León XIII:
LA PRÁCTICA
DE LA HUMILDAD
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A sus amados
hijos los seminaristas
El fundamento de la perfección cristiana, según opinión unánime de los
santos Padres, es la humildad.
Para hacerse grande,
dice San Agustín, es necesario
empezar por hacerse pequeño. ¿Deseáis levantar el edificio de la virtud
cristiana? Pues tened presente que su altura es inmensa, y, por tanto,
procurad desde luego poner muy sólidos cimientos de humildad, porque quien
desea alar un edificio, empieza por cavar los cimientos proporcionados a la
mole y elevación que quiere darle (Ser. X, de Ver. Dom.).
Ahora
bien, este opúsculo que os dedicamos, amadísimos hijos, os enseña a
practicar la humildad; esto es. a echar los cimientos de la perfección
cristiana. Ved. pues, cuánto os importa estar obligados a observar de un
modo particular el mandamiento de Jesucristo de ser perfectos como el Padre
celestial. Por lo cual estamos seguros de haceros un don que ha de gustaros
sobremanera; porque no sólo es prenda nueva del amor que os profesamos, sino
también medio eficacísimo para salvar vuestra alma, cuya salvación es el
negocio más importante en que podáis ocuparos.
Otra
razón nos ha movido a dedicaros este opúsculo: el fin de la carrera
eclesiástica que habéis emprendido. Tal fin no sólo consiste en vuestra
santificación, sino también en promover más adelante la de los demás,
extendiendo el reino de Jesucristo con aquellos mismos medios que El empleó
en su vida mortal, habiendo sido la humildad de corazón su carácter
distintivo. Con ella lograréis vencerla soberbia del mundo y plantaren todos
los corazones la mortificación y la humildad de la cruz. Y ya que Jesucristo
a la doctrina hacía preceder las obras, si vosotros, siguiendo su ejemplo,
entráis en el ministerio eclesiástico ya formados en la práctica de la
humildad, de esa interior c inexhausta fuente de todas las virtudes brotarán
palabras de confortación, aliento y celo que confirmarán al justo en la
santidad, y llamarán al extraviado del camino del vicio y perdición al de la
virtud y santidad.
Que cada
uno de vosotros en particular sea, pues, aquel discípulo que en esta obrita
que os dedicamos se figura recibir de un maestro espiritual lecciones sobre
la práctica de la humildad, y tened siempre presente, amados hijitos, que no
podéis damos mayor consuelo que el que nos dais ahora viéndoos humildes,
mansos y obedientes.
Confiando
veros siempre así, y deseando ardientemente que en realidad lo seáis, al
bendeciros a todos en el Señor no podemos menos de recomendaros con gran
interés otra vez que pongáis toda vuestra diligencia en practicar cuanto
esta obrita os aconseje.
Gioacchino
Cardenal Pecci
Obispo de
Perugia.
(Posteriormente, S.S. León XIII)
Introducción
Es verdad
incontrastable que no habrá misericordia para el soberbio, que se le
cerrarán las puertas del reino de los Ciclos, y que sólo al humilde
ha de abrirlas el Señor. Para convencerse de esta verdad basta abrir las
Sagradas Escrituras, que continuamente nos enseñan que Dios resiste a los
orgullosos, que humilla a los que se ensalzan, que hay que hacerse semejante
a los niños para entraren su gloria, que quien a ellos no se asemeje será
excluido, y, por último, que Dios sólo otorga su gracia a los humildes.
Siendo
esto cierto, no sabremos convencemos lo bastante de cuánta importancia tenga
para todo cristiano. y en especial para los que siguen la carrera
eclesiástica, procurar la práctica de la humildad y arrojar del alma toda
presunción, toda vanidad, todo orgullo. No hay esfuerzo o fatiga que no deba
sostenerse para acertaren empresa tan santa, y así como no puede llevarse a
feliz término sin la gracia de Dios, así hay que implorarla con instancia y
mucha frecuencia.
Todo
cristiano ha contraído en el santo bautismo la obligación de seguir las
huellas de Jesucristo, y éste es el modelo di vino con el cual debemos
conformar nuestra vida.
Ahora
bien; este Dios Salvador ha llevado a tal extremo la humildad, que se
ha hecho el oprobio de la Tierna para abatir la altivez y curar la llaga de
nuestro orgullo, enseñándonos con su ejemplo la única vía que conduce al
Ciclo. Esta es, hablando propiamente, la más importante lección del
Salvador: Aprended de mí.
Tú, pues,
discípulo de este divino Maestro, si ansias adquiríros
la
perla preciosa, que es la más segura prenda de santidad y la señal mas
cierta de predestinación, recibe dócilmente los avisos que le doy, y
practícalos fielmente.
Avisos
1.
Abre los ojos de tu alma, y
considera que por ti mismo no tienes ningún bien que pueda darte motivo para
creer que eres algo. De ti sólo tienes pecado, debilidad y miseria; y en
cuanto a los dones de naturaleza y gracia que hay en ti, como los has
recibido de Dios, que es el principio de tu ser, solamente a El pertenece la
gloria.
2.
Concibe, por tanto, profundo
sentimiento de tu nada, y haz que crezca constantemente en tu corazón, a
pesar del orgullo y vergüenza que te domina. Abriga la íntima persuasión de
que no hay en el mundo cosa más vana y más ridícula que desear ser estimado
por algunas dotes recibidas a préstamo de la gratuita liberalidad del
Creador; porque, como dice el Apóstol, si las has recibido, ¿porqué te
glorías como si fueran tuyas y no las hubieses recibido?
(I Cor. 47).
3.
Piensa a menudo en tu
debilidad, en tu ceguera, en tu vileza, en la dureza de tu corazón, en tu
inconstancia, en tu sensualidad, en tu insensibilidad para con Dios, en tu
afecto a las criaturas, y en tantas otras viciosas inclinaciones que nacen
de tu corrupta naturaleza. Y te sirva esto de poderoso motivo para abismarte
continuamente en tu nada y ser siempre muy pequeño y muy miserable a tus
propios ojos.
4.
Permanezca siempre impresa en
tu alma la memoria de los pecados de tu vida pasada. Persuádete sobre todo
de que el pecado de soberbia es un mal tan abominable, que con él no puede
compararse ningún otro en la Tierra ni en el infierno: este fue el pecado
que hizo prevaricar a los ángeles en el Cielo y los precipitó en el abismo,
el que corrompió a todo el linaje humano y extendió por la Tierra la turba
infinita de males que durarán lo que el mundo, o por mejor decir, cuanto la
eternidad. Además, un alma gravada de pecados solamente es digna de odio, de
desprecio y de tormentos: mira, pues, qué buen concepto puedes tener de ti
mismo después de haber cometido tantos pecados.
5.
Medita además en que no hay
delito, por enorme y detestable que sea, a que no se halle inclinada tu
malvada naturaleza y del cual no puedas hacerte culpable, y que sólo por la
misericordia divina, y con el socorro de las gracias de Dios te has librado
de ellos hasta ahora, según aquel dicho de san Agustín: No hay pecado
cometido en el mundo por un hombre que no pueda cometer otro hombre, si la
mano que le hizo hombre deja de sostenerle (Solil. c. 15). Llora
interiormente un estado tan deplorable y resuélvete con firmeza a contarte
en el número de los más indignos pecadores.
6.
Piensa a menudo que más pronto
o más tarde has de morir, y que tu cuerpo ha de corromperse en una fosa: ten
siempre ante los ojos el tribunal inexorable, ante el cual todos
necesariamente hemos de comparecen medita los eternos dolores del infierno
preparados para los perversos, y en especial para los que imitan a Satanás,
que son los soberbios. Considera seriamente que. a causa del velo
impenetrable que oculta al ojo mortal los juicios divinos, estás
completamente incierto de ser o no del número de los réprobos que
eternamente con los demonios serán lanzados a aquel lugar de tormentos para
ser eternamente víctima del fuego encendido por el mismo soplo de la cólera
divina. Esta incertidumbre debe bastar por sí sola para mantenerte en
extrema humildad e inspirarte el más saludable temor.
7.
No creas que vas a adquirir la
humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de
mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio a ti
mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento
de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán
en ti mismo el reino del amor propio, ese terreno abominable donde germinan
todos los vicios y donde se alinean y crecen a placer tu orgullo y
presunción.
8.
Mantente cuanto más puedas
silencioso y recogido; mas debes hacerlo sin incomodar a los demás, y cuando
te veas obligado a hablar, hazlo siempre con mesura, modestia y sencillez. Y
si sucediere que no te escuchen por desprecio u otro motivo cualquiera, no
debes mostrarte resentido, y sí aceptar esta humillación y sufrirla con
resignación y calma.
9.
Evita con todo cuidado las
palabras altaneras, orgullosas o que indiquen pretensiones de superioridad,
evita también las frases estudiadas y las palabras irónicas; calla todo lo
que pueda darte fama de persona graciosa y digna de estimación. En una
palabra no hables nunca sin justo motivo de ti mismo y evita todo aquello
que pueda cosecharte honras y alabanzas.
10.
En las conservaciones ni te
mofes ni zahieras a los demás con palabras y sarcasmos; huye de todo lo que
huela a espíritu del mundo. De las cosas espirituales no hables como un
maestro que da lecciones, a no ser que tu cargo o la caridad te lo impongan;
conténtate con preguntar a persona avisada que pueda aconsejarte; porque el
querer dárselas de maestro sin necesidad es echar leña al fuego de nuestra
alma, que se consume ya en humo de soberbia.
11.
Reprime con todas tus fuerzas la curiosidad vana e inútil; por eso,
no te afanes demasiado por ver esas cosas que los mundanos tienen por
bellas, raras y extraordinarias; esfuérzate, en cambio, por saber cuál es tu
deber y lo que puede aprovecharte para tu salvación.
12.
Has de ser muy exacto y muy
atento en mostrarte siempre lleno de respeto y reverencia para con tus
superiores, de estimación y cortesía con tus iguales y de caridad con tus
inferiores; y persuádete de que portarse de otro modo no puede ser efecto
más que de un alma gobernada por la soberbia.
13.
Según la máxima del Sagrado
Evangelio, busca siempre el lugar más humilde, persuadiéndote sinceramente
de que es el que más te conviene. Asimismo, en las necesidades de la vida
guárdate de extender soberbiamente y de elevar a demasiada altura tus deseos
y cuidados: conténtate, por el contrario, con cosas sencillas y modestas,
porque son las que mejor se conforman con tu poco valer.
14.
Si te faltan los consuelos
temporales y Dios te quita los espirituales, piensa que has tenido siempre
más de los que merecías; conténtate con lo que el Señor te envía.
15.
Cultiva siempre en ti la santa
costumbre de acusarte, reprenderte y condenarte. Sé juez severo de todos tus
actos, que casi siempre van acompañados de mil defectos y de continuas
pretensiones del amor propio. Ten con frecuencia justo desprecio de ti
mismo, contemplándote en tus acciones falto de prudencia, de sencillez y de
pureza de corazón.
16.
Como de un mal gravísimo
guárdale de juzgar las acciones ajenas, y por el contrario, interpreta
benignamente todo dicho y todo hecho, buscando con caridad ingeniosa razones
para excusarlo y defenderlo. Y si te fuere imposible su defensa por ser
demasiado evidente la falta cometida, procura atenuarla cuanto puedas,
atribuyéndola a inadvertencia, a sorpresa o a cosa parecida, según las
circunstancias; por lo menos, distráete de pensar más en ello, a no ser que
tu cargo exija que lo remedies.
17.
Nunca contradigas a nadie en
la conversación, aun cuando se trate de cosa dudosa que parece poder tomarse
afirmativa o negativamente. No te acalores al disputar; y si hallaren falsa
o menos acertada tu opinión, cede modestamente y permanece humildemente en
silencio. Cede también y pórtate del mismo modo en cosas de ningún valer,
aun cuando estés cierto de ser falso lo que afirman otros. En cualquiera
otra ocasión debe importarte defender la verdad, y defiéndela con valor,
pero sin furor ni despecho, y ten por seguro que mejor vencerás con dulzura
que con ímpetu y desdén.
18.
No ocasiones molestias a
nadie, por ínfimo que sea, ni de palabra, ni de obra, ni con tu
comportamiento, a no ser que te lo exijan el deber, la obediencia o la
caridad.
19.
Si hubiere alguno que venga
siempre a fastidiarte y que de intento te mortificase con ultrajes e
injuriasen toda ocasión, no te irrites: considéralo como instrumento de que
se vale la misericordia divina para tu mayor bien; esto es, para curar la
llaga inveterada de tu orgullo.
20.
La ira es un vicio aborrecible
en toda clase de personas, y máxime en las espirituales, que debe su
violencia al orgullo que las sustenta; esfuérzate, pues, en acumular un
caudal de dulzura, para que cuando te ultrajen, por honda que sea la herida
de la injuria, seas capaz de conservar la calma. En esas ocasiones no
alimentes ni guardes en tu corazón sentimientos de aversión o de venganza
para quien te ofendió; antes bien, perdónale de corazón, convencido de que
no hay mejor disposición que ésta para alcanzar de Dios el perdón de las
injurias que le has hecho. Este humilde sufrimiento te cosechará muchos
méritos para el cielo.
21.
Sufre con paciencia los
defectos y la fragilidad de los otros, teniendo siempre ante los ojos tu
propia miseria, por la que has de ser tú también compadecido de los demás.
22.
Muéstrate manso y humilde con
todos, y más con aquellos por quienes sientes alguna repugnancia y aversión,
y no digas como algunos: “Dios me libre de odiar a aquella persona; pero no
puedo verla junto a mí, ni quiero absolutamente tener nada que tratar con
ella”. Ten por seguro que tal repugnancia procede de soberbia, y no de haber
vencido con las armas de la gracia la naturaleza orgullosa y el amor propio;
porque si ellos se entregasen por completo a los movimientos de la gracia,
sentirían muy pronto en sí mismos vencidas por verdadera humildad todas las
dificultades que sufren, y soportarían con paciencia hasta los genios más
duros y salvajes.
23.
Si te sobreviene alguna
contradicción, bendice al Señor, que dispone las cosas del mejor de los
modos: piensa que la has merecido, que merecías más todavía, y que eres
indigno de todo consuelo: podrás pedir con toda simplicidad al Señor que te
libre de ella, si así le place: pídele que te dé fuerzas para sacar méritos
de esa contrariedad. En las cruces no busques los consuelos exteriores,
especialmente si te das cuenta de que Dios te las manda para humillarte y
para debilitar tu orgullo y presunción. En medio de ellas debes decir con el
Rey Profeta: ¡Cuán bueno ha sido para mí. Señor, que me hayas humillado,
porque así he aprendido tus mandatos! (Salm. 118).
24.
En la comida no debes sentir
disgusto cuando los alimentos no sean de tu agrado; haz, más bien, como los
pobrecitos de Jesucristo, que comen de buen grado lo que les dan, y dan
gracias a la Providencia.
25.
Si alguno sin razón te
rebajase o hablase mal de ti, y si vieses censurada tu conducta por un
inferior a ti, o por quien, más merecedor de reprensión que tú, debiera
mirarse a sí mismo, no quisiera que por ello te dominase el desdén o
rehusases examinar con calma y a la luz de Dios tu conducta; y abriga la
íntima persuasión de que puedes faltar a cada momento si la gracia de Dios
no te preserva.
26.
Nunca anheles ser amado de
manera singular. Puesto que el amor depende de la voluntad, y la
voluntad está inclinada hacia el bien por naturaleza, ser amado, y ser amado
como bueno, es una misma cosa; ahora bien, el afán de ser estimado por
encima de los demás es inconcebible con una sincera humildad. ¡Qué gran
fruto obtendrás si obras así! Tu alma, no mendigando ya el amor de las
criaturas, se refugiará en las sagradas llagas del Salvador; allí, en el
Corazón adorable de Jesús, experimentarás las indecibles dulzuras divinas, y
habiendo renunciado generosamente por Él al amor de los hombres, podrás
gustaren abundancia de los consuelos divinos, que te serían negados si
hubieses sido presa del dulzor falso y mentiroso de los consuelos terrenos;
porque los consuelos divinos son tan puros y sinceros, que no pueden ser
mezclados con los consuelos de aquí abajo, y somos inundados por aquéllos en
la medida en que nos vaciamos de éstos. Por otra parte, tu alma podrá
volverse libremente hacia Dios y reposar en Él con el pensamiento de su
presencia y de sus perfecciones infinitas. Por último, no habiendo cosa más
dulce que amar y ser amado, si te privas de este placer por amor de Dios, y
Dios se posesiona de tu corazón, no dividido por el amor de otra criatura,
ofrecerás un sacrificio muy acepto a Dios, y no temas que obrando así se
vaya a enfriar tu amor al prójimo, pues no le amarás por interés, por seguir
tu inclinación, sino tan sólo por dar gusto a Dios, haciendo lo que sabes le
agrada.
27.
Haz todas las cosas, por
pequeñas que sean con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia;
porque el hacer las cosas con ligereza y precipitación es señal de
presunción; el verdadero humilde está siempre en guardia para no fallar aun
en las cosas más insignificantes. Por la misma razón, practica siempre los
ejercicios de piedad más comentes y huye de las cosas extraordinarias que te
sugiere tu naturaleza; porque así como el orgulloso quiere singularizarse
siempre, así el humilde se complace en las cosas comentes y ordinarias.
28.
Convéncete de que no eres buen
consejero de ti mismo, y por eso, teme y desconfía de tus opiniones, que
tienen una raíz mala y corrompida. Con esta persuasión, aconséjate, en lo
posible, de hombres sabios y de buena conciencia, y prefiere ser gobernado
por uno que sea mejor que tú a seguir tu propio parecer.
29.
Por muy excelso que sea el
grado de tu gracia y virtud, por muy grande que sea el don de oración que
Dios te haya dado, a pesar de que hayas vivido mil años en la inocencia y
fervor de la devoción, debes siempre caminar en el temor y desconfiar de ti
mismo, especialmente en materia de castidad: recuerda que llevas dentro de
ti la inextinguible concupiscencia y manantial inagotable de pecados, y ten
presente que eres todo debilidad, inconstancia c infidelidad. Contémplate,
pues, siempre a ti mismo; cierra los ojos para no ver y sentir lo que pueda
manchar tu alma; huye siempre de las ocasiones peligrosas; evita las
conversaciones inútiles con personas del otro sexo, y en las necesarias
guardarás modestia y mesura muy escrupulosas. Finalmente, ya que sin la
gracia divina no eres bueno para nada, ruégale continuamente que se apiade
de ti y que ni un momento te deje en poder de ti mismo.
30.
¿Has recibido de Dios grandes
talentos? ¿O eres, por ventura, un grande del mundo? Esfuérzale en conocerte
tal y como eres y procura convencerte de tu debilidad, de tu incapacidad y
de tu nada; debes hacerte más pequeño que un niño; no andes tras las
alabanzas de los hombres, ni ambiciones los honores; antes bien rechaza
aquéllas y estos.
31.
Si te hacen alguna injuria o
te ocasionan algún grave disgusto, en vez de indignarte con quien te ha
ofendido, alza los ojos al ciclo y mira al Señor, que con su infinita y
amable providencia lo ha dispuesto así, o para hacerte expiar tus pecados, o
para destruir en ti el espíritu de soberbia, obligándote a hacer actos de
paciencia y de humildad.
32.
Cuando se te presente ocasión
de hacer a tu prójimo algún servicio bajo y abyecto, hazlo con alegría y con
toda humildad que deberías tener si fueses criado de lodos. Lograrás de este
ejercicio tesoros inmensos de virtud y de gracia.
33.
No te preocupes por aquel las
cosas que no están a tu cuidado y de las que no tienes que rendir cuenta ni
a Dios ni a los hombres; porque el ocuparse en ellas es signo de secreta
soberbia y de vana presunción de sí mismo, alimenta y hace crecer la vanidad
y es causa de mil preocupaciones, inquietudes y distracciones. Por el
contrario, si atiendes sólo a ti mismo y a tu deber, hallarás un manantial
de paz y tranquilidad, según las palabras de la
Imitación de Cristo: No te entrometas en lo que no te han
encomendado; así podrá ser que pocas veces o muy de tarde en tarde te
turbes.
34.
Si haces alguna mortificación
extraordinaria, procura preservarle del veneno de la vanagloria, que
destruye a menudo todo su mérito; hazla tan sólo porque desdeciría de un
pecador que viviera según su propio capricho, y también por tantas deudas
como tienes que saldar ante la justicia divina. Piensa que los actos de
penitencia tesón tan necesarios para detener la violencia de las pasiones y
mantenerle dentro de los límites del deber, como la brida y el freno para
domar un impetuoso caballo.
35.
Cuando sientas el aguijón de
la impaciencia y seas presa de la tristeza en tus tribulaciones y
humillaciones, resiste fuertemente esa tentación, acordándole de tantos
pecados, por los que has merecido castigos mucho más duros de los que estás
sufriendo. Adora In justicia infinita de Dios y recibe respetuosamente sus
golpes, que son para ti fuentes de misericordia y gracia. Si pudieses
comprender cuán saludable es ser herido en esta miserable vida por la mano
de un Padre tan dulce como es Dios, te abandonarías por completo en sus
manos. Repite a menudo con san Agustín; Quema y arranca de mí en esta
vida todo lo que quieras, no perdones nada ni me ahorres ningún sufrimiento,
con tal que me perdones y me los ahorres todos en la eternidad. Rehusar
las tribulaciones es rebelarse contra la saludable justicia de nuestro Dios,
es rechazar el cáliz que misericordiosamente nos brinda, y en el que el
mismo Jesucristo, aunque inocente, ha querido beber el primero.
36.
Si cometes alguna falta que es
motivo para que te desprecie quien la presenció, siente un vivo dolor de
haber ofendido a Dios y de haber dado un mal ejemplo al prójimo, y acepta la
deshonra como un medio que Dios te envía para hacerte expiar tu pecado y
para hacerte más humilde y virtuoso. Si por el contrario, el verte
deshonrado te atormenta y te contrista, es que no eres verdaderamente
humilde y que estás todavía envenenado por la soberbia. Pídele entonces al
Señor con mucha insistencia que te cure y te libre de ese veneno, porque si
Dios no se apiada de ti caerás en otros abismos.
37.
Si entre los que te rodean hay
alguno que te parece despreciable, obrarás sabia y prudentemente si en vez
de publicar y censurar sus defectos te fijas en las buenas cualidades
naturales y sobrenaturales de que Dios le ha dotado, y que le hacen digno de
respeto y honor. Al menos, ve siempre en él a una criatura de Dios, formada
a su imagen y semejanza, rescatada con la sangre preciosa de Jesucristo, un
cristiano marcado con la luz del rostro de Dios, un alma capaz de verle y
poseerle por toda la eternidad, y quizá un predestinado por el consejo
secreto de su adorable providencia. ¿Sabes tú, acaso, las gracias que el
Señor ha derramado sobre él, o las que va a derramar? Pero sin entrar en más
averiguaciones, quizá lo mejor sería rechazar inmediatamente todos esos
pensamientos de desprecio como venenosas inspiraciones del tentador.
38.
Cuando oigas que te alaben, en
vez de alegrarte, teme que aquella alabanza sea toda la recompensa del poco
bien que has hecho. Reconoce interiormente tu miseria, por la cual
merecerías el desprecio de los demás, y procura cortar la conversación, no
ya por adquirir mayor loa, como el soberbio que aparenta ser humilde, sino
con santa cordura, de modo que no se piense ya en tus obras. Y de no poder
hacerlo así, a Dios sólo en el mismo instante dirigirás todo el honor y la
gloria, diciendo con Baruch y Daniel: A ti, Señor, la gloria de toda
justicia, y a nosotros la vergüenza y confusión de nuestro rostro (Bar.
1, 15).
39.
En la misma proporción en que
deben causarte disgusto las alabanzas a ti dispensadas, debes experimentar
alegría por los elogios y honores a los demás y. por tu parte, debes
contribuir a honrarles en la medida en que la franqueza y la verdad te lo
permitan. Los envidiosos no saben soportar las glorias del prójimo, porque
estiman que van en disminución de las propias: precisamente por esto
deslizan hábilmente en las conversaciones ciertas palabras ambiguas o frases
de doble sentido, dirigidas a menguar o a hacer dudosos los méritos que, con
resentimiento por su parte, adornan a los demás. Tú no debes obrar así
porque alabando a tu prójimo, alabas simultáneamente al Señor y le agradeces
los dones que distribuye y los beneficios que se pueden obtener para su
servicio.
40.
Cuando oigas que difaman a tu
prójimo, siente un verdadero dolor, y busca una excusa para el maledicente;
pero tienes que salir en defensa de la persona que es blanco de la
murmuración, y con tal destreza, que tu defensa no se convierta en una
segunda acusación; así, ora insinuarás sus cualidades, ora pondrás de
relieve la estima que merece a los otros y a ti mismo, ora cambiarás
hábilmente de conversación o harás ostensible tu desagrado. Obrando de esta
manera, harás un gran bien a ti mismo, al maledicente, a los oyentes y a
aquel de quien se habla. Mas si tú, sin hacerte la más mínima violencia, te
complaces en ver a tu prójimo humillado y te disgustas cuando lo ensalzan,
¡cuánto te falta todavía para alcanzar el tesoro incomparable de la
humildad!
41.No
habiendo cosa más provechosa para el progreso espiritual que el ser
advertido de los propios defectos, es muy conveniente y necesario que los
que te hayan hecho alguna vez esta caridad se sientan estimulados por ti a
hacértela en cualquier ocasión. Luego que hayas recibido con muestras de
alegría y de reconocimiento sus advertencias, imponte como un deber el
seguirlas, no sólo por el beneficio que reporta el corregirse, sino también
para hacerles ver que no han sido vanos sus desvelos y que tienes en mucho
su benevolencia. El soberbio, aunque se corrija, no quiere aparentar que ha
seguido los consejos que le han dado, antes bien los desprecia; el verdadero
humilde tiene a honra someterse a todos por amor de Dios, y observa los
sabios consejos que recibe como venidos de Dios mismo, cualquiera que sea el
instrumento de que Él se haya servido.
42.
Abandónate completamente a
Dios para seguir lo que haya dispuesto su amable Providencia, como un tierno
niño se entrega en brazos de su amado padre. Deja que Él haga cuanto quiera,
sin turbarte ni inquietarte por lo que te pueda suceder; acepta con alegría,
confianza y respeto todo lo que de Él proceda. Obrar de otro modo sería
mostrarse ingrato a la bondad de su corazón y desconfiar de Él. La humildad
nos abisma infinitamente bajo el ser infinito de Dios, pero al mismo tiempo
nos enseña que en Dios está toda nuestra fortaleza y todo nuestro consuelo.
43.
Es evidente que sin Dios no
puedes hacer nada bueno, que sin Él caerías a cada paso, y la mínima
tentación te vencería; reconoce tu debilidad e impotencia para practicar el
bien, y no olvides que en tus acciones necesitas siempre del concurso
divino. Que la consideración de estos pensamientos te mantenga
inseparablemente unido a Él. como un niño que no conociendo otro refugio se
aprieta contra el seno de su madre. Repite con el Profeta: Si el Señor no
me hubiera ayudado, mi alma habitaría en la región del silencio, y:
mírame y apiádate de mí, porque estoy solo y desvalido; oh Dios, ven en mi
auxilio, apresúrate a ayudarme. No dejes nunca de dar gracias a Dios con
todo tu corazón, y dale gracias, sobre todo, por los cuidados de que te
rodea, y pídele en todo momento que no te falte la ayuda que sólo Él te
puede dar.
44.
Acude a la oración persuadido
de tu indignidad y bajeza y lleno de un temor sagrado por la presencia de la
suprema majestad, cuya protección te atreves a implorar. ¿Hablaré a mi
Señor, yo que soy polvo y ceniza? Si recibes algún favor extraordinario,
júzgate indigno de él y piensa que Dios le lo ha concedido por su largueza y
misericordia. No te complazcas vanamente atribuyéndolo a tus méritos. Si no
recibes ningún don señalado, no le muestres descontento; considera que te
queda mucho por hacer para merecerlo, y que Dios tiene harta bondad y
paciencia permitiendo que estés a sus pies; como el mendigo que permanece
durante horas enteras a la puerta del rico para alcanzar una pequeña limosna
que remedie su miseria.
45.
Da gloria a Dios por el feliz
éxito de los asuntos que te han sido encomendados, y no te atribuyas a ti
mismo más que los fallos que haya habido; sólo éstos le pertenecen: todo lo
bueno es de Dios y a Él se debe la gloria y gratitud. Graba con tal fuerza
en tu espíritu esta verdad, que nunca más se borre de él; piensa que
cualquier otro que hubiera tenido la gracia que tú tuviste lo hubiera hecho
mucho mejor y no habría cometido tantas imperfecciones. Rechaza las
alabanzas que te hagan por el éxito obtenido, porque no se deben a un vil
instrumento como tú, sino a Él, soberano Artífice, que, si así lo quiere,
puede servirse de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o de un
poco de tierra para devolver la vista a los ciegos y operar infinidad de
milagros.
46.
Si, en cambio, van mal los
asuntos confiados a tu cuidado, harto es de temer que el infeliz resultado
haya de atribuirse a tu ineptitud y negligencia. Tu amor propio y tu
soberbia, enemigas acérrimas de cualquier humillación, querrían echar la
culpa a los demás, y si no lo consiguen, intentarán atenuarla. Más tú no
secundes sus viciosas inclinaciones, examina tu conducta, en conciencia, y
temiendo haber fallado en algo, cúlpate ante Dios y acepta la humillación
como castigo merecido. Si tu conciencia no te acusa de culpa alguna, adora
también en este caso las disposiciones divinas, y piensa que quizá tus
faltas anteriores y tu excesiva presunción han alejado de li las bendiciones
del cielo.
47.
Si en la Comunión, tu corazón
está inflamado de amor di vino, tu espíritu debe estar penetrado de
sentimientos de verdadera humildad. ¿Cómo no asombrarte al considerar que un
Dios infinitamente puro, infinitamente santo, llegue a esos extremos de amor
por una miserable criatura como tú, y se te dé a Sí mismo en alimento?
Abísmate en las profundidades de tu indignidad; acércate a la adorable
santidad de Dios con suma reverencia, y cuando a este amable Señor, que es
todo caridad, le plazca acariciarle, haciéndote partícipe de sus inefables
dulzuras, no disminuyas en nada el respeto debido a su infinita majestad, no
salgas nunca del lugar que te corresponde, y que es la sumisión, la
abyección y lanada; pero que el sentimiento de tu pobreza y de tu miseria no
te lleve a cerrar tu corazón y a menguar en nada esa santa confianza que
debes tener en tal celestial banquete; antes, por el contrario, debe hacerte
crecer en amor a tu Dios que se humilla hasta convertirse en alimento de tu
alma.
48.
Ten con tu prójimo entrañas de
caridad y fuente perenne de afabilidad y de dulzura, y con santa avidez
procurarás complacerle en todo; pero lo harás siempre por agradara! Señor.
Medita bien los motivos que te inducen u obrar, y así descubrirás las
emboscadas de la vanidad y del amor propio; atribuye sólo a Dios todo el
bien que hagas, porque debes saber que si tienes oculta y secreta una buena
obra de modo que sólo Dios la sepa, te produce inestimable ganancia; y si
después por tu negligencia los hombres llegaran a saberla, pierde casi todo
su valor, como un hermoso fruto que los pájaros han comenzado a picotear.
49.
Ese saludable temor de
desagradar a Dios que debes tener irá siempre acompañado de una continua
súplica para que no te deje caer e impida con su infinita misericordia tan
gran desastre. Este es el santo gemir del corazón recomendado por los
santos, que lleva a estar en guardia en todas nuestras acciones, a meditaren
las verdades divinas y a despreciar las cosas temporales, a practicar la
oración interior y a mantenerse alejado de todo lo que no sea Dios. En una
palabra, la fuente de la verdadera humildad y pobreza de espíritu, no la
abandones nunca y, en lo posible, pídela constantemente.
50.
El enfermo que desea vivamente
la curación procura evitar todo lo que pueda retrasarla; toma con temor aun
los alimentos más inofensivos y casi a cada bocado se para a pensar si le
sentarán bien; también tú, si deseas de corazón curarte de la funesta
enfermedad de la soberbia, si verdaderamente anhelas adquirir la preciosa
virtud de la humildad, has de estar siempre en guardia para no decir o hacer
lo que pueda impedírtelo; por esto, es bueno que pienses siempre si lo que
vas a hacer te lleva o no a la humildad, para hacerlo inmediatamente o para
rechazarlo con todas tus fuerzas.
51.
Otro motivo bastante poderoso
para que practiques la hermosa virtud de la humildad es el ejemplo de
nuestro divino Salvador, que debemos imitar continuamente. Él nos ha dicho
en el Sagrado Evangelio: Aprended de mi, que soy manso y humilde de
corazón (Mat. 11, 20). Y en efecto, como nota San Bernardo, ¿qué
orgulloso podrá haber que se resista ante la humildad de este divino
Maestro? Con toda verdad se puede decir que Él sólo se ha humillado y
abatido, y que cuando nos parece que nos humillamos no nos humillamos de
manera alguna, puesto que nos colocamos en el lugar que nos corresponde;
porque siendo viles criaturas, culpables quizás de mil delitos, no podemos
tener más derecho que a la nada y a la pena; pero nuestro salvador
Jesucristo se abatió infinitamente poniéndose por debajo de la alteza que le
corresponde. Él es el Dios Omnipotente, el Ser infinito e inmortal, el
árbitro supremo de todo, y, sin embargo, se ha hecho hombre débil, pasible,
mortal y obediente hasta la muerte. Él ha soportado en sumo grado la falta
de las cosas temporales. Él, que es en el Cielo el gozo y la bienaventuranza
de los ángeles y santos, ha querido ser el hombre de los dolores, y ha
tomado sobre sus hombros todas las miserias de la Humanidad; la increada
sabiduría y el principio de toda sabiduría ha soportado toda la vergüenza y
oprobios de un insensato; el Santo de los santos y la Santidad por esencia
ha sufrido que se le tenga por criminal y malhechor. Aquel a quien adoran en
el Cielo los innumerables ejércitos de bienaventurados, ha deseado morir
sobre una cruz; el Sumo Bien por naturaleza ha sufrido toda suerte de
miserias temporales. Y después de este ejemplo de humildad, ¿qué deberemos
hacer nosotros, polvo y cenizas? ¿Podrá parecemos dura alguna humillación a
nosotros, miserables pecadores?
52.
Considera también los ejemplos
que nos han dejado los santos de la antigua y de la nueva Alianza. Isaías,
aquel profeta tan virtuoso y celoso, se creía impuro ante Dios, y confesaba
que toda su propia justicia, es decir sus buenas obras, eran como un paño
lleno de suciedad (Is. 64, 6). Daniel, a quien el mismo Dios en Ezequiel
llamó hombre santo, capaz de detener con sus oraciones la cólera divina,
hablaba a Dios con la humildad de un pecador y como el que siempre debe
estar cubierto de confusión y vergüenza. Santo Domingo, milagro de inocencia
y sumidad, había llegado a tal grado de desprecio por sí mismo que creía
atraer la maldición del cielo sobre las ciudades por las que pasaba. Y por
eso, antes de entraren cualquiera de ellas, se postraba con el rostro en la
tierra y decía llorando: Yo os conjuro. Señor, por vuestra amabilísima
misericordia, que no miréis a mis pecados; para que esta ciudad que me va a
servir de refugio no deba sufrir los efectos de vuestra justísima venganza.
San Francisco, que por la pureza de su vida, mereció ser la imagen de Jesús
Crucificado, se tenía por el más perverso pecador de la tierra, y este
pensamiento estaba tan grabado en su corazón, que nadie se lo hubiera podido
quitar, y argumentaba diciendo que si Dios le hubiese concedido aquellas
gracias al último de los hombres, habría usado mejor que el y no le habría
pagado con tanta ingratitud. Otros Santos se consideraban indignos del
alimento que comían, del aire que respiraban y de los vestidos con que se
cubrían; otros tenían por un gran milagro el que la misericordia di vina los
soportase sobre la tierra y no los precipitara en el infierno; otros se
maravillaban de que los hombres los tolerasen y que las criaturas no los
exterminaran y aniquilaran. Todos los santos han abominado las dignidades,
las alabanzas y los honores, y, por el gran desprecio que sentían por sí
mismos, no deseaban sino las humillaciones y los oprobios. ¿Eres tú quizá
más santo que ellos? ¿Por qué, siguiendo su ejemplo, no te tienes por algo
despreciable a tus ojos? ¿Por qué no buscas, como ellos, las delicias de la
santa humildad?
53.
Para crecer más en esta virtud
y para endulzar y familiarizarte con las humillaciones sería provechoso que
te representarás a menudo en la imaginación las aírenlas que te pueden
sobrevenir y te esforzaras en aceptarlas, aun a costa de la naturaleza
recalcitrante, como prenda segura del amor que Dios te tiene y como medio
seguro de santificación. Quizá para el lo tendrás que sostener muchos
combates; pero sé valiente y esforzado en la pelea hasta que te sientas
firme y decidido a sufrirlo todo con alegría por amor de Jesucristo.
54.
Que no pase ni un solo día sin
que te hagas reproches que te podrían dirigir tus enemigos no sólo para
endulzártelos por anticipado, sino para humillarte y para despreciarte a ti
mismo. Si luego, en medio de la tempestad de alguna violenta tentación, te
impacientas y te lamentas interiormente al ver cómo te prueba Dios, reprime
en seguida esos movimientos y di contigo mismo: ¿podrá quejarse un ruin y
miserable pecador como yo de esta tribulación? ¿Por ventura no he merecido
castigos infinitamente más duros? ¿No sabes, alma mía, que las humillaciones
y los sufrimientos son el pan con que le ha socorrido el Señora fin de que
te levantases de una vez de tu miseria e indigencia? Si lo rehúsas, le haces
indigna de el y rechazas un rico tesoro, que quizá te será quitado para
dárselo a otros que hagan mejor uso de él. El Señor quiere hacerte del
número de sus amigos y discípulos del Calvario, y tú, por cobardía, ¿vas a
rehuir el combate? ¿Cómo quieres ser coronado sin haber peleado? ¿Cómo
pretendes el premio sin haber sostenido el peso del día y del calor? Estas y
otras consideraciones semejantes encenderán tu fervor y excitarán en ti el
deseo de llevar una vida de sufrimiento y de humillación como la de nuestro
Salvador Jesucristo.
55.
Por más que goces de mucha
tranquilidad y paz entre desprecios y contradicciones, no por eso debes
estar seguro de poseer pacífica y victoriosa humildad, porque a menudo la
soberbia tan sólo duerme, y si se despierta comienza de nuevo a hacer sus
estragos y presa en el al mu' El ejercicio del conocimiento de ti mismo, el
huir de los honores y el amor de las humillaciones deben ser tus armas, de
las cuales no debes despojarte ni un solo momento. Y si de este modo
hubieres adquirido aquella rica herencia, ya no temerás perderla, porque es
necesario humillarse siempre para conservar el precioso don de la humildad.
56.
Pura que Dios se digne más
fácil mente concederte tanto favor, toma por abogada y protectora a la
Santísima Virgen. San Bernardo dice que María se ha humillado más que
ninguna otra criatura, y que, siendo Ella la más grande de todas, se ha
hecho la más pequeña por el profundísimo abismo de su humildad. Por tal
razón, María ha recibido la plenitud de la gracia y ha sido digna de ser
madre de Dios. María al mismo tiempo es Madre de misericordia y de ternura,
a la cual nunca se recurre en vano. Entrégate lleno de confianza a su seno
maternal; suplícale encarecidamente que quiera obtenerte la virtud que le
fue de tanto aprecio, y no temas que no quiera cuidar de lodo. María pedirá
por ti al Dios que cría al humilde y aniquila al soberbio; y ya que María es
además omnipotente con su Hijo, será de Él ciertamente oída. Acude a El la
en todas tus cruces, en todas tus necesidades, en todas tus tentaciones:
María será tu apoyo, María será tu consuelo; pero la principal gracia que
debes pedirle es la santa humildad. Jamás calles ni dejes de pedírsela hasta
que la hayas conseguido; y no temas importunarla demasiado. ¡Oh; cuánto
agrada a María esta importunidad por la salvación de tu alma y para hacerte
más aceptable a su divino I lijo! finalmente, le rogarás por su humildad,
que fue causa de su elevación a la dignidad de Madre de Dios, y por su
divina Maternidad, que fue el fruto inefable de su humildad que te sea
siempre más propicia
57.
Asimismo, acude a aquellos
santos que más han destacado en esta virtud. A san Miguel, que fue el primer
humilde, como Lucifer fue el primer soberbio; asan Juan Bautista, que,
aunque llegó a tan alto grado de santidad, que le tomaron por el Mesías,
tenía tan bajo concepto de sí mismo, que se juzgaba indigno de desatar la
correa de sus zapatos; asan Pablo, el Apóstol privilegiado, que fue
arrebatado al tercer cielo, y que, después de haber escuchado los arcanos de
la divinidad, se tenía por el último de los apóstoles, hasta el punto de no
merecer ni siquiera ese nombre ( 2 Cor. 12, 11); a san Gregorio Papa, que se
esforzó, por escapar al Sumo Pontificado de la Iglesia, más que los
ambiciosos por conseguir los mayores honores; a san Agustín, que, en la cima
de la gloria que recibía de todos como santo Obispo y Doctor de la Iglesia
Católica dejó en su libro admirable de las Confesiones y en el de las
Retractaciones un monumento inmortal de su humildad; a san Alejo,
que, en la casa paterna, prefirió los desprecios y los ultrajes de sus
servidores a los honores y dignidades que fácilmente hubiera podido
cosechar; a san Luis Gonzaga, que siendo señor de un rico marquesado
renunció a él con alegría y cambió las grandezas del siglo poruña vida
humilde y mortificada; en fin, recurrirás a tantos y tantos santos que
resplandecen con luz muy viva por su humildad en las festividades de la
Iglesia. Todos estos humildes siervos de Dios intercederán en el ciclo por
ti, para que te cuentes en el número de los imitadores de su virtud.
58.
La frecuencia en la Confesión
y en la Comunión te proporcionará la ayuda más eficaz para perseveraren la
práctica de la humildad. La Confesión, por medio de la cual revelamos a otro
semejante nuestro todas las más secretas y vergonzosas miserias de nuestra
alma, es el acto mayor de humillación mandado por Jesucristo a sus
discípulos. La Sagrada Comunión, en la cual recibimos sustancialmente en
nuestro pecho a Dios hecho hombre y anonadado por nuestro amor, es
maravillosa escuela de humildad y poderosísimo medio de adquirirla. ¿Y cómo
podrás dudar de que tu amabilísimo Jesús no quiere comunicártela, cuando su
sagrado Corazón, aquel corazón tan manso y tan humilde, aquel homo de amor y
de caridad descansa en cierto modo en tu corazón, que se lo pide con todo el
fervor de su afecto? Acércate tantas veces como puedas a recibir aquel
adorable Sacramento; y si a él te llegas con las disposiciones necesarias,
siempre hallarás aquí el maná escondido reservado solamente a los que
ansiosamente lo buscan.
59.
Por lo demás, ten siempre
valor contra las dificultades que sufrirás en la práctica de todo lo que te
he enseñado hasta aquí, y contra la oposición que hallarás en ti mismo.
Debes guardarte mucho de decir lo que los tímidos discípulos: Dura es
esta doctrina: ¿quién podrá oírla y practicarla? (Juan. 6, 61). Porque
en verdad te aseguro que todas las amarguras que sientas al principio se te
convertirán muy pronto en dulzura inefable y en consuelos del Paraíso. La
santa perseverancia en tal ejercicio te librará de mil angustias de espíritu
e infundirá en tu pecho tanta paz y tranquilidad, que gustarás
anticipadamente el eterno placer preparado por Dios en el Cielo a sus fieles
servidores. Si por pereza dejas de poner los medios necesarios para alcanzar
la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento, y harás la vida
imposible a ti mismo y quizá también a los demás, y, lo que más importa,
correrás gran peligro de perderte eternamente; al menos se te cerrará la
puerta de la perfección, ya que fuera de la humildad no hay otra puerta por
la que se pueda entrar. Ármate, pues, de un santo atrevimiento para que
nadie te pueda abatir; alza los ojos y mira allá arriba a Jesús Crucificado,
que, cargado con su cruz, te enseña el camino de la humildad y de la
paciencia, que han recorrido ya muchos santos que reinan con Él en el cielo;
mira cómo te anima a seguir su camino y el de los verdaderos imitadores de
su virtud. Mira a los santos ángeles cómo ansían tu salvación, mira cómo te
animan a que tomes la senda angosta, la única segura, la única que conduce
al cielo y que nos hace ocupar esos lugares del paraíso que dejó vacíos la
soberbia de los ángeles rebeldes. ¿No oyes cómo los bienaventurados
proclaman por todo el paraíso que la única vía que les ha permitido gozar de
esa gloria inmensa es la de las humillaciones y sufrimientos? Contempla cómo
gozan y se alegran contigo por esos primeros deseos que has concebido de
imitarlos; mira cómo te animan a no perder el ánimo. Ármate, pues, de fuerza
y de valor para comenzar sin tardanza esa gran obra. Son palabras de Cristo
que el reino de los cielos
sufre violencia (Mat. 11, 12). Dichoso tú y mil veces dichoso,
si. convencido de esto, tu primer pensamiento fuere practicar la humildad
para merecer la eterna grandeza del Paraíso.
60.
Por último, reflexiona que
nuestro divino Maestro recomendaba a sus discípulos que se confesaran
inútiles siervos aun después de haber cumplido todo lo mandado (Luc. 17,
10). Así también tú, cuando con la mayor exactitud hayas practicado estas
advertencias deberás tenerte por siervo inútil, y abriga firmemente la
persuasión de que eres deudor de ello, no a tus fuerzas y a tus méritos,
sino a la gratuita bondad e infinita misericordia de Dios, y dale siempre
gracias de tan gran beneficio con todo el afecto y toda la efusión de tu
corazón. Finalmente, ruégale todos los días que se digne conservarte este
tesoro hasta el último momento en que tu alma, libre de todos los lazos que
la tenían sujeta a las criaturas, pueda dirigir su vuelo al seno de su
Creador para gozar eternamente de la Gloria preparada para los humildes.