Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La noche del Yaboq
25 de mayo de 2011
Lucha nocturna y encuentro con Dios (Gn 32, 23-33)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un texto del Libro del Génesis que
narra un episodio bastante particular de la historia del patriarca Jacob. Es
un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de
fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de
Yaboc, del que hemos escuchado un pasaje.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura a
cambio de un plato de lentejas y después le había arrebatado con engaño la
bendición de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechándose de su ceguera.
Tras huir de la ira de Esaú, se había refugiado en casa de un pariente,
Labán; se había casado, se había enriquecido y ahora volvía a su tierra
natal, dispuesto a afrontar a su hermano después de haber tomado algunas
medidas prudentes. Pero cuando todo está preparado para este encuentro,
después de haber hecho que los que estaban con él atravesaran el vado del
torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo y es
agredido improvisamente por un desconocido con el que lucha durante toda la
noche. Este combate cuerpo a cuerpo —que encontramos en el capítulo 32 del
Libro del Génesis— se convierte para él en una singular experiencia de Dios.
La noche es el tiempo favorable para actuar a escondidas, por tanto, para
Jacob es el tiempo mejor para entrar en el territorio de su hermano sin ser
visto y quizás con el plan de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo, es él
quien se ve sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba
preparado. Había usado su astucia para tratar de evitar una situación
peligrosa, pensaba tenerlo todo controlado y, en cambio, ahora tiene que
afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la
oportunidad de organizar una defensa adecuada. Inerme, en la noche, el
patriarca Jacob lucha con alguien. El texto no especifica la identidad del
agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica,
«uno, alguien»; se trata, por tanto, de una definición vaga, indeterminada,
que a propósito mantiene al asaltante en el misterio. Reina la oscuridad,
Jacob no consigue distinguir claramente a su adversario; y también para el
lector, para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al
patriarca, y este es el único dato seguro que nos proporciona el narrador.
Sólo al final, cuando la lucha ya haya terminado y ese «alguien» haya
desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado
contra Dios.
El episodio tiene lugar, por tanto, en la oscuridad y es difícil percibir no
sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también cómo se desarrolla la
lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer cuál de los dos
contrincantes logra vencer; los verbos se usan a menudo sin sujeto
explícito, y las acciones se suceden casi de forma contradictoria, así que
cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva
desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. De hecho, al
inicio Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario —dice el texto— «no
lograba vencerlo» (v. 26); con todo, golpea a Jacob en la articulación del
muslo, provocándole una luxación. Se debería pensar entonces que Jacob va a
sucumbir; sin embargo, es el otro el que le pide que lo deje ir; pero el
patriarca se niega, poniendo una condición: «No te soltaré hasta que me
bendigas» (v. 27). Aquel que con engaño le había quitado a su hermano la
bendición del primogénito, ahora la pretende del desconocido, de quien
quizás comienza a vislumbrar las connotaciones divinas, pero sin poderlo aún
reconocer verdaderamente.
El rival, que parece detenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de
acoger la petición del patriarca, le pregunta su nombre: «¿Cómo te llamas?».
El patriarca le responde: «Jacob» (v. 28). Aquí la lucha da un viraje
importante. Conocer el nombre de alguien implica una especie de poder sobre
la persona, porque en la mentalidad bíblica el nombre contiene la realidad
más profunda del individuo, desvela su secreto y su destino. Conocer el
nombre de alguien quiere decir conocer la verdad del otro y esto permite
poderlo dominar. Por tanto, cuando, a petición del desconocido, Jacob revela
su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de
rendición, de entrega total de sí mismo al otro.
Pero, paradójicamente, en este gesto de rendición también Jacob resulta
vencedor, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria
por parte de su adversario, que le dice: «Ya no te llamarás Jacob, sino
Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido» (v.
29). «Jacob» era un nombre que aludía al origen problemático del patriarca;
de hecho, en hebreo recuerda el término «talón», y remite al lector al
momento del nacimiento de Jacob cuando, al salir del seno materno, agarraba
con la mano el talón de su hermano gemelo (cf. Gn 25, 26), casi presagiando
la supremacía que alcanzaría en perjuicio de su hermano en la edad adulta,
pero el nombre de Jacob remite también al verbo «engañar, suplantar». Pues
bien, ahora, en la lucha, el patriarca revela a su adversario, en un gesto
de entrega y rendición, su propia realidad de engañador, de suplantador;
pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva:
Jacob el engañador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que
implica una nueva identidad. Pero también aquí el relato mantiene su
voluntaria duplicidad, porque el significado más probable del nombre Israel
es «Dios es fuerte, Dios vence».
Así pues, Jacob ha prevalecido, ha vencido —es el propio adversario quien lo
afirma—, pero su nueva identidad, recibida del contrincante mismo, afirma y
testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pregunta a su vez el nombre a
su adversario, este no quiere decírselo, pero se le revelará en un gesto
inequívoco, dándole la bendición. Aquella bendición que el patriarca le
había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la
bendición obtenida con engaño, sino la gratuitamente concedida por Dios, que
Jacob puede recibir porque estando solo, sin protección, sin astucias ni
engaños, se entrega inerme, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre
sí mismo. Por eso, al final de la lucha, recibida la bendición, el patriarca
puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: «He visto a
Dios cara a cara —dijo—, y he quedado vivo» (v. 31); y ahora puede atravesar
el vado, llevando un nombre nuevo pero «vencido» por Dios y marcado para
siempre, cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica puede dar respecto a este
fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen en él
finalidades y componentes literarios de varios tipos, así como referencias a
algún relato popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los
autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y
el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el
Yaboc se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de
Israel habla de su propio origen y delinea los rasgos de una relación
particular entre Dios y el hombre. Por esto, como afirma también el
Catecismo de la Iglesia católica, «la tradición espiritual de la Iglesia ha
tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y
una victoria de la perseverancia» (n. 2573). El texto bíblico nos habla de
la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y
ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia
pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de
conversión y de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboc se convierte así, para el creyente, en
un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración
encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, casi
en un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con
un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece
inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que
implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se
desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su
amor, entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega de sí
mismos a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence
precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de
lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una
bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras
fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que
permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor. Y cuando esto sucede,
toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de
Dios. Más aún: Jacob, que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel y
da también un nombre nuevo al lugar donde ha luchado con Dios y le ha
rezado; le da el nombre de Penuel, que significa «Rostro de Dios». Con este
nombre reconoce que ese lugar está lleno de la presencia del Señor,
santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con
Dios. Quien se deja bendecir por Dios, quien se abandona a él, quien se deja
transformar por él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir
la buena batalla de la fe (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm 4, 7) y a pedir, en nuestra
oración, su bendición, para que nos renueve a la espera de ver su rostro.
¡Gracias!