Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
15. La Virgen María, mujer de oración
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy encontramos a la
Virgen María, como mujer orante. La Virgen rezaba. Cuando el mundo todavía
la ignora, cuando es una sencilla joven prometida con un hombre de la casa
de David, María reza. Podemos imaginar a la joven de Nazaret recogida en
silencio, en continuo diálogo con Dios, que pronto le encomendaría su
misión. Ella está ya llena de gracia e inmaculada desde la concepción, pero
todavía no sabe nada de su sorprendente y extraordinaria vocación y del mar
tempestuoso que tendrá que navegar. Algo es seguro: María pertenece al gran
grupo de los humildes de corazón a quienes los historiadores oficiales no
incluyen en sus libros, pero con quienes Dios ha preparado la venida de su
Hijo.
María no dirige autónomamente su vida: espera que Dios tome las riendas de
su camino y la guíe donde Él quiere. Es dócil, y con su disponibilidad
predispone los grandes eventos que involucran a Dios en el mundo. El
Catecismo nos recuerda su presencia constante y atenta en el designio
amoroso del Padre y a lo largo de la vida de Jesús (cfr. CCE, 2617-2618).
María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio
a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar
de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la
salvación de muchos otros “he aquí”, de muchas obediencias confiadas, de
muchas disponibilidades a la voluntad de Dios. No hay mejor forma de rezar
que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a
Dios: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Es
decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios. Y Dios siempre responde.
¡Cuántos creyentes viven así su oración! Los que son más humildes de
corazón, rezan así: con la humildad esencial, digamos así; con humildad
sencilla: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Y
estos rezan así, no enfadándose porque los días están llenos de problemas,
sino yendo al encuentro de la realidad y sabiendo que en el amor humilde, en
el amor ofrecido en cada situación, nos convertimos en instrumentos de la
gracia de Dios. Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú
quieras. Una oración sencilla, pero es poner nuestra vida en manos del
Señor: que sea Él quien nos guíe. Todos podemos rezar así, casi sin
palabras.
La oración sabe calmar la inquietud: pero, nosotros somos inquietos, siempre
queremos las cosas antes de pedirlas y las queremos en seguida. Esta
inquietud nos hace daño, y la oración sabe calmar la inquietud, sabe
transformarla en disponibilidad. Cuando estoy inquieto, rezo y la oración me
abre el corazón y me vuelve disponible a la voluntad de Dios. La Virgen
María, en esos pocos instantes de la Anunciación, ha sabido rechazar el
miedo, aun presagiando que su “sí” le daría pruebas muy duras. Si en la
oración comprendemos que cada día donado por Dios es una llamada, entonces
agrandamos el corazón y acogemos todo. Se aprende a decir: “Lo que Tú
quieras, Señor. Prométeme solo que estarás presente en cada paso de mi
camino”. Esto es lo importante: pedir al Señor su presencia en cada paso de
nuestro camino: que no nos deje solos, que no nos abandone en la tentación,
que no nos abandone en los momentos difíciles. Ese final del Padre Nuestro
es así: la gracia que Jesús mismo nos ha enseñado a pedir al Señor.
María acompaña en oración toda la vida de Jesús, hasta la muerte y la
resurrección; y al final continúa, y acompaña los primeros pasos de la
Iglesia naciente (cfr. Hch 1,14). María reza con los discípulos que han
atravesado el escándalo de la cruz. Reza con Pedro, que ha cedido al miedo y
ha llorado por el arrepentimiento. María está ahí, con los discípulos, en
medio de los hombres y las mujeres que su Hijo ha llamado a formar su
Comunidad. ¡María no hace el sacerdote entre ellos, no! Es la Madre de Jesús
que reza con ellos, en comunidad, como una de la comunidad. Reza con ellos y
reza por ellos. Y, nuevamente, su oración precede el futuro que está por
cumplirse: por obra del Espíritu Santo se ha convertido en Madre de Dios, y
por obra del Espíritu Santo, se convierte en Madre de la Iglesia. Rezando
con la Iglesia naciente se convierte en Madre de la Iglesia, acompaña a los
discípulos en los primeros pasos de la Iglesia en la oración, esperando al
Espíritu Santo. En silencio, siempre en silencio. La oración de María es
silenciosa. El Evangelio nos cuenta solamente una oración de María: en Caná,
cuando pide a su Hijo, para esa pobre gente, que va a quedar mal en la
fiesta. Pero, imaginemos: ¡hacer una fiesta de boda y terminarla con leche
porque no había vino! ¡Eso es quedar mal! Y Ella, reza y pide al Hijo que
resuelva ese problema. La presencia de María es por sí misma oración, y su
presencia entre los discípulos en el Cenáculo, esperando el Espíritu Santo,
está en oración. Así María da a luz a la Iglesia, es Madre de la Iglesia. El
Catecismo explica: «En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra
la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos» (CCE, 2617).
En la Virgen María, la natural intuición femenina es exaltada por su
singular unión con Dios en la oración. Por esto, leyendo el Evangelio,
notamos que algunas veces parece que ella desaparece, para después volver a
aflorar en los momentos cruciales: María está abierta a la voz de Dios que
guía su corazón, que guía sus pasos allí donde hay necesidad de su
presencia. Presencia silenciosa de madre y de discípula. María está presente
porque es Madre, pero también está presente porque es la primera discípula,
la que ha aprendido mejor las cosas de Jesús. María nunca dice: “Venid, yo
resolveré las cosas”. Sino que dice: “Haced lo que Él os diga”, siempre
señalando con el dedo a Jesús. Esta actitud es típica del discípulo, y ella
es la primera discípula: reza como Madre y reza como discípula.
«María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su
corazón» (Lc 2,19). Así el evangelista Lucas retrata a la Madre del Señor en
el Evangelio de la infancia. Todo lo que pasa a su alrededor termina
teniendo un reflejo en lo más profundo de su corazón: los días llenos de
alegría, como los momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta
comprender por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su
corazón, para que pase la criba de la oración y sea transfigurado por ella.
Ya sean los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, hasta ese tremendo
viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su diálogo con Dios.
Algunos han comparado el corazón de María con una perla de esplendor
incomparable, formada y suavizada por la paciente acogida de la voluntad de
Dios a través de los misterios de Jesús meditados en la oración. ¡Qué bonito
si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre! Con el
corazón abierto a la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el
corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la
deja crecer con una semilla del bien de la Iglesia.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Que a imitación de la
Virgen María y por su intercesión, el Señor nos dé la gracia de comprender
en la oración que cada día que Él nos concede es una ocasión para acoger la
voluntad del Padre, para cumplirla con un corazón lleno del amor de Dios y
bien dispuesto al servicio de los hermanos. Que el Señor los bendiga a
todos.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Siguiendo nuestras reflexiones sobre la oración, hoy meditamos sobre la
figura de la Virgen María, que es llena de gracia e inmaculada desde su
concepción, y que estaba en continuo diálogo con Dios desde antes de la
anunciación. Ella, Mujer de oración, forma parte de la multitud de los
“humildes de corazón”, con los que Dios preparó la venida de su Hijo.
María fue siempre obediente a la voluntad de Dios. No dirigió su vida
autónomamente, sino dejó que la voz del Señor orientara su corazón y sus
pasos. San Lucas nos lo recuerda cuando dice que la Virgen conservaba en su
corazón todo lo que le sucedía, y lo meditaba, llevándolo a su diálogo con
Dios, para seguir con fiel obediencia el camino que Él le indicaba.
Por su docilidad al Señor, María estuvo presente en el designio providencial
del Padre, y en los momentos culminantes de la vida de su Hijo Jesús: desde
el anuncio del ángel hasta el misterio de su muerte y resurrección. Ella
también acompañó los primeros pasos de la Iglesia naciente, oraba con los
discípulos de su Hijo y oraba por ellos. Y así, como por obra del Espíritu
Santo se convirtió en Madre de Dios, también por obra del mismo Espíritu se
convirtió en Madre de la Iglesia, a la que sigue acompañando, con su oración
y mediación, en su peregrinar hacia la Patria celestial.