Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
14. La oración perseverante
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos con las catequesis sobre la oración. Alguien me ha dicho: “Usted
habla demasiado sobre la oración. No es necesario”. Sí, es necesario. Porque
si nosotros no rezamos, no tendremos la fuerza para ir adelante en la vida.
La oración es como el oxígeno de la vida. La oración es atraer sobre
nosotros la presencia del Espíritu Santo que nos lleva siempre adelante. Por
esto yo hablo tanto de la oración.
Jesús ha dado ejemplo de una oración continua, practicada con perseverancia.
El diálogo constante con el Padre, en el silencio y en el recogimiento, es
el fundamento de toda su misión. Los Evangelios nos cuentan también de sus
exhortaciones a los discípulos, para que recen con insistencia, sin
cansarse. El Catecismo recuerda las tres parábolas contenidas en el
Evangelio de Lucas que subrayan esta característica de la oración (cfr. CCE,
2613) de Jesús.
La oración debe ser sobre todo tenaz: como el personaje de la parábola que,
teniendo que acoger un huésped que llega de improviso, en mitad de la noche
va a llamar a un amigo y le pide pan. El amigo responde: “¡no!”, porque ya
está en la cama, pero él insiste e insiste hasta que le obliga a alzarse
y a darle el pan (cfr. Lc 11,5-8). Una petición tenaz. Pero Dios es más
paciente que nosotros, y quien llama con fe y perseverancia a la puerta de
su corazón no queda decepcionado. Dios siempre responde. Siempre. Nuestro
Padre sabe bien qué necesitamos; la insistencia no sirve para informarle o
convencerle, sino para alimentar en nosotros el deseo y la espera.
La segunda parábola es la de la viuda que se dirige al juez para que la
ayude a obtener justicia. Este juez es corrupto, es un hombre sin
escrúpulos, pero al final, exasperado por la insistencia de la viuda, decide
complacerla (cfr. Lc 18,1-8). Y piensa: “Es mejor que le resuelva el
problema y me la quito de encima, y así no viene continuamente a quejarse
delante de mí”. Esta parábola nos hace entender que la fe no es el impulso
de un momento, sino una disposición valiente a invocar a Dios, también a
“discutir” con Él, sin resignarse frente al mal y la injusticia.
La tercera parábola presenta un fariseo y un publicano que van al Templo a
rezar. El primero se dirige a Dios presumiendo de sus méritos; el otro se
siente indigno incluso solo por entrar en el santuario. Pero Dios no escucha
la oración del primero, es decir, de los soberbios, mientras escucha la de
los humildes (cfr. Lc 18,9-14). No hay verdadera oración sin espíritu de
humildad. Es precisamente la humildad la que nos lleva a pedir en la
oración.
La enseñanza del Evangelio es clara: se debe rezar siempre, también cuando
todo parece vano, cuando Dios parece sordo y mudo y nos parece que perdemos
el tiempo. Incluso si el cielo se ofusca, el cristiano no deja de rezar. Su
oración va a la par que la fe. Y la fe, en muchos días de nuestra vida,
puede parecer una ilusión, un cansancio estéril. Hay momentos oscuros, en
nuestra vida y en esos momentos la fe parece una ilusión. Pero practicar la
oración significa también aceptar este cansancio. “Padre, yo voy a rezar y
no siento nada… me siento así, con el corazón seco, con el corazón árido”.
Pero tenemos que ir adelante, con este cansancio de los momentos malos, de
los momentos que no sentimos nada. Muchos santos y santas han experimentado
la noche de la fe y el silencio de Dios —cuando nosotros llamamos y Dios no
responde— y estos santos han sido perseverantes.
En estas noches de la fe, quien reza nunca está solo. Jesús de hecho no es
solo testigo y maestro de oración, es más. Él nos acoge en su oración, para
que nosotros podamos rezar en Él y a través de Él. Y esto es obra del
Espíritu Santo. Es por esta razón que el Evangelio nos invita a rezar al
Padre en el nombre de Jesús. San Juan escribe estas palabras del Señor: «Y
todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea
glorificado en el Hijo» (14,13). Y el Catecismo explica que «la certeza de
ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús» (n.
2614). Esta dona las alas que la oración del hombre siempre ha deseado
poseer.
Cómo no recordar aquí las palabras del salmo 91, cargadas de confianza, que
nacen de un corazón que espera todo de Dios: «Te cubrirá con su plumaje, un
refugio hallarás bajo sus alas. Escudo y adarga es su lealtad. No temerás el
terror de la noche, ni la saeta que de día vuela, ni la peste que avanza en
las tinieblas, ni el azote que devasta a mediodía» (vv. 4-7). Es en Cristo
que se cumple esta maravillosa oración, es en Él que encuentra su plena
verdad. Sin Jesús, nuestras oraciones correrían el riesgo de reducirse a los
esfuerzos humanos, destinados la mayor parte de las veces al fracaso. Pero
Él ha tomado sobre sí cada grito, cada lamento, cada júbilo, cada súplica…
cada oración humana. Y no olvidemos el Espíritu Santo que reza en nosotros;
es Aquel que nos lleva a rezar, nos lleva a Jesús. Es el don que el Padre y
el Hijo nos han dado para proceder al encuentro de Dios. Y el Espíritu
Santo, cuando nosotros rezamos, es el Espíritu Santo que reza en nuestros
corazones.
Cristo es todo para nosotros, también en nuestra vida de oración. Lo decía
San Agustín con una expresión iluminante, que encontramos también en el
Catecismo: Jesús «ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros
como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro.
Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros»
(n. 2616). Es por esto que el cristiano que reza no teme nada, se encomienda
al Espíritu Santo, que se nos ha dado como don y que reza en nosotros,
suscitando la oración. Que sea el mismo Espíritu Santo, Maestro de oración,
quien nos enseñe el camino de la oración.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a rezar con
confianza y tesón, y de modo particular en estos momentos de dificultad que
está viviendo la humanidad entera. Acerquémonos a Dios sin temor,
abandonándonos con humildad en ese diálogo divino con quien sabemos que nos
ama. Que el Señor los bendiga.
Palabras del Santo Padre al final de la audiencia
Ayer se publicó el Informe sobre el doloroso caso del ex cardenal Theodore
McCarrick. Renuevo mi cercanía a las víctimas de todo abuso y el compromiso
de la Iglesia para eliminar este mal.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy contemplamos a Jesús que con su palabra y su ejemplo nos invita a la
oración perseverante. El continuo diálogo de Jesús con el Padre, en el
silencio y el recogimiento, fue el fundamento de toda su misión. Para
exhortarnos a tal perseverancia el Señor nos propone tres parábolas: la del
amigo inoportuno, la de la anciana y el juez inicuo, y la del fariseo y el
publicano.
De estas parábolas podemos aprender algunas lecciones sobre la oración. Nos
muestran con qué paciencia Dios escucha nuestra súplica, aun cuando conoce
nuestra miseria mejor que nosotros mismos. Con su silencio, el Señor busca
incitar en nosotros el deseo y la esperanza filial, y nos pide también la
perseverancia fundada en la firmeza de la fe. La oración necesita ser
valiente incluso hasta “retar” a Dios entre lágrimas, sin rendirnos nunca
ante el mal y la injusticia. Finalmente, nos revela que la humildad y la
verdadera contrición son el modo para acceder al corazón de Dios.
El Evangelio es claro: la oración es vital para no desfallecer, es una
cuestión de fe. Aunque nos parezca a veces una fatiga inútil y que Dios
enmudece ante nuestros ruegos, hemos de perseverar en la oración. Jesús en
esto no es sólo un maestro y un ejemplo, sino que nos acoge en su oración.
Él toma sobre sí cada grito, cada canto de júbilo, cada súplica; en
definitiva, cada oración humana. A la vez, cuando rezamos su voz está en
nosotros, de modo que todo lo que pidamos en su nombre sea para gloria de
Dios Padre.