Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: Elías
15 de junio de 2011
Confrontación entre profetas y oraciones (1 R 18, 20-40
Queridos hermanos y hermanas:
En la historia religiosa del antiguo Israel tuvieron gran relevancia los
profetas con su enseñanza y su predicación. Entre ellos surge la figura de
Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre
significa «el Señor es mi Dios» y en consonancia con este nombre se
desarrolla su vida, consagrada totalmente a suscitar en el pueblo el
reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Sirácida dice:
«Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como
antorcha» (Si 48, 1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino
hacia Dios. En su ministerio Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a
la vida al hijo de una viuda que lo había hospedado (cf. 1 R 17, 17-24),
grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto,
buscado a muerte por la reina Jezabel (cf. 1 R 19, 1-4), pero es sobre todo
en el monte Carmelo donde se muestra en todo su poder de intercesor cuando,
ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el
corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer
Libro de los Reyes, en el que hoy nos detenemos.
Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en
tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se había creado una
situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal,
el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al
que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a
los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y
misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y
previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de
sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la
continua tentación del creyente, creyendo poder «servir a dos señores» (cf.
Mt 6, 24; Lc 16, 13), y facilitar los caminos inaccesibles de la fe en el
Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por los
hombres.
Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías
hace que se reúna el pueblo de Israel en el monte Carmelo y lo pone ante la
necesidad de hacer una elección: «Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es
Baal, seguid a Baal» (1 R 18, 21). Y el profeta, portador del amor de Dios,
no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el
signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán
un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con
el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el
profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de
Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que
no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cf. Jr 10, 5). Y comienza
también la confrontación entre dos formas completamente distintas de
dirigirse a Dios y de orar.
Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan saltando, entran
en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, «con
cuchillos y lancetas hasta chorrear sangre por sus cuerpos» (1 R 18, 28).
Recurren a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias
capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa
del ídolo: está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer,
que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a
partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en
lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora
que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a
dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo
exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y es tal el engaño que,
adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el
tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas
de Baal llegan incluso a hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en
un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de
vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de
muerte.
Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se
acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del
desafío que lanza él a los profetas de Baal era volver a llevar a Dios al
pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que
Israel se una a él, siendo partícipe y protagonista de su oración y de
cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como
reza el texto, «doce piedras, según el número de tribus de los hijos de
Jacob, al que se había dirigido esta palabra del Señor: “Tu nombre será
Israel”» (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria
tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de la
que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene un alcance
decisivo; el altar es lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero
esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación
del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en «altar»,
lugar de ofrenda y de sacrificio.
Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel
reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su identidad de pueblo del
Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que
debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su
fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su
invocación son densas en significado y en fe: «Señor, Dios de Abraham, de
Isaac y de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel, que yo
soy tu servidor y que por orden tuya he obrado todas estas cosas.
Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres
Dios y que has convertido sus corazones» (vv. 36-37; cf. Gn 32, 36-37).
Elías se dirige al Señor llamándolo Dios de los padres, haciendo así memoria
implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza
que unió indisolublemente al Señor con su pueblo. La implicación de Dios en
la historia de los hombres es tal que su Nombre ya está inseparablemente
unido al de los patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que
Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta
llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino
pronunciado por Elías resulta de hecho un poco sorprendente. En lugar de
usar la fórmula habitual, «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», utiliza un
apelativo menos común: «Dios de Abraham, de Isaac y de Israel». La
sustitución del nombre «Jacob» con «Israel» evoca la lucha de Jacob en el
vado de Yaboc con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia
explícita (cf. Gn 32, 29) y del que hablé en una de las catequesis pasadas.
Esta sustitución adquiere un significado denso dentro de la invocación de
Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se
llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del
Sur. Y ahora este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su
propia relación privilegiada con el Señor, oye que lo llaman por su nombre
mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del
pueblo: «Señor, Dios (...) de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios
en Israel» (1 R 18, 36).
El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el
profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que él
intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y
llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa,
conozca en plenitud quién es verdaderamente su Dios, y haga la elección
decisiva de seguirlo sólo a él, el verdadero Dios. Porque sólo así Dios es
reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de
ponerlo junto a otros dioses, que lo negarían como absoluto,
relativizándolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la
fe proclamada en el conocido texto del Shemá Israel: «Escucha, Israel: el
Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,
4-5). Al absoluto de Dios el creyente debe responder con un amor absoluto,
total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y precisamente
para el corazón de su pueblo el profeta con su oración está implorando
conversión: «Que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios, y que has
convertido sus corazones» (1 R 18, 37). Elías, con su intercesión, pide a
Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia,
fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte,
transforma.
Y esto es lo que sucede: «Cayó el fuego del Señor, que devoró el holocausto
y la leña, las piedras y la ceniza, secando el agua de las zanjas. Todo el
pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra, exclamando: “¡El Señor es Dios. El
Señor es Dios!”» (vv. 38-39). El fuego, este elemento a la vez necesario y
terrible, vinculado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del
Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y
se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a
las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma
inequívoca, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el
agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener
dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus
dudas, de su falta de fe. Ahora Baal, el ídolo vano, está vencido, y el
pueblo, que parecía perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y
se ha reencontrado a sí mismo.
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del
pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la
prioridad del primer mandamiento: adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece,
el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro
tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas
de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; lo
esclavizan. Segundo. El objetivo primario de la oración es la conversión: el
fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a
Dios y así de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto.
Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética,
si —dicen— es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino
hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor
que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera
adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la
verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no
destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el
fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no
destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y
así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de
Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.