Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
17. La bendición
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy nos detenemos en una dimensión esencial de la oración: la bendición.
Continuamos las reflexiones sobre la oración. En las narraciones de la
creación (cfr. Gen 1-2) Dios continuamente bendice la vida, siempre. Bendice
a los animales (1,22), bendice al hombre y a la mujer (1,28), finalmente
bendice el sábado, día de reposo y del disfrute de toda la creación (2,3).
Es Dios que bendice. En las primeras páginas de la Biblia es un continuo
repetirse de bendiciones. Dios bendice, pero también los hombres bendicen, y
pronto se descubre que la bendición posee una fuerza especial, que acompaña
para toda la vida a quien la recibe, y dispone el corazón del hombre a
dejarse cambiar por Dios (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium,
61).
Al principio del mundo está Dios que “dice-bien”, bien-dice, dice-bien. Él
ve que cada obra de sus manos es buena y bella, y cuando llega al hombre, y
la creación se realiza, reconoce que «estaba muy bien» (Gen 1,31). Poco
después, esa belleza que Dios ha impreso en su obra se alterará, y el ser
humano se convertirá en una criatura degenerada, capaz de difundir el mal y
la muerte por el mundo; pero nada podrá cancelar nunca la primera huella de
Dios, una huella de bondad que Dios ha puesto en el mundo, en la naturaleza
humana, en todos nosotros: la capacidad de bendecir y el hecho de ser
bendecidos. Dios no se ha equivocado con la creación y tampoco con la
creación del hombre. La esperanza del mundo reside completamente en la
bendición de Dios: Él sigue queriéndonos, Él el primero, como dice el poeta
Péguy[1], sigue esperando nuestro bien.
La gran bendición de Dios es Jesucristo, es el gran don de Dios, su Hijo. Es
una bendición para toda la humanidad, es una bendición que nos ha salvado a
todos. Él es la Palabra eterna con la que el Padre nos ha bendecido «siendo
nosotros todavía pecadores» (Rm 5,8) dice san Pablo: Palabra hecha carne y
ofrecida por nosotros en la cruz.
San Pablo proclama con emoción el plan de amor de Dios y dice así: «Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con
toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto
nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e
inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser
sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en
el Amado» (Ef 1,3-6). No hay pecado que pueda cancelar completamente la
imagen del Cristo presente en cada uno de nosotros. Ningún pecado puede
cancelar esa imagen que Dios nos ha dado a nosotros. La imagen de Cristo.
Puede desfigurarla, pero no puede quitarla de la misericordia de Dios. Un
pecador puede permanecer en sus errores durante mucho tiempo, pero Dios es
paciente hasta el último instante, esperando que al final ese corazón se
abra y cambie. Dios es como un buen padre y como una buena madre, también Él
es una buena madre: nunca dejan de amar a su hijo, por mucho que se
equivoque, siempre. Me viene a la mente las muchas veces que he visto a la
gente hacer fila para entrar en la cárcel. Muchas madres en fila para entrar
y ver a su hijo preso: no dejan de amar al hijo y ellas saben que la gente
que pasa en el autobús dice “Ah, esa es la madre del preso”. Y sin embargo
no tienen vergüenza por esto, o mejor, tienen vergüenza pero van adelante,
porque es más importante el hijo que la vergüenza. Así nosotros para Dios
somos más importantes que todos los pecados que nosotros podamos hacer,
porque Él es padre, es madre, es amor puro, Él nos ha bendecido para
siempre. Y no dejará nunca de bendecirnos.
Una experiencia intensa es la de leer estos textos bíblicos de bendición en
una prisión, o en un centro de desintoxicación. Hacer sentir a esas personas
que permanecen bendecidas no obstante sus graves errores, que el Padre
celeste sigue queriendo su bien y esperando que se abran finalmente al bien.
Si incluso sus parientes más cercanos les han abandonado, porque ya les
juzgan como irrecuperables, para Dios son siempre hijos. Dios no puede
cancelar en nosotros la imagen de hijo, cada uno de nosotros es hijo, es
hija. A veces ocurren milagros: hombres y mujeres que renacen. Porque
encuentran esta bendición que les ha ungido como hijos. Porque la gracia de
Dios cambia la vida: nos toma como somos, pero no nos deja nunca como somos.
Pensemos en lo que hizo Jesús con Zaqueo (cfr. Lc 19,1-10), por ejemplo.
Todos veían en él el mal; Jesús sin embargo ve un destello de bien, y de
ahí, de su curiosidad por ver a Jesús, hace pasar la misericordia que salva.
Así cambió primero el corazón y después la vida de Zaqueo. En las personas
marginadas y rechazadas, Jesús veía la indeleble bendición del Padre. Zaqueo
es un pecador público, ha hecho muchas cosas malas, pero Jesús veía ese
signo indeleble de la bendición del Padre y de ahí su compasión. Esa frase
que se repite tanto en el Evangelio, “tuvo compasión”, y esa compasión lo
lleva a ayudarlo y cambiarle el corazón. Es más, llegó a identificarse a sí
mismo con cada persona necesitada (cfr. Mt 25,31-46). En el pasaje del
“protocolo” final sobre el cual todos nosotros seremos juzgados, Mateo 25,
Jesús dice: “Yo estaba hambriento, yo estaba desnudo, yo estaba en la
cárcel, yo estaba en el hospital, yo estaba ahí…”.
Ante la bendición de Dios, también nosotros respondemos bendiciendo —Dios
nos ha enseñado a bendecir y nosotros debemos bendecir—: es la oración de
alabanza, de adoración, de acción de gracias. El Catecismo escribe: «La
oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque
Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquel que es
la fuente de toda bendición» (n. 2626). La oración es alegría y
reconocimiento. Dios no ha esperado que nos convirtiéramos para comenzar a
amarnos, sino que nos ha amado primero, cuando todavía estábamos en el
pecado.
No podemos solo bendecir a este Dios que nos bendice, debemos bendecir todo
en Él, toda la gente, bendecir a Dios y bendecir a los hermanos, bendecir el
mundo: esta es la raíz de la mansedumbre cristiana, la capacidad de sentirse
bendecidos y la capacidad de bendecir. Si todos nosotros hiciéramos así,
seguramente no existirían las guerras. Este mundo necesita bendición y
nosotros podemos dar la bendición y recibir la bendición. El Padre nos ama.
Y a nosotros nos queda tan solo la alegría de bendecirlo y la alegría de
darle gracias, y de aprender de Él a no maldecir, sino bendecir. Y aquí
solamente una palabra para la gente que está acostumbrada a maldecir, la
gente que tiene siempre en la boca, también en el corazón, una palabra fea,
una maldición. Cada uno de nosotros puede pensar: ¿yo tengo esta costumbre
de maldecir así? Y pedir al Señor la gracia de cambiar esta costumbre para
que nosotros tengamos un corazón bendecido y de un corazón bendecido no
puede salir una maldición. Que el Señor nos enseñe a no maldecir nunca sino
a bendecir.
[1] Le porche du mystère de la deuxième vertu, primera ed. 1911. Ed. es. El
pórtico del misterio de la segunda virtud.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a responder
al amor de Dios Padre, que nos ha amado en su Hijo Jesucristo, con la
alegría de bendecirlo y de darle gracias, y a aprender de su bondad a no
responder jamás al mal con el mal, sino a bendecir siempre, porque para eso
fuimos llamados, para heredar una bendición. Gracias.
LLAMAMIENTO
Deseo asegurar mi oración por Nigeria, lamentablemente una vez más
ensangrentada por una masacre terrorista. El sábado pasado, en el noreste
del país, fueron brutalmente asesinados más de cien campesinos. Dios les
acoja en su paz y consuele a sus familiares; y convierta los corazones de
quien comete tales horrores, que ofenden gravemente su nombre.
Hoy es el cuadragésimo aniversario de la muerte de cuatro misioneras
norteamericanas asesinadas en El Salvador: las monjas de Maryknoll Ita Ford
y Maura Clarke, la monja ursulina Dorothy Kazel y la voluntaria Jean Donovan.
El 2 de diciembre de 1980 fueron secuestradas, violadas y asesinadas por un
grupo de paramilitares. Prestaban su servicio a El Salvador en el contexto
de la guerra civil. Con empeño evangélico y corriendo grandes riesgos
llevaban comida y medicinas a los desplazados y ayudaban a las familias más
pobres. Estas mujeres vivieron su fe con gran generosidad. Son un ejemplo
para todos para convertirse en fieles discípulos misioneros.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nos detenemos en una dimensión esencial de la oración: la bendición.
Como nos narra el libro del Génesis, desde el inicio Dios bendijo la
creación, afirmando que todo era bueno. Por más que el pecado empañó la
huella de Dios en nosotros, nada podrá cancelarla. La bendición de Dios, su
benevolencia hacia nosotros, es el motivo de nuestra esperanza. Dios siempre
nos ama.
Cristo es la gran bendición de Dios para nosotros; con Él, con su Palabra
eterna nos bendijo cuando todavía éramos pecadores. Dios, en su designio de
amor y con infinita paciencia, espera hasta el último instante a que cada
pecador abra su corazón a Él. Es una experiencia intensa el poder leer esta
bendición en una prisión o en un centro de desintoxicación. Las personas
acogidas en estos lugares perciben que Dios las sigue bendiciendo y no las
abandona aun cuando sus mismos parientes y amigos las consideren
irrecuperables. La gracia de Dios obra en ellos y es capaz de
transformarlas.
Ante la bendición de Dios, le correspondemos bendiciendo con la oración de
alabanza, de adoración, de acción de gracias. A través de la oración
respondemos con gratitud a los dones que Dios nos concede. Dios no ha
esperado que nos convirtiéramos para comenzar a amarnos. Dios nos ha amado
primero, cuando todavía estábamos en el pecado. Caer en la cuenta del amor
que Dios nos tiene llena nuestro corazón de paz y alegría.