de la naturaleza para corregir esta ridícula vanidad. Y si la majestad
de Dios debe humillamos, ¿los abatimientos de Jesucristo su Hijo contribuyen
menos a ello?
Entre
tanto que Dios se mantuvo en aquella grandeza y aquella elevación que le es
propia, la humildad fue casi desconocida en la tierra; pero después de la
encamación de Jesucristo, su Hijo, halla el hombre en la humildad de un Dios
el remedio con que curar la hinchazón su corazón. Cuando considero que un
Dios quiso humillarse por mí, no sólo hasta hacerse hombre, sino también
hasta hacerse el oprobio de los hombres; cuando veo a este Dios encamado
seguir el camino de la bajeza y la humillación desde el pesebre hasta la
cruz; entonces tengo vergüenza de haberme aprovechado tan mal de esta
importante lección que mi adorable Salvador me ha dado durante todo el
tiempo que vivió en la tierra. Un Dios se humilla y se anonada, ¡y un gusano
de la tierra se atreve a engreírse! Un Dios vive en la oscuridad y el
menosprecio, ¡y el hombre quiere ser estimado y honrado! ¡Ah, Señor! esto es
insoportable, y no hay sino la soberbia del demonio que pueda resistir a un
tal ejemplo.
Un nuevo
motivo de humildad es nuestra propia miseria: con mirarla de cerca
hallaremos en ella una infinidad de motivos para humillamos. A cualquier
parte que el hombre se vuelva podemos decirle que trae en medio de sí mismo
los principios y los motivos de su humillación. ¿No sabe que en el orden de
la naturaleza la nada es su origen, que se pasaron una infinidad de siglos
antes de él, y que nunca podría salir por sí mismo de este espantoso e
impenetrable abismo? ¿Ignora que aun después de criado tiene en sí un peso
secreto que le arrastra a la nada; que no es necesario para ser reducido a
ella sino que la mano que le dio el ser. deje de sostenerle; y que si Dios
cesase de conservarle, faltaría de la tierra con la misma facilidad que la
ausencia de su cuerpo hace desaparecer en el espejo la imagen que lo
representa? ¿Qué es, pues, el hombre, para atreverse a blasonar de su
nacimiento y de las otras prerrogativas de la naturaleza? Basura antes de
nacer, miseria cuando viene al mundo, e infección cuando sale de él. Haber
nacido de una mujer, vivir poco, llorar mucho y morir ahora no es razón para
gloriarse si considera, dice san Gregorio papa, lo que pasa dentro y fuera
de sí.
Tampoco
tiene menos motivos de humillarse en el orden de la gracia: por más dones y
talentos que tenga, le vienen todos de la mano liberal del Señor, que los
distribuye a cada uno según su beneplácito, y por consiguiente no puede
gloriarse de ello. Si alguno cree que es alguna cosa, dice san Pablo, se
engaña muy torpemente; poique en efecto no es nada. Un concilio ha declarado
asimismo que el hombre, en vez de ser autor de su salvación, no es capaz
sino de perderse, y que de suyo no tiene sino el pecado y |a
mentira. Así nos enseña san Agustín, que la gran ciencia del hombre consiste
en saber que es nada por sí mismo, y que todo lo que es lo tiene de Dios y
lo debe a Dios.
En fin,
el hombre debe humillarse por orden a la gloria y al honor que esperamos en
la otra vida: porque ¿qué puede hacer él que le haga capaz de esta felicidad
eterna? No hay sino Dios que pueda hacerle digno de ella. El es, dice san
Pablo, quien nos ha predestinado para ser conformes a la imagen de su Hijo:
Él es el que nos llama, el que nos justifica y el que, en fin, glorifica a
los que ha justificado. No debemos, pues, contar sobre nosotros mismos, sino
sobre la misericordia de Dios y sobre los méritos de Jesucristo su Hijo.
Como hijos de Adán no merecemos sino la reprobación; y si Dios quiere damos
entrada en su reino, debemos reconocer humildemente que este es un puro
efecto de su bondad, que corona sus propios dones recompensando nuestros
méritos; así no tenemos que engreímos sobre tantos otros que quedaron en la
masa de corrupción.
Conclusión: Digamos
de aquí en adelante como David: “No me contentaré con ser humilde a los ojos
de otros: lo seré también a mis propios ojos, amaré una virtud que es tan
agradable a Dios, y de que Jesucristo me ha dado un tan bello ejemplo”.