Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración según el patriarca Abraham
18 de mayo de 2011
La intercesión de Abraham por Sodoma (Gn 18, 16-33)
Queridos hermanos y hermanas:
En las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como
fenómeno universal, que, si bien con formas distintas, está presente en las
culturas de todos los tiempos. Hoy, en cambio, quiero comenzar un recorrido
bíblico sobre este tema, que nos llevará a profundizar en el diálogo de
alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de salvación, hasta su
culmen: la Palabra definitiva que es Jesucristo. En este camino nos
detendremos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del
Antiguo y del Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran patriarca, padre de
todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12.16-17), quien nos ofrecerá el primer
ejemplo de oración, en el episodio de la intercesión por las ciudades de
Sodoma y Gomorra. Y también quiero invitaros a aprovechar el recorrido que
haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia
—que espero tengáis en vuestras casas— y, durante la semana, deteneros a
leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la
relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica a nosotros y el
hombre que responde, que reza.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar se encuentra en el capítulo
18 del libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de
Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una
intervención de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal
destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de
intercesión. Dios decide revelarle lo que está a punto de suceder y le da a
conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es
su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer que a todo
el mundo llegue la bendición divina. Tiene una misión de salvación, que debe
responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él
el Señor quiere reconducir a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la
justicia. Y ahora este amigo de Dios se abre a la realidad y a las
necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y
pide que sean salvados.
Abraham plantea enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor:
«¿Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en
la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta justos
que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa! matar al justo con el culpable, de
modo que la suerte del justo sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez
de toda la tierra, ¿no hará justicia?» (Gn 18, 23-25). Con estas palabras,
con gran valentía, Abraham presenta a Dios la necesidad de evitar una
justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su delito e
infligir el castigo, pero —afirma el gran patriarca— sería injusto castigar
de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay
inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Dios, que es un
juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, con razón, a Dios.
Ahora bien, si leemos más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la
petición de Abraham es aún más seria y profunda, porque no se limita a pedir
la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad
y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Señor: «Si hay
cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar
por los cincuenta inocentes que hay en él?» (v. 24b). De esta manera pone en
juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los
culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que
busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo
convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una
justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que,
teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos,
perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se
podría resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo
modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario
tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una
justicia «superior», ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si
los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose
salvar, no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en
justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo.
Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una
petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso.
Abraham no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del
corazón de Dios pues conoce su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran
ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su
perdón, ¿no son acaso la manifestación de la fuerza del bien, aunque parece
más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el
mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y
otros medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que
interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela
exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si
encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender
hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham —como recordamos— hace
disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la
salvación: si no son cincuenta, podrían bastar cuarenta y cinco, y así va
bajando hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz
en la insistencia: «Quizá no se encuentren más de cuarenta.. treinta...
veinte... diez» (cf. vv. 29.30.31.32). Y cuanto más disminuye el número, más
grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con
paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica:
«Perdonaré... no la destruiré... no lo haré» (cf. vv. 26.28.29.30.31.32).
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá salvarse, si en ella se
encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la fuerza de la oración. Porque,
a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás,
se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios alimenta siempre
hacia el hombre pecador. De hecho, el mal no puede aceptarse, hay que
señalarlo y destruirlo a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía
precisamente esta función. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado,
sino que se convierta y que viva (cf. Ez 18, 23; 33, 11); su deseo siempre
es perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien. Ahora bien, es
precisamente este deseo divino el que, en la oración, se convierte en deseo
del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su
súplica, Abraham está prestando su voz, pero también su corazón, a la
voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de
salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la
posibilidad de manifestarse de modo concreto en la historia de los hombres,
para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración,
Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es destruir, sino salvar a
Sodoma, dar vida al pecador convertido.
Esto es lo que quiere el Señor, y su diálogo con Abraham es una prolongada e
inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de
encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez menos apremiante y
al final sólo bastarán diez para salvar a toda la población. El texto no
dice por qué Abraham se detuvo en diez. Quizás es un número que indica un
núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas constituyen el quórum
necesario para la oración pública judía). De todas maneras, se trata de un
número escaso, una pequeña partícula de bien para salvar un gran mal. Pero
ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades
fueron destruidas. Una destrucción que paradójicamente la oración de
intercesión de Abraham presenta como necesaria. Porque precisamente esa
oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto
a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal
total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los
cuales partir para transformar el mal en bien. Porque es este precisamente
el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere
decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en
nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese
rechazar a Dios y el amor que ya lleva en sí mismo el castigo. Dirá el
profeta Jeremías al pueblo rebelde: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu
propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar
al Señor, tu Dios» (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Señor
salvar al hombre, liberándolo del pecado. Pero, por eso, es necesaria una
transformación desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el
cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en
perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham
repite continuamente: «Quizás allí se encuentren...». «Allí»: es dentro de
la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar
y devolver la vida. Son palabras dirigidas también a nosotros: que en
nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para
que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y
sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que
es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no
existía ese germen de bien.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía aún más.
Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá,
en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén:
«Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y averiguad, buscad por todas
sus plazas, a ver si encontráis a alguien capaz de obrar con justicia, que
vaya tras la verdad, y yo la perdonaré» (Jr 5, 1). El número se ha reducido
aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. Y ni siquiera esto
basta; la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de
bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio de sus enemigos. Será
necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. Y este es el misterio de
la Encarnación: para garantizar un justo, él mismo se hace hombre. Siempre
habrá un justo, porque es él, pero es necesario que Dios mismo se convierta
en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino se manifestará
plenamente cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el
perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la
cruz, perdonando e intercediendo por quienes «no saben lo que hacen» (Lc 23,
34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta; entonces
toda intercesión nuestra será plenamente escuchada.
Queridos hermanos y hermanas, que la súplica de Abraham, nuestro padre en la
fe, nos enseñe a abrir cada vez más el corazón a la misericordia
sobreabundante de Dios, para que en la oración diaria sepamos desear la
salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al
Señor, que es grande en el amor. Gracias.
Saludos
(Oración universal por la Iglesia en China)
Queridos hermanos y hermanas:
Durante el tiempo pascual, la liturgia canta a Cristo resucitado de entre
los muertos, vencedor de la muerte y del pecado, vivo y presente en la vida
de la Iglesia y en las vicisitudes del mundo. La buena nueva del Amor de
Dios que se manifestó en Cristo, Cordero inmolado, buen Pastor que da la
vida por los suyos, se extiende sin cesar hasta los últimos confines de la
tierra y, al mismo tiempo, encuentra rechazo y obstáculos en todas las
partes del mundo. Como entonces, también hoy, desde la cruz a la
Resurrección.
El martes 24 de mayo es un día dedicado a la memoria litúrgica de la
santísima Virgen María, Auxilio de los cristianos, venerada con gran
devoción en el Santuario de Sheshan en Shanghai: toda la Iglesia se une en
oración con la Iglesia que está en China. Allí, como en otros lugares,
Cristo vive su pasión. Mientras aumenta el número de quienes lo acogen como
su Señor, otros rechazan, ignoran o persiguen a Cristo. «Saulo, Saulo, ¿por
qué me persigues?» (Hch 9, 4). La Iglesia en China, sobre todo en este
momento, necesita la oración de la Iglesia universal. Invito, en primer
lugar, a todos los católicos chinos a proseguir y a intensificar su oración,
sobre todo a María, Virgen fuerte. Pero también debe ser un compromiso para
todos los católicos del mundo rezar por la Iglesia que está en China: esos
fieles tienen derecho a nuestra oración, necesitan nuestra oración.
Sabemos por los Hechos de los Apóstoles que, cuando Pedro estaba en la
cárcel, todos rezaron con fuerza y obtuvieron que un ángel lo liberara.
Hagamos lo mismo también nosotros: oremos intensamente, todos juntos, por
esta Iglesia, confiando en que, con la oración, podemos hacer algo muy real
por ella.
Los católicos chinos, como han dicho muchas veces, quieren la unidad con la
Iglesia universal, con el Pastor supremo, con el Sucesor de Pedro. Con la
oración podemos obtener para la Iglesia en China el don de permanecer una,
santa y católica, fiel y firme en la doctrina y en la disciplina eclesial.
Merece todo nuestro afecto.
Sabemos que entre nuestros hermanos obispos hay algunos que sufren y están
bajo presión en el ejercicio de su ministerio episcopal. A ellos, a los
sacerdotes y a todos los católicos que encuentran dificultades en la libre
profesión de fe les expresamos nuestra cercanía. Con nuestra oración podemos
ayudarles a encontrar el camino para mantener viva la fe, fuerte la
esperanza, ardiente la caridad hacia todos e íntegra la eclesiología que
hemos heredado del Señor y de los Apóstoles y que nos ha sido transmitida
con fidelidad hasta nuestros días. Con la oración podemos obtener que su
deseo de estar en la Iglesia una y universal supere la tentación de un
camino independiente de Pedro. La oración puede obtener, para ellos y para
nosotros, la alegría y la fuerza de anunciar y de dar testimonio, con toda
franqueza y sin impedimento, de Jesucristo crucificado y resucitado, el
Hombre nuevo, vencedor del pecado y de la muerte.
Con todos vosotros pido a María que interceda para que cada uno de ellos se
configure cada vez más íntimamente a Cristo y se entregue con generosidad
siempre nueva a los hermanos. A María pido que ilumine a cuantos están en la
duda, que llame a los extraviados, que consuele a los afligidos, que
fortalezca a cuantos se ven tentados por los reclamos del oportunismo.
Virgen María, Auxilio de los cristianos, Nuestra Señora de Sheshan, ¡ruega
por nosotros!