Catequesis del Papa Francisco sobre la Oración
25. La oración y la Trinidad. 1
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy y la próxima semana
queremos ver cómo, gracias a Jesucristo, la oración nos abre de par en par a
la Trinidad —al Padre, al Hijo y al Espíritu—, al mar inmenso de Dios que es
Amor. Jesús es quien nos ha abierto el Cielo y nos ha proyectado en la
relación con Dios. Ha sido Él quien ha hecho esto: nos ha abierto esta
relación con el Dios Trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es lo que
afirma el apóstol Juan, en la conclusión del prólogo de su Evangelio: «A
Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre,
él lo ha contado» (1,18). Jesús nos ha revelado la identidad, esta identidad
de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nosotros realmente no sabíamos cómo
se podía rezar: qué palabras, qué sentimientos y qué lenguajes eran
apropiados para Dios. En esa petición dirigida por los discípulos al
Maestro, que a menudo hemos recordado durante estas catequesis, está todo el
tanteo del hombre, sus repetidos intentos, a menudo fracasados, de dirigirse
al Creador: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
No todas las oraciones son iguales, y no todas son convenientes: la Biblia
misma nos atestigua el mal resultado de muchas oraciones, que son
rechazadas. Quizá Dios a veces no está contento con nuestras oraciones y
nosotros ni siquiera nos damos cuenta. Dios mira las manos de quien reza:
para hacerlas puras no es necesario lavarlas, si acaso es necesario
abstenerse de acciones malvadas. San Francisco rezaba: «Nullu homo ène dignu
te mentovare», es decir “ningún hombre es digno de nombrarte” (Cántico del
hermano sol).
Pero quizá el reconocimiento más conmovedor de la pobreza de nuestra oración
floreció de la boca de ese centurión romano que un día suplicó a Jesús que
sanara a su siervo enfermo (cf. Mt 8,5-13). Él se sentía completamente
inadecuado: no era judío, era oficial del odiado ejército de ocupación. Pero
la preocupación por el siervo le hace osar, y dice: «Señor, no soy digno de
que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará
sano» (v. 8). Es la frase que también nosotros repetimos en cada liturgia
eucarística. Dialogar con Dios es una gracia: nosotros no somos dignos, no
tenemos ningún derecho que reclamar, nosotros “cojeamos” con cada palabra y
cada pensamiento… Pero Jesús es la puerta que nos abre a este diálogo con
Dios.
¿Por qué el hombre debería ser amado por Dios? No hay razones evidentes, no
hay proporción… Tanto es así que en gran parte de las mitologías no está
contemplado el caso de un dios que se preocupe por las situaciones humanas;
es más, estas son molestas y aburridas, completamente insignificantes.
Recordemos la frase de Dios a su pueblo, repetida en el Deuteronomio:
“Piensa, ¿qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí, como vosotros me tenéis
a mí cerca de vosotros?”. ¡Esta cercanía de Dios es la revelación! Algunos
filósofos dicen que Dios puede pensar solo en sí mismo. En todo caso, somos
los humanos los que intentamos impresionar a la divinidad y resultar
agradables a sus ojos. De aquí el deber de “religión”, con la procesión de
sacrificios y devociones a ofrecer continuamente para congraciarse con un
Dios mudo, un Dios indiferente. No hay diálogo. Solo ha sido Jesús, solo ha
sido la revelación de Dios antes de Jesús a Moisés, cuando Dios se presentó;
solo ha sido la Biblia la que nos ha abierto el camino del diálogo con Dios.
Recordemos: “¿Qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí como tú me tienes a
mí cerca de ti?”. Esta cercanía de Dios que nos abre al diálogo con Él.
Un Dios que ama al hombre, nosotros nunca hubiéramos tenido la valentía de
creerlo, si no hubiéramos conocido a Jesús. El conocimiento de Jesús nos ha
hecho entender esto, nos ha revelado esto. Es el escándalo que encontramos
grabado en la parábola del padre misericordioso, o en la del pastor que va
en busca de la oveja perdida (cfr Lc 15). Historias de este tipo no
hubiéramos podido concebirlas, ni siquiera comprenderlas, si no hubiéramos
encontrado a Jesús. ¿Qué Dios está dispuesto a morir por los hombres? ¿Qué
Dios ama siempre y pacientemente, sin pretender ser amado a cambio? ¿Qué
Dios acepta la tremenda falta de reconocimiento de un hijo que pide un
adelanto de la herencia y se va de casa malgastando todo? (cf. Lc 15,12-13).
Es Jesús que nos revela el corazón de Dios. Así Jesús nos cuenta con su vida
en qué medida Dios es Padre. Tam Pater nemo: Nadie es Padre cómo Él. La
paternidad que es cercanía, compasión y ternura. No olvidemos estas tres
palabras que son el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. Es el
modo de expresar su paternidad con nosotros. Nosotros imaginamos con
dificultad y muy de lejos el amor del que la Santísima Trinidad está llena,
y qué abismo de mutua benevolencia existe entre Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Los iconos orientales nos dejan intuir algo de este misterio que es
el origen y la alegría de todo el universo.
Sobre todo, estaba lejos de nosotros creer que este amor divino se
expandiría, alcanzando nuestra orilla humana: somos el fin de un amor que no
tiene igual en la tierra. El Catecismo explica: «La santa humanidad de Jesús
es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios
nuestro Padre» (n. 2664). Y esta es la gracia de nuestra fe. Realmente no
podíamos esperar vocación más alta: la humanidad de Jesús —Dios se ha hecho
cercano en Jesús— ha hecho disponible para nosotros la vida misma de la
Trinidad, ha abierto, ha abierto de par en par esta puerta del misterio del
amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a acercarse a
la santa humanidad de Jesús, pues es el camino por el cual el Espíritu Santo
nos enseña a orar a Dios nuestro Padre. Esta es nuestra vocación, participar
en la vida misma de la Santísima Trinidad. Muchas gracias.
LLAMAMIENTOS
Llegan todavía desde Myanmar noticias tristes de sangrientos
enfrentamientos, con pérdidas de vidas humanas. Deseo llamar de nuevo la
atención de las Autoridades implicadas para que el diálogo prevalezca sobre
la represión y la armonía sobre la discordia. Dirijo también un llamamiento
a la Comunidad internacional, para que trabajen de modo que las aspiraciones
del pueblo de Myanmar no sean sofocadas por la violencia. A los jóvenes de
esa amada tierra se les conceda la esperanza de un futuro donde el odio y la
injusticia dejen espacio al encuentro y a la relación. Repito, finalmente,
el deseo expresado hace un mes: que el camino hacia la democracia,
emprendido en los últimos años por Myanmar, pueda retomarse a través del
gesto concreto de la liberación de los diferentes líderes políticos
encarcelados (cf. Discurso al Cuerpo Diplomático, 8 de febrero de 2021).
*****
Pasado mañana, si Dios quiere, iré a Irak para una peregrinación de tres
días. Desde hace tiempo deseo encontrar ese pueblo que ha sufrido tanto;
encontrar esa Iglesia mártir de la tierra de Abraham. Junto con los otros
líderes religiosos, daremos también otro paso adelante en la fraternidad
entre los creyentes. Os pido acompañar con la oración este viaje apostólico,
para que pueda desarrollarse de la mejor manera y traer los frutos
esperados. El pueblo iraquí nos espera; esperaba a san Juan Pablo II, a
quien se le prohibió ir. No se puede decepcionar a un pueblo por segunda
vez. Recemos para que este viaje se pueda hacer bien.
Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy y de la próxima semana contemplamos cómo gracias a
Jesús la oración nos abre de par en par al misterio inmenso de la Santa
Trinidad, a las profundidades del Dios del Amor. Nadie ha visto al Padre, ha
sido Jesús quien nos lo ha revelado. Sin Él nuestra oración no sería capaz
de alcanzar a Dios, ni siquiera seríamos dignos de mencionar su nombre. La
Biblia nos da varios ejemplos de súplicas que Dios no aceptó, porque no
todas las oraciones son buenas. Sin embargo, es Jesús que colma nuestro
anhelo enseñándonos a orar.
Por eso, nos hace bien reconocer la pobreza de nuestra oración, como el
centurión del evangelio. Pensemos en la inmensa gracia que significa
dialogar con Dios, que «una palabra suya» baste para que seamos salvados.
Nada hay en nosotros que justifique su amor, no hay proporción. Los antiguos
filósofos a malas penas consideraban que fuera posible, con sacrificios y
devociones, congraciarse con un dios mudo e indiferente.
Jesús, en cambio, con su vida, nos demuestra en qué medida Dios es Padre y
que nadie es Padre como Él. Nos asegura que es el pastor que busca la oveja
perdida, el padre misericordioso que sale al encuentro del hijo pródigo.
¿Qué dios estaría dispuesto a morir por los hombres?, ¿a amarlos siempre con
paciencia, sin esperar nada a cambio? ¿Cómo podríamos siquiera concebir el
abismo infinito del amor de Dios? ¿Cómo creer que ese mar de misericordia se
habría extendido hasta llegar a la orilla de nuestra humanidad? Nosotros
sólo podemos aceptarlo y comprenderlo gracias al misterio de la cruz.