CAMINOS LAICALES DE PERFECCION: 7. Dirección espiritual
José María Iraburu
Contenido
Valor grande del ministerio de dirección
4. Discernimiento adquirido y carismático
6. Guardar la libertad del cristiano en la docilidad al Espíritu Santo
Actitudes principales del dirigido:
2. Espíritu de fe para ver a Cristo en el director
Una cosa es el acompañamiento espiritual
Otra cosa es la dirección espiritual
Entre acompañamiento y
dirección
Dirección espiritual de laicos
Voto de obediencia al director
La fuerza acrecentadora de la autoridad y de la obediencia
Es cuestión de humildad
Para la edificación de una vida cristiana perfecta el fundamento indudable
es la humildad. Por eso, cuando un religioso sigue camino de perfección,
sujetándose a las reglas de una determinada Orden religiosa, obligándose a
ellas con votos, y sujetándose a la obediencia de unos superiores, lo hace
porque es consciente de la debilidad de su carne, y para neutralizar las
grandes fuerzas con trarias del mundo y del demonio; es decir, profesa la
vida religiosa fundamentalmente movido por una gran humildad. Sin esa
humildad, no aceptaría el religioso sujetar su vida a tantos vínculos. No lo
creería necesario para aspirar realmente a la perfección.
Por eso, las Iglesias locales más humildes florecen en numerosas vocaciones
religiosas, mientras que en las más soberbias se dará necesariamente una
escasez extrema de tales vocaciones.
De modo semejante, en la búsqueda de la perfección cristiana, necesita el
laico cristiano una gran humildad para sujetarse, incluso con ciertos
vínculos obligatorios, a una determinada regla de vida personal o
comunitaria, y a la guía de un director. Sin esta gran humildad fundamental,
los cristianos procurarán tender hacia la santidad «por libre»: sin camino,
a campo traviesa; sin ningún tipo de votos, impulsando uno a uno cada acto
cada día; solo, sin compañeros de camino; sin guías, sin un superior o un
director espiritual.
Sin embargo, no ignoremos que, efectivamente, hay personas a las que así
lleva Dios hacia la perfección, sin reglas, sin votos, sin directores, en
esa situación tan pobre de ayudas. Esto es indudable. Pero pongamos también
cuidado en saber que muchas veces quiere Dios conducir a aquellos cristianos
que tienden fuertemente hacia la santidad más plena con ciertas reglas y
votos, y con directores. Así lo ha enseñado la Iglesia reiteradamente, como
veremos.
Reglas y votos: es cuestión de humildad. ¿Y dirección espiritual? Más
humildad aún, si cabe.
«Esto tiene el alma humilde -dice San Juan de la Cruz-: que no se atreve a
tratar a solas con Dios, ni se puede acabar de satisfacer, sin gobierno y
consejo humano» (2 Subida 22,11).
La dirección espiritual
Ya desde antiguo, ha sido convicción unánime en la Iglesia que la búsqueda
de la perfección evangélica debe hacerse, si es posible, procurando la ayuda
de un maestro espiritual.
La primera dirección espiritual que conocemos, en cierto modo
institucionalizada, es la que se desarrolla en el monacato primitivo. Ya
entonces por la dirección espiritual se busca en una persona idónea no
sólamente instrucción, consejo y estímulo hacia la perfección, sino también,
y casi más todavía, una guía que ayude a salir del propio juicio y voluntad.
En efecto, el que busca la santidad teme más que nada verse «abandonado a
los deseos del propio corazón» (Rm 1,24), y precisamente por eso procura
sujetarse a la guía del director, un sacerdote, ministro del Señor, un
senior, un abba, un anciano, un hombre experto en los caminos del Espíritu,
a quien toma por conductor espiritual.
Y este planteamiento, con modos y matices diversos -válido, por supuesto,
también para los laicos-, se ha mantenido vigente en la búsqueda de la
perfección cristiana hasta nuestros días.
Magisterio apostólico
A fines del siglo XIX, sin embargo, León XIII se ve obligado a reafirmar la
validez de la dirección espiritual frente a aquellos americanistas que,
alegando la primacía de la libre moción del Espíritu Santo, consideran «toda
dirección exterior como supérflua, e incluso menos útil para aquellos que
quieren tender hacia la perfección cristiana». A los que así piensan les
dice: «La ley común de Dios providente establece que, así como los hombres
son generalmente salvados por otros hombres, de modo semejante aquellos que
Él llama a un grado más alto de santidad sean también conducidos por
hombres». Cuando San Pablo, por ejemplo -recuerda el Papa-, recién
convertido, pregunta: «¿qué he de hacer, Señor?», es enviado a Damasco,
donde Ananías: «allí se te dirá lo que has de hacer» (Hch 22,10) (Carta
Testem benevolentiæ, 1899).
San Juan de la Cruz enseñaba esto mismo, haciendo ver que Dios dispone el
orden sobrenatural en formas semejantes a las que Él mismo ha dado al orden
natural. Y en este sentido, dice, es Dios «muy amigo de que el gobierno y
trato del hombre sea también por otro hombre semejante a él»: un padre, un
maestro, un médico, un director... (2 Subida 22,9). Por eso, a juicio del
santo Doctor, la falta de dirección espiritual trae consigo que muchas almas
«no pasan adelante... por no se entender y faltarles guías idóneas y
despiertas, que las guíen hasta la cumbre. Y así, es lástima ver muchas
almas a quienes Dios da talento y favor para pasar adelante... y quédanse en
un bajo modo de trato con Dios, por no querer, o no saber, o no las
encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios» (Prólogo Subida 3).
Pío XII enseña: «Al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de
vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, buscad y aceptad la
ayuda de quien, con sabia moderación, puede guiar vuestra alma, indicaros
los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades
internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada
vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética
cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario,
es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y
de la gracia divina» (Menti Nostrae 1950, 27).
Esto es lo que el Papa dice a los seminaristas, que ciertamente pueden y
deben tener director espiritual; pero su enseñanza es también válida, en su
medida, para todos aquellos cristianos, religiosos o laicos, que, como nos
ha dicho León XIII, «quieren tender hacia la perfección cristiana»; o mejor
aún, a «aquellos que Dios llama a un grado más alto de santidad».
El Concilio Vaticano II muestra un gran aprecio por la dirección espiritual.
Ésta es muy conveniente para la santificación de los sacerdotes (PO 18c),
que a su vez deben procurarla, siempre que puedan, a los fieles,
especialmente a los jóvenes con indicios de vocación sacerdotal (11a). En
los Seminarios, tanto menores como mayores, la dirección ha de emplearse
asiduamente en la formación espiritual (OT 3a, 19a), y también ha de ser
parte integrante de la vida religiosa, en su formación y en su desarrollo
(PC 14c, 18d).
Sin embargo, no obstante lo dicho, tanto la escasez actual de sacerdotes,
como la dificultad para hallar entre ellos quien tenga tiempo y preparación
adecuada, nos hacen ver que la gracia especial de la dirección espiritual no
siempre hoy está ordenada por la Providencia divina para la santificación de
muchos cristianos.
En todo caso, los cristianos que con más empeño pretenden la perfección de
la santidad, si de verdad son humildes, procuran la dirección espiritual, la
piden en la oración y, cuando el Señor así lo dispone para ellos, la reciben
con agradecimiento, como un don muy valioso.
Valor grande
del ministerio de dirección
Con tanta escasez de sacerdotes y con tantas necesidades pastorales
apremiantes, fácilmente la dirección espiritual viene a consi derarse como
un lujo más bien superfluo, dentro del conjunto de los ministerios
pastorales. Y eso un error muy grave. Jesucristo sólamente disponía de tres
años para llevar adelante Él solo la obra entera de la implantación del
Reino de Dios sobre la tierra. Y, sin embargo, sabemos que siempre
distribuyó su actividad en círculos concéntricos -la muchedumbre, los
setenta, los doce, los tres: Pedro, Santiago y Juan-, y que se entregó a
formar a estos pocos con una dedicación muy especial de atención y de
tiempo. Así nos consta por los Evangelios.
Pues bien, de modo semejante ha de proceder en su conjunto el ministerio
sacerdotal, sirviendo al pueblo en cultivos pastorales amplios, como de
agricultura: parroquia, catequesis, enfermos, etc.; pero dedicándose también
a cultivos más reducidos e intensos, como de jardinería: y ahí se sitúa,
entre los demás ministerios, la dirección espiritual. Todos los ministerios
son necesarios, aunque cada sacerdote, por supuesto, no es capaz de
ejercitarse en todos ellos. Y la dirección espiritual tiene entre todos los
ministerios una gran necesidad, pues allí donde no hay un cultivo pastoral
suficientemente intenso y profundo, no podrán ser fecundos los cultivos más
extensos. No habrá, por ejemplo, vocaciones sacerdotales y religiosas, sin
las cuales el servicio apostólico del pueblo se ve tan gravemente
comprometido.
Pero por encima de esta última razón práctica, está, como he señalado, la
imitación pastoral de Cristo: Él se entregaba apostólicamente a la
muchedumbre, en extensión, y se dedicaba muy especialmente, en profundidad,
a la formación espiritual de unos pocos. Y esta opción suya pastoral, que es
norma perpetua para la actividad apostólica de la Iglesia, afirma y expresa
al mismo tiempo una grande y misteriosa verdad: más agrada a Dios y a los
hombres un santo, un cristiano perfecto, que diez mil cristianos
imperfectos.
Que agrada más a los hombres es algo de experiencia: más le dice a la gente
una madre Teresa de Calculta que un millón de cristianos mediocres. Es
evidente. Pero eso es también lo que han enseñado siempre los santos y los
más grandes teólogos, como Santo Tomás. Así, por ejemplo, sus comentaristas
Salmanticenses se atreven a establecer estos principios: «1. Un justo
perfecto agrada más a Dios y lo glorifica más que muchos justos tibios e
imperfectos... [Por tanto] 2. Más agrada a Dios y le glorifica un predicador
o maestro de espíritu que convierte a un solo pecador llevándolo a la
perfección, que el que convierte a muchos dejándolos tibios e imperfectos.
3. Hace cosa mejor y glorifica más a Dios el predicador o maestro de
espíritu que con su doctrina y ejemplo lleva a gran perfección a un justo
imperfecto, que quien convierte a muchos del pecado, dejándolos tibios e
imperfectos» (Tractatus de caritate disp.3 dub.3; +L. M. Mendizábal,
Dirección espiritual 54-56).
Cualidades del director
A los sacerdotes, generalmente, corresponde el ministerio pastoral de la
dirección espiritual, pues por el sacramento del Orden, Dios los ha ungido y
confortado especialmente para que, «en persona de Cristo Cabeza», puedan
enseñar, guiar y santificar a los fieles (Vat.II, PO 2c). Pero también es
cierto que a veces confiere el Señor este mismo carisma a religiosos no
ordenados (el hermano jesuita San Alonso Rodríguez, portero en Mallorca de
la casa de estudios de la Compañía, fue director de San Pedro Claver), a
religiosas (maestras de novicias, como Santa Teresita), o a otros cristianos
(como la terciaria Santa Catalina de Siena).
En todo caso, sean sacerdotes, religiosos o laicos, los directores
espirituales necesitan tener ciertos dones naturales y espirituales, como es
obvio, pues «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt
15,14). Por eso San Juan de la Cruz recomienda con tanto empeño al que va a
tomar director espiritual «mirar en qué manos se pone, porque cual fuere el
maestro, tal será el discípulo» (Llama 3,30-31).
1. Ciencia
Buena doctrina. Es condición primera y fundamental. El director, aunque no
tenga plena experiencia de los caminos del Espíritu, debe tener al menos un
conocimiento doctrinal de ellos, para poder enseñarlos a quienes quizá los
van a recorrer totalmente. Por otra parte, no sólo los cristianos
inexpertos, sino también las personas de altísimas experiencias espirituales
necesitan verificarlas, confrontándolas con la buena doctrina. Así, por
ejemplo, Santa Teresa, según ella misma dice, «no hacía cosa que no fuese
con parecer de letrados» (Vida 36,5). «Es gran cosa letras, porque éstas nos
enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la
Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos; de devociones a bobas líbrenos
Dios» (13,16) «Buen letrado nunca me engañó» (5,3).
Por el contrario, como ella misma refiere, durante diecisiete años, «gran
daño hicieron a mi alma confesores medio letrados... Lo que era pecado
venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era
venial» (Vida 5,3). Pareciera que, al menos, las verdades fundamentales
cualquier director las conocerá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con
uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo
harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía
engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me
acaeció» (Camino Vall. 5,3). Y de ello se lamenta mucho: «Si hubiera quien
me sacara a volar...; mas hay -por nuestros pecados- tan pocos [directores
idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más
presto a gran perfección» (Vida 13,6: +S. Juan de la Cruz, prólogo Subida 3;
2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).
2. Experiencia
El maestro espiritual que, personalmente, ha ido adelante en el camino de la
perfección, es en Cristo una luz preciosa, que ilumina el camino de quienes
buscan la santidad. En él se dan especialmente los dones intelectuales del
Espíritu Santo -entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo-, y está libre de
tantos apegos desordenados que oscurecen el discernimiento y entorpecen el
consejo. De hecho, en no pocos casos, los santos han tenido directores
espirituales santos, canonizados o no.
El padre Lallemant (+1635) muestra la necesidad del don de consejo en los
directores espirituales: «Las personas más idóneas para conducir a otras y
darles consejo en las cosas que se refieren a Dios, son aquellas que,
teniendo la conciencia pura y el alma libre de pasión y de todo interés
propio, teniendo de modo suficiente ciencia y talento natural, aunque no los
tengan en un grado eminente, están bien unidas a Dios por la oración y bien
sumisas a las mociones del Espíritu Santo» (Doctrine spirituelle IV,4,4).
Parece claro, por el contrario, que un director apenas experimentado en los
caminos del Espíritu, y que ha recibido escasamente sus dones, difícilmente
podrá guiar a otros por senderos que él no ha andado. Ni será tampoco capaz
de entender estados de alma que no conoce ni de lejos. Y esto es así sobre
todo en la guía espiritual de los que van más altos; porque para la
dirección de los más incipientes, la buena doctrina, aunque la experiencia
sea escasa, puede ser suficiente.
San Juan de la Cruz dice que «algunos padres espirituales, por no tener luz
y experiencia de estos caminos, antes suelen impedir y dañar a semejantes
almas que ayudarlas al camino», y así «doblan el trabajo a la pobre alma»
(Prólogo Subida 4-5).
3. Oración
Para hacer el bien al dirigido es preciso un milagro de la gracia, y los
milagros, más que hablando y haciendo, se consiguen por la oracion. Por eso,
está claro: el director ha de ser un hombre de oración.
Santa Teresa del Niño Jesús dice que parece fácil hacer el bien a las
personas; pero estando en ello «se comprueba que hacer el bien [a alguien]
es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de
la noche» (Manusc. autob. C, 22v). ¿Cómo conseguir que una persona entienda
ciertas cosas que no acaba de captar? ¿Cómo lograr que haga lo que no hace,
porque no se decide o porque no lo consigue? ¿Qué puede hacerse para que
sienta como Cristo un corazón que es duro o frío, o cerrado en sí mismo, o
temeroso, inseguro o triste?...
Sólamente nuestro Señor y Salvador Jesucristo puede hacer que una persona
suelte sus nudos interiores y exteriores, y, como Lázaro de su sepulcro,
salga fuera de su miseria: entienda y vea, quiera y pueda. Sólo su Espíritu
Santo es capaz de realizar en el hombre este milagro: «crearle un corazón
puro, y renovarle por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12). En efecto, si
un milagro del Espíritu es necesario para que un pecador pase del pecado a
la gracia, aún más grande es el milagro que ha de obrar -y de hecho lo obra
en muchos menos casos- para que un cristiano pase de una bondad mediana a la
perfección de la santidad.
Pues bien, los milagros, más que hablando o haciendo esto o lo otro -cosas
que no han de omitirse-, se consiguen orando incesantemente con una fe
cierta. Y por eso, el cristiano que pretende la santidad con toda su alma,
ha de buscar, es cierto, en el director espiritual un maestro en las cosas
del Espíritu, un amigo y un guía para andar por los caminos evangélicos, un
consejero para las dudas y conflictos. Pero aún más -mucho más todavía-
necesita un intercesor orante, alguien que se haga cargo de él en una
oración continua, alguien que siempre le esté unido para pedir del amor de
Dios los grandes milagros que le son precisos: un hombre de fe capaz de
pedir con perseverancia y con firmísima esperanza que, por pura bondad de
Dios, se obren esos milagros de la gracia.
En efecto, es palabra de Cristo, que con especial propiedad ha de aplicarse
a la dirección espiritual: «Yo os digo de verdad, que si dos de vosotros os
uniéreis sobre la tierra para pedir cualquier cosa, os lo concederá mi
Padre, que está en los cielos» (Mt 18,19).
«La literatura oriental -escribe el padre Mendizábal- subraya
insistentemente que la oración constante por sus dirigidos es función
esencial del director espiritual. El dirigido se confía a la oraciones del
director, y éste lo asume por título especial como objeto de su intercesión
orante. El director debe ser un "ven Espíritu Santo" continuo en el corazón,
pidiendo la asistencia del Espíritu para sí y para el dirigido. Puede
decirse que invoca al Espíritu Santo "en fuerza de su oficio" y, por tanto,
de manera especial, "en el nombre del Señor". En consecuencia, puede hacerlo
con confianza y con humilde audacia e insistencia, aun cuando se vea
personalmente indigno, porque ora en nombre de Cristo y está seguro de que
alcanzará el influjo irresistible del Espíritu» (Dirección 84-85).
4. Discernimiento adquirido y carismático
El director que tiene ciencia, experiencia y oración, tendrá también, en
mayor o menor medida, discernimiento, sea éste adquirido o sea infuso.
-El discernimiento adquirido es el arte espiritual de examinar los diversos
movimientos del alma, para discernir si vienen 1.-del Espíritu divino, 2.-
del espíritu del diablo y del mundo, o 3.- de las inclinaciones, deseos y
temores de la propia carne. En la dirección espiritual, en efecto, es
necesario «examinar los espíritus», para saber «si son de Dios» (1 Jn 4,1).
El director tendrá discernimiento bastante para ayudar a las personas que se
le confían, sin hacerles daño alguno, si tiene suficiente ciencia,
experiencia y oración, y en la medida en que esté libre de apegos personales
desordenados.
Es éste, sin embargo, un discernimiento no infalible, que puede poseerse en
mayor o menor grado, y que exige también unas ciertas dotes psicológicas,
que no todos tienen. Para su práctica prudente existen ciertas reglas de
discernimiento, ya elaboradas por la tradición espiritual, como las de San
Ignacio.
Si el director, por el contrario, careciera de discernimiento espiritual
bastante, podría practicar el acompañamiento -del que en seguida hablaré-,
pero no la dirección espiritual, pues en ésta podría causar en las personas,
aún sin pretenderlo, graves males, de los que sería tan responsable como un
médico que, sin ser cirujano, se atreviera a hacer operaciones. San Juan de
la Cruz advierte en esto, con gran severidad, que «el que temerariamente
yerra, estando obligado a acertar, como cada uno lo está en su oficio, no
pasará sin castigo, según el daño que hizo» (Llama 3,56).
-El discernimiento carismático es, en cambio, una gracia especial -gratis
dada-, que distingue los espíritus de modo infalible, pues actúa por moción
inmediata del Espíritu Santo. Por este carisma de discreción de espiritus el
director espiritual puede prestar así a las personas una guía inapreciable,
dándoles a conocer con toda certeza, en ciertos momentos cruciales, la
voluntad de Dios.
Es, sin embargo, un carisma muy infrecuente, pues únicamente suele darse en
los santos, en quienes se da una gran plenitud de los dones del Espíritu
Santo; y no en todos ellos, por supuesto; o si lo tienen, lo tienen para sí,
y no para otros, o para otros, y no para sí. Conviene ser conscientes de
esto, para que el director espiritual no crea demasiado fácilmente en su
propio discernimiento carismático, y tampoco el dirigido, en este sentido,
confíe excesivamente en tal carisma.
San Francisco de Asís -tan seguro, aunque fuera frente a muchos, en tantas
cosas del Evangelio-, se muestra a veces vacilante en el gobierno de su
Orden, e incluso en el de sí mismo. En una ocasión, por ejemplo, ha de
mandar mensajeros a Santa Clara y al hermano Silvestre, para preguntarles a
qué debe dedicarse, si a la predicación o a la contemplación (!), y sólo
resuelve dedicarse a la predicación cuando los dos le transmiten ese unánime
dictamen (San Buenaventura, Leyenda Mayor 12,2).
San Ignacio de Loyola, por su parte -el genial autor de las famosas Reglas
para la discreción de espíritus y para conocer la calidad de las diversas
mociones que se producen en el alma-, estando en Tierra Santa, hace
«propósito muy firme» de arraigarse allí. Y más adelante, durante bastantes
años, proyecta con sus primeros compañeros de París irse a vivir en
Palestina. Ninguno de los dos propósitos se cumplió. En esos años, como dice
su biógrafo Nadal, «era llevado suavemente a donde no sabía». Y puede
decirse que toda su vida es conducido así por el Señor. En 1551, por
ejemplo, cinco años antes de morir, después de haber examinado mucho la
cuestión y de haberla encomendado largamente al Señor en la oración -siendo
un hombre de tan altísimas luces contemplativas-, decide renunciar
«absolutamente» a la guía de la Compañía (!), al frente de la cual,
felizmente, ha de seguir hasta su muerte. Ya lo dice San Juan de la Cruz:
«para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes».
Bendito sea Dios, pues, cuando un director posee el carisma maravilloso del
discernimiento espiritual. Podrá prestar en el nombre del Señor luces e
impulsos valiosísimos al dirigido. Recordemos casos como el de San Alonso
Rodríguez, iluminando la vocación americana de San Pedro Claver. Pero
sepamos que este carisma no es frecuente, y que por eso la dirección
espiritual no puede normalmente fundamentarse en él. Por el contrario, la
dirección ha de afincarse más bien, por parte del director, en la buena
doctrina, que incluye el conocimiento de las reglas de discernimiento, y en
la experiencia espiritual, cualidades más frecuentes y más fácilmente
verificables; y por parte del dirigido, en el humilde y confiado espíritu de
obediencia. Basta con esto para que la dirección espiritual puede dar frutos
excelentes de santificación.
San Bernardo dice que, como la discreción de espíritus «es una rara ave
sobre la tierra, supla en nosotros el lugar de la discreción la virtud de la
obediencia; de modo que no hagáis nada más, nada menos, ni nada diferente de
lo que os está mandado» (Sermón 3 Circuncisión 11). Lo dice a monjes, pero
es norma aplicable, mutatis mutandis, a la dirección espiritual de laicos.
En seguida vuelvo sobre este tema de la obediencia.
5. Comunicar la propia vida
Es normal que un director comunique a quienes se le confían su misma vida
espiritual, incluso con ciertos modos devocionales propios, que él vive o
intenta vivir, secundando el don de Dios. Es lo mismo que los padres hacen
con los hijos. Entra, sin duda, en el plan de la Providencia divina que
muchas de las gracias recibidas por el director se comuniquen a sus hijos
espirituales. Esto es así sobre todo cuando el dirigido comienza su camino
espiritual, pues cuando ya va más adelante, debe el director concentrar más
su cuidado en descubrir las vías particulares por donde Dios quiere
llevarle.
De hecho, muchos directores santos han transmitido su propio espíritu por la
dirección espiritual. San Pablo de la Cruz, por ejemplo, en sus cartas de
dirección, cientos de veces exhorta a que durante la oración se medite en la
Pasión del Señor y en los Dolores de la santísima Virgen. Eso es lo que él
hacía. Y de modo semejante San Luis María Grignion de Monfort insiste en que
se ore y obre todo con la Virgen María, en ella, por ella, para ella. Ésta
era su experiencia personal. Y estas comunicaciones del propio espíritu en
la dirección de ningún modo han de considerarse como una presión indebida
sobre la libertad del cristiano, sino como la realización fiel de un plan de
la Providencia divina, que a ese cristiano -al menos por ahora- le ha dado
ese director.
Los santos, sin embargo, han aplicado este principio con una gran prudencia.
San Pablo de la Cruz, por ejemplo, a una señora «que [según ella dice] no
sabe hacer oración si no es sobre la vida, pasión y muerte del Salvador» -es
decir, del modo que él mismo le habría enseñado e inculcado tantas veces-,
le avisa: «Es óptima cosa y santísima el pensar en la Pasión santísima del
Señor, hacer oración sobre ella; es la manera de llegar a la santa unión con
Dios. Pero debo advertirle que no siempre el alma puede seguir la misma
conducta que al principio; hay que secundar los impulsos del Espíritu Santo
y dejarse guiar como quiere su Divina Majestad» (A Mariana de la Escala
3-I-1729).
6. Guardar la libertad del cristiano en la docilidad al Espíritu Santo
Esta norma suprema, que complementa la anterior, es formulada así por San
Juan de la Cruz: «Adviertan los que guían las almas y consideren que el
principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos,
sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo
son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y la ley de
Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una. Y así todo su cuidado
sea no acomodarlas a su modo y condición propia de ellos, sino mirando si
saben el camino por donde Dios las lleva, y, si no lo saben, déjenlas y no
las perturben» (Llama 3,46). Y esto ha de ser así porque «a cada uno lleva
Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la
mitad del modo que lleva convenga con el modo del otro» (3,59). Lo mismo
dice Santa Teresa: «así como hay muchas moradas en el cielo, hay muchos
caminos» para llegar a él (Vida 13,13)
La insistencia de los grandes maestros espirituales en algo tan elemental
hace pensar que esta doctrina muchas veces es ignorada en la práctica. En
efecto, fácilmente el director estima, aunque sea inconscientemente, que su
camino o el camino de su Orden o movimiento es el mejor de los posibles, y
trata así, con la mejor voluntad, de inculcarlo a todos sus dirigidos. Es un
grave error, que puede darse incluso dentro de un mismo instituto religioso,
como lo hace notar Santa Teresa por lo que se refiere al Carmelo: «Una
priora era amiga de penitencia. Por ahí llevaba a todas»... Y no ha de ser
así, sino que en ese tema, y en todos, hay que «procurar llevar a cada una
por donde Su Majestad la lleva» (Fundaciones 18,6-10).
En realidad, las personas son un misterio para ellas mismas y para quien las
dirige. Sólo Dios las conoce de verdad, y sólo Él conoce sus designios sobre
ellas. Santa Teresita, en su tiempo de maestra de novicias, comprueba que en
la formación de las personas «es absolutamente necesario olvidar los gustos
personales, renunciar a las propias ideas, y guiar a las almas por el camino
que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (Manusc.
autob. 22v-23r).
«Deben, pues, los maestros espirituales dar libertad a las almas», dice San
Juan de la Cruz (Llama 3,61). Por eso, cuando un director se empeña en
retener las personas bajo su influjo, como apropiándose de ellas; cuando
estima que es capaz de ayudar a todas en todas las fases de su crecimiento;
cuando procura evitar que consulten con otros, comete un pecado muy grave. Y
así es como «muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas»
(3,31; +56-59).
Un médico experto puede salvar una vida, pero otro inexperto puede causar la
muerte. De modo semejante, «los negocios de Dios con mucho tiento y muy a
ojos abiertos se han de tratar, mayormente en cosas de tanta importancia y
en negocio tan subido como es el de estas almas, donde se aventura casi
infinita ganancia, y casi infinita pérdida en errar» (3,56).
Actitudes principales del dirigido
1. Voluntad firme de santidad
Pretender la santidad con todas las fuerzas del alma y por encima de
cualquier otra cosa es lo primero que necesita el cristiano que acude a la
dirección espiritual es. Si no va a la dirección con esta actitud ¿qué es lo
que en ella busca? ¿Qué otras cosas pueden buscarse en la dirección
espiritual?
Si esa voluntad de santidad falta en el cristiano, el director deberá
dedicarse antes que nada a suscitarla; pero si no lo consigue en un tiempo
prudencial, es posible que convenga a veces renunciar a esa dirección. «La
mies es mucha, los operarios pocos» (Mt 9,37), y éstos deben mirar bien cómo
invierten sus limitadídisimas fuerzas pastorales, no deteniéndose largamente
«a saludar por el camino» (Lc 10,4), y evitando igualmente «toda palabra
ociosa». ¿Y las reiteradas entrevistas de dirección, cuando el cristiano no
busca en ellas realmente la santidad, no son a veces «palabras ociosas», de
las que «habrá que dar cuenta el día del juicio» (Mt 12,36)?
2. Espíritu de fe
para ver a Cristo en el director
El espíritu de fe, para ver al Buen Pastor en el director, puede estimarse
como la segunda condición más importante. Hemos visto hace un momento cómo
Nuestro Salvador actúa su ministerio en círculos concéntricos -de muchos a
los doce y a los tres-. Y es claro que pone en estos pocos su mayor amor, es
decir, su más intensa voluntad de santificación. Pues bien, de modo
semejante, el sacerdote hace visible el amor del Señor a las personas cuando
ejercita su servicio pastoral en cultivos amplios; pero aún manifiesta mucho
más ese amor personal de Cristo las veces en que su ministerio, como en la
dirección espiritual, se dedica intensamente a unas pocas personas.
Y por eso, el cristiano que recibe el cuidado de un director espiritual, ha
de ver en su atención reiterada y solícita -aunque muchas veces
inevitablemente deficiente- una manifestación conmovedora del amor que
Cristo le tiene, y de cuánto interés pone Él en procurar la perfección de su
vida temporal y eterna.
San Juan de la Cruz, recordando las palabras de Cristo «donde dos o tres se
reúnen en mi nombre...» (Mt 18,20), se atreve a aplicarlas concretamente al
ministerio de la dirección espiritual: «"allí estoy yo en medio de ellos";
es a saber, aclarando y confirmando en sus corazones las verdades de Dios»
(2 Subida 22,11).
Y esto hace pensar, dicho sea de paso, que el encuentro de dirección
espiritual, aun conservando el amistoso ambiente familiar de los encuentros
evangélicos de Cristo -junto al pozo de Jacob, en el camino, etc.-, debe
tener al mismo tiempo una tonalidad intensamente religiosa, que puede
acentuarse, por ejemplo, mediante una breve oración al comienzo y una
bendición al final. No olvidemos que es propio del sacerdote bendecir a la
persona humana en el nombre de la santísima Trinidad.
3. Sinceridad
La humilde sinceridad de corazón, para manifestarlo todo al director, es
otra de las condiciones primeras que siempre han puesto los grandes maestros
espirituales. Quien busca la perfección cristiana debe comunicar a su guía,
con toda sencillez y confianza, sus pensamientos, inclinaciones, tentaciones
y ansiedades, los cambios habidos, así como las gracias recibidas, las
victorias y las derrotas. Si fuera posible, decía San Antonio, habría de
manifestarle al anciano todo, hasta el número de pasos dados o el número de
gotas de agua que se bebieron (Apotegmas, Antonio 38).
Pero sobre todo no ha de ocultarse al director nada importante, nada
especialmente significativo en la situación actual de la persona: aquellos
pensamientos, temores y deseos que en un momento dado son más persistentes
-los «logismoi», que decían los monjes antiguos-. Sencillamente, hay que
«decirlo todo» (2 Subida 22,16).
Es ésta una insistencia sumamente tradicional. Casiano (+435), por ejemplo,
refiere: «A los que empiezan se les enseña a no esconder, por falsa
vergüenza, ninguno de los pensamientos que les dan vueltas en el corazón,
sino a manifestarlos al anciano espiritual desde su mismo nacimiento, y para
juzgarlos, se les enseña igualmente a no fiarse de su opinión personal, sino
creer malo o bueno lo que el anciano, después de examinarlo, declarare como
tal. De este modo el astuto enemigo ya no puede embaucar al joven
aprovechándose de su inexperiencia e ignorancia» (Instituta 4,9). Grandes
males, dicen estos maestros antiguos, sobrevienen a los que ocultan algo que
debieran manifestar. Así Juan Colobós: «Nadie regocija tanto al enemigo como
los que no manifiestan sus pensamientos» (Apotegmas, Pimén 10).
«Decirlo todo»... ¿Será esto siempre posible y conveniente? Ciertamente no.
Conviene tener bien en cuenta que a veces la persona no es capaz de expresar
ciertos temas más íntimos o complejos: unas veces porque no se conoce a sí
misma suficientemente, otras porque, tratándose de cuestiones muy
complicadas, no sabe cómo expresarlas sin desfigurarlas, y por eso prefiere
callar. Y en otras ocasiones todavía, porque adolece de una timidez o
inhibición tan absoluta, que por el momento le es insuperable. No hay, pues,
en casos como éstos voluntad de ocultar, sino más bien incapacidad de
manifestar. Lo primero impediría seriamente la dirección, pero lo segundo no
la dificulta en absoluto. Son limitaciones personales que, si Dios quiere y
cuando Él quiera -que no necesariamente lo querrá siempre y en todo-, irán
superándose.
Otras veces -muchas veces- la apertura total al director se ve
voluntariamente reducida, porque la persona estima que no hace falta someter
a su consejo ciertos asuntos. Y es que viene a hacerse esta reflexión: «En
realidad, yo sé perfectamente lo que me conviene en tal asunto, y cómo
hacerlo o evitarlo. Lo que a veces me falla en esto es simplemente la
voluntad. Ahí está la dificultad. Pero la voluntad únicamente yo puedo
ponerla, y el director no me la puede suplir. Así que ¿para qué andar
contándole y consultándole esas cosas?»
Pues bien, es éste un grueso error, y algunas veces más aún, un engaño del
Maligno. Con frecuencia, la misma persona que ve la paja en el ojo ajeno, no
alcanza a ver la viga en el propio (Lc 6,41): no sabe en realidad qué le
pasa, ni cuál es su problema; ignora lo que le conviene, no capta toda la
importancia y significación de un asunto, y tampoco conoce bien los medios
más idóneos para resolverlo.
En fin, de muchos modos sutiles se sirve el Tentador para sujetar a la
persona en un silencio y ocultamiento perjudiciales. Cuántos pensamientos
que parecen inocuos, o incluso meritorios, son sin embargo como negros
moscardones introducidos por el diablo en la conciencia del cristiano para
desanimarlo, para quitarle la paz, y sobre todo para distraer su atención de
lo central: la presencia de la Santísima Trinidad en el alma, el abandono
atento y confiado a la amorosa moción de su gracia. Cuántos pensamientos
vanos y nocivos se dan entonces, quizá durante años, en torno a verdaderas o
supuestas limitaciones personales, «yo soy incapaz para eso»...; a aparentes
solicitudes apostólicas, «habría que hacer tal obra ¿pero cómo, cuándo, con
quién?», o a otras cavilaciones igualmente inútiles.
San Benito enseña en esto que el hombre justo, el que vive en la Tienda del
Señor y descansa en su Monte Santo, es «aquél que, cuando el Malo, que es el
diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente rechaza lejos de su corazón a
él y a su sugerencia, los reduce a la nada y, agarrando sus pensamientos,
los estrella contra Cristo» (Prólogo Regla 28). Pues bien, muchas veces,
manifestar el propio corazón humildemente al superior o al director, es eso:
agarrar nuestros pensamientos y estrellarlos contra Cristo. Ahí se acaban, y
sólo entonces se hace en el alma ese silencio interior preciso para que en
ella resuene con poderosa dulzura la voz del Verbo encarnado.
4. Obediencia
¡Cuántos trabajos espirituales, más o menos bienintencionados, no dan fruto
porque parten más de la voluntad propia que de la voluntad de Dios! Los que
así caminan en su vida espiritual -ateniéndose ante todo, y casi
exclusivamente, a su juicio y voluntad- muchas veces «corren como a la
aventura» y luchan «como quien azota el aire» (1Cor 9,26). Santa Teresa de
Jesús, por ejemplo, veía incluso con reticencia algo tan santo como la
comunión frecuente, cuando se practicaba sin consulta -necesaria en aquella
época- y por mera voluntad propia. Y así, de una señora que era de comunión
diaria, pero que no quería sujetarse a confesor fijo -léase, director-,
decía: «Quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión»
(Fundaciones 6,18). Y es que para ella, como para toda la Tradición
espiritual cristiana, «no hay camino que más pronto lleve a la suma
perfección que el de la obediencia» (5,10).
Pues bien, en la dirección espiritual se abre para los cristianos una vía
privilegiada para el espíritu de obediencia. ¿De obediencia o más bien de
docilidad?... Esta cuestión -que en una buena parte se refiere más a
palabras que a realidades-, es bastante complicada desde el punto de vista
teórico, no poco discutida entre los autores, y requiere innumerables
distinciones, según las diversas modalidades posibles de la autoridad que
tenga el director. Es, sin embargo, una cuestión «que no tiene
transcendencia práctica, porque sería mala la dirección que pensara en
recurrir a imposiciones de obligación, y sería mala la postura del dirigido
que no siguiera la dirección sino en cuanto le obliga bajo pecado»
(Mendizábal, Dirección 57; +56-61).
Aquí, en favor de la brevedad, me limitaré a trazar dos modos fundamentales
de plantear la ayuda personal en orden a la perfección. Y haciéndolo, creo
que daré una respuesta más o menos suficiente a la cuestión planteada sobre
la obediencia.
Una cosa es el acompañamiento espiritual
El trato personal de un sacerdote, o de un cristiano experto en
espiritualidad, con otro cristiano que busca la perfección puede revestir
modalidades muy diversas y valiosas, que no siempre, sin embargo, responden
al concepto pleno de la dirección espiritual. Hay cristianos que en estos
encuentros periódicos buscan ante todo una catequesis individual, que les
descubra los caminos de la perfección: forman así criterios, aclaran dudas,
se aconsejan sobre lecturas. Otros hay que buscan una amistad espiritual,
una confortación, un ejemplo, una ocasión de desahogo. Algunos acuden al
encuentro personal solo de vez en cuando, en forma ocasional, por ejemplo,
para consultar acerca de ciertos problemas doctrinales o personales.
Todos estos elementos, y otros semejantes, son indudablemente buenos:
responden a necesidades reales del cristiano, deben ser atendidos en el
ministerio pastoral, en cuanto sea posible, y son ciertamente elementos
integrantes de la dirección espiritual entendida en su sentido pleno. Sin
embargo, si el cristiano en esos encuentros, más o menos frecuentes, no
llega a confiarse a la guía del director, con un cierto compromiso de
obediencia -o si se prefiere, de docilidad intelectual y volitiva-, debe
hablarse, a mi entender, más que de «dirección espiritual», de
«acompañamiento espiritual». Y notemos que, de hecho, este término,
acompañamiento, y el planteamiento relacional que implica, suelen ser hoy
bastante más frecuentes que el de la dirección espiritual en su sentido
estricto.
Es perfectamente comprensible, por ejemplo, que un cristiano, más que
dirección, busque acompañamiento cuando los sacerdotes accesibles para él
son pocos, disponen de poco tiempo, o no los estima muy preparados en temas
de espiritualidad. También es normal que eso mismo suceda si el cristiano no
capta en su conciencia una interna moción de la gracia, que le incline a
dejarse guiar por otra persona, por muy conocedora que ésta sea de los
caminos del Espíritu, y aunque tenga tiempo y voluntad para ocuparse de
ella. Como se ve, las causas posibles de que el acompañamiento prevalezca
hoy con frecuencia sobre la dirección son muy diversas, y de muy distinta
calidad espiritual.
Desde luego, el acompañamiento está mucho más próximo al espíritu de nuestro
tiempo que la dirección espiritual. Si en la pedagogía familiar o escolar
los padres y los maestros procuran evitar lo más posible el mandato, y
limitarse a la persuasión; si esa renuncia frecuente a ejercitar la
autoridad, en el mandato o la corrección, se extiende también a la acción de
los políticos democráticos, que dependen del voto de sus electores, o a la
terapia no-intervencionista de los psicólogos, ¿cómo no se reflejará este
mismo espíritu de algún modo en la pedagogía pastoral del encuentro
personal? Estando así las cosas -y no es, ciertamente, una situación ideal,
pero es real- ¿no será incluso prudente en muchas ocasiones que el sacerdote
se limite al acompañamiento, cuando prevé que se quebraría el vínculo
pastoral con una persona, si le propusiera a ésta la guía de una dirección
espiritual plena?
En nuestro tiempo, tan generalizadamente subjetivista, anómico y liberal,
surge, por ejemplo, como algo connatural al espíritu del siglo, la
psicoterapia no-directiva de Carl Rogers. Se trata de una psicología
humanista y existencial que, partiendo de un considerable optimismo
antropológico -el hombre, en el fondo, es bueno-, se enfrenta al mismo
tiempo con el materialismo behaviorista- conductista y con el pesimismo
freudiano. En esta escuela no-directiva, el diálogo terapéutico
no-intervencionista, ayudado en lo posible por la dinámica de grupos,
pretende la liberación y el perfeccionamiento de la persona, absteniéndose
por completo de valoraciones moralistas y, aún más absolutamente, de todo
consejo o mandato. ¿No será normal, pues, e incluso previsible, que en
tiempos de educación familiar no-directiva, de pedagogía escolar
no-directiva, y de psicoterapias igualmente no-directivas, se vayan formando
escuelas de «dirección espiritual no-directiva»?...
Y pasando ya del ambiente psicológico y cultural de nuestro tiempo al
ambiente espiritual de nuestras Iglesias locales. Es normal que apenas haya
dirección espiritual donde apenas surgen vocaciones religiosas, pues tanto
aquélla como éstas nacen del espíritu de obediencia. En efecto, cuando el
aprecio espiritual de la obediencia está vivo en el pueblo cristiano, son
muchos los fieles de toda condición -laicos, sacerdotes y religiosos- que,
para salir de sí mismos y entregarse más pronto y ciertamente a la voluntad
divina, buscan el beneficio de la dirección espiritual, queriendo así ser
conducidos por el Señor por medio de un guía humano. Y donde abunda ese
espíritu, surgen en gran número las vocaciones religiosas, no sólamente
porque éstas hayan sido mejor cultivadas y descubiertas en la dirección
espiritual -que también eso es cierto-, sino, simplemente, porque el mayor
bien de la vida religiosa es sin duda la obediencia, según enseña la
tradición de la Iglesia:
Santo Tomás: «El voto de obedecer es el principal, porque por el voto de
obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad,
que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que
es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por el voto de pobreza»
(STh II-II, 186,8; +Juan XXII, bula Quorundam exigit 7-X-1317; Juan Pablo
II, Aud. gral. 7-XII-1994).
Y en paralelismo contrario: allí donde el pueblo cristiano, en su gran
mayoría, ignora el valor espiritual de la obediencia, apenas habrá
vocaciones a la vida religiosa, y rara vez se buscará la dirección
espiritual. Ésta, al menos en su forma plena, se dará muy escasamente, y
casi siempre que se dé será en forma de acompañamiento.
Pero volvamos a las afirmaciones primeras básicas. El acompañamiento
espiritual, en sus diversas modalidades, es algo pastoral y espiritualmente
muy bueno, puede ayudar mucho a una persona en su camino espiritual, y, en
todo caso, es lo mejor que hoy puede hacerse, en no pocas ocasiones
concretas, al servicio espiritual de una persona. A veces, eso sí, cuando el
director se ve excesivamente afectado por los tópicos no-directivos, es
posible que el acompañamiento adolezca de algunas deficiencias, o si se
quiere, carencias, que le restarán sin duda eficacia pastoral y formativa.
Otra cosa es la dirección espiritual
La dirección incluye el acompañamiento, pero es bastante más que éste. En
efecto, la dirección espiritual, en su sentido pleno y estricto, nace de una
gracia especial de Dios, por la cual el cristiano se siente inclinado en
conciencia a dejarse instruir y guiar por otra persona. El documento, por
ejemplo, que he citado de León XIII, dice que en la dirección espiritual se
da un cierto magisterio externo («quodam externi magisterii adiumento»), que
Dios providente establece en favor de aquéllos que Él llama a un más alto
grado de perfección, para que sean guiados por otros hombres («per homines
perducendos constituit»).
Los grandes santos y maestros de la tradición católica han entendido en
clave de obediencia el valor de la dirección espiritual. Así, por ejemplo,
San Vicente Ferrer (+1419): «Es mucho de notar que el siervo de Dios, si
tuviese un maestro que le instruyese o enseñase, por el consejo y orden del
cual se rigiese y cuya obediencia, así en cosas grandes como pequeñas, con
rigor siguiese, con mayor facilidad y en más breve tiempo podría llegar a la
perfección, que si él propio se quisiese aprovechar a sí, aunque para esto
tenga el mejor y más agudo entendimiento y los mejores y más espirituales
libros... Y más digo, que Cristo, sin el cual no somos poderosos de hacer
cosa alguna, jamás en tal caso concederá su gracia y favor al que tiene
quien le pueda instruir y guiar, y lo menosprecia o hace poco caso de
aprovecharse de tal guía, creyendo que harto suficientemente puede valerse
de sí, y por sí solo puede rastrear y hallar lo que para su salvación le
conviene» (Tratado de la vida espiritual VI).
Según esta concepción, que es sin duda la de más larga tradición teórica y
práctica en la Iglesia, el director espiritual cumple -y cumple a fortiori,
con especial regularidad y asiduidad- todas las funciones que hemos señalado
como propias del acompañamiento: instrucción, consulta, amistad espiritual,
estímulo, confortación, etc.; pero desempeña además una función de guía,
reconocida y querida por el dirigido, que quiere ayudarse de este modo para
salir de su propia voluntad y estar siempre en la de Dios.
La dirección espiritual plena abre, pues, a los fieles, religiosos y laicos,
un camino de perfección recomendado siempre por los santos y por la Iglesia;
un camino que sólo puede recorrerse buscando la santidad con toda el alma;
en espíritu de humildad, manifestando sinceramente todo lo que sea
conveniente, sin fiarse de uno mismo; en espíritu de fe, reconociendo con
facilidad al Señor Jesucristo en el guía espiritual que él ofrece; en
espíritu de obediencia y de abnegación de sí mismo, muriendo al propio
juicio y voluntad, para abrirse así con una docilidad incondicional al
Espíritu Santo. Ésta es la dirección espiritual, que la Iglesia de ayer y de
hoy, en Oriente y Occidente, ha visto siempre como un humilde y admirable
medio para el perfeccionamiento espiritual (+I. Hausherr, Direction
spirituelle en Orient).
El dominico Fabio Giardini distingue entre direction, guidance y counseling.
El director ayuda al cristiano a conformarse a la voluntad de Dios; el guía,
a adelantar en el seguimiento de Cristo; el consejero, a ser dócil al
Espíritu Santo. «Dirigir, guiar o aconsejar son funciones diversas, y cada
una requiere un método diferente de asistencia» (The Many Roles of the
Christian Spiritual Helper 222).
Por otra parte, ya que el acompañamiento implica tantos elementos
integrantes de la dirección espiritual plena, no parece excesivo
considerarle dirección espiritual, al menos en un sentido bastante amplio.
No parece, en cambio, conveniente identificar ambos términos, como si fueran
equivalentes. Es lo que hizo, por ejemplo, la editorial española que tradujo
la obra de Yves Raguin, Maître et disciple. La direction spirituelle (1985),
por Maestro y discípulo. El acompañamiento espiritual (1986).
Entre acompañamiento y dirección
He descrito el acompañamiento y la dirección espiritual, como dos formas
diversas de la atención pastoral aplicada a una persona. Pero ya se
comprende que hay una gran diversidad de modos en el planteamiento de esta
relación personal entre director y dirigido, y que muchas veces se dan
formas mixtas, unas más próximas al acompañamiento, otras más cercanas a la
dirección.
No es raro, incluso, que un acompañamiento vaya derivando hacia una
dirección espiritual, o que lo que en un principio se inició como dirección
se vaya quedando al paso del tiempo en acompañamiento. En todo caso, todas
estas formas de ayuda personal son buenas, sin duda, y la dirección
espiritual plena es de suyo la mejor. Para andar por los caminos del Señor,
bueno es tener un compañero experto, y aún mejor es tener un guía, un
director espiritual. Y no es lo mismo lo uno y lo otro, como ya hemos visto.
Ahora bien, cada cristiano en esto, como en todo, ha de procurar aquella
forma concreta de acompañamiento o dirección que Dios quiera darle, y no la
que a él pueda venirle más en gana, por ser más acorde a su temperamento o
más conforme con la mentalidad o costumbre de su ambiente. Desde luego, como
ya he señalado, el ambiente de época lleva más al cristiano a buscar
acompañamiento que dirección. Por eso hoy sólamente personas muy adelantadas
en el Espíritu -y por tanto, muy libres del mundo presente- suelen solicitar
una dirección espiritual estricta.
A la gran mayoría de los cristianos actuales ni siquiera les viene a la
mente la posibilidad de «ser conducidos» por otra persona, por muy experta
que ésta sea, en las cosas de su vida espiritual. Nunca han pensado en que
quizá fuera conveniente que alguien les indicara qué deben leer, o cómo han
de hacer la oración, arreglar su horario o elegir sus actividades.
Sencillamente, no se les ocurre siquiera esa posibilidad. Y es que el valor
de la obediencia es algo completamente ajeno al espíritu de nuestro siglo.
Así las cosas, y siendo la dirección tan santificante, tan recomendada por
el Magisterio y por los santos, es conveniente que el director ofrezca la
dirección espiritual en sentido pleno al cristiano que, buscando ayuda
personal, no la conoce suficientemente. Esa oferta, por supuesto, no ha de
hacerse a cualquiera, sino que ha de realizarse con suma prudencia:
sólamente 1.- cuando el cristiano está en condiciones de valorarla y de
tomar una decisión prudente, y 2.- cuando cabe prever que no va a entender
tal oferta como un deseo personal que el director tiene de controlar más los
detalles de su vida y de ejercer sobre él una mayor autoridad.
Por eso, quizá, es en esto prudente 1.- prestar dirección espiritual a quien
la pide; 2.- dar acompañamiento a quien da muestras de buscar eso sólamente;
y más tarde, 3.- ofrecer la dirección únicamente a quien, por su abnegación
y por su ansia de hacer la voluntad de Dios, da signos suficientes de que,
si se le ofrece, va a entender la inmensa virtualidad santificante de la
dirección. Esa persona habrá de ver luego en conciencia si Dios le mueve a
recibir esa ayuda o no.
Por lo demás, conviene advertir que la frecuencia de los encuentros de
acompañamiento o dirección puede ser muy diversa. Esa frecuencia, por
supuesto, ha de ser mayor a los comienzos del camino espiritual; en tanto
que puede darse una periodicidad más larga en la atención a personas ya más
formadas y experimentadas en ese camino.
Y aunque la dirección espiritual parece pedir una atención especialmente
asidua, puede darse perfectamente un acompañamiento en el que los encuentros
son bastante frecuentes, o una dirección espiritual verdadera en la que, sin
embargo, los encuentros son más de tarde en tarde. No está la diferencia en
la cantidad de los encuentros -que puede ser muy variable, según las
necesidades y posibilidades de la persona-, sino, como ya hemos visto, en la
calidad relacional de los mismos. Hay dirección espiritual cuando la
voluntad de un cristiano, en espíritu de obediencia, quiere dejarse conducir
por el Señor a través de la voluntad de otro, al menos en ciertos sectores
de su vida, queriendo realizar así, con más abnegación propia y más certeza,
la voluntad de Dios, que es «lo único necesario» para la santidad.
Dirección espiritual de laicos
La dirección espiritual plena es, pues, una gracia especial , que da Dios
ciertamente, por ejemplo, a los seminaristas (Código 239,2: spiritus
director; +246,4), a los novicios o a los miembros de ciertas familias
religiosas, según sus reglas y constituciones; pero que Dios concede también
a muchos laicos, de entre aquéllos, se entiende, que -individualmente o
dentro de una asociación concreta, que implica la dirección- aspiran con
toda su alma a la perfección de la santidad.
Esta gracia, insisto, no es sólamente privilegio excepcional de unos pocos
laicos. Por el contrario, si se recuerda la historia de la dirección
espiritual en la Iglesia, se comprueba que en todas las épocas ha querido
Dios servirse del ministerio pastoral de la dirección para la perfecta
santificación de muchos laicos -los discípulos laicos de los monjes, los
terciarios de las Ordenes mendicantes, los seglares dirigidos por jesuitas,
oratorianos, carmelitas, etc., los movimientos y asociaciones laicales
modernas (+AA.VV., direction spirituelle: DSp 3, 1957, 1002-1214)- .
Para dar un solo ejemplo actual, bien característico, podemos recordar el
Movimiento de las Familias de Nazaret, fundado en 1985 por el sacerdote
polaco Tadeusz Dajczer, que tienen como finalidad, según resume René
Laurentin, «la santificación de las familias mediante la dirección
espiritual». Según sus Estatutos, en efecto, «se recomienda a los miembros
[solteros, casados o célibes] la ayuda espiritual de un sacerdote, ayuda que
puede convertirse en dirección espiritual, que es un don del mismo Dios...
La idea de la dirección espiritual está conforme con las indicaciones de San
Francisco de Sales, que resalta la suma importancia del papel de la
dirección espiritual, también en la vida de los seglares. Ella constituye de
verdad una ayuda muy importante para poder salir victorioso en las difíciles
etapas de la vida interior, haciendo posible evitar muchas faltas en la vida
espiritual. En el camino a la santidad, el director espiritual es un guía
del alma; ayuda a descubrir los signos de la actuación del Espíritu Santo en
ella, la sostiene y anima en las dificultades, facilitando, al mismo tiempo,
la formación de su libertad y autonomía personal» (Varsovia 1993: I,5).
San Francisco de Sales (+1622), en efecto, recomienda mucho a los laicos la
dirección espiritual. En su Introducción a la vida devota, dedicada a la
santificación de los seglares, tiene un precioso capítulo «de la necesidad
de un conductor para entrar y hacer progreso en la devoción»:
«¿Quieres con más seguridad caminar a la devoción? Busca algún hombre
virtuoso que te adiestre y guíe... Jamás hallarás tan seguramente la
voluntad de Dios como por el camino de esta humilde obediencia, practicada y
estimada en tanto por todos los antiguos devotos... Más ¿quién hallará este
amigo? Los humildes, los que de verdad desean el crecimiento espiritual...
Ruega, pues, a Dios con toda tu alma para que te dé un guía que sea según su
corazón... Pondrás en él una gran confianza, mezclada de una sagrada
reverencia, de suerte que la reverencia no disminuya la confianza y que la
confianza no estorbe la reverencia. Confía en él con el respeto de una
doncella para con sus padres, y respétale con la confianza de un hijo para
con su madre. Esta amistad, en fin, ha de ser firme y dulce, santa, sagrada,
divina y espiritual... Pídele a Dios [un guía], y habiéndole hallado,
persevera con él, dando gracias a su divina Majestad, y no buscando otras
novedades, sino irte siempre por el camino que tu guía te muestra, simple,
humilde y confiadamente; y con esto harás un dichoso viaje» (I p., cp.4).
En espíritu de obediencia
En el texto precedente, como en casi todos los de la tradición sobre la
dirección espiritual, se habla una y otra vez de la obediencia espiritual
que debe vivir el que busca con un guía la perfecta santidad. Hoy algunos
prefieren en la dirección espiritual no seguir hablando de obediencia, sino
de docilidad o virtudes semejantes. La cuestión a veces, también aquí, es
más sobre palabras que sobre realidades espirituales; aunque no siempre.
Convendrá, en todo caso, que examinemos aunque sea brevemente la cuestión.
Los laicos deben vivir espiritualmente aquellos mismos consejos evangélicos
que los religiosos viven espiritual y materialmente. Han de tener, por
ejemplo, espíritu de pobreza, aunque su vocación no les permita muchas veces
participar de ciertas austeridades normales entre religiosos, ni las
realizaciones prácticas de ese espíritu puedan tampoco tener formas tan
concretas y predeterminadas como las que se dan en la vida religiosa. Pues
bien, de un modo semejante, el laico, aunque no tiene propiamente superiores
del fuero externo o interno a quienes obedecer en el sentido canónico
estricto, sigue las indicaciones de su director espiritual con un espíritu
de obediencia, cuyas aplicaciones concretas no están determinadas en una
regla -como en el caso de los religiosos-, ni le obligan estrictamente bajo
pecado. Ahora bien, quede claro que tanto en uno como en otro caso se trata
en el cristiano laico de vivencias genuinas de la pobreza y de la obediencia
evangélicas, con toda su fuerza liberadora de la caridad, y no de sucedáneos
meramente ilusorios o verbales.
En la dirección espiritual de los laicos, es verdad, el director no tiene
normalmente una autoridad jurídica, que haga de él, en el sentido canónico,
un superior externo o interno, al que se debe -incluso a veces bajo pecado-
obediencia estricta. El laico cristiano, sin embargo, presta a la autoridad
espiritual de su director una verdadera obediencia espiritual, hecha de
docilidad intelectual y, en conciencia, de sincera sujeción voluntaria. Y
puesto que el campo de la obediencia no está claramente delimitado en el
laico -como lo está en el religioso, al menos en ciertos casos-, ejercita su
espíritu de obediencia siguiendo en cada caso la luz de la prudencia
sobrenatural. Prestará así, por ejemplo, una obediencia más exacta y
confiada en ciertas cuestiones -lecturas, prácticas espirituales,
actividades caritativas, frecuencia de sacramentos, evitación de ciertas
cosas-, mientras que en otras -una decisión vocacional, por ejemplo, o en la
venta de una propiedad- habrá de aplicar su espíritu de obediencia
obviamente de otros modos.
Y por su parte, igualmente, la autoridad espiritual del director ha de
ejercitarse en claves muy diversas, según se trate de unas u otras personas
o cuestiones. Más aún, el director espiritual normalmente no da mandatos ni
consejos autoritativos al dirigido, sino que le ayuda para que él mismo tome
decisiones buenas, plenamente gratas a Dios, libres de los engaños del
Maligno, bien iluminadas por la fe y por los ejemplos de los santos. Es
decir, le ayuda a tomar decisiones exentas de motivos falsos, de apegos
desordenados, de miedos, ambiciones o presiones indebidas del mundo.
En ocasiones, convendrá que el director apruebe ciertas decisiones del
dirigido -o no les ponga al menos su veto, exigiendo una demora en el
discernimiento-. Pero también, otras veces, en conciencia, el director
deberá impulsar firmemente al dirigido con determinados mandatos o consejos,
generalmente formulados en diálogo con él, y siempre modificables en base a
las experiencias y diálogos posteriores.
Unas veces los motivos dados por el director para justificar lo que
prescribe o prohibe resultarán convincentes para el dirigido, y otras no.
«Es normal que tal cosa suceda. Pero es el momento de urgirle con suave
firmeza a que, a pesar de todo, lo haga, según la palabra del Señor a Simón
Pedro: "Lo que hago, tú no lo entiendes ahora; ya lo entenderás más
adelante" (Jn 13,7)» (Mendizábal, Dirección 126).
Pues bien, todos esos impulsos del director, no poco diversos en su grado de
apremio, han de ser recibidos por el dirigido, según Dios se lo vaya
concediendo, en espíritu de obediencia. Y quiero decir con esto que, así
como no a todos da el Señor la gracia de la dirección espiritual en su forma
plena, tampoco a todos los que les concede tener dirección espiritual les da
igualmente su gracia para que sujeten a la guía del director toda su vida,
toda en absoluto, o algunos aspectos de ella sólamente. En esta delicada
cuestión, como en todo, el cristiano debe aspirar en la dirección a aquella
extensión concreta de la obediencia espiritual que Dios quiera concederle.
No a otra, más o menos amplia.
Por otra parte, como bien observa el padre Mendizábal, «esta obediencia
espiritual, por su naturaleza misma, no es obligatoria bajo pecado. Pero la
obligatoriedad bajo pecado no es esencial a la obediencia. Formalmente, lo
propio de la obediencia consiste en que tome como regla formal autoritativa
de sus acciones la voluntad libre de otra persona constituida en autoridad
[en nuestro caso, en autoridad moral o espiritual]. Con fundamento decíamos,
por tanto, que los consejos del director ministerial no era simples
consejos, sino consejos autoritativos. Y que su observancia no era simple
prudencia y humildad, sino verdadera obediencia, aunque sin obligación de
pecado» (Dirección 60-61).
Voto de obediencia al director
Añado, en fin, que el voto de obediencia al director muy pocas veces es
aconsejable a los laicos. Puede serlo a veces 1.-dentro de unos límites
extremadamente concretos y restringidos; 2.-en algunos casos de
escrupulosos; o 3.-en ciertas personas de altísima vida espiritual, que así
quieren consumar el sacrificio total de su voluntad. Santa Teresa, por
ejemplo, hizo voto privado de obediencia al padre Gracián (Cuenta conciencia
30), y Santa Juana de Chantal a San Francisco de Sales.
En el caso de los laicos, digo, no conviene normalmente que la apertura
confiada que les lleva en la fe a un espíritu de obediencia hacia el
director, venga por el voto a cambiarse en un vínculo de obediencia
estricta. Y más inconvenientes todavía ofrecerá esto si tienen familia y
complejas responsabilidades sociales y económicas, ya que con ello se podría
dar lugar a problemas muy graves.
La fuerza acrecentadora de la autoridad y la obediencia
Es bien significativa la etimología de la palabra auctoritas. Auctor hace
referencia no sólamente a lo que está en el inicio de una criatura (autor,
creador, productor), sino también a lo que tiene capacidad para promover su
crecimiento (augere, aumentar, acrecentar, engrandecer). Dicho de otro modo,
por lo que se refiere a las personas humanas: la autoridad es una fuerza
acrecentadora, que las personas hacen suya por la obediencia.
Esta verdad se nos muestra con la máxima claridad si pensamos en la
autoridad de Dios, el Autor supremo, la fuente de toda legítima autoridad;
pues es evidente, en la fe, que la persona crece en la medida en que le
obedece. Pero también hemos de aplicar esa verdad, aunque en su medida
propia, a las autoridades que participan de la autoridad de Dios, como es el
caso de padres, maestros, gobernantes, párrocos... y directores
espirituales. Desde luego, se trata de formas muy diversas de autoridad, que
a su vez se ejercen de muy distintos modos según la edad física o espiritual
de las personas. Pero todas ellas son participaciones reales de la Autoridad
divina, fuente de toda bondad y crecimiento, y por tanto, todas esas
autoridades son fuerzas acrecentadoras de las personas que las obedecen.
Esta gran verdad es la que ha llevado a los maestros espirituales cristianos
a aconsejar a los fieles, sean laicos, sacerdotes o religiosos, la dirección
espiritual. Santa Teresa, por ejemplo, pensaba que, «aunque no sean
religiosos, sería gran cosa -como lo hacen muchos- tener a quien acudir,
para no hacer en nada su voluntad» (3 Moradas 2,12).
Cuántas veces sucede entonces, que aquello que venía siendo imposible a una
persona, se le hace posible por esta nueva gracia de Dios. Y es que, como le
dijo el Señor a Santa Teresa, «hija, la obediencia da fuerzas» (Fundaciones
pról. 2).
San Francisco de Sales recomendaba: «Haz que tu padre espiritual ordene las
obras de piedad que debes observar, porque así ellas serán mejores y
poseerán doble gracia y bondad: una, por ellas mismas, pues son obras
buenas; otra, por la obediencia que las ha ordenado y en virtud de la cual
son hechas» (Introducción a la vida devota III p., cp.11).
Así pues, «aprovéchese de la obediencia a voluntad ajena -exhortaba San Juan
de Avila (+1569)-, y comprobará que anda Dios en la tierra para responder a
nuestras dudas, para encaminar nuestra ignorancia, y para dar fuerza a los
que, obrando por nuestra voluntad, no teníamos fuerza para ello» (Carta
220).
Todo es gracia
Tener una regla de vida, hacer unos votos, recibir la guía de un director
espiritual, todo eso son gracias de Dios, dones que pueden y a veces deben
procurarse y pedirse, y siempre recibirse, si Dios los da; pero que no se
pueden tomar por una simple decisión del hombre -como si sólamente
«dependieran de su generosidad»-. De otro modo, reglas, votos y directores
más serían para el cristiano estorbo que ayuda. Ésa es la humilde y
maravillosa sabiduría del Bautista, cuando dice: «No conviene que el hombre
se tome nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27).