Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: La oración en la Sagrada Familia
28 de diciembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño, lleno de íntima
alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar este misterio,
cuyo eco se expande en la liturgia de todos estos días. Es un misterio de
luz que los hombres de cada época pueden revivir en la fe y en la oración.
Precisamente a través de la oración nos hacemos capaces de acercarnos a Dios
con intimidad y profundidad. Por ello, teniendo presente el tema de la
oración que estoy desarrollando durante las catequesis en este período, hoy
quiero invitaros a reflexionar sobre cómo la oración forma parte de la vida
de la Sagrada Familia de Nazaret. La casa de Nazaret, en efecto, es una
escuela de oración, donde se aprende a escuchar, a meditar, a penetrar el
significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, siguiendo el
ejemplo de María, José y Jesús.
Sigue siendo memorable el discurso del siervo de Dios Pablo VI durante su
visita a Nazaret. El Papa dijo que en la escuela de la Sagrada Familia
nosotros comprendemos por qué debemos «tener una disciplina espiritual, si
se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo». Y
agrega: «En primer lugar nos enseña el silencio. Oh! Si renaciese en
nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable
condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos
estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida
moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la
aptitud a prestar oídos a las secretas inspiraciones de Dios y a las
palabras de los verdaderos maestros» (Discurso en Nazaret, 5 de enero de
1964).
De la Sagrada Familia, según los relatos evangélicos de la infancia de
Jesús, podemos sacar algunas reflexiones sobre la oración, sobre la relación
con Dios. Podemos partir del episodio de la presentación de Jesús en el
templo. San Lucas narra que María y José, «cuando se cumplieron los días de
su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para
presentarlo al Señor» (2, 22). Como toda familia judía observante de la ley,
los padres de Jesús van al templo para consagrar a Dios a su primogénito y
para ofrecer el sacrificio. Movidos por la fidelidad a las prescripciones,
parten de Belén y van a Jerusalén con Jesús que tiene apenas cuarenta días;
en lugar de un cordero de un año presentan la ofrenda de las familias
sencillas, es decir, dos palomas. La peregrinación de la Sagrada Familia es
la peregrinación de la fe, de la ofrenda de los dones, símbolo de la
oración, y del encuentro con el Señor, que María y José ya ven en su hijo
Jesús.
La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro
del Hijo le pertenece a título especial, porque se formó en su seno, tomando
de ella también la semejanza humana. Nadie se dedicó con tanta asiduidad a
la contemplación de Jesús como María. La mirada de su corazón se concentra
en él ya desde el momento de la Anunciación, cuando lo concibe por obra del
Espíritu Santo; en los meses sucesivos advierte poco a poco su presencia,
hasta el día del nacimiento, cuando sus ojos pueden mirar con ternura
maternal el rostro del hijo, mientras lo envuelve en pañales y lo acuesta en
el pesebre. Los recuerdos de Jesús, grabados en su mente y en su corazón,
marcaron cada instante de la existencia de María. Ella vive con los ojos en
Cristo y conserva cada una de sus palabras. San Lucas dice: «Por su parte
[María] conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,
19), y así describe la actitud de María ante el misterio de la Encarnación,
actitud que se prolongará en toda su existencia: conservar en su corazón las
cosas meditándolas. Lucas es el evangelista que nos permite conocer el
corazón de María, su fe (cf. 1, 45), su esperanza y obediencia (cf. 1, 38),
sobre todo su interioridad y oración (cf. 1, 46-56), su adhesión libre a
Cristo (cf. 1, 55). Y todo esto procede del don del Espíritu Santo que
desciende sobre ella (cf. 1, 35), como descenderá sobre los Apóstoles según
la promesa de Cristo (cf. Hch 1, 8). Esta imagen de María que nos ofrece san
Lucas presenta a la Virgen como modelo de todo creyente que conserva y
confronta las palabras y las acciones de Jesús, una confrontación que es
siempre un progresar en el conocimiento de Jesús. Siguiendo al beato Papa
Juan Pablo II (cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae) podemos decir que la
oración del Rosario tiene su modelo precisamente en María, porque consiste
en contemplar los misterios de Cristo en unión espiritual con la Madre del
Señor. La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es, por decirlo
así, contagiosa. San José fue el primero en experimentarlo. Su amor humilde
y sincero a su prometida esposa y la decisión de unir su vida a la de María
lo atrajo e introdujo también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19),
en una intimidad singular con Dios. En efecto, con María y luego, sobre
todo, con Jesús, él comienza un nuevo modo de relacionarse con Dios, de
acogerlo en su propia vida, de entrar en su proyecto de salvación,
cumpliendo su voluntad. Después de seguir con confianza la indicación del
ángel —«no temas acoger a María, tu mujer» (Mt 1, 20)— él tomó consigo a
María y compartió su vida con ella; verdaderamente se entregó totalmente a
María y a Jesús, y esto lo llevó hacia la perfección de la respuesta a la
vocación recibida. El Evangelio, como sabemos, no conservó palabra alguna de
José: su presencia es silenciosa, pero fiel, constante, activa. Podemos
imaginar que también él, como su esposa y en íntima sintonía con ella, vivió
los años de la infancia y de la adolescencia de Jesús gustando, por decirlo
así, su presencia en su familia. José cumplió plenamente su papel paterno,
en todo sentido. Seguramente educó a Jesús en la oración, juntamente con
María. Él, en particular, lo habrá llevado consigo a la sinagoga, a los
ritos del sábado, como también a Jerusalén, para las grandes fiestas del
pueblo de Israel. José, según la tradición judía, habrá dirigido la oración
doméstica tanto en la cotidianidad —por la mañana, por la tarde, en las
comidas—, como en las principales celebraciones religiosas. Así, en el ritmo
de las jornadas transcurridas en Nazaret, entre la casa sencilla y el taller
de José, Jesús aprendió a alternar oración y trabajo, y a ofrecer a Dios
también la fatiga para ganar el pan necesario para la familia.
Por último, otro episodio en el que la Sagrada Familia de Nazaret se halla
recogida y unida en un momento de oración. Jesús, como hemos escuchado, a
los doce años va con los suyos al templo de Jerusalén. Este episodio se
sitúa en el contexto de la peregrinación, como lo pone de relieve san Lucas:
«Sus padre solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando
cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre» (2, 41-42). La
peregrinación es una expresión religiosa que se nutre de oración y, al mismo
tiempo, la alimenta. Aquí se trata de la peregrinación pascual, y el
evangelista nos hace notar que la familia de Jesús la vive cada año, para
participar en los ritos en la ciudad santa. La familia judía, como la
cristiana, ora en la intimidad doméstica, pero reza también junto a la
comunidad, reconociéndose parte del pueblo de Dios en camino, y la
peregrinación expresa precisamente este estar en camino del pueblo de Dios.
La Pascua es el centro y la cumbre de todo esto, y abarca la dimensión
familiar y la del culto litúrgico y público.
En el episodio de Jesús a los doce años se registran también sus primeras
palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las
cosas de mi Padre? (2, 49). Después de tres días de búsqueda, sus padres lo
encontraron en el templo sentado entre los doctores en el templo mientras
los escuchaba y los interrogaba (cf. 2, 46). A su pregunta sobre por qué
había hecho esto a su padre y a su madre, él responde que hizo sólo cuánto
debe hacer como Hijo, es decir, estar junto al Padre. De este modo él indica
quién es su verdadero Padre, cuál es su verdadera casa, que él no había
hecho nada extraño, que no había desobedecido. Permaneció donde debe estar
el Hijo, es decir, junto a su Padre, y destacó quién es su Padre. La palabra
«Padre» domina el acento de esta respuesta y aparece todo el misterio
cristológico. Esta palabra abre, por lo tanto, el misterio, es la llave para
el misterio de Cristo, que es el Hijo, y abre también la llave para nuestro
misterio de cristianos, que somos hijos en el Hijo. Al mismo tiempo, Jesús
nos enseña cómo ser hijos, precisamente estando con el Padre en la oración.
El misterio cristológico, el misterio de la existencia cristiana está
íntimamente unido, fundado en la oración. Jesús enseñará un día a sus
discípulos a rezar, diciéndoles: cuando oréis decid «Padre». Y,
naturalmente, no lo digáis sólo de palabra, decidlo con vuestra vida,
aprended cada vez más a decir «Padre» con vuestra vida; y así seréis
verdaderos hijos en el Hijo, verdaderos cristianos.
Aquí, cuando Jesús está todavía plenamente insertado en la vida la Familia
de Nazaret, es importante notar la resonancia que puede haber tenido en el
corazón de María y de José escuchar de labios de Jesús la palabra «Padre», y
revelar, poner de relieve quién es el Padre, y escuchar de sus labios esta
palabra con la consciencia del Hijo Unigénito, que precisamente por esto
quiso permanecer durante tres días en el templo, que es la «casa del Padre».
Desde entonces, podemos imaginar, la vida en la Sagrada Familia se vio aún
más colmada de un clima de oración, porque del corazón de Jesús todavía niño
—y luego adolescente y joven— no cesará ya de difundirse y de reflejarse en
el corazón de María y de José este sentido profundo de la relación con Dios
Padre. Este episodio nos muestra la verdadera situación, el clima de estar
con el Padre. De este modo, la Familia de Nazaret es el primer modelo de la
Iglesia donde, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación,
todos viven la relación filial con Dios Padre, que transforma también las
relaciones interpersonales, humanas.
Queridos amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he
señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia doméstica,
llamada a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y debe ser la primera
escuela de oración. En la familia, los niños, desde la más temprana edad,
pueden aprender a percibir el sentido de Dios, gracias a la enseñanza y el
ejemplo de sus padres: vivir en un clima marcado por la presencia de Dios.
Una educación auténticamente cristiana no puede prescindir de la experiencia
de la oración. Si no se aprende a rezar en la familia, luego será difícil
colmar ese vacío. Y, por lo tanto, quiero dirigiros la invitación a
redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en la escuela de la
Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y
una sola alma, una verdadera familia. Gracias.