Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
1. El Misterio de la Oración
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos un nuevo ciclo de catequesis sobre el
tema de la oración. La oración es el aliento de la fe, es su expresión más
adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a
Dios.
Pensemos en la historia de Bartimeo, un personaje del
Evangelio (cf. Mc 10,46-52 y par.) y, os lo confieso, para mí el más
simpático de todos. Era ciego y se sentaba a mendigar al borde del camino en
las afueras de su ciudad, Jericó. No es un personaje anónimo, tiene un
rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”. Un día oye que Jesús
pasaría por allí. Efectivamente, Jericó era una cruce de caminos de
personas, continuamente atravesada por peregrinos y mercaderes. Entonces
Bartimeo se pone a la espera: hará todo lo posible para encontrar a Jesús.
Mucha gente hacía lo mismo, recordemos a Zaqueo, que se subió a un árbol.
Muchos querían ver a Jesús, él también.
Este hombre entra, pues, en los Evangelios como una voz
que grita a pleno pulmón. No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero
lo siente, lo percibe por la multitud, que en un momento dado aumenta y se
avecina... Pero está completamente solo, y a nadie le importa. ¿Y qué hace
Bartimeo? Grita. Y sigue gritando. Utiliza la única arma que tiene: su voz.
Empieza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Y
sigue así, gritando.
Sus gritos repetidos molestan, no resultan educados, y
muchos le reprenden, le dicen que se calle. “Pero sé educado, ¡no hagas
eso!”. Pero Bartimeo no se calla, al contrario, grita todavía más fuerte:
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Esa testarudez tan
hermosa de los que buscan una gracia y llaman, llaman a la puerta del
corazón de Dios. Él grita, llama. Esa frase: “Hijo de David”, es muy
importante, significa “el Mesías” —confiesa al Mesías—, es una profesión de
fe que sale de la boca de ese hombre despreciado por todos.
Y Jesús escucha su grito. La plegaria de Bartimeo toca
su corazón, el corazón de Dios, y las puertas de la salvación se abren para
él. Jesús lo manda a llamar. Él se levanta de un brinco y los que antes le
decían que se callara ahora lo conducen al Maestro. Jesús le habla, le pide
que exprese su deseo —esto es importante— y entonces el grito se convierte
en una petición: “¡Haz que recobre la vista!”. (cf. v. 51).
Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52). Le
reconoce a ese hombre pobre, inerme y despreciado todo el poder de su fe,
que atrae la misericordia y el poder de Dios. La fe es tener las dos manos
levantadas, una voz que clama para implorar el don de la salvación. El
Catecismo afirma que «la humildad es la base de la oración» (Catecismo de la
Iglesia Católica, 2559). La oración nace de la tierra, del humus —del que
deriva “humilde”, “humildad”—; viene de nuestro estado de precariedad, de
nuestra constante sed de Dios (cf. ibid., 2560-2561).
La fe, como hemos visto en Bartimeo, es un grito; la no
fe es sofocar ese grito. Esa actitud que tenía la gente para que se callara:
no era gente de fe, en cambio, él si. Sofocar ese grito es una especie de
“ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de
la cual no entendemos la razón; la no fe es limitarse a sufrir una situación
a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe
es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así.
Queridos hermanos y hermanas, empezamos esta serie de
catequesis con el grito de Bartimeo, porque quizás en una figura como la
suya ya está escrito todo. Bartimeo es un hombre perseverante. Alrededor de
él había gente que explicaba que implorar era inútil, que era un vocear sin
respuesta, que era ruido que molestaba y basta, que por favor dejase de
gritar: pero él no se quedó callado. Y al final consiguió lo que quería.
Más fuerte que cualquier argumento en contra, en el
corazón de un hombre hay una voz que invoca. Todos tenemos esta voz dentro.
Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se
interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente
cuando nos encontramos en la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí!
¡Jesús, ten compasión mi!”. Hermosa oración, ésta.
Pero ¿acaso estas palabras no están esculpidas en la
creación entera? Todo invoca y suplica para que el misterio de la
misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan sólo los
cristianos: comparten el grito de la oración con todos los hombres y las
mujeres. Pero el horizonte todavía puede ampliarse: Pablo dice que toda la
creación «gime y sufre los dolores del parto» (Rom 8,22). Los artistas se
hacen a menudo intérpretes de este grito silencioso de la creación, que
pulsa en toda criatura y emerge sobre todo en el corazón del hombre, porque
el hombre es un “mendigo de Dios” (cf. CIC, 2559). Hermosa definición del
hombre: “mendigo de Dios”. Gracias.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que
siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social.
Pidamos a Jesús, el buen Pastor, que nos conceda ser hombres y mujeres de
oración, que con confianza y perseverancia presentemos al Padre compasivo
nuestras necesidades y las de todos nuestros hermanos. Pasado mañana, 8 de
mayo, se celebra en Argentina la fiesta de Nuestra Señora de Luján. Que
ella, Madre de Dios y Madre nuestra, interceda por nosotros y nos obtenga de
su Hijo las gracias necesarias en este tiempo de dificultad que el mundo
atraviesa. Que Dios los bendiga.