Escuela de Oración - Catequesis de Benedicto XVI: Las últimas palabras de Jesús en la Cruz
14 de marzo de 2012
"Jesús es consciente de entrar directamente en la comunión con el Padre y de
volver a abrir el camino al hombre hacia el paraíso de Dios. Así, a través
de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede
tocarnos incluso en el último momento de la vida, y que la oración sincera,
incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del
Padre bueno que espera el regreso del hijo".
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado, hablé sobre la oración
de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: “Dios, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”. Ahora quisiera seguir meditando sobre la oración de Jesús en
la cruz, en la inminencia de la muerte y me gustaría centrarme hoy en la
narración que encontramos en el evangelio de san Lucas. El evangelista nos
ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales --la
primera y la tercera--, son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La
segunda, por el contrario, consiste en la promesa hecha al llamado buen
ladrón crucificado con él; respondiendo a la oración del ladrón, Jesús le
asegura: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc. 23, 43).
En Lucas están entrelazadas sugestivamente las dos oraciones que Jesús
agonizante dirige al Padre y la acogida de la súplica que le dirige el
pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la
oración de este hombre que a menudo es llamado latro poenitens, "el ladrón
arrepentido."
Detengámonos en estas tres oraciones de Jesús. La primera la pronuncia
inmediatamente después de ser clavado en la cruz, mientras los soldados se
están dividiendo sus vestidos como triste recompensa de su servicio. En
cierto modo, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. San
Lucas escribe: “Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a
él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía
«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» Se repartieron sus
vestidos, echando a suertes.” (Lc 23,33-34). La primera oración que Jesús
dirige al Padre es de intercesión, pide perdón por sus verdugos. Con esto,
Jesús cumple en primera persona lo que había enseñado en el Sermón de la
Montaña cuando dijo: “Pero yo les digo a los que me escuchan: Amen a sus
enemigos, hagan el bien a los que los odien.” (Lc 6,27) y también había
prometido a los que supieran perdonar: “su recompensa será grande, y serán
hijos del Altísimo” (Lc 6,35). Ahora, desde la cruz, no solo perdona a sus
verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo en su
favor.
Esta actitud de Jesús encuentra una “imitación” conmovedora en el relato de
la lapidación de san Esteban, el primer mártir. Esteban, llegando a su fin,
“dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: 'Señor, no les tengas en cuenta
este pecado'. Y diciendo esto, murió”. (Hch 7,60): esta fue su última
palabra. La comparación de la oración de perdón de Jesús con la del
protomártir es significativa. Esteban se dirige al Señor resucitado y le
pide que su muerte --un gesto claramente definido por la expresión “este
pecado”--, no se la impute a sus asesinos. Jesús en la cruz se dirige al
Padre y no solo pide perdón por sus verdugos, sino que también ofrece una
lectura de lo que está sucediendo. En sus palabras, de hecho, los hombres
que lo crucifican "no saben lo que hacen" (Lc. 23,34). Él sitúa la
ignorancia, el "no saber", como la razón para la petición de perdón al
Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino a la conversión, como
es el caso de las palabras que dijo el centurión ante la muerte de Jesús:
“Ciertamente este hombre era justo" (Lc 23,47), era el Hijo de Dios. “Sigue
siendo un consuelo para todos los tiempos y para todos los hombres el hecho
de que el Señor, tanto sobre aquellos que realmente no sabían --los
verdugos--, como los que sabían y lo condenaron, pone la ignorancia como la
razón para pedir perdón, la ve como una puerta que se nos puede abrir hacia
la conversión.” (Jesús de Nazaret, II, 233).
La segunda palabra de Jesús en la cruz reportada por san Lucas es una
palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres
crucificados con Él. El buen ladrón frente a Jesús volvió en sí y se
arrepiente, se da cuenta que está frente al Hijo de Dios, que revela el
rostro mismo de Dios, y le pide: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con
tu Reino” (Lc 23,42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más
allá de la petición y le dice: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el
Paraíso” (Lc 23,43). Jesús es consciente de entrar directamente en la
comunión con el Padre y de volver a abrir el camino al hombre hacia el
paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de
que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último momento de la
vida, y que la oración sincera, incluso después de una vida equivocada,
encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del
hijo.
Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús agonizante. El
evangelista dice: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el
sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del
Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre,
en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (Lc 23,44-46).
Algunos aspectos de esta narración son diferentes a la imagen ofrecida en
Marcos y en Mateo. Las tres horas de oscuridad no se describen, mientras que
en Mateo se relacionan con una serie de eventos apocalípticos, como el
terremoto, la apertura de los sepulcros, los muertos que resucitan (cf. Mt
27,51-53). En Lucas, las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipsarse
del sol, pero en ese momento se da el desgarramiento del velo del templo. De
este modo, el relato de Lucas presenta dos signos, con cierto paralelismo
con el cielo y el templo. El cielo pierde su luz, se hunde la tierra,
mientras que en el templo, el lugar de la presencia de Dios, se rasga el
velo que protege el santuario. La muerte de Jesús está explícitamente
caracterizada como un evento cósmico y litúrgico; en particular, marca el
inicio de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es
el mismo cuerpo de Jesús muerto y resucitado, el que reúne a los pueblos y
los une en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.
La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento, “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu”, es un fuerte grito de extrema y total confianza en Dios.
Esta oración expresa el pleno conocimiento de no ser abandonado. La
invocación inicial “Padre”, recuerda su primera declaración de niño de doce
años. Entonces había permanecido tres días en el templo de Jerusalén, cuyo
velo ahora está rasgado. Y cuando sus padres le habían expresado su
preocupación, él respondió: “Y ¿por qué me buscaban? ¿No saben que yo debía
estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,49). De principio a fin, lo que
determina por completo el sentir de Jesús, su palabra y su acción, es su
relación única con el Padre. En la cruz Él vive plenamente, en el amor, esta
relación filial con Dios, que anima su oración.
Las palabras pronunciadas por Jesús, después de la invocación “Padre”,
retoman una expresión del salmo 31: “En tus manos mi espíritu encomiendo”
(Sal. 31,6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino más
bien muestran una firme decisión: Jesús se “entrega” al Padre en un acto de
total abandono. Estas palabras son una oración de “entrega”, llena de
confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús antes de su muerte es
trágica, como lo es para cada hombre, pero al mismo tiempo, está impregnada
por aquella profunda calma que viene de la confianza en el Padre y del deseo
de entregarse totalmente a Él. En Getsemaní, cuando entró en la lucha final
y en la oración más intensa y estaba a punto de ser “entregado en manos de
los hombres” (Lc. 9,44), su sudor se hizo “como gotas espesas de sangre que
caían en tierra” (Lc. 22,44). Pero su corazón era totalmente obediente a la
voluntad del Padre, y por eso “un ángel venido del cielo” había venido a
confortarlo (cf. Lc. 22,42-43). Ahora, en sus últimos momentos, Jesús se
dirige al Padre, diciendo cuáles son realmente las manos a las que él
entrega toda su existencia. Antes de partir para el viaje a Jerusalén, Jesús
había insistido a sus discípulos: “Escuchen estas palabras: el Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44). Ahora, que la
vida está por dejarlo, sella en la oración su decisión final: Jesús permitió
ser entregado “en manos de los hombres”, pero es en las manos del Padre
donde pone su espíritu; así, --como dice el evangelista Juan--, todo se ha
cumplido, el supremo acto de amor ha llegado a su fin, al límite que va más
allá del límite.
Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los
últimos momentos de su vida terrena ofrecen indicaciones exigentes a nuestra
oración, pero abren también a una confianza serena y a una esperanza firme.
Jesús que pide al Padre que perdone a aquellos que lo están crucificando,
nos invita al difícil gesto de orar también por aquellos que nos hacen mal,
que nos han dañado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios
ilumine sus corazones; y nos invita a tener, en nuestra oración, la misma
actitud de misericordia y de amor que Dios tiene hacia nosotros: “perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”,
decimos todos los días en el Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Jesús, en el
momento extremo de la muerte se entrega totalmente en las manos de Dios
Padre, nos da la certeza de que, mientras más duras sean las pruebas,
difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de
las manos de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan
en el camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y
fiel. Gracias.