Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
7. La oración de Moisés
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario sobre el tema de la oración, nos estamos dando cuenta
de que Dios nunca amó tratar con orantes “fáciles”. Y ni siquiera Moisés
será un interlocutor “débil”, desde el primer día de su vocación.
Cuando Dios lo llama, Moisés es humanamente “un fracasado”. El libro del
Éxodo nos lo representa en la tierra de Madián como un fugitivo. De joven
había sentido piedad por su gente y había tomado partido en defensa de los
oprimidos. Pero pronto descubre que, a pesar de sus buenos propósitos, de
sus manos no brota justicia, si acaso, violencia. He aquí los sueños de
gloria que se hacen trizas: Moisés ya no es un funcionario prometedor,
destinado a una carrera rápida, sino alguien que se ha jugado las
oportunidades, y ahora pastorea un rebaño que ni siquiera es suyo. Y es
precisamente en el silencio del desierto de Madián donde Dios convoca a
Moisés a la revelación de la zarza ardiente: «“Yo soy el Dios de tu padre,
el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Moisés se cubrió
el rostro, porque temía ver a Dios» (Éxodo 3,6).
A Dios que habla, que le invita a ocuparse de nuevo del pueblo de Israel,
Moisés opone sus temores, sus objeciones: no es digno de esa misión, no
conoce el nombre de Dios, no será creído por los israelitas, tiene una
lengua que tartamudea… Y así tantas objeciones. La palabra que florece más a
menudo de los labios de Moisés, en cada oración que dirige a Dios, es la
pregunta “¿por qué?”. ¿Por qué me has enviado? ¿Por qué quieres liberar a
este pueblo? En el Pentateuco hay, de hecho, un pasaje dramático en el que
Dios reprocha a Moisés su falta de confianza, falta que le impedirá la
entrada en la tierra prometida. (cf. Números 20,12).
Con estos temores, con este corazón que a menudo vacila, ¿cómo puede rezar
Moisés? Es más, Moisés parece un hombre como nosotros. Y también esto nos
sucede a nosotros: cuando tenemos dudas, ¿pero cómo podemos rezar? No nos
apetece rezar. Y es por su debilidad, más que por su fuerza, por lo que
quedamos impresionados. Encargado por Dios de transmitir la Ley a su pueblo,
fundador del culto divino, mediador de los misterios más altos, no por ello
dejará de mantener vínculos estrechos con su pueblo, especialmente en la
hora de la tentación y del pecado. Siempre ligado al pueblo. Moisés nunca
perdió la memoria de su pueblo. Y esta es una grandeza de los pastores: no
olvidar al pueblo, no olvidar las raíces. Es lo que dice Pablo a su amado
joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela, de tus raíces,
de tu pueblo”. Moisés es tan amigo de Dios como para poder hablar con Él
cara a cara (cf. Éxodo 33,11); y será tan amigo de los hombres como para
sentir misericordia por sus pecados, por sus tentaciones, por la nostalgia
repentina que los exiliados sienten por el pasado, pensando en cuando
estaban en Egipto.
Moisés no reniega de Dios, pero ni siquiera reniega de su pueblo. Es
coherente con su sangre, es coherente con la voz de Dios. Moisés no es, por
lo tanto, un líder autoritario y despótico; es más, el libro de los Números
lo define como “un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la haz de
la tierra” (cf. 12, 3). A pesar de su condición de privilegiado, Moisés no
deja de pertenecer a ese grupo de pobres de espíritu que viven haciendo de
la confianza en Dios el consuelo de su camino. Es un hombre del pueblo.
Así, el modo más proprio de rezar de Moisés será la intercesión (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2574). Su fe en Dios se funde con el
sentido de paternidad que cultiva por su pueblo. La Escritura lo suele
representar con las manos tendidas hacia lo alto, hacia Dios, como para
actuar como un puente con su propia persona entre el cielo y la tierra.
Incluso en los momentos más difíciles, incluso el día en que el pueblo
repudia a Dios y a él mismo como guía para hacerse un becerro de oro, Moisés
no es capaz de dejar de lado a su pueblo. Es mi pueblo. Es tu pueblo. Es mi
pueblo. No reniega ni de Dios ni del pueblo. Y dice a Dios: «¡Ay! Este
pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te
dignas perdonar su pecado..., y si no, bórrame del libro que has escrito»
(Éxodo 32,31-32). Moisés no cambia al pueblo. Es el puente, es el
intercesor. Los dos, el pueblo y Dios y él está en el medio. No vende a su
gente para hacer carrera. No es un arribista, es un intercesor: por su
gente, por su carne, por su historia, por su pueblo y por Dios que lo ha
llamado. Es el puente. Qué hermoso ejemplo para todos los pastores que deben
ser “puente”. Por eso, se les llama pontifex, puentes. Los pastores son
puentes entre el pueblo al que pertenecen y Dios, al que pertenecen por
vocación. Así es Moisés: “Perdona Señor su pecado, de otro modo, si Tú no
perdonas, bórrame de tu libro que has escrito. No quiero hacer carrera con
mi pueblo”. Y esta es la oración que los verdaderos creyentes cultivan en su
vida espiritual. Incluso si experimentan los defectos de la gente y su
lejanía de Dios, estos orantes no los condenan, no los rechazan. La actitud
de intercesión es propia de los santos, que, a imitación de Jesús, son
“puentes” entre Dios y su pueblo. Moisés, en este sentido, ha sido el
profeta más grande de Jesús, nuestro abogado e intercesor. (cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2577). Y también hoy, Jesús es el pontifex, es el
puente entre nosotros y el Padre. Y Jesús intercede por nosotros, hace ver
al Padre las llagas que son el precio de nuestra salvación e intercede. Y
Moisés es la figura de Jesús que hoy reza por nosotros, intercede por
nosotros.
Moisés nos anima a rezar con el mismo ardor que Jesús, a interceder por el
mundo, a recordar que este, a pesar de sus fragilidades, pertenece siempre a
Dios. Todos pertenecen a Dios. Los peores pecadores, la gente más malvada,
los dirigentes más corruptos son hijos de Dios y Jesús siente esto e
intercede por todos. Y el mundo vive y prospera gracias a la bendición del
justo, a la oración de piedad, a esta oración de piedad, el santo, el justo,
el intercesor, el sacerdote, el obispo, el Papa, el laico, cualquier
bautizado eleva incesantemente por los hombres, en todo lugar y en todo
tiempo de la historia. Pensemos en Moisés, el intercesor. Y cuando nos
entren las ganas de condenar a alguien y nos enfademos por dentro —enfadarse
hace bien, pero condenar no hace bien— intercedamos por él: esto nos ayudará
mucho.
LLAMAMIENTO
Se celebra hoy la “Jornada de la Conciencia”, inspirada en el testimonio del
diplomático portugués Aristides de Sousa Mendes, el cual, hace ochenta años,
decidió seguir la voz de la conciencia y salvó la vida a miles de judíos y
otros perseguidos. Que la libertad de conciencia pueda ser respetada siempre
y en todas partes; y que todo cristiano pueda dar ejemplo de coherencia con
una conciencia recta e iluminada por la Palabra de Dios.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, que siguen esta
catequesis a través de los medios de comunicación social. Pasado mañana, el
viernes, celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús; y vinculada
a esta fiesta se encuentra la Jornada de santificación sacerdotal. Los animo
a rezar por los sacerdotes, por vuestro párroco, por aquellos que están
cerca de ustedes y conocen…, para que a través de vuestra oración el Señor
los fortalezca en su vocación, los conforte en su ministerio y sean siempre
ministros de la Alegría del Evangelio para todas las gentes.
Que Dios los bendiga.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro itinerario sobre el tema de la oración, nos damos cuenta de que a
Dios le gusta tratar con personas a veces “difíciles”, y lo comprobamos con
Moisés. Cuando Dios lo llamó, Moisés era humanamente “un fracaso”. El libro
del Éxodo lo describe como un fugitivo en la tierra de Madián, después de
haber defendido a uno de su pueblo. Sus sueños de gloria se esfumaron:
Moisés ya no era un funcionario prometedor, sino un fracasado que pastoreaba
un rebaño que ni siquiera le pertenecía. Y es precisamente en el silencio
del desierto donde Dios se le reveló en la zarza ardiente: “Yo soy el Dios
de tus padres”, le dijo, y le encomendó la liberación de Israel.
Moisés presentó a Dios sus temores, sus objeciones ante la misión que le
confería, de volver a Egipto y de ocuparse de su pueblo que sufría. No se
consideraba digno de esa tarea, tartamudeaba; no conocía el nombre de Dios
para presentarse ante los israelitas. Su oración estaba siempre cargada de
“porqué”: ��Por qué me enviaste? ¿Por qué quieres liberar a esta gente? Esta
falta de confianza en Dios le impidió entrar en la tierra prometida.
Con estos miedos y vacilaciones, vemos en Moisés a un hombre como nosotros.
Y Dios, sin embargo, le confió grandes responsabilidades y, a pesar de
ellas, supo mantener lazos de solidaridad con su pueblo. Moisés era tan
amigo de Dios que hablaba con Él cara a cara; y siguió siendo tan amigo de
los hombres que tenía misericordia por sus pecados y rezaba por ellos. Su
oración era de intercesión, siendo esta la verdadera plegaria de los
creyentes, que a pesar de sus fragilidades tratan de ser “puentes” entre
Dios y su pueblo.
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